Autobiografía del algodón

Cristina Rivera Garza

Fragmento

Título

[un viento loco, sin freno; viento del norte]

Primero se escucha el ruido de los cascos sobre el suelo arenoso. Luego, agazapada y tensa, la respiración. Un resuello. Un resoplido. La tierra blancuzca se abre y emergen así los huizachales con sus copas redondas y sus raíces bien hundidas en la tierra, los mezquites con esas ramas espinosas de las que cuelgan vainas estrechas y largas y, ahora, a inicios casi ya de la primavera, estas flores amarillas. El galopar no cesa. Las herraduras del caballo eluden las biznagas que, esféricas, coronadas de espinas bruñidas, aparecen aquí y allá en el camino. Las flores blancas de la anacahuita. Los correcaminos. Las culebrillas. ¿No le habían asegurado que esto era un desierto? No hay tiempo para quedarse a mirar. De arriba cae la luz de un sol impune sobre la gobernadora, el coyotillo, la uña de gato. Y el viento, que levanta el polvo rosáceo, gris y canela de la llanura, choca contra las agrestes pencas del nopal que se elevan poco a poco, escalonadamente, hacia el cielo. La tierra se desmorona a su paso y todo a su alrededor tiene sed. Su boca, sobre todo. Su laringe. Su estómago. No sabe con exactitud cuántas horas lleva sobre el caballo —los muslos alrededor del torso colorado, los hombros echados hacia adelante, las manos acalambradas sobre la brida y los zapatos atorados en los estribos— pero quisiera estar a punto de llegar. Le han dicho que allá, a un día de camino si consigue cambiar los caballos, las cosas están que arden. Le han dicho que si quiere ver acción directa, si quiere cambiar el mundo de verdad, debe arrancarse más para el norte. Allá, a un paso de la frontera, encontrará Estación Camarón.

Allá acaba de estallar la huelga.

[gossypium hirsutum]

Tienen nombre de estación porque son lugares de paso, pero nada más se erigen y la gente se empieza a quedar. Son rancherías, colonias, poblados que nunca llegan a pueblos pero que se organizan en un santiamén alrededor de un cruce de vías. Primero el paso del ferrocarril; luego, un campamento. Más tarde, un lugar para comer. De ser puntos insignificantes en el mapa de una estepa con fama de inhabitable o de un desierto que a todos mantiene a raya se convierten ahora en lugares con nombre: Estación Rodríguez, por el apellido de los dueños de un rancho; Estación Camarón, por el color rojizo que se desprende de las aguas de un río. Las cosas nacen y mueren varias veces en ciclos impredecibles. Un buen día, un general que ha ganado la guerra mira hacia el horizonte y, en lugar de ver puro monte seco y hosco, en lugar de ver planicies inhóspitas o espacios vacíos, ve parcelas bien ordenadas, ve cultivos, cosechas. Y piensa: aquí empezará la agricultura. Su declaración sonaría menos rimbombante si no fuera cierta. En memorándums breves se ordena la construcción de una presa donde confluyen las aguas de dos ríos. Y eso también adquiere un nombre: Don Martín. Luego es cuestión de repartir tierras. Corrección: es cuestión de expropiar tierras y de repartir tierras. Y, así, luego de décadas de abandono, la gente aparece otra vez. Después de años sin correo, sin telegramas, sin cara alguna asomándose a través de las ventanillas sucias de los ferrocarriles, este montón de gente otra vez. Hombres y mujeres de Nuevo León y Coahuila, de San Luis Potosí y de Texas, de Arizona y de California. De quién sabe cuántos lugares más. Hombres, mujeres y niños. Familias enteras montadas en esos guayines que jalan un par de mulas viejas así, lenta, acompasadamente, por caminos de tierra. Familias a pie. Gente que se detiene a cazar algún animal para tener algo que llevarse a la boca: una liebre, una rata de monte, con suerte un jabalí. Gente que enciende fogatas para calentar agua y alejar coyotes, y frotarse las manos una contra otra mientras observa el fuego. El eco de las pláticas. Las risas. Después de tanto, la esperanza otra vez.

Atrás, en el sur, ha quedado el municipio de Lampazos y, poco a poco, en su intenso galopar, han ido surgiendo aquí y allá jacales y veredas, casas de adobe, animales domésticos. Riachuelos. Hacia el este se extiende ese mismo llano pelón por donde a veces se aparecen venados de cola blanca y conejos. Del otro lado está el municipio de Juárez, todo agujereado por los pozos y socavones de las carboníferas. Las minas de Barroterán. El mineral de Rosita. Palaú. Cloete. Las Esperanzas. Todas esas bocaminas que no dejan de tragarse hombres enteros cada mañana. Y, más allá, camino hacia la sierra, el cimarronaje —los lugares donde se establecieron los negros seminoles y los mascogos que, al huir de la esclavitud, se convirtieron en colonos en un territorio que, a cambio de pertenencia, les pedía protección—. Pero ahora ni oeste ni este ni sur. Lo único que tiene sentido es avanzar hacia el norte, más al norte, hasta hacerse uno con la frontera.

Podría detenerse, pero el deseo es un amo cruel. Podría bajar la velocidad y poner atención a la gente que camina o platica en lenguas que medio escucha y medio entiende. Pero ya sabe que, si logra avizorar el puente del ferrocarril, eso quiere decir que acaba de pasar por Estación Rodríguez, y necesita cruzar el Río Salado, ahora de un cauce tan exiguo que da la apariencia de ser un mero arroyo. Podría pararse también aquí a tomar agua o a mojar el pañuelo que alguien le aconsejó que se amarrara en la parte posterior del cuello, pero ya está muy cerca. Podría detenerse al menos para estirar las piernas y ver si así disminuye ese dolor que se le alza desde los muslos y le entumece las nalgas hasta llegar a la cadera, pero sigue adelante. Qué ardor en la piel. Qué quebrantadero de huesos. Podría al menos dejar que el caballo que lo ha traído a través del monte tome agua, pero mejor le hinca el estribo para que continúe. Le urge cruzar todo esto. Le han advertido que, después de Estación Rodríguez, al otro lado del río, aparecerá el poblado Anáhuac. Ahí están los bancos y las comercializadoras, las oficinas de gobierno, los teatros, las cantinas. Pero mejor seguirse de largo por las amplias calles concéntricas alrededor de una plaza de un kilómetro de diámetro. Mejor nada más ver de reojo el obelisco de aire modernista que se yergue en su centro y divisar, también desde lejos, la rosa de los vientos que emerge de su punta. Los cuatro puntos cardinales del espacio; las tres paradas del tiempo.

Cuando las calles y la plaza y las bancas de cemento quedan atrás, cuando los teatros y las cantinas y los postes del alumbrado público quedan atrás, sabe que ya casi está aquí. El deseo, que lo ha guiado todas las horas de su jornada por la llanura, no lo deja en paz. El deseo lo acicatea, lo desmenuza, lo vapulea. El deseo le abre la imaginación y le cierra el miedo. Pero el deseo, que le ha abierto la mirada y lo ha mantenido alerta, no lo ha preparado para esto. Cuando se topa con los campos de algodón para la carrera y se restriega los ojos. Así que esto es el oro blanco, se dice. Ni siquiera se ha dado cuenta de que se ha detenido en seco. El caballo, que ya no siente las instrucciones en las costillas, empieza a moverse nerviosamente en pequeños círculos concéntricos. ¿José? Tienen que repetir su nombre un par de veces

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