El mercenario que coleccionaba obras de arte

Wendy Guerra

Fragmento

Título

Diario de campaña número 1

MIAMI, FLORIDA. ESTADOS UNIDOS
1961-1969

Yo no deseaba emigrar, pero mi madre supo, desde el fusilamiento de mi padre, que, en adelante, continuar en la isla sería nocivo para la familia. Si no se iba, le harían la vida imposible. Abrumada por los acontecimientos y consciente de las amenazas que acechaban, optó por emigrar. Con la cabeza en alto, Alicia Sáenz Falcón, vestida de luto, se presentó en el departamento correspondiente y exigió un permiso para desplazarse con sus hijos al extranjero. El mismísimo Fidel Castro firmó la autorización de salida como prueba de la benevolencia revolucionaria, según le reveló el infeliz militar, funcionario de emigración que luego de varias visitas finalmente le entregó los pasaportes. Mi madre localizó a unos tíos que salieron a Miami en 1960, y a través de ellos conseguimos nuestros boletos aéreos.

El 7 de enero de 1964 abordamos un Douglas DC-3 con destino a México y, después de una breve escala en la capital, subimos a otro avión que nos transportaría a nuestro destino final en la Florida.

La aeronave, repleta de turistas norteamericanos, aterrizó a la medianoche en el Aeropuerto Internacional de Miami. Cuando desembarcamos sentimos una frialdad intrusa e inusitada en el aire. El clima en esa área por lo general es cálido, pegajoso, húmedo, pero esa noche el calor tropical se había esfumado y nos recibió un frío penetrante.

El modo en que llegamos, desabrigados y solos, fue el anuncio de todo lo que pasaría en lo adelante. El frío fue calando en mis huesos hasta hacerme temblar. Yo me hallaba aturdido. La idea del destierro iba en contra de mi juramento de vengar el asesinato de mi padre.

Tenía una deuda pendiente con Castro y, con lágrimas en los ojos, me preguntaba una y otra vez cómo iba a saldarla desde la distancia.

—Adrián, ¿qué te sucede? No te deprimas, mijo. Tienes toda una vida por delante —dijo mi madre, un poco nerviosa, intentando animarme.

Ambos buscábamos la cara de mis tíos entre la gente en el salón de espera del aeropuerto de Miami. Ante nosotros sólo veíamos desconocidos y un cartel gigante que sostenía un señor donde se leía “Refugiados políticos”.

—Todo bien, vieja, pero deseo estar en Cuba, ese es el problema. No quiero vivir como refugiado —dije con la voz entrecortada, tratando de reponerme.

—No te preocupes, que el Señor nos va a amparar —me explicó ansiosa, buscando entre la gente.

—Yo sé, mi viejita —dije tragándome mis lágrimas, actuando como se esperaba de mí, el niño-hombre de la casa, el que necesitaban fuera y que, sin elegirlo, tuvo que ser para todos.

Ella asintió al verme tragar en seco y cerró sus párpados, también aguados, para esquivar toda conversación sobre volver a Cuba. Esa debería ser la última, o al menos yo no recuerdo ninguna otra charla en la que mencionara regresar, porque para mi madre y mi abuela una infiltración, un retorno, siempre termina en fusilamiento. No tenía interés en inquietarla con mis pensamientos, ni informarle que la gracia de Dios había desaparecido de mi alma.

Entrada la madrugada, sin dinero para taxis ni dirección para indicarle a un chofer, apareció uno de mis tíos en el pasillo del aeropuerto. Mi madre le había hablado desde un teléfono público. Estaba tan nerviosa que sus dedos no le permitían marcar los números y fui yo quien atinó a poner la moneda y arrastrar el disco una y otra vez hasta comunicar. El tío llegó a rescatarnos un poco tarde, cuando ya todos se habían marchado. Estaban limpiando los pisos de la terminal y la voz de Barbarito Díez salía de una pequeña radio que llevaba, de un lado al otro, el empleado de limpieza mientras arrastraba el aserrín con creolina siguiendo la memorable letra a dos voces. Ausencia quiere decir olvido, decir tinieblas, decir jamás… ¿Dónde estaba ahora?, pensé. Una sensación de tristeza y desubicación me mareó, y vomité en la calle un minuto antes de montarnos en el auto para trasladarnos al humilde apartamento de un cuarto con baño, sala y comedor.

A esas alturas ya no profesaba ninguna empatía por la Iglesia, pero esa vez estuve agradecido. Fue un cura amigo de mi madre quien había alquilado y pagado este lugar para nosotros. Esa primera noche la pasé en el baño vomitando. Sentí como si hiciera un exorcismo de Cuba, sacándola de a poco; entre tirones, náuseas y buches amargos la expulsé de mi cuerpo. Al amanecer, un pequeño hilo de bilis con cierta transparencia y fragmentos de sangre fresca me avisaba, amenazante, que no había nada más que devolver, pero que ese nexo sanguíneo permanecería dentro de mí para siempre.

Clareaba y quise acostarme al menos un rato en la única cama de la casa, pero mi madre dormía tranquilamente abrazada a mis tres hermanos. No había lugar para mí, así que fui a la sala y me acurruqué donde pude. Desde entonces no duermo demasiado; sólo me reclino vestido y alerta para intentar descansar.

Las etapas iniciales de la expatriación fueron ásperas y trágicas para el clan Falcón. Como refugiados, el gobierno estadounidense nos ofreció asistencia médica y alimenticia, pero eso no era suficiente para subsistir allí, donde todo cuesta y todo se paga. Como ninguno hablaba inglés, nos las vimos negras en la escuela, y peor le fue a mi madre buscando empleos.

Ese tiempo fue pésimo para la mayoría de los exiliados cubanos. Cada visita, cada reencuentro con amigos de mi padre, era un verdadero inventario de penurias.

Aureliano, el hermano que me sigue, y yo hicimos de todo al llegar a Miami. Fuimos ayudantes de construcción, pulimos automóviles, vendimos periódicos, desyerbamos patios y pasamos infinitas horas buscando ostiones por todo el litoral Atlántico para negociar ilegalmente y comer en casa. El acuoso y profundo sabor a moluscos y la arenilla propia del ostión me remiten irremediablemente a mis primeros años en Miami.

El itinerario era severo: entrábamos al colegio a las ocho de la mañana y allí nos quedábamos hasta las tres de la tarde, y luego salíamos a trabajar donde se podía, hasta la noche.

El vigor de la adolescencia lo conquista todo, pero en el caso de mi madre fue bien distinto. Su salud se malogró como consecuencia de la inseguridad económica. Se alimentaba mal y trabajaba demasiadas horas. El recuerdo de mi padre y las pesadillas del fusilamiento no la dejaban dormir, la debilitaron. Para colmo, un mes antes de que se cumpliera nuestro segundo aniversario de haber dejado la isla, el menor de nosotros falleció de una complicación pulmonar. Tuvimos que pedir un préstamo, pues no teníamos dinero para el entierro, cosa a la que mi madre siempre se había negado. Nos endeudamos, como suele ocurrir en el capitalismo, y ella no pudo más. Se dio por vencida y poco a poco fue perdiendo su lucidez.

Al tercer año de exilio, todos en la casa menos mi madre ya hablábamos inglés. Aureliano estudió medicina y, en compañía de mi madre, se marchó a California para ejercer su carrera. El otro hermano, Ignacio, estudió magisterio, pero en realidad se hizo músico. Por el camino, una larga y compleja melodía lo alejó de nosotros.

En cambio, yo nunca me vi en una profesión convencional. Desde la ejecución de mi padre me había trazado la meta: reivindicar el apellido y rescatar la soberanía de Cuba. No había tiempo que perder en escuelitas o diplomados. Tierra o sangre. Estaba consciente de mi destino y aprendería lo suficiente para afinar mi cruzada. Como Miami era la guarnición fundamental del anticastrismo externo, ahí cimenté mi base.

En los sesenta, el condado Dade daba la apariencia de ser una aldea rural. Gradualmente, con su trabajo, los emigrantes criollos lo transformaron en una ciudad desarrollada y de comercio continental. Fue en este ambiente de crecimiento, entre expatriados dolidos y trabajadores incansables, que evolucioné. En esa década los emigrantes tenían siempre una maleta dispuesta para su deseo más codiciado: regresar a la isla el fin de año, asar el lechón y celebrar la Navidad. Rumores sobre un golpe de Estado, de atentados, de otra invasión al estilo Playa Girón auspiciada por el Pentágono, iban y venían como el viento. ¿No era acaso este el lugar correcto y el momento indicado para alguien como yo?

¿Quieres hacer reír a Dios? Cuéntale tus planes futuros, decía siempre mi abuela materna.

El tiempo lo deteriora todo, también la pureza de las ilusiones. ¿Qué nos quedaba? Las ruinas filosóficas de una isla depauperada. La cruda realidad del emigrante aplazó el tópico de la libertad de Cuba. Se hablaba de esto en almuerzos o reuniones casuales, pero la realidad es que Castro se consolidaba día a día, sostenido, incluso, por las adversidades que lo cercaban. El embargo fue su “bastión inexpugnable”; se volvió un mago en “convertir el revés en victoria”.

Muy pronto supe que no estaba ante cualquier dictador. Él era, además, un hombre hábil, astuto, carismático y sin la más mínima intención de abdicar al control que ejercía.

El desterrado eligió echar raíces fuera, ansiando el suelo natal solo en sueños abstractos. ¿Quiénes nos quedamos al centro de la acción? Una minoría militante, imperceptible y frágil ante lo verdaderamente visible, el poder ideológico de la izquierda. Nuestra única opción fue, en la práctica, recaudar fondos y costear misiones clandestinas. Infiltrar hombres y logística para realizar actos de sabotaje.

El exilio en Miami empezaba a tomarle el gusto a sus playas. Compraron casas y tuvieron hijos a los que llamaron John o Emily. Poco a poco deshicieron las maletas dispuestas para regresar. Definitivamente, los árboles de Navidad se armarían cada diciembre en la Florida. La memoria emotiva era borrada de a poco por el recordatorio de créditos y deudas. Era el momento de anclar en puerto seguro. También allí la lucha por la libertad de Cuba comenzó a ser un acto ilegal.

Los americanos velaban celosamente por la soberanía cubana, mientras nosotros, los guerreros del exilio, nos fuimos marginando como criminales hasta pasar a la clandestinidad. Capitanes como Eloy Gutiérrez Menoyo, Antonio Cuesta, Pedro Luis Boitel y otros miles fueron aprehendidos, torturados y condenados a la pudrición carcelaria. Muchos otros, como mi padre, murieron fusilados en la isla. Vicente Méndez fue apresado y cayó durante un combate guerrillero. Para el rebelde que deseaba liquidar el castrismo, la conflagración era sinónimo de suicidio. Por un flanco, les afectaba la perpetua injerencia de Washington que, a pesar de sus intenciones de desestabilizar al satélite soviético, patrocinaba simultáneamente una política antagónica hacia los insurrectos, desarticulándolos judicialmente e imposibilitándoles la vía independiente. Por otro lado, los debilitaba el constante suministro militar y económico de los rusos hacia una Cuba en vías de construcción socialista. Para colmo, no ayudaba la maldita condición geográfica de un pedazo de tierra flotante, sin fronteras terrestres donde replegarse u organizar una verdadera resistencia.

A nosotros, los sobrevivientes, no nos quedó otro remedio que cerrar filas y estructurar pequeñas células secretas, adiestradas en el arte tenebroso de la demolición. La estrategia de emplear el terrorismo por los caminos del mundo cobró potencia entre los cuadros insurgentes. Fue en esta etapa cuando entré en acción, durante un amanecer oscuro de 1966.

Contacté a un viejo compañero de mi padre quien, al escuchar mi decisión de seguir sus pasos, me introdujo a una de esas mini-organizaciones patrióticas que proliferaban entonces por la Florida. Esta secta, en particular, ejercía una táctica ofensiva de enfrentamientos con todo lo relacionado a la tiranía. Lo mismo atacaba barcos pesqueros cubanos en aguas internacionales que detonaba cargas explosivas contra empresas comerciales vinculadas a Cuba.

De acuerdo con esta línea, me enrolé siguiendo las instrucciones de un veterano. Mi primera misión fue un verdadero éxito: coloqué una bomba en la puerta trasera de una agencia de exportación e importación que comulgaba con el gobierno castrista. Logré hacerlo, para mi sorpresa, sin nervios ni arrepentimientos.

Un rato más tarde me fui a dormir tranquilo. Caí como una piedra en un sueño profundo, algo que no ocurría desde el fusilamiento de mi padre. Mientras desayunaba al día siguiente con la radio prendida, escuché la confirmación del hecho en las noticias. Fue el amanecer más feliz de mi existencia.

Desde entonces y hasta el verano del 69, participé en múltiples hechos similares dentro de la misma organización. En ese periodo, como consecuencia de una pelea callejera, conocí a varios de mis grandes amigos. Juntos formamos parte de una generación valiente y entrañable de patriotas suicidas, los mismos que sembramos una sonada ola de terror a lo largo y ancho de las Américas.

Título

Llegué a París ojerosa y extenuada después de una larga noche de vigilia. Intentaba en vano descansar durante un vuelo de nueve horas que se hizo eterno gracias a la excitación de los turistas franceses quienes, por primera vez, experimentaban el paso de un huracán por el Caribe, acompañado de apagones, desabastecimiento, música, pachanga hecha en casa, mucho calor y demasiado aguardiente.

En el asiento de atrás, un chico pelirrojo ensayaba la clave cubana mientras su voz desentonaba la letra de Hasta siempre comandante arrastrando las erres y desvirtuando una melodía que mi subconsciente recita de memoria. La política es parte esencial de nuestro instinto. Cualquier cubano, comulgue o no con el ideal revolucionario, puede seguir su biografía guiado por las letras de la Nueva Trova.

Nuestros cumpleaños, la muerte de nuestros padres o el momento en que conoces al amor de tu vida estará siempre marcado por una canción política, esa que bien puede hablar de combate, trincheras, disparos, deber, deserción o muerte, y que nosotros aprendimos a transpolar leyéndolo como parte de la épica emotiva de tres generaciones.

Hay en nuestro imaginario un nicho irremediablemente ideológico que asfixia con capas políticas tu vida personal.

¿Será posible regresar a ese punto donde solo estabas tú y tus circunstancias?

Este reloj de arena épico irá desmoronándose con el tiempo y me pregunto a dónde irán a parar todas estas canciones, los discursos melódicos que nos sacan las lágrimas a las tres de la madrugada cuando vienen acompañadas de aplausos, vítores y memorables acordes de guitarra y piano acústico cercanos al jazz, pero, sobre todo, a nuestra memoria afectiva.

No importa tu posición política o el lugar en el que vivas hoy, allí va la melodía colmada de imágenes ajenas. Ahí viene ella, corriendo tras de ti, viaja contigo, te asalta con la necesidad de conmoverte, de tenderle una trampa a tu recuerdo, necesita secuestrar tu yo con un episodio histórico acaecido en las guerrillas, con imágenes de archivo en blanco y negro donde sólo tú te sientes a todo color, muy lejos de ese lugar donde una vez fuiste feliz.

Un poco antes de aterrizar se rindieron los ánimos de los pasajeros y fue entonces que pude conciliar el sueño. Desperté llegando a Charles de Gaulle, atravesé la puerta del avión dando tumbos, reventada de cansancio. Por eso, cuando un agente de la seguridad francesa me vino a pedir el pasaporte, a interrogarme al ver que yo usaba uno distinto, rojo y oficial, no atiné a responderle en mi buen francés que yo pertenecía al servicio diplomático, o al menos, a parte del ejército de protocolo cubano que se mueve dentro del servicio diplomático.

Recientemente los franceses han instrumentado pedir el pasaporte a personas poco confiables justo al bajar de la nave. Quienes superen ese primer tanteo hecho al azar, pueden continuar por los pasillos hasta llegar a inmigración. Como no reconocieron mi documento, fui conducida a una oficina donde, un poco más despierta, logré contestar correctamente a todo lo que se me preguntaba. Aclarado el asunto de quién era y qué hacía allí me llevaron escoltada a inmigración, pasé el control y bajé a rescatar mi maleta que, a esas alturas, daba vueltas sobre la cinta infinita.

Nadie me esperaba, o al menos no identificaba a Paul entre los rostros impacientes, personas que aguardaban nerviosas a sus seres amados, hombres con carteles en varias lenguas, ideogramas, caracteres árabes, figuraciones que intentaba descifrar buscando leer Valia, o tal vez Valentina Villalba.

Me perdí en el enjambre de turistas, caminé deprisa entre abrazos y lágrimas, me embadurné con los perfumes de las tiendas que a esas horas ya estaban abiertas y probé mi correspondiente chocolat chaud con croissant en un pequeño café del aeropuerto para sentir, al fin, el aire de París envolver mi cara como un papel celofán. Al abrirse la puerta de cristal un golpe de frío me paralizó sacando de mi cuerpo la insolación del último verano. ¿A dónde fue la capa de rubor que encendía mi piel?, pensaba en el momento en que, por fin, leí mi nombre y mi apellido sobre un pedazo de lienzo pintado con carboncillo. Fue entonces cuando, por fin, apareció Paul.

Título

Diario de campaña número 2

MIAMI, FLORIDA. ESTADOS UNIDOS
1969-1971

Esta es la historia de La Fraternidad. Así nos conocimos. Así fue el camino de los que, en nombre de lo que pasó en Cuba, fundamos un mundo paramilitar, un cerco de fuego, un batallón de jóvenes librando contiendas por Latinoamérica en contra del comunismo.

Cuando conocí a Alejandro Grimaldi Durán, ambos teníamos dieciocho años. Alex, como le llamaban los más cercanos, tenía un cuerpo olímpico, ojos grandes y negros, labios gruesos, sonrisa angelical, melena castaña, tupida y peinada hacia atrás. Además de ser elegante y gallardo, poseía una nobleza real. Para colmo, era el niño lindo de una familia pudiente y, al graduarse de bachillerato, le premiaron por su descollante desenvoltura colegial con un traje cruzado de lino blanco y un Jaguar último modelo.

Animado por su buena fortuna, Alex invitó a un trío de “niñas bien” a una ronda de champán en un club recreativo de la playa. ¿Qué mujer podía rechazar algo semejante? En el mismo centro nocturno yo también festejaba mi diploma. A diferencia de Alex, me senté en un rincón, aislado discretamente, con poco dinero en la billetera. Entonces era delgado, de buena estatura, espalda erguida, hombros anchos, pelo oscuro y una mirada misteriosa que había heredado de mi padre. ¡Ah, mi padre!, un cubano “castigador” bordado de episodios secretos y extraordinarios. Siempre tuve una confianza tenaz en mí mismo, y eso ha sido lo que me ha salvado de todo en esta vida. Las puertas se abren a mi paso porque creo merecer entrar allí, del otro lado del límite. Yo soy y siempre seré la realeza en el exilio.

Allí estábamos los dos muchachones, cada quien disfrutando su mundo paralelo, muy cerca uno del otro. Jamás nos hubiésemos encontrado de no haber ser sido por una riña tumultuaria.

Los rifirrafes de los bares son comunes en todas partes del mundo. La fórmula es sencilla: exceso de alcohol + una muchedumbre de extraños sudados y borrachos + un espacio limitado = a tremenda trapisonda.

Alex no quería echar a perder su gran noche, además, no era alguien problemático, hasta el momento siempre se comportaba como el niño bueno de su casa que trata de pasarla bien y regresa como fue. Su intención primordial era seducir a una de las chicas que lo acompañaban. Sin embargo, el destino le tenía reservado otro escenario. Antes de que pudiera lograr su propósito, un borracho ostentoso le derramó un Bloody Mary sobre su recién estrenado traje de lino blanco.

Aunque aquello lo incomodó, Alex, con su buen carácter y la alegría de la celebración, le restó importancia, pero el borracho siguió bebiendo indiferente, sin excusarse y, para colmo, lanzando en son de burla una tremenda carcajada.

Irritado por los modales del tipo, Alex lo encaró y, como en una de aquellas broncas coreografiadas en Hollywood, agredió al desvergonzado conectándole una derecha sólida directo a su mandíbula. El puñetazo lo tumbó, dejándolo inconsciente en el suelo del bar, pero un amigo suyo intervino y la cosa se complicó.

Como de la nada, reventó una tormenta de golpes, sillas, botellas, gemidos, sonidos de vidrios quebrándose y una algarabía malsonante de mujeres histéricas. En medio de aquello, un carterista hindú entró en escena aprovechándose del caos. Enseguida se escucharon sirenas anunciando a la policía, que llegaba para tratar de restaurar el orden.

Yo suelo ser muy observador y, desde el principio, fui testigo del problema. Como el asunto no me concernía, quise ser neutral y me recosté en una pared hasta que apareció un desconocido y me sonó un buen bofetón. Sin excitarme y calculando el contraataque, le respondí con una patada, tirándolo al piso de inmediato.

Uno de los guardias agarró a Alejandro y el otro me llaveó a mí; ambos forcejeamos, rezongamos y, de repente, un corte eléctrico dejó el lugar en tinieblas. Aprovechando la confusión tiré al agente, que ya me tenía asfixiado contra el suelo, pero al huir resbalé en un vómito de lentejas, tropezando bruscamente contra el guardia que sujetaba a Alex. Ambos perdieron el equilibrio y Alejandro logró escapar en medio de un juego malabárico amparado por la oscuridad. Sin titubear, como puestos de acuerdo, nos fugamos por la puerta de emergencia, corrimos hasta quedarnos sin aire y logramos escondernos en el patio de una casucha deshabitada que estaba a varias cuadras del bar.

—¡Maldito sea ese maricón! —vociferó Alex jadeando—. El muy cabrón me estropeó la fiesta, el traje, y además me espantó a las hembras. ¡Hijo de puta! —gritó—. En fin, esto se acabó, ya aquí no hay más nada que hacer. Me llamo Alejandro Grimaldi —dijo, percatándose de que no nos habíamos presentado—, pero me dicen Alex. ¿Y tú? —preguntó mirándome directo a los ojos.

—Adrián Falcón —reaccioné estrechándole la mano.

—¡Gracias, hermano! Evitaste que me encerraran —agradeció Alex con su palma derecha extendida.

—La verdad es que trataba de perderme de allí y te liberé de pura casualidad. Ahora tenemos que cavilar cómo regresar a la casa sin que nos cojan —le expliqué preocupado, tratando de esquivar su tono ceremonial.

—Quedémonos un rato hasta que la policía se vaya, recogemos mi carro y, bueno, si tienes tiempo, te invito a desayunar. La bronca me abrió el apetito y así de paso saldo mi deuda contigo —anunció Alex sonriendo.

—No es mala idea, ya tengo hambre, pero de verdad no me debes nada, hermano —le contesté un poco sorprendido.

Una hora más tarde estábamos ante un plato de huevos y tocineta en un restaurante de la Calle Ocho. Hablamos sobre Vietnam, la música del momento, el baloncesto, las mujeres, Cuba y, claro, Fidel Castro. Coincidíamos en la idea de que para terminar con esa dictadura se necesitaba gente dura y resuelta a encarar aquello, no sólo en la isla, sino en todos los sitios donde los comuñangas se estaban colando. El amanecer nos sorprendió intentando cambiar el mundo y, antes de irnos a dormir, acordamos reunirnos de nuevo.

Me gustó Alex, creí en él desde el primer momento. Lo analicé minuciosamente en los demás encuentros hasta que lo introduje en la cofradía con la que entonces colaboraba. La organización lo adoptó y le dio riendas sueltas para que enganchara nuevos reclutas. Les era indispensable contratar jóvenes como él, dispuestos a lo que fuera por la causa cubana.

Siempre he pensado que los idealistas, los resentidos y los desvalidos son terreno fértil para la violencia organizada. Alex y yo éramos un par de idealistas y teníamos cierto resentimiento por no tener patria, por andar inventándonos una isla prestada a donde fuéramos mientras desocupaban la nuestra.

La entidad anticastrista inició a Grimaldi en la comunidad subversiva. Toda época ha traído consigo revoluciones, revueltas, terrorismo, conflagraciones, paralelamente a los especímenes que las lideran. Alejandro era un líder nato, nació para dirigir, lo llevaba en su sangre. Sus padres se lo inculcaron desde niño dándole lecturas de tratados marciales clásicos, enrolándolo en la mejor academia militar de Cuba. Su padre, de ascendencia italiana, había luchado durante la Segunda Guerra Mundial en el frente occidental obedeciendo las ambiciones del fascismo europeo. En 1945 determinó emigrar a Argentina, pero, por falta de fondos, tuvo que desembarcar en La Habana, donde conoció a una hermosa mesalina con la que contrajo matrimonio; al año nació Grimaldi junior.

Poco a poco estableció vínculos con el ala anticonstitucional dentro de las fuerzas armadas cubanas. Cuando se sublevaron en 1952, don Grimaldi se convirtió en el enlace extraoficial entre los usurpadores y los capitalistas del viejo mundo con intenciones de ejecutar transacciones comerciales. La bonanza duró hasta que los golpistas se fueron al garete y, entonces, sin verter una lágrima, empaquetó lo que cabía en una valija y con su mujer e hijo a cuestas arrendó los servicios de un barco pesquero que los condujo a Yucatán.

Entendía, como la mayoría de nuestros padres, que permanecer en La Habana sería letal. La imagen de Benito Mussolini colgando de la Piazzale Loreto en Milán le demostró lo imperativo que era mantener una vía de escape y reservas para sobrevivir cualquier revés.

Justamente bajo esa filosofía circunstancial fue educado mi amigo Alejandro. Su primer exilio fue México. Allí residieron varios años y él ingresó en un prestigioso colegio privado. En el otoño de 1966, el clima político del país alarmó al astuto gerarchi. Su instinto le dijo que había llegado el momento de relocalizarse en Miami. En la Florida matriculó a Alex en un instituto superior de enseñanza jesuita hasta que se graduó del bachillerato y, aunque el aguerrido fascista aspiraba a que su hijo terminara una carrera de ingeniería, nuestro encuentro casual definió los esfuerzos del muchacho por organizar un movimiento subversivo que lo alejó para siempre de un desenlace convencional.

Cada cual por un camino diferente, pero en la misma causa, definimos nuestra vocación de modo sui géneris. La verdad sea dicha, ninguno de nosotros fue jamás un ser de la realidad.

Aparte de su historial escolar, Alex poseía valor, carisma y una curiosa adicción por las biografías de ciertas personalidades históricas. Estudiaba el dogma político de Nicolás Maquiavelo, descartaba los escritos de José Martí, detestaba el ideario democrático de Jefferson, pero admiraba la pericia conspiradora de José Fouché, respetaba el genio propagandístico de Hitler, mientras que el pacifismo humanitario de Gandhi le repugnaba. Julio César, Robespierre, Lenin, Stalin, Mao y otros caudillos sanguinarios fueron su inspiración, y a emularlos consagró parte de su existencia.

En su universo no existían fronteras prohibidas ni sagradas. Su doctrina era que el fin justifica todas las transgresiones. No importaba mentir, robar, manipular o matar, ¡lo esencial era coronarse! Todo aquel que tratara de empantanar la empresa concebida era marginado automáticamente y, si se descuidaba, podía perfectamente terminar tendido sobre un féretro. Imbuido desde su infancia en esa peculiar estructura de pensamiento, que no era más que el esbozo científico del fascismo, lo elevó a la práctica con maniobras propias, adaptadas a su estilo criollo. Alejandro degeneró en un ser ambicioso, propenso a ordenar cualquier ejecución. Todo ejercicio superlativo de actos violentos podía parecerle insignificante si no se cumplía la encomienda final. Estas características, más su educación privilegiada y una parentela que lo incitaba a la grandeza, engendraron en él a un megalómano, un atractivo demonio carente de escrúpulos.

Pero, ¡para alcanzar el trono se necesitaban militantes! ¿Cómo se reclutaban los militantes para la causa cubana? Esto podía ocurrir fortuitamente, como pasó el día que enganchamos en la jugada a Rafael Rodríguez y a Pedro Negrín, dos matanceros que llegaron cuando la Operación Peter Pan. Sus padres, temerosos de que por capricho de Fidel sus hijos fueran enviados a la URSS a recibir adoctrinamiento marxista, los embarcaron solos a Estados Unidos en 1962, siendo apenas unos niños. Este programa fue fundado en las oficinas del Departamento de Estado en Washington y auspiciado por la Iglesia católica, y consistía en ofrecerle albergue en los Estados Unidos a millares de niños y adolescentes cubanos. A causa de estas conductas estrafalarias y del carácter original de la mayoría de los nacidos en la isla, que siempre se han creído seres superiores a todas las razas o nacionalidades, culturas y estratos, no hubo muchas familias que se atrevieran a adoptarlos, como consecuencia, la mayoría se quedó atollada en el hospicio católico hasta que la claustrofobia los impulsó a brincar el muro del orfanato. Ya en la calle, adulteraron la edad en sus documentos para buscar trabajo en fábricas o empresas constructoras, pero quienes venían de familias acomodadas, con las que algunos hasta habían perdido contacto, la paga mínima les parecía una limosna. La vida del proletariado los desanimaba; ellos deseaban un poco más.

Una tarde de verano, mientras disfrutaban de la playa, Pedro y Rafael se cruzaron con un amigo que les presentó a Alex. Dialogaron por varias horas entre heladas Budweiser y un desfile continuo de voluptuosas chicas en bikini. Durante la conversación salió el tema de Cuba. Después del sondeo inicial, Alejandro concluyó que los dos tenían alma de iconoclastas y, por lo tanto, eran potenciales reclutas. Enseguida se integraron, lo vieron como una oportunidad para paliar la monotonía.

Mi otro compañero de lucha fue Miguel Zabala, que había abandonado la Revolución en la primavera del 67, a los veinte años. Por su edad temía que lo enviaran a combatir en cualquier foco guerrillero de África. Resuelto a no acudir al “deber internacionalista”, cayó en nuestro otro esquema de internacionalismo. Se fue de Cuba una noche de mar en calma, después de meses intentando construirse su propia embarcación. Con su ingenio ensambló una superficie flotante de neumáticos con dos remos y se hizo balsero, luego náufrago y más tarde sobreviviente. Un navío mercantil lo rescató en estado de deshidratación cuando vagaba perdido en las aguas del Caribe. Una mañana de junio despertó en un hospital de Cayo Hueso y no lo podía creer. Después de una efímera cuarentena migratoria, le otorgaron santuario y se mudó con su abuelo a la ciudad de Hialeah, donde, en el lapso de una semana, consiguió empleo en un taller de mecánica. Ahí conoció a Alex, que había llevado su Jaguar a una revisión de rutina. Tomando café, hablaron con morriña sobre la tierra natal, y Miguel le reveló que deseaba participar en la lucha contra Castro. Confesó que añoraba Cuba y a la mujer que había dejado atrás. Como salió airoso en todas las revisiones y exámenes, Alex lo alistó sin chistar, prometiéndole que un día cumpliría al fin sus aspiraciones.

En 1960, Alfredo Ceballos Jr. llegó acompañado por sus padres a la República Dominicana. Don Ceballos, su padre, un mulato modesto de la provincia de Camagüey, propietario de una tienda de viandas, necesitaba a toda costa sacar a su familia de allí. El señor había empezado a tener recurrentes pesadillas donde se le aparecía su bisabuela esclava y le susurraba al oído que era mejor huir que volver al barracón.

A pesar de que eran mayormente apolíticos, desde el primer momento en que la tiranía empezó a confiscar propiedades y salió la consigna de “no somos uno, sino que somos todos uno para defender la Revolución”, al camagüeyano le comenzó a inquietar el futuro de Cuba, que era, en definitiva, el de su familia.

Decidido a no volver a la esclavitud sufrida por sus antepasados, huyendo de la pesadilla real, vendió todas sus pertenencias y emigró con su clan. Vivieron en Santo Domingo hasta que el consulado americano les concedió los visados para ingresar al “paraíso capitalista”. Ya en Miami, Alfredo se matriculó en el mismo colegio de Alejandro y enseguida se hicieron como hermanos. Ambos eran deportistas natos y, además, compartían la pasión por el béisbol. Fue así como entablaron una relación estrecha que los llevaría a jurar en nuestra Fraternidad.

Alex, Pedro, Rafael, Miguel, Alfredo Jr. y yo, junto a otros miles de jóvenes exiliados, formamos parte de la “generación desplazada” que en la década del sesenta desertó a la fuerza de la isla. ¿Acaso todos estuvimos de acuerdo en emigrar? ¿Cómo hubiese sido nuestra vida de quedarnos en medio del proceso revolucionario?

De esta cosecha, Alex forjó su ejército. A los rebeldes les prometió revolución, al desempleado, trabajo, al pirata, saqueo y tesoros, al aburrido, aventuras y acción. Con su grandilocuencia persuasiva repartía variopintas semillas de ilusiones a sus apóstoles, garantizándoles de antemano prosperidad, poder, odiseas, triunfos y gloria. En un abrir y cerrar de ojos reclutó a más de una docena de incondicionales con edades promedio entre los dieciséis y los veinte años. Adolescentes extraordinariamente peligrosos que se transformaban de colegiales en maleantes, y de obreros en extremistas despiadados.

Mientras la nueva organización se iba formando, yo seguía manteniendo nexos con el gremio que nos inició en la lucha insurreccional, ellos nos adiestraron en el arte de la compartimentación, y en las diversas técnicas para burlar toda vigilancia. Hicieron de nosotros expertos en cómo difundir discretamente las acciones de guerra a los medios de comunicación, en la adulteración de documentos y la eliminación de huellas incriminatorias, entre otras artes de la guerra urbana. En

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