Esperanza Iris

Silvia Cherem

Fragmento

Esperanza Iris

DOS

Me dijiste: reinita amada, siempre estaré para mimarte. Y luego: no tardo. Pero pasa la noche y pasa el día sin que aparezcas y, cuando vuelves, tus disculpas resultan insuficientes para acallar lo que mi corazón dicta. ¿Crees que no me doy cuenta? Hinchas tu ego con mi fama, maquillas tu reputación con mi nombre y experiencia.

Santísima Virgen, ayúdame, la angustia me trepa hasta la garganta. Por qué me tiendo trampas, Paco, por qué construyo alambradas de espinas, por qué me convierto en esa fierecilla tonta que te hostiga y cansa, que contamina nuestra relación con palabras de encono. Sé que eres un buen hombre, prometo portarme bien, no quisiera mortificarte con sermones o barruntos, pero no puedo controlarme. No olvido ni por un minuto cuánto te amo, cuánto agradezco que hayas sorbido mi desaliento con tus besos cuando mi vida parecía haber terminado, cuando perdí la razón, cuando mi corazón estaba sin fuerza, cuando me sepultaban las tristezas. En todo momento le pido a Dios Padre, mi Pacotes, que no lastime más mi espíritu, que no me desampare, que me ayude a cambiar para serenarme y ser feliz a tu lado; pero, sabes, cuando tú no estás, mis voces me enloquecen, se ensañan, van, vienen, rondan obstinadas, me acechan como un insaciable verdugo capaz de extraer sangre de cada una de mis lágrimas secas.

Mi pensamiento me taladra: Te lo advirtieron, no quisiste creerlo, esa negra cabeza de jíbaro te traerá suerte en lo económico, también desgracia en lo sentimental. Una y otra vez se columpia: desgracias en lo sentimental. ¿Más desgracias? Créeme, Paco, intento imponerme. No creo en gatos negros, espejos rotos ni en los conjuros del infierno, pero nada somete tanta inquina. No hallo forma de doblegar su crueldad. Esa gritería husmea cada página de mi existencia, afila garras y dientes, desdeña mi pasado glorioso: los teatros llenos, las ovaciones, los reconocimientos. Aprovecha la soledad para enquistarse en la jaula de mi mente. Insiste en que me sepultan la fama, los aplausos, los trofeos de la vanidad. ¿Quién no quiere ser inmortal? Consagré mi vida entera para edificar un templo del arte con mi nombre y mi busto tallados en piedra. Fui coronada emperatriz y reina.

¿Reina, Esperanza? ¡No te engañes!, no estás en el escenario. Temo al mañana: suerte en lo económico, aún más desgracias en lo sentimental. Virgen adorada, apiádate de mí, mi juicio me crucifica con su teatro de pesadillas. Soy su cruz, también los clavos. Todo irrita mis nervios. No hallo forma de serenar el martirio. Me torturan las palabras, me mortifican los vaivenes de mi conciencia, el torrente de angustias. Paco, mis crisis son por tu culpa, porque tus ausencias son cada vez más prolongadas, porque no te intereso, porque abusas de mí, porque cada día resulta más difícil ponernos de acuerdo.

¿Dónde estás, por qué no llegas? Me refugio en el televisor que me regalaste para que me acompañara en mis ratos de soledad. Para mi santo, en noviembre pasado, me trajiste no una ni dos televisiones Silvertone, ¡sino cuatro!, convenciste al distribuidor de Sears para que te los prestara. Para que mi reinita, mi amada Esperanza Iris, pueda escoger su televisor, el que más le guste. ¿Quién puede negarse a tu capacidad de seducción? Mientras te decides cuál quieres, reinita de mi corazón, te los voy a prender todos al mismo tiempo, grandes y chicos, de patas o en consola con molduras de madera y remates dorados. Encendiste los cuatro aquí en nuestra sala y con un eco disonante resonó la voz del locutor del Canal 4 anunciando mi cumpleaños. El de nuestra Esperanza Iris, la reeeeina de México. Así me sorprendiste. Amigos, familia y compañeros del teatro me felicitaron, constataron tu delicadeza para conmigo, tus detalles para consentirme, tu capacidad para mostrar a todos cuánto me quieres.

La transmisión es un caos de nieve e interferencia en blanco y negro. No tolero el ruido, quiero descansar, dejar de sufrir. Me dijiste que la televisión me serviría para quitarme de la cabeza los problemas, para no estar tan inquieta con tus negocios y con mis aprensiones, pero no funciona, rara vez sucede. ¡Cómo quisiera tener tu tranquilidad de espíritu! Esa capacidad para dejar los centavos como cosa secundaria, para caminar recto y sin turbaciones. Insisto una vez más. El Canal 2, La voz de América Latina desde México, no logra sintonizarse, muevo las antenas, los rostros se distorsionan, no hay forma de entender una sola palabra de aquello que dice Paco Malgesto en el Noticiero Celanese. Doy vuelta a la perilla. En el Canal 5 están los títeres de Rosete Aranda. No tengo paciencia para ver marionetas ni peleles. Sólo Dios, Dios supremo, Misericordioso rey del universo, guía los destinos.

Aguardo el Noticiero General Motors en el Canal 4. Guillermo Vela, un hombre regordete de lentes y pelo ralo, lee las noticias: esta mañana, —24 de septiembre de 1952—, tuvo lugar un atentado en un avión DC3 de pasajeros, el vuelo 575 de la Compañía Mexicana de Aviación, matrícula XA-GUJ, con ruta México-Oaxaca-Tapachula, que despegó del Distrito Federal a las ocho y un minuto. A sólo quince minutos de vuelo, cuando se dirigía al noreste para sortear las altas montañas de la sierra de Puebla y así proseguir hacia el sur, el avión fue sacudido por una fuerte explosión. Se sospecha que el móvil pudo ser una bomba. ¿Una bomba?, al fin algo me distrae. La tragedia ajena me permite entretenerme, depositar mis fantasmas en otro fango.

El capitán piloto aviador Carlos Rodríguez Corona, miembro activo del Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana, se sorprendió al escuchar la detonación que causó averías en el techo de la cabina de mando y en el departamento de equipajes. Al constatar el enorme boquete en el lado izquierdo del fuselaje y tras verificar que sus instrumentos de navegación eran inservibles, tomó control de la nave para tratar de aterrizar. Volando a ciegas, después de cerca de tres cuartos de hora de estar planeando, pudo divisar una pista en construcción a cincuenta y cuatro kilómetros del Distrito Federal, en la Base Aérea Militar de Santa Lucía, a un lado de la carretera a Pachuca. Con pericia y serenidad logró tomar tierra.

Yo también quisiera tomar tierra, Paco, recuperar mis pasos que se desploman en caída libre, dejar de sentir que soy una isla usurpada, salir de la penumbra que me aqueja en esta casa solitaria y en ruinas. Quisiera volver a darle cuerda a mi reloj, sincronizar nuestras rondas y sueños, renacer una vez más como la mujer aclamada, gigante, que recorrió todos los escenarios de América y gran parte de Europa, pero deambulo tropezando con manías, arrugas y pesares.

Mi mente voluble va cerrando las puertas de gloria con tranca y cerrojo. ¡Ay, mi niño!, nuestras ansias son tan diferentes: tú comienzas la vida cuando yo la termino. Tú estás en un tiempo, yo, en otro. A ratos tu imagen se desdibuja. Lo acepto, temo que llegues una vez más con esa mirada que tanto me acobarda, dos piedras negras que atraen vulgaridad e infortunios. Sé que no debo bajar la guardia. Lo sé, contigo debo estar preparada para cualquier sorpresa. Comienza de nu

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