Cuando los Rolling Stones llegaron a La Habana

Carol Zardetto

Fragmento

Cuando los Rolling Stones llegaron a La Habana

10

Las siguientes semanas en la Escuela se trata de flotar cómodamente dentro del tibio y oscuro vientre de la sala de cine. Las historias que Belkis nos narra, las que nos entregan las imágenes proyectadas sobre la pantalla, en medio de la oscuridad de la sala, nos hacen distanciarnos del mundo de los mortales. Somos seres plásticos, viviendo existencias cambiantes dentro de aquellos relatos y sus imágenes indelebles.

Escuchamos a Belkis contar que Robert Joseph Flaherty comenzó a moverse por los hielos del Ártico a principios del siglo XX. Su cámara lo hechizó con las imágenes de los pueblos inuit, que le despertaron una ardiente curiosidad. Tanta, que lo hicieron abandonar su trabajo como explorador de las minas de hierro en la bahía de Hudson.

A esos seres que tanto lo fascinaron, él los llamó “extranjeros”. Su poderosa elección de ese vocablo encerraba todo un drama. Él era un hombre “civilizado” intentando desarmar los prejuicios de lo que entendía como civilización. Fue su cámara la que lo llevó por ese poco transitado camino: aprender a amar la diversidad humana, reconocerse a sí mismo en ese otro al que llamaba extranjero, aunque, en aquellas tierras que exploraba, el extranjero era él.

A partir de su propia experiencia, creyó con entera convicción que el cine estaba llamado a la tarea colosal de permitir la comprensión entre extraños, tender puentes a la empatía mediante los relatos de la realidad. No se trataba simplemente de documentar. Se trataba de “elaborar” la realidad. Hallar en la vida el sentido dramático que las historias de ficción necesitan fingir.

Su encuentro con los pueblos inuit fue para Flaherty la ocasión para crear el primer documental tratado como obra de arte: Nanook, el esquimal.

Reflexiono que Gauguin tuvo el mismo sueño. Quiso contagiar a Europa de su veneración por la gente de los mares del sur. Una mirada no colonialista, una mirada entre iguales.

Todo el material fílmico del primer viaje de Flaherty se quemó. Tuvo que regresar y volver a filmar. Pero entonces ya había nacido en su cabeza un relato: la batalla por sobrevivir a la crudeza del invierno en el Ártico. El coraje que mostraban los inuit ante la adversidad le parecía tan digno de admiración que quería exponerlo al mundo como muestra del heroísmo humano. Fue el azar lo que permitió a Flaherty descubrir la importancia del encuadre.

Dentro de la enmarañada madeja de la realidad, el encuadre se convierte en un esfuerzo por ordenarla y comprenderla (con todas las tiranías que esto conlleva). Sí, el encuadre construye el relato.

Nanook cooperó con entusiasmo al empeño de Flaherty. Escenificó para él cacerías de animales salvajes, construyó un iglú para la cámara, cayó en el encanto de verse a sí mismo en una representación de la realidad concebida por otro. La compleja relación de intimidad con el documentalista nace de ese intercambio de miradas.

El vínculo esencial y profundo de los esquimales con la naturaleza (mitad veneración y mitad horror) quizá resultó primitivo para los habitantes citadinos que vieron en una sala de cine aquel documental. Quizá debido a su exotismo, Nanook, el esquimal fue un éxito en su época e inauguró festivamente la entrada del cine documental al seno del arte cinematográfico.

Más allá de una repentina fascinación por lo extraño, pronto la gente volvió a sentir mayor interés en las pieles que cazaba Nanook y en la posibilidad de lucir bien en las noches de teatro que en la vida de aquellos extraordinarios seres, hijos de un prístino país de hielo.

De Flaherty pasamos al kino-glaz (cine-ojo) de Dziga Vertov. La palabra precisa para describir la experiencia de ver El hombre de la cámara es entusiasmo. Una sucesión vertiginosa de imágenes nos trasladan el despertar de la ciudad. Pero más parece que despierta la promesa de un mundo nuevo, impulsado por el ritmo implacable de la máquina. Tres ciudades soviéticas unidas por el montaje para constituir la idea del hormiguero humano. También despierta una mujer, la vemos levantarse, ponerse ropa íntima. La cámara es el ojo que revela todo.

Vertov pudo comprender que la naturaleza del cine era sensorial y que, justamente por ello, le convenía construir una narrativa propia, alejada de sus abuelos: el teatro y la literatura.

Vertov quería escapar de la puesta en escena, de la falsedad de las imágenes de ficción dedicadas a lo que consideraba una representación vil de la vida. “El cine debe ser un medio de hacer visible lo invisible, claro lo oscuro, evidente lo oculto, desnudo lo disfrazado.” ¿Modificar la realidad? No. Revelarla.

Para ello, había que centrarse en el montaje. Allí, en la sala de edición, el autor construye relaciones que no son aparentes, convierte las percepciones visuales y auditivas en objetos de reflexión. El secreto está en filmar ideas, no imágenes.

Creyó con profunda convicción que el cine estaba destinado a ser un vehículo revolucionario, un instrumento capaz de transformar la sociedad. El cine debería ser como su propio apodo: Dziga Vertov, un trompo que gira…

Poseídos por ese dulce hechizo, vemos Olympia, de Leni Riefenstahl. Un poema que no usa palabras, sino cuerpos perfectos. El asombro no es gratuito. Leni utilizó infinidad de trucos. Los clavadistas parecen pájaros porque introdujo secuencias en reversa para producir el efecto deslumbrante. Las secuencias de los nadadores se tomaron desde balsas flotantes. Los maratonistas fueron filmados por decenas de cámaras al ras del suelo y otras tan cercanas que podemos escuchar su corazón latir. El esfuerzo, impresionante. Las ideas, brillantes. Miles de atletas diestros, ágiles, poderosos, confirman ante nuestros ojos la tesis del nazismo sobre la posibilidad del superhombre. Un precioso don estético, sustentado con una ilimitada cantidad de recursos financieros que no dejaban de fluir desde las arcas del Tercer Reich.

De pronto comprendí el poder de aquellas imágenes tomadas de la realidad cruda, sin dramaturgia, pero sí con estudiada manipulación. El cine documental era un eficaz instrumento de persuasión. Esos cineastas no tenían bajo su mando ejércitos armados. Pero eran magos capaces de manipular elementos portentosos; la imaginación, por ejemplo.

El lúcido pensamiento de Dziga Vertov, su poder innovador, fue demasiado para los burócratas del Partido Comunista, que buscaron sofocar su genio. Fue acusado de estúpidos crímenes, como ser antirrealista, narcisista, y de representar de manera “reaccionaria” la realidad soviética. Los burócratas querían películas fáciles, al alcance de las masas, que sirvieran para “educarlas”. Vertov no soportaba aquel paternalismo; afirmaba que los obreros y campesinos a los que se pretendía proteger se mostraban más inteligentes que sus comedidas niñeras. En sus propias palabras: “El asunto no es limitar el arte, sino extender el horizonte de la gente”.

Las ideas artísticas de Leni, sus innovaciones —que han sido imitadas ad infinitum por el cine, las revistas d

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