LA ESPERA
El nombre suena a trópico, a agua turbia, a calor. Así me imaginaba el lugar: Colutla. Y es cierto que puede convertirse en un infierno. A mediodía, las calles reverberan bajo un sol asesino y, de no ser por los perros echados en cualquier sombra, podría pensarse que es un pueblo abandonado. La gente sale más tarde, cuando el calor disminuye lo suficiente como para atreverse a dar unos pasos. Qué maravilloso refugio es la hacienda con sus techos altos, pensé en primavera, la primera vez que fui. En invierno, cambié de opinión… la tortura de atravesar los pasillos del cuarto al comedor, la nariz helada que no deja dormir, los pies insensibles, las manos torpes. Antonio me lo había advertido, pero, ¿cómo creerle durante el sopor de mayo?
En navidad, me envolví con una manta y me quedé dormida frente al fuego de la chimenea. Recuerdo la consternación de Antonio, esa expresión entre culpable y frustrada que sigue teniendo cada invierno cuando tiemblo de frío en la hacienda. Junio es buen mes: ha pasado el calor de mayo y las lluvias tardarán en llegar. Me he convertido en una experta en clima. Sé, por ejemplo, que a Colutla llegan los huracanes del Pacífico y que en agosto hay una tregua, esa calma que de apacible no tiene nada si consideramos el incesante rumor de los insectos… Pero si veo a través de los ojos de Antonio, la tregua me sorprende en la paz de las milpas, en el movimiento de la caña y en el olor de la tierra que no acaba de secarse.
De niña yo tuve poco contacto con la naturaleza, y me gusta que mi hija conozca desde pequeña los nombres de los potreros. Le cuenta a su canguro de trapo que mañana nos iremos a pasar el verano en Colutla. Tres meses en la hacienda, noventa días de cielos limpios.
¿No te aburrirás con Antonio?, me preguntaba Eugenia cuando aún no lo conocía bien, pensando que la diferencia de edades haría difícil nuestra convivencia. Que sea veinte años mayor que yo es irrelevante, lo que importa es esa forma suya, discreta, de hacerme sentir única. No, no me aburro, agradezco cada instante de paz a su lado.
Pasé mis primeros meses en Colutla tratando de acostumbrarme a la gran cantidad de insectos y plantas ponzoñosas, sin contar a los reptiles que se escabullían en mi habitación. A medianoche me sobresaltaba el aleteo de los murciélagos; el atardecer era una lucha contra los zancudos. Había llevado ropa al estilo de las películas de exploradores: shorts y camisetas, zapatos cómodos… Acabé vestida de pies a cabeza. Así es la selva baja, me decía Antonio, hay que aprender a quererla, no te esfuerces, el día menos pensado te habrá conquistado. Me costaba creerle, incluso el olor característico de la casa —esa mezcla de cítricos, leña quemada y melaza— era agresivo para mi nariz acostumbrada a la ciudad.
Una tarde especialmente bochornosa, Antonio me preguntó si empezaba a gustarme el lugar. Un poco para ver su reacción y mucho porque estaba harta de los jejenes, le contesté que prefería los bosques de pinos. Supongo que son más predecibles, contestó Antonio. Su respuesta me pareció absurda, cualquier ecosistema está lleno de cosas por descubrir… Después le di la razón: el campo de Colutla no es apacible, todo en él pica, está repleto de espinas, pero una vez que entiendes sus cambios de humor, cuesta abandonarlo.
La maleta de Ana está lista. Siete años y ya tiene ideas claras: se niega a empacar a su inseparable canguro. Le preocupa que se llene de piojos en la hacienda. Yo no quiero dejarlo atrás, me da miedo que cuando Ana se aleje de sus muñecos también se aparte de mí. Por eso, la convenzo de llevarlo con nosotros y le prometo asegurarme de que no se le suba ningún insecto.
Del comedor, me llegan las voces de algunos propietarios de ingenios. Hace días que se reúnen para lograr un acuerdo sobre el excedente de azúcar. Unos votan por venderlo a cualquier precio; otros quieren aliarse con los cañeros y presionar al gobierno para que limite las importaciones. Reconozco la voz de Sebastián y pienso en la relación de los dos hermanos. Antonio se comporta con él como un padre indulgente: sabe que nunca se ocuparía del ingenio —ni de cualquier trabajo en la hacienda— y, sin embargo, toma en cuenta cada una de sus opiniones.
Aunque soy de la edad de Sebastián, me siento más cercana a Antonio. Incluso la forma de hablar de mi cuñado me es ajena, y cuando se apasiona y defiende un argumento, debo hacer un esfuerzo para quedarme en el mismo lugar que él. A pesar de que conmigo es encantador, prefiero a la gente ecuánime… y mayor, lo confieso. Por eso, me incomoda que Joaquín pase este verano con nosotros. Hará una investigación en una ranchería cercana a Colutla y Sebastián nos pidió que lo invitáramos a quedarse en la hacienda. Son amigos desde niños, y lo conozco apenas lo suficiente como para que la convivencia durante el verano sea para mí más incómoda que si se tratara de un total desconocido.
Las voces suben de tono. Antonio interviene de vez en cuando con una propuesta concreta, después guarda silencio y escucha. Es un hombre de pocas palabras.
Nos conocimos en una exposición, y durante un tiempo creí que el arte le interesaba. En realidad, había ido a ver fotos de Colutla. Coincidimos frente a una y, sin saber que le pertenecía, dije que me gustaba la hacienda enmarcada por la torre de una vieja iglesia y las palmeras casi tan altas como el chacuaco del ingenio que también se veía. En ese lugar están enterrados mis antepasados, contestó él con la sonrisa que lo hace parecer más joven.
Recorrimos juntos el resto de las salas y salimos al jardín, donde había un pequeño coctel. Cuando ya me iba y él apuntaba mi teléfono, una mujer se acercó a nosotros y me advirtió, en tono de broma y tomándolo del brazo, que no me hiciera ilusiones, era un soltero empedernido. Nunca he podido imaginarlo en ese contexto; quizá cuando lo conocí ya había sentado cabeza, como don Guido, de Antonio Machado.
A partir de ese día, salimos un par de veces a la semana. Íbamos a restaurantes nuevos para mí, refinados y acogedores. Los meseros trataban a Antonio con una deferencia por la que mi padre hubiera pagado caro; me gustaba la amable naturalidad de sus respuestas. Al cabo de un tiempo, fuimos a su casa. Mientras él buscaba una botella de vino, me detuve a admirar los muebles y los cuadros. El retrato de una joven con una cesta apoyada en la cadera llamó mi atención. Su expresión alerta me hizo imaginar el medio donde creció, incluso visualicé a los hermanos para quienes seguramente salía a vender el pan que llevaba en la canasta. ¿Te gusta?, me preguntó Antonio al regresar de la cava, es el favorito de mi hermano, tanto, que voy a acabar por regalárselo, añadió, tendiéndome una copa de vino. Hablamos de su familia y, después de un rato, dejó su copa sobre la mesa y tomó la mía para acomodarla a un lado. Yo estaba tensa, me preocupaba mi inexperiencia, que pensara que antes nadie se había fijado en mí. A él lo único que le importó fue hacerme sentir bien.
¿Estás enamorada?, me preguntaba Eugen