Sol tropical de la libertad

Ana María Machado

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Parte I

Parte II

Parte III

Parte IV

Parte V

Parte VI

Parte VII

Parte VIII

Parte IX

Parte X

Parte XI

Parte XII

Parte XIII

Parte XIV

Parte XV

Poema

Notas

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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A la memoria de Sônia, Dulce, Musa, Zuzu y Dôra.

Por Lúcia, Iramaia, Cecília, Inês, Beatriz, Paula, Iracema, Glória, Tiana, Sônia, Fátima, Cléo, Dora, Lule, Violeta, Else, Márcia, Gilberta, Eugênia, Emília, Solange, Clara, Ana Maria, Estela, Maria Alice y tantas otras.

Para Dinah, y para Sigrid y Eduardo, con amor.

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Vuelve a brillar el sol de la libertad

la luz renace sobre la sierra

el mundo recobra la tranquilidad

terminó la guerra

la paz se extiende sobre la tierra

y por fin la democracia

venció a la tiranía.

 

Samba do Salgueiro, 1946

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I

 

La vida es amiga del arte.

Ésa es la parte que el sol me enseñó.

 

CAETANO VELOSO

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La casa era sólida y soleada, con sus ventanas abiertas al viento y sus terrazas repletas de hamacas. Acogedora como una gallina que abre sus alas para resguardar a los pollitos de la lluvia. La mujer lo sabía. Desde siempre. Y hasta la incomodaba eso de ser demasiado hospitalaria, incapaz de respetar la intimidad de los demás habitantes. Cuando era niña solía ser motivo de juerga y alegría. Montones de primos y amigos se juntaban en vacaciones y dormían en cuartos abarrotados de literas, hamacas y esteras por todo el suelo. Luego, cuando era adolescente, también era divertido: llegaban de parranda y se ponían a hablar en voz baja, a oscuras, hasta la madrugada, procurando no despertar a los padres o a los hermanos pequeños, que dormían en otras habitaciones. Sin embargo, la niña también supo siempre que esto comportaba la desventaja de ser invadida. En la casa siempre había lugar para uno más. Y al final, siempre dejaba de ser su lugar.

Qué extraño resultaba ahora regresar a aquella casa en busca de ese lugar, tantos años después. O en busca de sosiego quizá. Mientras su madre estuviera allí, sabía que siempre había un lugar para ella. De alguna manera, se las arreglaban para que así fuera. Aunque para ella el sosiego no fuera parte del mobiliario.

Con todo, había tenido el impulso de ir. A partir de ahí fue fácil. Bastó una llamada, un trayecto en avión, quince minutos con su madre en el coche desde el aeropuerto y, en menos de dos horas, la gran ciudad ya estaba lejos, y el pueblo era un paisaje que quedaba atrás. Y la mujer podía tumbarse al sol con el pie en alto el tiempo que quisiera, sin que nadie tropezara con ella y entorpeciera la recuperación de la fractura. La casa era sólida y soleada, eso lo sabía de siempre. Pero ahora estaba vacía, no eran vacaciones, ni ella jugaba, ni estaba de juerga. Era sólo una mujer lastimada que necesitaba encerrarse en un refugio y lamerse las heridas hasta que cicatrizaran.

Podía hacerlo en cualquier parte del mundo. Ni ella misma sabía por qué había ido a la casa. Tal vez quería sentirse arropada por su madre. Pero reconocerlo habría sido algo inusual. Porque ella no sabía pedir, y su madre no sabía dar. Pero cuando sintió ganas de acudir, acudió. Todo significaba algo. Incluso el pie roto, literalmente roto, y no cuento ni verso de pie quebrado. El día que se lo rompió y le dijeron que debía hacer reposo absoluto, llamó por teléfono al psicoanalista:

—Mira, hoy no podré ir. Es que me he roto el dedo gordo del pie.

—Muy bien. Ven cuando puedas.

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