A viva voz

Fragmento

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Prólogo

La obra narrativa y ensayística de Carlos Fuentes se escribió para ser impresa y leída, y releída, claro está. Es una aventura intelectual y vivencial única, muchas veces difícil. Requiere en el lector el pleno ejercicio de su cultura, atención y sentidos, un ejercicio que es ampliamente recompensado con placer, reconocimiento y un enriquecimiento de su percepción del mundo y sus seres. Las conferencias se conciben principalmente para ser pronunciadas y escuchadas. Carlos Fuentes fue un conferenciante generosamente prolífico e incansable. Hasta el final subía al podio con un salto atlético, seducía a su público con la brillantez de sus dramáticas síntesis, su manera personalísima de vivir y compartir su cultura literaria, la calidez de su tono. En una conferencia hablaba de la atención que mantener y ahondar la amistad exige y su palabra viva encarnaba esta intensa atención que define al escritor realmente importante. Una atención penetrante, crítica, colérica a veces, amorosa, inteligente. La inmediatez de la palabra hablada de Fuentes informa y anima los textos escritos de las conferencias reunidos en este tomo. Hablan intensamente de su relación con la literatura universal y nacional, con su propia literatura, con sus amigos y con la comunidad de escritores, desde Cervantes hasta Cortázar que, con él, comparten una plural apertura a la diversidad, la otredad y a la duda crítica que el poder y tantos regímenes políticos pugnan por eliminar.

A Fuentes le gustaba agrupar los conceptos y las figuras literarias en tríadas: desde los yo, tú y él, de Artemio Cruz, los tres peregrinos de Terra Nostra, memoria, inteligencia y voluntad; hasta el trío Voltaire, Rousseau y Diderot en La campaña o Marat, Robespierre y Danton con sus respectivos personajes en Federico en su balcón. Los tres maestros de los que habla aquí, Balzac, Faulkner y Cervantes, representan las visiones y prácticas que dialécticamente conforman gran parte de su obra: grosso modo, realismo, energía optimista, progreso lineal, la conciencia trágica, la conciencia crítica y lúdica, la mezcla de géneros y los juegos literarios que subvierten el orden narrativo y natural. La novedad de La región más transparente radicaba en el maridaje del realismo decimonónico francés y el modernismo anglosajón. La primera ruptura radical con el realismo y la fijeza genérica, bajo el signo cervantino, de la Mancha, llegó con Cambio de piel.

Estas tres conferencias empiezan pausadamente con una exposición amplia y sintética, de clase magistral, sobre la realidad histórica e intelectual en la cual se desarrolla la labor de sus maestros y van ganando en urgencia, en atrevimiento conceptual y dramatismo retórico. Usa el clásico ensayo de Benjamin sobre París como capital del siglo XIX para hablar del fetichismo de las posesiones, del dinero, del espectáculo del consumo como trasfondo de la energía de los personajes de Balzac y la seguridad con la que éste encarna lingüísticamente su psicología y voluntad. Se concentra después en La piel de zapa como vértice de las dos vertientes de la obra de Balzac: la de los estudios de costumbres sociales y la fantástica de los estudios filosóficos. Esta vacilación genérica se refleja en el realismo de Artemio y lo fantástico en su novela corta Aura, ambos del mismo año. En el caso de William Faulkner empieza con una exposición del tajante maniqueísmo moral de Estados Unidos y su doble fe en el progreso material y la salvación espiritual, su destino excepcional frente a la corrupción de la vieja Europa, su optimismo sin fisuras. Han sido escritores como Poe, Melville, Hawthorne y Steinbeck quienes más eficazmente han denunciado esta ideología, pero es Faulkner el que eleva el drama a nivel de tragedia. La derrota del Sur en la Guerra Civil y su larga historia de violencia racista subvierten la versión triunfalista de la historia. Sigue una exploración larga, densa, brillante y elocuente del “tiempo incandescente” de Faulkner y un análisis importante del sentido de la tragedia como ambigüedad y desgarro entre opciones morales de igual validez. La noción de la tragedia resurge repetidamente en estas conferencias y en la literatura de Fuentes, asociada también con Kafka y Nietzsche. Faulkner nos permite “acompañar a la razón dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones”.

Fuentes inscribe a Cervantes y su progenie, los hijos de la Mancha, en el elogio de la locura erasmista, que erige la duda irónica contra los dogmas gemelos de la Fe ciega y la Razón hermética. Cumple una función paralela a la de Faulkner contra el maniqueísmo y la falsa conciencia yanquis. Fuentes sitúa a Erasmo y su Elogio de la locura (lo que puede ser), en la esencial tríada renacentista entre Tomás Moro (Utopía, lo que debe ser) y Maquiavelo (El príncipe, lo que es). El Quijote, con su diálogo de géneros entre épica y picaresca, su personaje que se sabe leído, su radical ironía y sus juegos de las novelas dentro de la novela (hermanos del teatro dentro del teatro de Hamlet) funda una dinastía de escritores irreverentes y autorreferenciales como el Sterne de Tristram Shandy, el Diderot de Jacques le fataliste y el Borges de “Pierre Menard”. Y aquí Fuentes empieza a levantar vuelo y a divertirse: Napoleón era un “anti-Quijote” que fundó la tradición de Waterloo, que nació de la historia y no de la imaginación como la de la Mancha. Los héroes de la nueva sociedad burguesa post-revolucionaria campean a sus anchas, por supuesto, en las páginas de Balzac. Las certezas de este mundo, y la doble fe en el progreso y el realismo, sólo se rompen radicalmente con la Primera Guerra Mundial cuando resurge la literatura de la mancha, manchega y manchada. Fuentes también se inscribe en la tradición subversiva de la Mancha, una tradición inseparable de las otras tradiciones: “Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se sostenga sin creación que la renueva. Y no hay creación que valga sin tradición que la preceda”.

En cierto modo, las demás conferencias sobre literatura son una ampliación de las premisas asentadas alrededor de “los maestros”. Sus páginas demuestran una y otra vez la generosa apertura de Fuentes a una comunidad internacional y pluricultural de escritores que militan contra el olvido, la separación, el abuso de poder. El terreno común de la literatura es un sitio profundamente democrático: “Existe un terreno común donde la historia que nosotros mismos hacemos y la literatura que nosotros mismos escribimos, pueden reunirse. Ese lugar no es Olimpo sino Ágora”. La otredad y los otros tienen plena cabida en su literatura. Las palabras consoladoras de Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, tienen que ceder el paso a las palabras de Rimbaud: “Je est un autre”. “Yo es Otro.” Estas palabras no ofrecen consuelo, sino exigencia. Somos otro. Y el otro puede ser extraño. El otro puede alarmarnos, repugnarnos. Es la difícil lección de las últimas obras de Fuentes como La voluntad y la fortuna o La Silla del Águila. Las culturas viven en constante transformación y Fuentes no deja de celebrar el poder transformador de la literatura, su poder de añadir algo valioso a la realidad: “Todos estos son reclamos a nuestra imaginación que cambian para siempre al mundo porque no se contentan con reproducir o reflejar la realidad, sino que aspiran a crear una nueva y más profunda realidad. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de que Cervantes y Shakespeare los creasen. Hoy no entenderíamos el mundo sin ellos. No nos entenderíamos a nosotros mismos”.

Entre las palabras más sentidas y profundamente humanas de Fuentes son las que dedica a la amistad. Hablando del mal y de las experiencias difíciles con las que se ha enfrentado en la vida, se refiere a una intensidad de atención que trascienda el yo personal y se abra al otro: “Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nos-otros”. Hablando de su amistad con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, “una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y magos”, añade lo que podría ser el lema de sus meditaciones sobre la amistad: “Lo que no tenemos, lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia”. Los amigos que incluye en estas conferencias son Luis Buñuel, Alfonso Reyes, Julio Cortázar, Fernando Benítez y Octavio Paz. Los homenajes a Reyes y a Benítez no pueden ser más elocuentes. El primero supo “traducir la totalidad de la cultura de Occidente a términos latinoamericanos”; leer al segundo “es como leer el siglo XX mexicano”. Estos homenajes serios y entrañables cobran tintes más carnavalescos en Cristóbal Nonato. Sus palabras sobre Buñuel revelan al extraordinario crítico de arte que fue Fuentes, más que evidente por otra parte en su Viendo visiones. Sus comentarios sobre la mirada del deseo en El obscuro objeto del deseo, el deseo masculino de poseer a la mujer y el de la mujer de “ser otra para ser ella” son agudos. Sobre el amor, es difícil olvidar su frase: “Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán”. En “Mi amigo Octavio Paz”, escrito justo después de la muerte de éste, cuyas primeras poesías y ensayos fueron “las aguas bautismales de mi generación”, dedica generosas palabras al poeta. A la espera de leer (¿desde dónde?) la copiosa correspondencia que se publicará cincuenta años después de la muerte de Fuentes, nos deja dicho en la última página de su artículo lo que respondió cuando le ofrecieron para la Revista Mexicana de Literatura un ataque salvaje contra Octavio Paz: “aquí no se publican ataques contra mis amigos”. Y otra frase, con un paralelismo muy de Paz: “Octavio, físicamente, incendió el dinero. ¿Lo incendió, otro día, el dinero a él?” Con todo, no deja de ser un entrañable ensayo sobre la amistad que los unió durante tantos años.

En las conferencias que conforman la tercera parte de esta colección, Fuentes vuelve su mirada hacia la historia de sus propias obras literarias y a los principios que rigen su construcción. Coloca sus obras al lado de los acontecimientos culturales relevantes de su época y cuenta detalles y emite juicios que interesarán vivamente a los amantes de su literatura. Revela, por ejemplo, el desasosiego que le sigue produciendo su personaje Artemio Cruz, que “es el hijo más rejego, rebelde, taimado, traidor a ratos, héroe en algún momento, que constantemente regresa a mí reclamando su filiación. Es un reproche, es un recuerdo”. Es la cifra del destino patente y oculto de México: “Pero gracias al proyecto de Artemio, México es lo que es hoy, aunque también es lo que no es, dejó de ser, o aún no es”. Otorga a Cristóbal Nonato una función análoga: “No se trata de una profecía sino de un exorcismo”. En diferentes modos, Cambio de piel y Terra Nostra hablan de su relación con la cultura española. Cuando la censura franquista prohibió la primera: “Sentí, irónicamente, que lo ocurrido ilustraba, miserablemente, lo que la novela decía: el reino de la violencia, los dominios de la intolerancia, y la persistencia de la estupidez, son verdaderamente universales”. La segunda representa “el diálogo de un mexicano con esa mitad de nosotros que es España”. Como con Artemio Cruz, alude a una especie de íntima otredad dentro del devenir nacional.

De la última conferencia, su decálogo para el futuro novelista, sobresalen tres consejos. “DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador.” “LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente.” Del segundo consejo sigue el tercero: la creación literaria se sostiene sobre la tradición literaria. De ésta y de las demás conferencias de Carlos Fuentes irradian la ética y la presencia vital del gran escritor mexicano y universal.

STEVEN BOLDY, 2019

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Balzac

Señoras y señores:

No conozco ensayo más hermoso sobre una ciudad que el de Walter Benjamin, titulado París, capital del siglo XIX. Benjamin, el producto más acabado de la civilización alemana de su época, fue una víctima del nazismo que murió al filo de la noche, entre la espada y la pared, suicidado por la historia. Es, acaso, el más grande ensayista de nuestro siglo y sus palabras sobre París, la ciudad que él soñó y perdió en la muerte, me servirán de guía para acercarme a los problemas que trataremos en este curso: identificación, percepción y nominación del sujeto y el objeto literarios en el movimiento de des-plaza-miento.

Ciudad cerrada, ciudad abierta; ciudad virgen, ciudad desflorada. El paisaje moderno, nos dice Benjamin, es el pasaje comercial inventado en París en el siglo XIX: una naturaleza de vidrio y fierro, los elementos modernos que la revolución industrial añade al aire, al agua, la tierra y el fuego clásicos; vidrio y fierro contra la quebradiza opacidad de la pobreza antigua, las ventanas cubiertas de papel aceitoso, las chozas asfixiadas, sin ventanas, pozos de humo oscuro.

El pasaje comercial, dice Julio Cortázar en el cuento del mismo título, es “el otro cielo”; se convierte en “la caverna del tesoro”: una caverna luminosa, accesible a todos.

El pasaje comercial es interior y es exterior. Adentro, protege de la inclemencia del tiempo, permite pasearse a toda hora bajo los techos de vidrio y fierro; afuera, permite mostrar públicamente la mercancía, ofrecerla y protegerla a la vez.

Subterráneo de vidrio: el pasaje comercial muestra y nos muestra al tiempo que nos encubre y aprisiona. Aproximación del paraíso: puede llover en el otro mundo, dice Cortázar, en el mundo del “cielo alto”; no aquí, en este segundo cielo, más cercano, que es el de las galerías Vivienne en París o Güemes en Buenos Aires. “Los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre”, confiesa el protagonista de Todos los fuegos el fuego. Y en Ese oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel, las imágenes culminan misteriosamente en esas galerías con luz de esperma: el protagonista de la película, Fernando Rey, se aleja por una galería comercial con un costal al hombro. ¿Qué acarrea el héroe del consumo hacia el tiempo consumido por la palabra que no tardará en aparecer en la pantalla:

FIN?

El fetichismo mercantil, nos dice Walter Benjamin, alcanza su culminación en las llamadas ferias mundiales, ocasiones excepcionales, Navidades de Mercurio, Ascensiones y Epifanías del universo comercial cuyas manifestaciones cotidianas —la misa mercantil— serán las galerías y los grandes almacenes a los que tan misteriosamente nos desplazan Buñuel y Cortázar.

La primera feria mundial moderna tuvo lugar en París en 1798 en medio y como parte distintiva de la Revolución francesa. ¿Pan y circo del segundo directorio? Sí, pero algo más también: dos percepciones diversas de lo que sería, de allí en adelante, el mundo de las cosas, la galaxia mercantil: los organizadores revolucionarios entienden ofrecerle al pueblo de París una diversión; para el pueblo, en cambio, la feria comercial es vista como una emancipación. El valor de la mercancía es transformado por esta operación cuasi-sagrada: la revolución industrial, hija pragmática de la ideología revolucionaria, va a ofrecer una cantidad y variedad de objetos sin precedente a un número y variedad creciente de ciudadanos. No bastará con que esas cosas sólo sean usadas y desechadas prontamente; primero, deben poseer un valor metapecunario: deben ser percibidas, identificadas, nominadas como símbolos, fantasmagorías placenteras, sublimaciones del ego, distracciones que nos recompensan de un trabajo que por ser más libre se ha convertido en más desvalido, de una política que con ser más igualitaria no ha sido más solidaria, de una sociedad que con declararse más fraternal no ha provocado menos sentimiento de enajenación.

La ley Le Chapelier —el primer acto legislativo de la Revolución francesa— disuelve las corporaciones profesionales y artesanales y entrega a los trabajadores a la penumbra cenicienta de las fábricas de Dickens y de las cárceles de Balzac: será libre quien sobreviva en un mundo sin más ley que la voluntad individual, sin más límite que la ambición personal, sin más recompensa que la ganada en esta tierra y convertida enseguida en objeto vendible, comprable, atesorable pero también mirable y sobre todo admirable.

Las antiguas peregrinaciones religiosas a Santiago y a Canterbury se transforman en las peregrinaciones mercantiles a las ferias mundiales. Varias de ellas —en este siglo y el pasado— se celebran en París, convertida en capital del lujo, monopolizadora de la elegancia y la profusión de objetos que el mundo desea. Hoy más barata, cercana y democrática, esa opción la ofrecen Houston, Dallas y Miami o aun más modestamente Perisur. Pero entonces como ahora, para el comprador potencial que en todo caso siempre es espectador primero, la mercancía es diversión — entertainment, show business— y para el empresario, séalo de mercancía o de espectáculo, el espectador es su mercancía. (Trasladado brutalmente al terreno político, esta simbiosis de mercantilismo y espectáculo explica sobradamente la elección, en los Estados Unidos, de Ronald Regan.)

La prensa moderna, nos dice Benjamin, aparece para organizar el valor de la mercancía, darla a conocer, informarnos qué cosas son deseables y, sobre todo, cuáles son nuevas, para ti, sólo para ti, cliente, elector, mi semejante, mi hermano.

En Las ilusiones perdidas y en La piel de zapa de Balzac, la prensa aparece como una nueva forma de conspiración: una conspiración alegre y sin peligro, la llama Benjamin. En nuestros días, el sociólogo norteamericano C. Wright Mills hablaría del producto final de esta conspiración sonriente de prensa y mercancía, y lo llamaría “el Robot Alegre”. Pero para el siglo XIX que nos describe Walter Benjamin, la novedad no provocaba un sentimiento de adormecimiento, sino de liberación. Aún lo produce, pero hoy somos robots que aceptamos alegremente nuestra cómoda esclavitud; para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, para Rastignac en París y para Pip en Londres, la transformación de la mercancía en diversión era un hecho revolucionario y liberador.

El París descrito por Benjamin se celebra a sí mismo con fotografías y, siempre, más y más mercancías. El barón Haussmann condena a muerte la vieja ciudad medieval y abre las grandes avenidas —la Avenida de la Ópera, los bulevares de las Capuchinas, de los Italianos, de Courcelles— que permitirán un tránsito más expedito para quienes compran cosas pero también para quienes las roban: Arsène Lupin, el caballero ladrón, escapará más fácilmente gracias a las anchas avenidas que comunican los centros del poder social y mercantil parisino.

En cambio, los revolucionarios potenciales ya no podrán levantar barricadas en los anchos espacios de los grandes bulevares. La ciudad de las revoluciones de 1789, 1830 y 1848 es demolida: adiós, Los miserables, adiós, La educación sentimental, adiós, la Historia de dos ciudades. Nunca más tejerá Mme. Defarge junto a las guillotinas, ni saldrá Jean Valjean a buscar a Marius entre las barricadas del Faubourg St. Antoine, ni contemplarán los ojos inocentes y tristes de Frederic Moreau la caída de los Borbones en medio del furor de julio.

La lucha de clases ya no tendrá lugar. La Europa burguesa, después de la explosión de 1848 —el ardiente fiel histórico del siglo XIX europeo, pero también su albergue español adonde cada cual lleva lo que ya tiene— cree llegado el momento de la paz perpetua. En cambio, Marx lee en las revoluciones del año 48 un proceso de diferenciación irreversible dentro de la unidad anti-aristocrática fraguada por la revolución de 1789 —que, a su vez, fue un resultado de la ruptura del convenio secular entre la realeza y el Estado llano: nunca hay política sin alianzas.

Los intereses dejan de coincidir. Las diferencias sociales se acentúan y —escribe Marx— la burguesía percibe “claramente que todas las armas que había forjado en su lucha contra el feudalismo voltearon sus puntas contra ella, que todos los dioses creados por ella la habían abandonado”. Sin embargo, ni Bismarck ni Francisco José ni Luis Napoleón ni la reina Victoria parecen muy asustados por este estado de cosas. El des-plazamiento que asegurará la paz interna se llamará, por un lado, crítica que al igual que la revolución burguesa ha sido la más profunda y fuerte de todas las revoluciones —y la más duradera y liberadora también— porque para establecer su sistema ha tenido que criticarlo con libros, escuelas, sindicatos, partidos, parlamentos que son la salud del sistema porque atacan críticamente al sistema. El sistema del sistema es la crítica del sistema.

El otro des-plazamiento es internacional y se llamará imperialismo. El proletariado nacional será menos explotado que el proletariado colonial. Las insurrecciones y las represiones ya no tendrán lugar en Europa, sino en Argelia, México e Indochina. Los dictadores del mundo colonial perpetúan esta gran ilusión: Porfirio Díaz es el más acabado ejemplo de la paz en las colonias, el orden y el progreso, el Paseo de la Reforma a cambio del Bulevar de las Capuchinas y el Puerto de Liverpool a cambio del Bon Marche.

Pueden encontrarse todos los paralelos que se quieran entre el segundo imperio francés y el porfiriato mexicano, su sucesor republicano y colonial en las Américas, pero ni los bulevares de Haussmann, construidos para proteger a la ciudad contra la violencia civil, impidieron la explosión de la Comuna de París; ni los saraos del Centenario y los penachos del ejército federal impidieron la explosión de 1910 en México, encumbros del imperio de Maximiliano y la República de Juárez.

Cuando París era la capital del siglo XIX, la golosina de los pasajes comerciales era muy dulce, las ferias mundiales sagradas, la prensa excitante y seductora. Y, sobre todo, la creciente clase media de Europa obtuvo por primera vez posesión de la mercancía misma a través del dinero, y posesión de la identidad propia a través de la fotografía. Voy a estudiar estos dos aspectos y los problemas que proponen a la literatura, en este orden.

Primero, las cosas, la historia de las cosas.

Luis Felipe, el monarca burgués, es el primer rey que posa en pantuflas. El cuadro que lo describe sentado junto a su chimenea, rodeado de su mujer e hijos, no sólo establece el ánimo democrático de la Monarquía de Julio. Es quizás el primer cuadro de un rey sin corona, sin armiño y sin cetro, aunque no desnudo. Sus posesiones son las de cualquier burgués acomodado: el rey vive como el banquero Nucingen o como el comerciante Birotteau en las novelas de Balzac. El rey tiene un interior: el interior hogareño se convierte en símbolo de la interioridad anímica. El rey ya no está en su palacio, sino en su casa. Trabaja en su palacio; vive en su casa. La Revolución francesa, en cierto modo, culmina en la célebre pintura de Luis Felipe: el trabajo y la vida han sido separados. Si el rey sale de su casa para ir al trabajo, ¿cómo no ha de hacerlo el obrero para ir a la fábrica, cómo no ha de hacerlo el antiguo peón de la tierra para abandonarla y pasar a la industria urbana? Vivir donde se trabaja —ese signo de la artesanía— traduce las ocupaciones bajas, inseguras, tradicionales o excéntricas: zapateros y enterradores, abarroteros y escritores, la bohemia en su mansarda y el herrero en su covacha. La revolución industrial es un traslado masivo del trabajo del hogar artesanal a la fábrica impersonal —en nombre de la libertad individual, se trueca una forma de colectivismo por otra.

El interior —real y simbólico— es el lugar donde tenemos nuestras cosas: nuestros valores. El arte del siglo XIX, indica Walter Benjamin, tiene lugar en interiores. La gente compra, colecciona, amasa, sofoca: es la época de los salones recargados hasta la saciedad delirante; entrar a ellos es como verse obligado a comer cien pasteles de vainilla con cerezas y crema chantilly.

La fotografía nos dejará orgullosas, enfisemáticas pruebas de este encierro lúgubre que es, en cierto modo, el escenario elegante de la tuberculosis, la sífilis y la melancolía mortal, las enfermedades rampantes del siglo XIX. La gente se viste como sus interiores: capas y más capas de cosas, corsés, corpiños, polisones, cachorones, gorros de dormir, chalecos, polainas, bastones, sombreros de copa, bombines, gorras acechavenados como las de Sherlock Holmes, sombreros de pluma como los de Sissi la emperatriz de Austria.

Estos interiores que en Francia se llaman tarabiscoteados, en Inglaterra y en Estados Unidos; jengibres, son la vitrina secreta de las cosas amasadas, atesoradas para ser mostradas a los demás en una especie de semi-virginidad entre afuera y adentro: las cosas, como las relaciones sexuales, pueden preferir la endogamia o la exogamia y son quizás las grandes familias de los robber barons, los barones ladrones, de los Estados Unidos quienes con mayor gusto exhiban exteriormente sus interiores: los Gould, los Carnegie, los Stanford, los Harriman y sobre todo los Vanderbilt, cuyos palacios sobre el Hudson y en la playa de Newport tienen recámaras chinas, persas, versallescas, florentinas, sevillanas: el mundo entero puede ser comprado, ya no hay tesoros escondidos que no puedan ser extraídos del centro de la tierra y exhibidos, mostrados, celebrados como en la cena de los Astor en Madison Square Garden de Nueva York, donde las 400 familias del capitalismo decimonónico norteamericano se hacen fotografiar mientras cenan, vestidos de frac y crinolinas, a caballo, servidos por mozos de librea que deben estirar el cuello y los brazos y evitar las coces y que también figuran como posesiones privilegiadas y mostrables. Río abajo, en Hyde Park, viven los millonarios modestos que hacen sus propias camas y obedecen las reglas del puritanismo fundador. Su nombre: Roosevelt. Su hijo: el millonario renegado que les va a quitar sus “cosas” a los Rockefeller y a los Vanderbilt.

La gigantesca redistribución de la riqueza y la nueva organización del trabajo prohijadas por la Revolución francesa y por la revolución industrial convierten el dinero y el trabajo en temas centrales de nominación, identificación y percepción en la novela del siglo XIX. Me limito al autor que con más delirante actividad bautizó a su tiempo: Dickens. En su obra abundan los nombres metálicos, cobre de Copperfield, níquel de Nickleby, plata de Silverstone, bronce de Sampson Brass; los nombres cortan como el pedernal de Jeremiah Flint y como la profesión del Dr. Slasher, el rebanador; la siderurgia se apropia del nombre de Tom Steele, la bolsa del de la señora Joe Pouch, y Mr. Price, el señor Precio, es un prisionero por deudas en la novela de Pickwick. Heep, el hipócrita, es cosa amasada y Scrooge, el avaro, da su nombre a su vicio en el diccionario de los neologismos creso industriales.

Balzac, lo sabemos, es el gran novelista del dinero. Sus héroes comparten con los de Stendhal, Dickens y Thackeray, la ausencia de pasado, la novedad histórica y la voluntad de ser. La descripción de objetos y de interiores adquiere gran relieve en todos estos autores; pensemos por un instante en algunas grandes escenas como el salón de la Sanseverina en La cartuja de Parma de Stendhal, la casa de los millonarios arribistas, los temibles Veneering, en El amigo mutuo de Dickens, el baile la víspera de Waterloo en La feria de las vanidades de Thackeray. Pero acaso sólo Balzac supo transformar radicalmente la posesión en símbolo, la cosa inerme en vida y en muerte, cumpliendo así el deseo secreto del poseedor: que la cosa que yo poseo sea tan mía que tenga, también, lo que yo poseo para perder y ganar: mi vida y mi muerte.

La piel de zapa, escrita en 1831 —es decir, al principio de la carrera de Balzac—, preside la vasta arquitectura novelesca de La Comedia humana porque contiene las dos vertientes de la obra balzaciana: la vertiente social de los estudios de costumbres (Papá Goriot, Las ilusiones perdidas, Eugenia Grandet, Los parientes pobres) y la vertiente fantástica de los estudios filosóficos (Louis Lambert, La búsqueda del absoluto, El elixir de larga vida). “El novelista de la energía y la voluntad”, como lo llamó Baudelaire, es también el novelista de un duelo con el terror, como definiría Roger Caillois a la literatura fantástica.

La energía que prodigan los personajes en ascenso de Balzac produce ciertos resultados deseables: expansión, ascenso social, ganancia financiera, estimación social, fama. Pero estos resultados van acompañados de otros nada deseables: desgaste, retroceso, envejecimiento, pérdida. La piel de zapa es el símbolo balzaciano de la cosa suprema, casi una cosa en sí, una posesión que aumenta nuestras posesiones a la vez que nos desposee de la vida y nos ofrece la cosa final, la posesión eterna: la muerte.

Para el protagonista de la novela, Rafael de Valentin, un joven de buena familia y de pésimos recursos, esta posesión-desposesión se inscribe en una percepción que es la del absurdo. Acaso el protagonista de La piel de zapa sea el primer héroe del absurdo moderno y no es fortuito que este absurdo tenga que ver con la posesión de las cosas. El viejo anticuario que, para deshacerse de ella, le ofrece la piel de onagro a Rafael, le advierte que su posesión puede asegurarle al dueño una vida breve, intensa y ardiente, o bien una vida larga, tranquila y sin pasiones. Pero para tener la vida larga, la condición es no usar la piel; es decir, no gozar de la propiedad. En cambio, la vida breve será el resultado del uso de lo que se posee: la piel de zapa.

Rafael de Valentin tiene plena conciencia de que la afirmación de su ser (y de su propiedad) le aproxima velozmente a la muerte. Pero descubre también que hay dos formas de la muerte. Nos creemos libres, dice Rafael; en realidad sólo escogemos entre la destrucción y la inercia.

El protagonista es autor —eterno, inconcluso autor— de una teoría de la voluntad: es el autor, vale decir, de un libro sobre el tema de la novela dentro de la novela. Es el hijo burgués, decimonónico y post-revolucionario de Cervantes, de Sterne, y de Diderot, tres fundadores radicales de la narrativa moderna que se apresuran a demostrarnos que toda novela se contiene a sí misma no sólo como texto explícito sino como reflexión crítica sobre ese mismo texto. Este matrimonio de la forma y su reflexión adversaria que es lo propio de las novelas cómicas de Don Quijote, Tristram Shandy y Jacques el fatalista, asume en La piel d

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