Julio César Chávez: la verdadera historia

Javier Cubedo
Julio César Chávez
Rodolfo Chávez

Fragmento

Julio César Chávez. La verdadera historia

La infancia de
Julio César Chávez

Nuestra niñez se desarrolló en el entorno de un vagón de ferrocarril con mis padres y once hermanos: de mayor a menor, Rodolfo (yo), Rafael (Borrego), Lilian Guadalupe (Perla), Julio César, Cristina, Ariel, Sergio (Cherrys), María Isabel (Mary), Roberto, Cristian (Polito) y Omar.

Yo nací en Culiacán, Sinaloa y vivía en una casita muy humilde, con calles sin pavimentar, en La redonda, como le decían, frente al Palacio de Gobierno. A mi querido Culiacán no se le veía desarrollo alguno según me contaba mi papá que trabajaba como maquinista del ferrocarril del pacífico. Cuando cumplí ocho meses, le dieron la noticia a mi papá de que lo ocupaban en Obregón, Sonora, así que sin pensarlo nos fuimos a vivir allá los siguientes catorce años.

En Obregón vivíamos en una casita de dos cuartos y un baño, se encontraba situada por la calle Guerrero. Al cabo de ocho años ya éramos tres hermanos, hasta que un día, cuando se encontraba en nuestra humilde casa mi tío Ernesto y platicaba con mi mamá, que ya se encontraba embarazada de mi cuarto hermano, de manera inesperada se le reventó la fuente. Inmediatamente mi tío, quien siempre nos ayudó mucho de manera incondicional, llevó a mi mamá a su casa y llamó a un ginecólogo, quien de inmediato acudió al parto:

—Felicidades señora, es un varoncito y por la forma en como reventó la fuente, seguro va a ser un futbolista o boxeador, eso sí, de los mejores —le dijo el doctor.

—Quiero ver a mi niño hermoso —exclamaba con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos doña Isabel, mi madre, por la emoción y el esfuerzo durante el parto—. Ni futbolista ni mucho menos boxeador, usted va a estudiar como todos sus hermanos, ¿verdad mi niño? mi cachito.

Cuando mi papá llegó por la noche, con su pantalón de color azul con manchas de sudor y con los zapatos de peón enlodados, producto del trabajo de todo el día. Se abalanzó sobre mi madre con la sonrisa de oreja a oreja y le dijo:

—Donde comen dos comen tres, donde comen tres comen cuatro, y así…

Mi papá estaba feliz porque nos abrazó ese día a todos; lo digo porque mi padre fue una persona muy especial. Mi papá nunca nos pegó, paro tampoco nos acarició, era muy seco, no era afectivo pero sí que nos quería. Ese día mi papá no tomó. Simplemente sacó una silla a la banqueta y con su mirada fija en las estrellas contemplaba el firmamento, dejando salir un suave suspiro. No sé si mi papá estaba rezando, pidiendo algo al cielo o dando gracias, tal vez preocupado por nuestra situación económica, no lo sé, lo que puedo decir es que ese día la vida nos regalaba a todo el mundo al gran Julio César Chávez González.

Fue en 1968, mi hermano Julio tenia cuatro años de edad y nuevamente por cuestiones de trabajo en el ferrocarril, nos mudamos a a Mazatlán, Sinaloa; llegamos sin nada, salvo por unas cuantas cajas de cartón con ropa vieja en su interior, para colmo no teníamos dónde hospedarnos. Gracias a un amigo de mi papá, vivimos en su casa durante tres meses, después mi papá rentó una casita de dos cuartos en la colonia Montuosa, donde predominaba la pobreza en todas sus expresiones. En ese mismo barrio existía una pandilla llamada Los mongoles; se peleaban, robaban, parecía una escuela para delincuentes. Yo me encontraba en primero de secundaria, en la nocturna. Fue una vida muy apretada económicamente, con carencias constantes y con la ilusión de que algún día las cosas cambiaran para todos nosotros.

Un año más tarde parecía que nuestra situación económica daría un pequeño respiro ya que de nuevo cambiarían a mi papá a Culiacán, Sinaloa. Y así, como nómadas, sin absolutamente nada, llegamos a la calzada Emiliano Zapata, la cual comenzaban a pavimentar. Como no teníamos dónde vivir, llegamos a un furgón de ferrocarril para toda la familia. Recuerdo el olor a tierra mojada y óxido de sus interiores. Rápidamente mi mamá se puso a limpiar toda la mugre de lo que sería nuestra casa: tenia cuatro literas, una pequeña cocina y un baño para todos.

Enfrente de nosotros, cruzando la calle, había un señor que rentaba bicicletas por hora, todas las noches sacaba unos guantes de box y haciendo un semicirculo, con niños alrededor, se llevaban a cabo los pleitos…

—Órale Juanito; te toca a ti hacer guantes con… Carlitos… —decía don Nicia.

Y así se hacían los combates callejeros. Ahí nos encontrábamos de curiosos mi hermano Julio y yo, emocionados por los gritos de los niños, el sonido de los golpes y la adrenalina que corría sobre nosotros. De repente se me aceleró el corazón un día cuando don Nicia señaló a Julio y le dijo:

—¡Órale, sigues tú!

Mi hermano Julio me volteó a ver; no por miedo, sino para esperar mi aprobación, así que sólo opté por asentir y ahí fue cuando el Cacho por primera vez boxeó.

Julio era un chiquillo de complexión delgada pero con buena definición muscular de acuerdo a su edad, tal vez por ser tan inquieto: jugaba volibol, beisbol, futbol, en fin… no paraba. Lo recuerdo entrando y saliendo de la casa todo sudado, era muy hiperactivo, con mucha energía.

El niño con el que boxeó Julio, era notablemente más alto que él y de complexión robusta, pienso que pudo ser unos dos años mayor que Julio. Pero eso no intimidó a mi hermano. Y cuando menos pensé, Julio se abalanzó sobre el otro niño tirando golpes a diestra y siniestra. Las porras, aplausos y malas palabras de los presentes no se hicieron esperar. Los dos niños peleaban como si de ello dependiera el juguete más preciado. A mi hermano no le importaban los golpes recibidos con tal de conectar los suyos; no tiraba ningún golpe al cuerpo como sería su especialidad años más tarde, lo que siempre fue igual, era su determinación para acabar con su contrincante, con ese gran corazón que no le cabía en el pecho. Así estuvieron como por cinco minutos hasta que el gordito dejó de tirar golpes y don Nicia detuvo el pleito, lo que fue para Julio su primera victoria no oficial. Quiero decirles que en mí, aquel día, nació el gusanito por el boxeo.

En muchas ocasiones por las noches nos reuníamos todos los niños de los alrededores en el canal; cortábamos quelites, verdolagas y lo llevábamos a casa para que nos siguieran dejando vagar al siguiente día. En el canal sabíamos de los peligros por la corriente, cauques, serpientes, hierba crecida debajo del canal, etcétera. Pero entre todos y sin la vigilancia de ningún adulto nos armábamos de valor y usábamos el canal como si fuera nuestra alberca privada; aventándonos de una piedra que servía como trampolín. Aprendíamos a nadar como podíamos. Es por ello que en una ocasión el Borrego, mi hermano, le dio veinte centavos a Julio para que no se metiera al canal, ya que se encontraba muy fuerte la corriente, pero a Julio le dio igual, tomó el dinero y con una risa burlesca hacia el Borrego, se metió al canal, inmediatament

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