CAPÍTULO 1
Notaba la brisa mientras los mechones de pelo se le alborotaban alrededor de la cara. El intenso olor a tierra y flores le recordaba a aquellas excursiones familiares que solían hacer en bicicleta hacía ya varios veranos. Ella detestaba esas excursiones porque le restaban tiempo con sus libros y esos maravillosos mundos de fantasía donde todo era mucho mejor que la realidad. Ojalá hubiese disfrutado más de esas vacaciones en familia. Ojalá la hubiese disfrutado más a ella.
Oía los lamentos a su alrededor y aquella voz profunda pronunciando un discurso de fingida condolencia, hablando sobre lo maravillosa que era su hermana y lo mucho que le quedaba por vivir. Pero él no la conocía; ese cura no tenía ni la más remota idea de cómo era de especial Gabriela ni de lo que implicaba que ella ya no estuviese con ellos. Por horrible que pareciese, Álex tampoco lo había sabido hasta ese momento.
Se arrepentía tanto de no haber valorado todos y cada uno de los momentos con su hermana, pero ahora ya era demasiado tarde. No podía hacer nada para hacerla volver.
¿Cómo iba a saber que Gabi la abandonaría tan pronto y que dejaría de darle la plasta con esos consejos que luego ella nunca se aplicaba? «Haz lo que digo y no lo que hago», le decía siempre para hacerla rabiar.
Cuando se enteró de que su hermana había fallecido en un accidente de coche, sintió que iba a explotarle el pecho de rabia. No entendía cómo podía haberle hecho eso, cómo podía haberse marchado sin más, con todo lo que le quedaba por vivir. Veintidós años no eran nada.
Pero la rabia había dejado paso al dolor, ese dolor tan difícil de describir y que solo se siente cuando has perdido una parte de ti. Álex sentía que era un dolor que iba a dejar en ella un vacío para siempre, imposible de llenar.
Allí había muchísima gente. Todos tenían las mejillas tintadas de rosa, el rosa que aparecía cuando llevabas varias horas llorando. Su hermana fue siempre extrovertida y pizpireta, dispuesta a ayudar a todo el mundo y a embarcarse en las aventuras más arriesgadas, pero también era lista y guapa. Era muy guapa.
Las amigas de su hermana estaban situadas justo detrás de sus padres, llorando desconsoladas y abrazándose las unas a las otras. También había mucha gente del pueblo. Llevaban veraneando en aquel pueblito del norte desde que tenía uso de razón y todos los vecinos habían acudido en masa.
Una mano le rozó el hombro y la sacó de sus cavilaciones. Era Diego, el exnovio de su hermana.
—Mi más sincero pésame, Álex, qué tragedia para todos —dijo Diego con un pesar que a Álex le pareció casi excesivo.
—Gracias, Diego —murmuró Álex desconcertada. Quizás aún no había superado que Gabi lo dejara.
Vio de reojo que las amigas de su hermana miraban hacia donde se encontraban ellos con una expresión que no terminó de descifrar. Tuvo una sensación desagradable en el pecho y se echó hacia atrás, tratando de librarse de las miradas de compasión que notaba clavadas en su espalda.
Llevaban un par de veranos sin ir al pueblo después de que sus abuelos fallecieran. Tanto para su madre como para ellas había sido imposible volver a esa casa sin que ellos estuviesen para recibirlos. Ni siquiera Gabi, que iba y venía para ver a sus amigas y a Diego, se había quedado más en la casa. Pero aquel año su madre había decidido volver. Dijo que ese era el único lugar donde podía tratar de empezar a sanar las heridas que la pérdida de Gabriela les había dejado, y quería que la enterraran junto a sus abuelos, en el cementerio del pueblo que la vio nacer.
En cambio, para Álex era todo lo contrario. Ya no solo faltaban sus abuelos, ahora le faltaba Gabi. Iba a ser el verano más horrible de su vida, una vida que ahora jamás volvería a compartir con su hermana.
Álex logró escabullirse entre la gente mientras el cura seguía su discurso monótono. Bajó la cabeza para evitar las miradas de lástima y las caricias de las abuelas, y se apartó un poco de todos. Necesitaba un minuto para respirar.
El cementerio era grande y estaba poblado con muchos árboles. Estos eran altos, frondosos y de tronco ancho. No era una gran experta en el tema, pero habría jurado que se trataba de cedros.
Hacía un día precioso. Casi hubiera preferido que lloviera, que hiciera frío, algo así. Ni siquiera hacía calor. Quería irse, o más bien quería no estar allí. Miró a su alrededor.
Vio a un chico.
Estaba apoyado en un árbol con expresión tranquila y la miraba fijamente. Sintió una punzada de inquietud. Trató de recordar si podía ser alguien del pueblo. Después de esos dos años sin veranear allí se le habían desdibujado algunas caras en la memoria, pero algo le decía que esos ojos no los había visto nunca.
Por el rabillo del ojo, observó que su padre agitaba los brazos en un intento de captar su atención y hacerla regresar a la primera fila, donde ellos estaban. Álex desvió la vista del chico y fue hacia donde estaban sus padres, justo antes de que comenzaran a meter el ataúd de su hermana en la tierra. Su madre le tomó la mano. Oía los sollozos de su alrededor como sonidos muy lejanos. Sintió que tenía el corazón helado y que todo se congelaba por momentos.
CAPÍTULO 2
Habían pasado ya dos semanas desde el funeral de su hermana y la gente del pueblo aún seguía dándole sus condolencias cada vez que se cruzaban con ella. Álex agradecía el gesto sin ganas, esperando que en algún momento se olvidaran y dejaran de recordarle que había perdido a su hermana mayor.
Sabía que la intención de la gente debía de ser buena y que su dolor era verdadero, pero ella ya tenía suficiente con el suyo y no quería cargar con el de los demás.
Paseando por el pueblo y los alrededores en su bicicleta para evitar que la pararan, Álex pasaba las tardes recordando esos veranos en los que sus abuelos las llevaban a su hermana y a ella a pasear por el campo y hacer pícnics en la montaña, y ellas se bañaban en los ríos y cogían moras, que luego comían hasta reventar.
También recordaba ese delicioso guiso de carne que hacía su abuelo. Era una de las comidas favoritas de Gabi, eso y la tarta de manzana casera que cocinaba su abuela. Álex casi se alegraba de no poderlos volver a probar sin ella.
No había vuelto a visitar a Gabi, pero pasaba por delante del cementerio con frecuencia. Especialmente cuando, como ese día, iba andando, porque era el atajo más rápido para llegar a su casa y así evitar encontrarse a todo el mundo. De repente, Álex se paró en la entrada.
Vio que había un poste donde se ponían las esquelas que la gente escribía y enviaba sobre sus fallecidos como una especie de homenaje. No se había fijado en esto el día del funeral. Realmente, todo aquel día lo había cubierto con una especie de niebla que no le permitía recordar muchos detalles. Excepto un detalle que volvía a ella con una claridad sorprendente: aquellos ojos.
Se puso a leer las esquelas por distraerse, y enseguida con verdadero interés. Eran preciosas. Poco a poco, la invadió una sensación de rabia ante el amor y el cariño puestos en cada una de las esquelas que había ahí escritas ese día, y el recuerdo de lo escueta y cruda que fue ella escribiendo la de su hermana:
Te has ido antes de tiempo, dejándonos solos y con una sensación de vacío que solo tú podías provocar. Te recordaremos como fuiste, alegre y fuerte. Descansa en paz, Gabriela.
Esas fueron las palabras que ella le dedicó cuando murió, unas palabras teñidas por el dolor y la rabia, y también por un evidente egoísmo del que ahora Álex se sentía terriblemente avergonzada. ¿Por qué esas personas habían escrito palabras tan bonitas, mientras que ella solo fue capaz de escribir desde la amargura?
Álex apartó la vista de las esquelas, furiosa consigo misma, pero enseguida las volvió a mirar con detenimiento. Gabi siempre le decía que le gustaba demasiado meter las narices en todas partes. Pero en verdad eso era muy simple: cuando Álex no quería mirar hacia dentro, miraba hacia afuera.
En ese momento sintió curiosidad por saber más acerca de las vidas de aquellas personas y quiso entender por qué esa gente se había enfrentado mejor a la pérdida de un ser querido de lo que ella había sabido hacerlo.
Tras leer todas las esquelas, sacó el móvil para hacer una foto a una de ellas y acabó fotografiándolas todas. Ni siquiera sabía de quién hablaban, pero…
Estaba a punto de marcharse cuando de repente su cuerpo se detuvo. Sintió unos ojos a lo lejos que se clavaban en ella como dos puñales y lo supo, supo que era él. Giró lentamente la cabeza hacia la derecha y allí estaba, a lo lejos, apoyado en el mismo árbol que el día del funeral.
¿Qué demonios hacía allí? ¿Por qué la miraba? El primer impulso de Álex fue gritarle. ¿Qué se había creído? Pero, en cambio, comenzó a andar en dirección a su casa. Notó cómo los ojos la seguían y se clavaban en su espalda. Siguió caminando sin mirar atrás hasta que supo con certeza que estaba fuera de su alcance. El corazón le martilleaba en el pecho.
Se paró en seco y en un acto de locura decidió dar la vuelta al cementerio y entrar por la parte trasera. Su curiosidad por descubrir qué había ido a hacer ese chico allí era mucho mayor que su miedo a que le pudiera ocurrir algo. Además, ese tema era lo único que había conseguido despertarle alguna emoción desde que Gabi se había ido. Aunque fuera una emoción un poco absurda.
La puerta de atrás era una pequeña verja lo suficientemente antigua como para forzarla sin problema. Entró con mucho cuidado, tratando de atisbar dónde se encontraba él. Desde la puerta trasera de arriba se veía todo el cementerio. Era precioso. Además de los árboles, siempre había una capa de césped salvaje pero muy bien cuidado. Todas las lápidas estaban limpias y llenas de flores. La invadió una sensación extraña de calma al pensar que el cuerpo de su hermana reposaba en un lugar tan hermoso.
Se colocó detrás de uno de los árboles, que tenían troncos del grosor suficiente como para poder cubrirla por completo. Fue deslizándose por ellos hasta que le vio. Se quedó escondida detrás y miró con atención lo que hacía. Él estaba agachado en una lápida. Le pareció extraño: Álex recordaba que en esa lápida estaba enterrado el abuelo de Celia, una de las amigas de su hermana, hacía ya varios años. Lo sabía porque estaba cerca de las de sus abuelos. ¿Qué relación tenía con ese chico? Que ella supiera, Celia no tenía hermanos.
De repente, él se levantó. Álex se asustó y se agachó, deseando que no la hubiese visto. La adrenalina le bombeaba por todo el cuerpo y sentía taquicardia. Volvió a asomarse cuidadosamente y vio que él se detenía unas lápidas más a la derecha.
Trató de aguzar el oído, pero no conseguía escuchar qué estaba diciendo, y era imposible acercarse más porque no había ningún otro árbol cerca para refugiarse. Siguió mirándole un rato, hasta que se levantó y comenzó a andar hacia otra lápida situada un par de filas más al fondo. Era la lápida de su hermana. Él la estaba hablando.
Álex no entendía nada. ¿Qué narices estaba haciendo? ¿Pretendía asustarla o hacer alguna broma de mal gusto? ¿Por qué demonios estaba junto a la tumba de su hermana? Debía averiguar quién era y qué relación había tenido con Gabriela.
Consiguió salir por la puerta trasera del cementerio sin ser vista. No sabía cómo había logrado salir, realizaba movimientos automáticos pero sigilosos, aunque su mente iba a mil por hora. Estaba confusa y asustada, y a la vez sentía una curiosidad superior a cualquier otro sentimiento.
Eso era algo que siempre la había caracterizado. Álex era muy introvertida y generalmente prefería los libros a la gente, pero le encantaba descubrir cosas. Siempre veía series policíacas para desc