Fatimah

Maruan Soto Antaki

Fragmento

Fatimah

Muhsin Najafi. Mi madre es americana y nació en Teherán. No, no lo digas. No a menos de que te pregunten. Aunque nunca preguntan lo que ya saben. Sólo te llevan a responder lo que para ellos será una confesión que confirme sus sospechas o abra las que no tienen.

En las fronteras, las sospechas no dependen de razones para existir. Algunas sí, sin duda. La mayoría, no.

Quizá no debas decir más que su nombre, Fatimah.

Atención. Pronuncia ese nombre sólo si vale la pena.

¿Mi padre? Tariq Najafi. Nació en el Juzestán, pero cruzó la frontera para estudiar en Najaf. Todos somos americanos. Aquí está mi pasaporte. También mi licencia.

No, no. De Irán, vinieron de Irán. No soy de origen iraquí.

Mi abuelo era árabe, de Najaf. Por irse al seminario, a mi padre le llamaban Tariq el iraquí. Para molestarlo en la infinita dualidad de su amor y odio al país. Dice que se lo han recordado a lo largo de su vida muchos árabes de la diáspora sunní, o la de los judíos árabes de Alepo, o los cristianos árabes de Damasco. A mí sólo cuando fui adolescente. Los chicos de la escuela se confundían entre el lugar de mis padres y el lugar donde estudió baba. La tierra de su familia.

Se casaron en San Francisco. Eran amigos desde niños. Ella era niña, él adolescente.

Muhsin, es probable que en el escritorio de migración no te pregunten nada.

Tal vez sean los temores heredados de ambos. También, puede que sea lo que hacen ciertos países con los que somos de ahí pero nunca terminamos por serlo. Porque no siempre se puede. Porque no siempre nos dejan y muchas otras veces no dejamos.

Quizá sea el puesto fronterizo, la salida de Tijuana o la entrada a San Ysidro, los que despojan de identidades mientras dan distintas que pertenecen a las mismas personas. Todas preparándose para segundos de incertidumbre que impregnan sus ánimos y dejan ánimos respirables a largas distancias, desde antes de la entrada del Chaparral.

Es la resaca de una embriaguez permanente e inconclusa, a la que nos sumergimos desde el inicio del Muslim Ban.

Antes, ya éramos: ellos.

Quienes tenemos relación con siete países dejamos de ser ciudadanos de algún lado.

Desde el día en que se firmó la orden presidencial, pasamos a ser: ésos.

Los de Siria, los de Irán, de Irak. Los de Libia, Yemen, Sudán y Somalia.

Somos ésos, los que no pueden entrar. Aunque seamos de adentro.

Dijeron que era para los de afuera, en el país donde todos son de afuera. Insistieron en que no era sobre musulmanes. Aprovecharon la relación con los sauditas para justificarse.

No importó si nuestros padres habían llegado hace cuarenta años. Si nacimos en California o en Florida hace treinta. Si nuestra escuela fue pública o los negocios familiares pagan los impuestos puntualmente. Las miradas de quienes aplaudían la orden ejecutiva eran de cuidado y de miedo. Muchos de los que la rechazaron nos tuvieron lástima. En el campus nos defendieron, como defendieron a la generación que estudió en la década de los ochenta, pero la defensa que nos protegió recordó lo vulnerable.

A los que llegaron no los dejaron entrar, aun cuando su desesperación ya había sido vista kilómetros atrás. A los de adentro nos recordaron que seguimos siendo de lejos. Somos de un lejos que sus ojos siempre verán con juicio.

Es la preparación. Adiestramiento de la consciencia de que un día, el pasado se hará presente y no perdonará lo que uno no cometió. Uno lo encarna.

En esta parte del mundo, después de ver la playa con sus rejas, se llegan a entender los extremos de cierta naturaleza. Queriendo ser postales de ella, un vendedor ambulante me ofreció la fotografía de dos meñiques tocándose a través de los orificios en el muro entre México y Estados Unidos. El único contacto que le queda a una familia separada. Se abrazaban a través de los barrotes. A los barrotes les colocaron una malla.

Al crecer, los niños de un lado o del otro ya no tienen espacio para sus pulgares o para los índices. Apenas cabe el dedo pequeño. Incluso al envejecer ya no crece. Los juntan cada que se los permite la Custom Border. Cada que el azar permite recordar que alguien extraña a un padre, a una madre o a un hermano.

Antes de verse y tocarse se pueden acostumbrar a la ausencia.

Sus relaciones son frágiles. De ahí se sostienen.

En la curva de la calle que lleva a la zona de Playas me di cuenta de la hora y esperé bebiendo una botella de agua. Tomé refugio del sol en la tienda con techo de paja que está a la orilla de la acera.

Y si los meñiques no me bastaron para entender, es porque durante unos instantes olvidé las reglas del juego. El chofer del taxi que me trajo de la playa a la frontera fue claro.

Sin haber tenido tiempo de abandonar el barrio donde me recogió, el chofer mostró aquello que antes escuché de amigos de mis padres llegados en las dos migraciones forzadas. La de quienes salieron de Irán en la revolución del setenta y nueve, y la de quienes migraron a Irán tras el arribo de Saddam en Irak y poco a poco huyeron para venir a América o probar suerte en Europa. El espíritu equivalente a las contradicciones en aquellos nacionalistas de antes de la revolución de los ayatolas, cuando los conformes con el Shah se quejaban de que los palestinos se fueran a vivir allá. Cuando los americanos cuidaban las reacciones de los israelíes por lo que no ocurría en Israel. Idéntico al de los nacionalistas de después, enojados con los palestinos de Fatah porque no le permitían a Teherán sentirse cómoda con los palestinos de Hamas. Parecidos entre las multitudes que cambiaron de sujetos para construir frases similares a partir de sus temores y la búsqueda de seguridades.

Las conveniencias de estar tan podridos se huelen en Medio Oriente, en Persia y en América.

De Playas a la frontera se ven varias Tijuanas. La carretera es tan rápida como lo que pasa a sus lados. Mucha de la gente en la parte alta de California, los que no han bajado, imaginan que el muro es recto. Estoy casi seguro de que la mayor parte de la gente en los dos lados se ha hecho a esa idea. Desde la ventana del auto, hay un punto en que se llega a dudar del extremo en que uno se encuentra. Hasta que se vuelve a entrar a la ciudad.

Un grupo de tres adolescentes se acerca al taxi para limpiar el parabrisas en la esquina previa al puesto fronterizo. La garita.

Qué sencillo es imponer el estigma de la frontera, en cualquier frontera. Visten como los hermanos menores de mis amigos. Sus movimientos darían la impresión de ser una coreografía previamente ensayada. La única práctica es la de la supervivencia.

—Deberían llevarse a los centroamericanos a otro lado. Con ellos, a los gringos les da miedo venir a nuestros tables —afirma el conductor sin dejar de observarme por el retrovisor.

Que yo le entendiera al chofer era lo de menos. Que nuestros ojos se cruzaran en el reflejo fue un

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