Olegaroy

David Toscana

Fragmento

Olegaroy

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«Roban colchón de asesinada.» El encabezado espantó a Olegaroy. Él había actuado al modo de los soldados que se apropian de las botas de los difuntos en el campo de batalla sin que por eso enfrenten una corte marcial. El periodista fue benévolo con la vecina de Antonia Crespo, a quien describió como una ingenua señora que había actuado de buena fe, «pero fue engañada por un rufián que se hizo pasar por investigador policiaco». La tal señora dijo sobre el delincuente que era un hombre adiposo de unos sesenta años. «¿Cómo?», protestó Olegaroy y se fue a mirar en un espejo. Movió los músculos faciales de modo que la piel se estirara. Luego retomó la lectura. El inspector Mondragón comentó que sin duda se trataba del homicida. «¿Quién más querría sustraer tan importante pieza de evidencia?» Varios testigos declararon que, en efecto, habían visto por las inmediaciones a un hombre cargando o arrastrando un colchón. Las descripciones físicas del malhechor fueron tan variadas que la policía decidió tomar en cuenta sólo la declaración de la vecina. Olegaroy había soñado muchas veces con aparecer en las páginas del periódico, pero no en esas circunstancias. Las autoridades confiaban en resolver pronto el caso y ya habían despachado a algunos oficiales para que siguieran el rastro del sospechoso. «¿Miserable? ¿Sesenta años? ¿Asesino? Esto es difamación.» Olegaroy pensó llamar a las oficinas del diario, pero de inmediato supuso que sería una imprudencia. El inspector Mondragón agregó que la justicia no iba a descansar hasta poner al culpable detrás de las rejas. A la última pregunta del reportero, Mondragón respondió que los sesenta años se ajustaban al perfil del posible homicida, pues a esa edad es natural ser utilizado y después desechado por una joven. «Es, evidentemente, un hombre muy fuerte, si es que pudo él solo cargar con el colchón.» Esto último sí satisfizo a Olegaroy. Mostró la nota a su madre. Esperó impaciente a que la leyera.

—¿Te parezco de sesenta años?

—Aquí están hablando de un señor que robó un colchón.

—Si tocan a la puerta no vayas a abrir.

Olegaroy fue a su dormitorio. Quitó las sábanas y se quedó mirando ese colchón que no le había hecho recuperar el sueño. El inspector Mondragón tenía que ser un imbécil por considerarlo una importante pieza de evidencia. Él mismo había utilizado esa explicación para deslumbrar a la vecina, pero un oficial de la ley estaba obligado a comportarse con más seriedad. ¿Qué evidencia podía contener? La sangre era de Antonia, no de su verdugo. Era roja como cualquiera sin posibilidad de que se la adjudicaran a nadie. O tal vez carmín o bermellón o bermeja o grana o escarlata o como se llamara el color de la sangre seca si no es que sencillamente se denominaba color sangre seca. ¿Por qué tenía la policía que rastrear a un pobre hombre que padece insomnio en vez de cazar huellas digitales? Eso hacen los detectives modernos en vez de andar interrogando casa por casa. Por suerte Olegaroy no tenía amigos. Muy ocasionalmente salía de día. Así es que nadie pudo decir «allá va Olegaroy» cuando lo vieron pasar con el colchón. Por suerte el ser humano era ingrato y por eso nadie le ayudó con la carga. Qué bello era el anonimato.

Había ciertas frases que los hombres utilizaban en tono de amenaza, como «Usted no me conoce» o «No sabe con quién se está metiendo». Quizás más que nadie en la ciudad, Olegaroy podía utilizarlas de modo inocente, con certeza de verdad. Y aunque esta falta de talento social es señalada como defecto por los mediocres, es de suponer que Olegaroy comulgaba con Nietzsche, quien aseguraba que alcanzaría la mayor grandeza el hombre que pudiera ser el más solitario; e igualmente con Schopenhauer, para quien el mundo nos obliga a optar entre la soledad o la vulgaridad.

Desde la ventana vio que llegaban dos policías a la casa de enfrente.

—Ahí no vive nadie —les gritó Olegaroy.

—¿Vio usted pasar a un hombre con un colchón?

Olegaroy bajó y salió a la calle.

—Ya los estaba esperando porque soy hombre enterado que lee el periódico.

—¿Lo vio?

—Señores míos, de haber visto algo sospechoso yo mismo me habría presentado a declarar.

Una vez que los vio marcharse, Olegaroy fue a donde estaba su madre. Se desplomó. Le temblaban las piernas. Sin embargo, estaba tan orgulloso de sí mismo como nunca en la vida. La calamidad había tocado a la puerta y él la mandó de paseo.

—¡Viva Olegaroy! —exclamó.

La madre se dejó contagiar por la sensación de que algo trascendental había sucedido. Echó migajas de pan a su hijo creyendo que emulaba un antiguo ritual de triunfo. A Olegaroy no le importó que algunas se le metieran en los ojos de por sí irritados. Si tuvieran vino habrían brindado. Si música, habrían bailado. Si fuego y un becerro gordo, habrían abrasado al animal en una pira sagrada.

—¡Alabado sea Olegaroy!

—¡Santo patrono de los insomnes!

—¡Cargador de colchones, devorador de canapés!

No tenían la más remota idea, ¿cómo habían de tenerla?, de que la vida de Olegaroy habría sido menos desgraciada si esos policías lo hubiesen conducido ante cualquier juez sin escrúpulos para que lo encerrara veinte o treinta años por el asesinato de Antonia Margarita Crespo Saldívar, acaecido en esta ciudad metropolitana de Monterrey la noche del seis al siete de abril de 1949.

¿Por qué, Señor? ¿Qué te hizo Olegaroy?

Olegaroy

17

Cuando Olegaroy comparó el colchón de Antonia Crespo con arte moderno, lo hizo en calidad de experto. No es que hubiese entrado en una galería o visto a algún célebre pintor salpicando un lienzo o le diese por hojear álbumes de grandes maestros, pero la gente vive mencionando que las cosas ya no son como antes y entre esas cosas debía de estar el arte o a lo mejor los artistas. Por lo demás, todo el mundo ha de tener una opinión sobre el arte sin necesidad de una educación humanista o contacto intelectual con lo bello.

Olegaroy poseía sensibilidad artística. Por eso cuando llevó el colchón a su dormitorio lo dispuso con una mezcla de simetría y dejadez que le dio un toque de profunda humanidad. Aunque en el mundo de la pintura fuesen muy conocidas las camas de Van Gogh, Turner y Delacroix, entre otros, como pionero del arte de instalación Olegaroy dio a su cama un

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