El lobo y el espía

Scott C. Johnson

Fragmento

El lobo y el espía

Prólogo

—No escribas nada sobre tu padre, por Dios santo —decía Cy—. No puedes, ¿o sí?

Cy era un amigo de México. Había pasado la mayor parte de su vida en la ilegalidad, traficando con drogas y contrabandeando aviones. Estaba en el país para escapar de la policía. Vivía como fugitivo en algún lugar de la costa, lo suficientemente lejos para que no lo encontraran y sentirse a salvo un día más.

A veces me quedaba en una casa cerca de ahí. Por la noche me sentaba con él y escuchaba relatos sobre sus vidas pasadas. Había una en particular que destaca hoy en mi recuerdo, varios años después.

Un día, mucho antes de que nos conociéramos, una de sus hijas, perdidas tiempo atrás, había conseguido dar con él. Simplemente llegó un buen día a casa de Cy y entró, con ganas de hablar con él. Él la condujo a la sala y la invitó a sentarse en el sofá.

—Tienes quince minutos —le dijo—. Quince minutos y me puedes preguntar lo que quieras. Te juro por Dios que no diré mentiras.

La hija de Cy le preguntó por qué había abandonado a su madre y a ella. Al hablar, él oscilaba entre sus recuerdos, como si la remembranza fuera tan difícil como la decisión misma. Los ojos se le vidriaron y una sonrisa triste le cubrió el rostro.

Eso me hacía pensar qué le habría preguntado yo a mi padre si hubiera tenido sólo quince minutos. “¿Alguna vez has matado?” “¿Qué es lo más triste que te ha pasado en la vida?” “¿Sabes que te quiero?”

—Él no tiene que decirme nada, ¿o sí? —le dije a Cy una noche, mientras enrollaba un churro. Soltó las manos en su regazo, sin soltar el churro, y se me quedó viendo sorprendido por mi pregunta. Su boca formaba una pequeña o. Sus lentes para ver de cerca despidieron un riachuelo de luz color de mar. Sacudió la cabeza.

—¡Carajo, no! No tiene que hacerlo —lo dijo casi a gritos, irritado por mi impertinencia—. Es muy su pinche asunto.

Todos los que venían a la casa de Cy sabían que mi padre había trabajado para la cia. Una vez yo se lo conté, y seguramente se corrió la voz. Muchos de ellos habían estado implicados alguna vez en actividades ilegales. La mayoría de ellos aceptaban el trabajo de mi padre como algo dado, parte del orden natural del universo. Era una postura nada condenatoria. Bromeaban de eso conmigo, y Cy los alentaba.

—Juro que el otro día se presentó con un nombre falso —le dijo Cy una vez a su heterogéneo equipo—; se presentó como Scott Jorgenson.

Los hombres me guiñaban el ojo cuando llegaba.

—¿Qué es eso que estás escribiendo? Y a todo esto, ¿cómo te apellidas?

Yo sonreía. A este grupo de forajidos, mi escritura le inspiraba más suspicacias que el trabajo de mi papá. Era como si el registro de lo que ocurría, las incesantes revisiones, el recableado y mis profecías fueran la fuente del verdadero problema. Al igual que yo, preferían los rincones oscuros.

Casi siempre alguien preguntaba: “¿Y adónde vas a ir después?”, y yo daba el nombre de este o aquel lugar. Si era una guerra, como solía ser en esos años, todos asentían con la cabeza. “¿Y qué vas a hacer allá, eh?”, preguntaba otro, y se reían.

—No te preocupes —decía Cy—. No le contaré a tu viejo.

No eran más que una bola de viejos criminales inofensivos reunidos en México, drogándose y bromeando acerca del periodista-espía de la casa de junto. Si alguien comprendía a mi padre eran ellos. Vivían apenas fuera de la ley, en los márgenes: en un universo paralelo de ocultamiento, códigos y conducta en los que el engaño y la traición eran la raíz de su coherencia y su miedo.

—No todos ellos son malos —musitaba Cy refiriéndose a los policías con los que se había enfrentado por muchos años—. Toda la vida me he dedicado al crimen, pero la gente es gente, sin importar cómo la cortes. Te lo juro por Dios, es la mera verdad.

Era la voz de la moderación y el control desde el otro lado de la ley, desde los oscuros recovecos de un hombre que había hecho cosas malas, implorando la comprensión y el perdón de los que no simpatizaban con él.

Lo miré con curiosidad.

—Es mentira; me estoy muriendo —dijo varias veces, y se tomó un trago del tequila clandestino que un amigo le había regalado. Sus hondas patas de gallo estaban cansadas, gastadas por el uso; las arrugas cobraban vida con el bronceado; en ellas, la humildad estaba tallada como en hueso.

—Toma —dijo—. Échate otro trago. El mejor pinche tequila que hayas probado. Te lo juro por Dios, te va a hacer llorar.

El lobo y el espía

Primera parte

El forastero que ha traspasado mi puerta

puede ser sincero o amable,

pero no habla mi habla,

y yo no puedo sentir su mente.

Veo el rostro y los ojos y la boca,

pero no el alma detrás de ellos.

Rudyard Kipling, “El forastero”

El lobo y el espía

Capítulo 1

Nueva Delhi, 1973

Cuando era niño y vivía en la India, de vez en cuando venía a la casa un encantador de serpientes. Cuando tocaba el timbre, mi madre me tomaba en los brazos y lo pasaba a él al jardín, donde se mecían en la brisa camisas de lino y shalwar kameez.

Ponía en el suelo su canasta de mimbre y sacaba una flauta de madera. Mientras la tocaba se balanceaba para adelante y para atrás, haciendo círculos con el extremo de la flauta hacia la canasta y hacia arriba, en hipnóticos ochos circulares, hasta que aparecía una cobra negra. Su cabeza subía lentamente, y su lengua giraba y latigueaba. Yo me asustaba, creyendo a medias que el hombre dominaba a la serpiente y a medias que la serpiente saldría y me atacaría. Él le silbaba mientras mi madre me abrazaba y me susurraba al oído que no pasaría nada, que la serpiente estaba en trance.

Al final, el encantador hacía desaparecer a la cobra en el mimbre, en la oscuridad, y el mundo volvía a su resplandor normal. El encantador nos bendecía, inclinaba la cabeza y se iba.

Otras veces era un músico de barba enmarañada que tr

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