El arte de la distorsión

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

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La seriedad del juego (a manera de prólogo)

 

 

 

 

En estos días me llegaron, por caminos distintos, dos textos curiosamente parecidos. Se parecen en forma y en color —dos cuadernillos de color hueso—, pero además son ambos discursos, y además los pronunciaron dos escritores estrictamente contemporáneos. Uno se titula «Sobre la dificultad de contar», y es el discurso de entrada a la RAE de Javier Marías; el otro es la lección magistral que hace poco dio John Banville en el marco del segundo Premio Vallombrosa, y su título es «Las personae del verano». Ambos son breves comentarios —o mejor diré aproximaciones, y añadiré cautelosas— al extraño oficio de escribir ficción. O, para ser más preciso, ambos son declaraciones de extrañeza y al mismo tiempo de fascinación por esta actividad humana que es contar las tribulaciones de gente que nunca ha existido; y, si bien parten de lugares muy distintos (y a muy distintos lugares llegan), ambos mencionan en algún momento el carácter más que lúdico, casi pueril, del escritor de ficciones.

Marías lo hace recordando esos versos de Stevenson que tantas veces ha recordado: «No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos, / para jugar en casa, como un niño, con papel». Banville usa un poema de Stevens (Wallace), con lo cual sólo un par de letras lo separan del de Marías: «Las máscaras del verano son los personajes / de un autor inhumano». Luego recuerda cómo, para el novelista principiante, la creación de personajes es la cosa más natural del mundo. «Qué fácil parecía entonces crear aquellas personitas de papel», escribe de ese principiante. «Todo el día lo pasaba en su estudio, como un juguetón Frankenstein en su crepuscular laboratorio.» Y los dos, Marías y Banville, pasan entonces a recordarnos que no, que no es fácil ni natural; que, de hecho, el pacto de la ficción (por el cual los lectores deciden creer en lo que leerán, incluso a sabiendas de que todo es una gran fabricación) es la cosa más rara que existe.

Pero ¿por qué dedicamos entonces nuestro tiempo, como lectores y novelistas, a estos personajes, estos mundos nacidos de algo tan parecido al capricho? Es la pregunta más recorrida que existe, y sin embargo no hay novelista o lector digno de ese nombre que no se la haya hecho alguna vez. «La obra de arte es un objeto redondeado, bruñido, terminado, se yergue en el mundo completo e inviolable», dice Banville, «y por eso nos satisface». «Ese novelista que inventa es el único facultado para contar cabalmente», dice Marías, y añade que vamos a él porque «necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando». He dicho antes que Marías y Banville llegaban a lugares distintos, pero tal vez no sea así. Ambos desembocan en una misma idea: la búsqueda —humana, demasiado humana— de certezas. Pero no hablamos aquí de certezas morales, que para eso están la religión o la autoayuda, sino de algo mucho más misterioso: la profunda satisfacción que nos dan los mundos cerrados, autónomos y perfectos, de las grandes ficciones. Esos mundos que, precisamente por haber nacido de la imaginación libre y soberana, dan a la realidad un orden y un significado que ésta, por sí sola, no logrará jamás. Esos mundos donde, precisamente porque no han sucedido nunca, las cosas seguirán sucediendo para siempre.

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Los hijos del licenciado: para una ética del lector

 

 

 

 

La lectura de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto. Como toda adicción, cualquier intento por explicarla es necesariamente limitado, porque tarde o temprano se topará con el muro de lo irracional. «Leer novelas», dice Philip Roth, «es un placer profundo y singular, una apasionante y misteriosa actividad humana que no necesita más justificación moral o política que el sexo». Yo tenía once años cuando Roth dijo esas palabras; había crecido en un ambiente donde leer novelas era un placer que no exigía ninguna explicación aparente, y la lectura nunca me fue presentada, por fortuna, como algo saludable o provechoso, en el sentido en que son provechosos o saludables el ejercicio o el brócoli. Hoy ha pasado casi un cuarto de siglo, y en este tiempo uno ha constatado sin pánico —está bien: con un poco de pánico— las formas en que la actividad de marras se ha modificado. A los adjetivos apasionante y misteriosa hay que añadir minoritaria, y acaso recurrir a algún adverbio; hay que conceder, sin ningún afán apocalíptico y sin caprichosos lamentos por-el-estado-de-la-cultura, que el interés de estas sociedades por la escritura imaginativa —el laborioso recuento de cosas que nunca ocurrieron a gente que nunca ha existido— se ha visto desplazado a la periferia de sus preocupaciones, al penúltimo escalafón de sus prioridades. La población para la cual el contacto rutinario y sostenido con esas invenciones es parte fundamental e irreemplazable de sus vidas toma cada vez más el cariz de una secta. Y la cuestión que nadie se permite considerar, y menos un escritor de ficciones, es si eso tiene alguna importancia real. Hace poco un amigo novelista me hacía una pregunta que no por simple y franca es menos perentoria. Ante una queja cotidiana sobre la reducción del público lector, de nuestro público, mi amigo interrumpió airado: «Pero ¿es que alguien sabe para qué lee novelas la gente?». Era casi un grito desesperado. Yo hubiera podido responderle con la frase de Roth, que he usado tantas veces; en cambio, me encontré buscando respuestas menos ingeniosas, quizás, pero más elaboradas. Y por ese camino (o por algún camino que no he alcanzado a dilucidar) me sorprendí un día echando mano de un libro al que no volvía desde que tenía unos veinte años, pero que sigue siendo una de mis ficciones predilectas.

La escena ocurre en Valladolid, probablemente a principios del siglo XVII, y sus protagonistas son un licenciado (de nombre Peralta) y un alférez (de nombre Campuzano). El alférez acaba de salir de una larga convalecencia en el Hospital de la Resurrección; el licenciado, que lo nota pálido y débil, lo invita a su casa a comer jamón y compartir una olla, y acaba recibiendo un manuscrito. Se trata de un diálogo que el alférez escuchó, mientras

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