Jurásico Total 1 - Perdidos sin wifi

Sara Cano Fernández
Francesc Gascó

Fragmento

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Prólogo

LA HUIDA

Llovía sin parar, y el bosque estaba tan oscuro que casi no veía dónde pisaba. Miró hacia el cielo. No vio la luna ni las estrellas, solo las copas de unos árboles que parecían pinos, pero no lo eran. Las ramas estaban demasiado altas, los troncos eran demasiado anchos. Eran araucarias. Lo sabía porque llevaba toda la vida estudiándolas, aunque nunca había visto unas tan grandes. Era una pena que no pudiera pararse a examinarlas.

Tenía que huir.

Llevaba kilómetros corriendo y estaba agotada. Corría, paraba para respirar y seguía corriendo. Se tropezó con un helecho gigante y cayó rodando al barro. Dolorida, se tocó para comprobar si tenía alguna herida. Si quería salir viva de allí, más le valía no dejar rastros de sangre. Ellos la olerían, la encontrarían.

La matarían.

Se puso de pie. El tobillo le dolía una barbaridad, pero no dejó de correr. Los helechos y la cola de caballo le azotaban los muslos como látigos. La jungla estaba en silencio, solo oía los latidos de su corazón retumbándole en los oídos. Escuchó un crujido a su espalda. Muy suave, demasiado cerca.

Eran ellos.

No podía más. Cada vez que apoyaba el tobillo herido se hacía daño, pero no se detuvo. Aguanta, se dijo. No pares. Una rama le golpeó en la frente. Gritó de dolor y se frotó con el pañuelo que llevaba atado a la muñeca. Tenía la cara mojada de algo que olía salado y metálico. Sintió un escalofrío.

Sangre.

Entonces los helechos se agitaron, y oyó unos pasos rápidos que corrían tras ella. La habían encontrado.

Aceleró, desesperada. De pronto, el bosque terminó y se encontró al borde de un barranco. Paró en seco, miró hacia la jungla que tenía debajo y se dio cuenta de que estaba perdida. No quería verlos acercarse, así que clavó la vista al frente y, entonces, la vio.

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Una luz.

Una esperanza.

Era un suicidio, pero quedarse quieta también lo era. Cogió aire y corrió hacia el precipicio. Justo cuando acababa de saltar, tres afiladas garras arañaron el aire detrás de ella, rozándole la nuca. Aterrizó sobre la copa de un árbol, cayó al suelo y rodó pendiente abajo. Cuando se detuvo, le dolía todo el cuerpo, pero estaba viva.

Se levantó y cojeó hacia una pirámide de piedra medio derrumbada y comida por la vegetación. Aquella extraña luz salía de la parte más alta. Escaló los tres pisos con las pocas fuerzas que le quedaban y llegó a un pequeño templo. Ya no podía mover el tobillo, así que tuvo que arrastrarse por el suelo hasta la entrada. Miró a su alrededor y buscó un lugar donde esconderse, pero no lo encontró.

Era una ratonera sin salida.

La sala estaba vacía salvo por seis tótems de piedra. Uno de ellos brillaba con una intensa luz. La luz latía como si estuviera llamándola. Se acercó a la estatua, se hizo una bola y se quedó quieta. Muy quieta.

—¡La hembra losss ha robado! —siseó una voz, al pie de la pirámide—. ¿Dónde essstá?

Ella se apretó aún más contra el tótem y se tapó la herida con la mano. Por un momento, le pareció que la luz a su alrededor se volvía más brillante.

—He perdido el rassstro —rugió otra voz animal, olfateando.

—¡Imposssible! —protestó la primera, furiosa—. ¡Bussscadla! ¡Traédmela!

Ella cerró los ojos y esperó lo peor.

Pero lo peor no pasó.

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Tuvo que arrastrarse de nuevo afuera, y asomarse al borde de la pirámide para creer que de verdad se habían marchado. Estaba a salvo, aunque no sabía durante cuánto tiempo. Se volvió para mirar la estatua luminosa. Ahora parecía brillar menos. ¿Se lo habría imaginado? Daba igual, no era momento de pensar en ello. Tenía que moverse.

Sacó su navaja de la mochila, cortó un par de ramas y las envolvió con el pañuelo alrededor del tobillo herido. Después se puso en pie, volvió a acercarse al templo y raspó la piedra de la puerta con ansia.

Dejaría un mensaje. Para que supieran que estaba viva.

Quizá alguien fuera a buscarla.

Nunca debí venir a este lugar, pensó mientras se adentraba de nuevo en la noche, en la jungla. Lo siento, Leo.

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Capítulo 1

EL CHICO NUEVO

Leo había olvidado cuántas estrellas había en el cielo. Cuando hacía bueno, solía salir a contarlas con sus padres. Juntos, jugaban a buscar dibujos escondidos en aquel manto de puntitos brillantes. Eso fue antes de que lo dejaran solo y tuviera que irse con la tía Penélope a la ciudad, donde el cielo era gris y oscuro. Leo dejó de buscar misterios en las alturas, pero su tía le enseñó a desenterrarlos del suelo. Ahora, delante del que iba a ser el tercer hogar de su vida, volvió a pensar que las estrellas eran preciosas.

El taxi que lo había llevado hasta allí dio media vuelta y se marchó. Leo levantó el llamador y golpeó tres veces. Había dos edificios: uno más alto y alargado y otro más ancho, ambos terminados en un tejado puntiagudo. Antiguamente eran una central hidroeléctrica, pero los habían convertido en un internado. No era la primera vez que lo visitaba, aunque sí la primera que iba de noche. Y solo. Hasta entonces, siempre le había acompañado su tía Penélope. De noche, solo algunas de las ventanas alargadas estaban encendidas, y la vieja fábrica parecía encantada. Sintió un escalofrío.

La puerta se abrió con un chirrido y al otro lado apareció una silueta conocida.

—Bienvenido, Leo —dijo el hombre.

—Gracias, profesor Arén —susurró Leo.

Osvaldo Arén era alto y delgado. Vestía igual que la última vez que lo había visto: botas de montaña, vaqueros y una camiseta de manga larga. En el pecho tenía el símbolo de Zoic, la sociedad paleontológica en la que trabajaba con su tía Penélope. Hasta ese momento, Leo solo le había visto en excavaciones al aire libre, nunca en sitios cerrados. Le costaba imaginárselo como su profesor…, pero le costaba todavía más imaginárselo como su tutor legal. El profesor Arén era la persona que su tía había elegido para cuidarle si a ella le pasaba algo.

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Y sí, le había pasado algo.

—Cuando no estemos en clase, llámame Aldo —pidi

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