Pequeños robots malvados

Damien Love

Fragmento

robot-2

Cae la nieve sobre la ciudad de Praga.

Blanca y suave, resalta en contraste con la nítida línea negra de los edificios que se recortan en el horizonte, baila entre los chapiteles del castillo y se pasea menuda ante las pacientes estatuas de la iglesia de San Nicolás. Vuela en ráfagas sobre los letreros encendidos de los restaurantes de comida rápida, se posa sobre los adoquines, sobre el asfalto y los raíles del tranvía. Las señoras mayores tiritan con su pañuelo en la cabeza, y los vendedores de los puestos ambulantes de perritos calientes dan zapatazos en la plaza de Venceslao. Los jóvenes turistas adormilados castañean los dientes en la puerta de los bares de la Ciudad Vieja.

Un hombre alto y una niña pequeña caminan con paso decidido por la nieve. El hombre lleva un abrigo negro y largo y un som­brero diplomático tipo homburg. Se agarra con fuerza a un bastón. El abrigo negro que luce la niña le llega por los tobillos, a la altura donde los calcetines de rayas violetas y negras le desaparecen en el interior de unas gruesas botas negras. Parece tener diez o nueve años, y tiene la cara redonda y pálida enmarcada por el pelo largo y negro.

Cruzan la plaza de la Ciudad Vieja con paso enérgico: pasan por delante de unos obreros que refunfuñan en sus esfuerzos por levantar un árbol de Navidad enorme, de unos veinticinco metros; después, por la casa en la que vivió infeliz, hace mucho tiempo, un escritor famoso; por un cementerio muy antiguo, con tantas tumbas que parece una boca que ha recibido un puñetazo y tiene los dientes rotos.

Por cada una de las largas zancadas del hombre, la niña tiene que dar tres, pero se las arregla para no perder comba con el paso furioso del hombre. La ciudad va envejeciendo a su alrededor mientras caminan. La luz es cada vez más tenue, y el día se oscurece bajo el cielo denso y plomizo. La nieve está empezando a cuajar, y hace mucho ruido cuando la aplastan sus pasos. Le escarcha el pelo a la niña como un glaseado de azúcar. Se mete por las rendijas y los huecos de las extrañas piezas metálicas que recubren los tacones de ambas botas como si fueran unos soportes quirúrgicos muy pesados.

Por fin llegan a una calle estrecha, poco más que un callejón entre unos edificios avejentados, a oscuras, con la excepción de una sola luz amarillenta que arde en un escaparate que tiene un letrero pintado en un alegre color rojo:

JUGUETES BECKMAN

Detrás de aquellas palabras, unas cortinas rojas muy gruesas flanquean un expositor polvoriento. Monos con un gorrito colorado y platillos en las manos. Muñecos de ventrílocuo que sonríen traviesos, y a escondidas, a unas muñecas victorianas que se sonrojan. Unos murciélagos negros que cuelgan de hilos oscuros al lado de unos patos que tienen una hélice en la cabeza, y unos policías de madera con la nariz roja. Metralletas y pistolas de rayos láser, cojines que se tiran pedos, arañas peludas y dedos ensangrentados de mentira.

Una hilera de robots desfila a través de aquel caos. Unos vaqueros minúsculos y unas tropas de caballería luchan con unos dinosaurios de goma al pie de las panzas de latón de unas naves espaciales.

El hombre del abrigo negro y largo empuja la puerta, la abre y le cede el paso a la niña para que entre delante de él. Cuando ponen el pie dentro, suena una campanilla de verdad, con el aire antiguo y agradable del latón pulido, en aquella penumbra que huele a viejo. A su alrededor, la tiendecilla es un universo rebosante de juguetes. Por el techo vuela un enjambre de globos aerostáticos con unos escuadrones de cazas. Por las estanterías patrullan unos barcos de vela y unos cohetes espaciales. En las esquinas se amontonan los ositos de peluche con unos balancines con forma de caballito y unos perros con ruedas. Objetos relucientes, nuevos y viejos, de plástico, de plomo y de madera, de peluche y de latón.

Cuando tienen la seguridad de que no hay nadie más en la tienda, la niña le da la vuelta al cartel, de abierto a cerrado. Echa el cierre, apoya la espalda contra la puerta y se cruza de brazos.

El hombre da unas zancadas hacia el mostrador, camino de la trastienda, de donde surge una silueta que atraviesa la cortina de bolitas con unas tijeras y un rollo de cinta adhesiva de color marrón. Un hombre bajito con el pelo gris exageradamente corto y unas grandes gafas redondas, unas lentes gruesas que reflejan la luz, mal vestido, salvo por un discordante pañuelo de seda de color amarillo chillón con lunares negros que lleva anudado en el cuello. Un trozo de cinta adhesiva le cuelga de la punta de la nariz.

—Cae la nieve —canturrea el pequeño Beckman en un gorjeo agudo, con el ceño fruncido y sin levantar la vista del rollo de cinta adhesiva que lleva en la mano—. Llega la Navidad…

Levanta la vista para pestañear alegre a sus clientes y se detiene en seco. El rollo de cinta adhesiva se le cae de las manos. Traga saliva con dificultad.

—Eh… —Se humedece los labios—. ¿Ya lo tenéis?

La niña, muy solemne, le dice que no con la cabeza. Imita el ceño fruncido de Beckman para burlarse de él, hace un mohín y retuerce los puños con los nudillos junto a la comisura de los ojos como si fuera una llorona, antes de volver a cruzarse de brazos.

Beckman traga otra vez saliva cuando el hombre alto se inclina sobre el mostrador.

—Lo tenías tú.

—No. Por favor. Puedo… puedo explicarlo —empieza a decir Beckman, que retrocede.

El hombre se le echa aún más encima y extiende una mano pálida y huesuda. Beckman da un respingo, se lleva la mano al pañuelo del cuello en un gesto de protección y suelta un chillido de niña pequeña —quizá fuese la palabra «no»— cuando el hombre le arranca el trozo de cinta adhesiva de la nariz. Beck­­man se echa a reír, con una risilla nerviosa, sensiblera y demasiado alta. Finge que se tranquiliza mientras el hombre alto hace una bola con la cinta adhesiva entre sus dedos finos y grisáceos y la deja caer.

—Cinta adhesiva —dice Beckman—. En la nariz. Siempre me la pongo ahí. Se me olvida. Estaba envolviendo un regalo. Un caballo. Para una niñita de Alemania. Cerca de donde yo vivía. Un caballito precioso. Para una niñita encantadora.

Prueba a ofrecerle una amplia sonrisa a la niña, pero se le agría y se le apaga en cuanto ella lo mira fijamente. La niña coge un revólver de juguete de una estantería. Todavía sin sonreír, apunta hacia Beckman y aprieta el gatillo. Sin un solo ruido, una banderita sale del interior del cañón y se despliega con una sola palabra: bang.

—Vamos a ver —prosigue Beckman, más rápido, y se le traba la lengua—. Por favor. Puedo explicarlo. Sí, solo tenéis que creerme… —deja la frase a medias.

En el silencio de la juguetería, ha oído un leve y nítido clic.

Ahora es cuando la niña empieza a sonreír.

—Lo tenías tú —vuelve a decir el hombre alto de negro—, y lo dejaste escapar.

El hombre alto levanta otra vez el brazo, y en la mano tiene algo pequeño, metálico, laminado y afilado, que se abalanza en el aire cálido y rojizo ante la mirada de los ojos de cristal y pintados de todos aquellos monos, vaqueros, patos, perros y muñecas.

Acto seguido, durante unos pocos segundos, dentro de la tienda se o

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