Angosta

Héctor Abad Faciolince

Fragmento

Angosta

Abrió el libro por la mitad y se lo acercó a la cara1. Clavó su nariz en la hendidura de los pliegos como quien la hunde entre las piernas y los pliegues de una mujer. Olía a papel humedecido, a restos de polvo y a corteza de árbol. Lo cerró otra vez y lo alejó de la cara hasta que sus ojos distinguieron en la cubierta una acuarela del Salto. Comparó el Salto de la pintura con el Salto de la realidad. Ya no se parecían. Los mismos ojos enfocaron las letras del título y el nombre del autor. Era un breve tratado sobre la geografía de Angosta, escrito por un oscuro académico alemán. Miró la dedicatoria (familiar) y no entendió el epígrafe (en latín: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram). Ojeó el índice, se saltó el prólogo y llegó hasta esta página, la primera, que sus ojos empiezan a leer en este instante:

Hay un territorio en el extremo noroeste de la América meridional que va desde el océano Pacífico hasta el río Orinoco, y desde el río Amazonas hasta el mar de las Antillas. Allí la cordillera de los Andes, agotada después de más de siete mil kilómetros de recorrido desde la Tierra del Fuego, se abre como una mano hasta que las puntas de sus dedos se sumergen en el Atlántico con una última rebeldía de casi seis mil metros de altura: la Sierra Nevada. Por entre los dedos de la estrella de cinco picos de esta mano corren seis ríos importantes: el Caquetá y el Putumayo, que van a dar en el Amazonas y fluyen hacia Brasil; el Patía, que con cauce torrencial y encañonado busca el océano Pacífico; el Atrato, que recoge las lluvias incesantes de las selvas del Chocó para derramarlas en el golfo del Darién, y dos ríos paralelos y mellizos, el Yuma y el Bredunco, que marchan hacia el norte hasta juntar sus aguas y desembocar en Bocas de Ceniza, fangoso desagüe sobre el mar Caribe, después de mil cuatrocientos kilómetros de travesía. Este territorio, desde hace un par de siglos, es conocido con el nombre que, si la historia del mundo no fuera una cadena de absurdas casualidades, debiera llevar toda América: Colombia.

Había encontrado el libro por la tarde, sin buscarlo, apoyado en una mesa de La Cuña, su librería. El título (simplemente el nombre de su ciudad, sin más datos) no le decía nada, pero por lo que alcanzaba a inferir después de las primeras frases, consistía en un informe académico escrito en el estilo llano y exhaustivo de los profesores. Jacobo estaba harto de lirismo y de literatura, quería leer algo sin huellas de ficción, sin amaneramientos ni adornos, y por eso había agarrado el libro, en un arranque de curiosidad, en el mismo momento en que salía de la librería sin despedirse de nadie. Una vez en la puerta miró el cielo sin nubes y tuvo la impresión de que la tarde iba a ser soleada y calurosa. Distraído como siempre, no había mirado hacia el sur, de donde vienen las nubes y las lluvias. Por eso, de repente, mientras caminaba despacio hacia el hotel con el libro en la mano, lo sorprendieron los truenos, los goterones dispersos y gordos como piedras; se había desatado una de esas tormentas típicas de Angosta a finales de marzo. Para no mojarse demasiado, apuró el paso por las entreveradas callejuelas del centro, al tiempo que buscaba los aleros, se pegaba a las paredes y, como último recurso, se tapaba con el libro las primeras canas. Mientras avanzaba perseguía a casi todas las mujeres con la mirada y se dio cuenta de que debía de ser miércoles de ceniza, pues vio que a muchas de ellas se les estaba emborronando una mancha oscura sobre la frente. Hacía más de veinte años que no se ponía ese memento mori, quizá la única ceremonia de la religión de sus padres que para él guardaba todavía algún encanto: «Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir». Polvo. No alma, no espíritu o carne que resucita, sino la pura verdad a secas: polvo, ripio de estrellas, que es la sustancia de la que todos estamos hechos, sin ninguna esperanza de que el polvo vuelva a ordenarse hasta formar al único ser humano en que consiste cada uno. Las gotas de lluvia hacían que la cruz de los cristianos —sí, ahora la veía también en algunos hombres— se deshiciera en riachuelos negruzcos que bajaban amenazantes hacia los ojos, como si quisieran cegar a los fieles.

Cuando llegó a La Comedia, se sintió contento de poder leer y de no tener que salir otra vez, con semejante aguacero. Al encerrarse en su cuarto quiso consultar algo en el computador, se acercó hasta el aparato, alargó el dedo índice para encenderlo, pero se logró contener. Después de cambiarse la camisa humedecida por la lluvia y de hacerse un café negro bien cargado, se sentó en su sillón favorito, de espaldas al tenue resplandor de la ventana, en la amplia habitación del segundo piso que alquila desde hace años. Con una cara que no expresa ningún sentimiento de disgusto o placer, sigue leyendo la descripción que el geógrafo, un tal Heinrich von Guhl, le dedica a esta tierra en donde queda Angosta:

En la mitad de la cordillera Central, o del Quindío, es decir, en el centro del dedo del corazón de esa mano con que los Andes terminan, lejos del mar todavía, tierra adentro, en esa franja del trópico andino donde la altura de las montañas doblega el calor y el exceso de humedad, hay una vasta extensión sembrada de cafetales. Allí la zona tórrida, atenuada por la altitud, produce una temperatura monótona pero agradable; no hay largas sequías ni llueve demasiado, no padece el azote de huracanes o erupciones volcánicas, la tierra es fértil; la vegetación, rica y exuberante; la intensidad de la luz, incomparable; las especies de animales, numerosas y mansas con el hombre.

La capital de este curioso lugar de la Tierra se llama Angosta. Salvo el clima, que es perfecto, todo en Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un infierno. Sus habitantes viven en un lugar único y privilegiado, pero no se dan cuenta ni lo cuidan. El sitio fue un pueblo aburrido y casi arcádico durante tres siglos; luego, de repente, en menos de cincuenta años, creció tanto que ya no cupo en la batea de las vegas y de las primeras estribaciones de la cordillera. En el valle templado y fértil donde se fundó ya no queda ni rastro de bosque natural, de pastos o cafetos. Hoy todo el territorio está ocupado por una metrópoli de calles abigarradas, altos edificios, fábricas, centros comerciales y miles de casitas de color ladrillo que se encaraman por la ladera de las montañas, cada vez más cerca de la Tierra Fría, o se despeñan por los precipicios que van a dar en Tierra Caliente. Cuando la familia crece y los hijos se casan, los habitantes de Angosta tiran una losa de cemento encima del tejado de sus casas y a la buena de Dios le construyen una segunda o una tercera planta. Lo mismo ha pasado con la ciudad por falta de espacio: ahora tiene tres pisos, con una azotea en Tierra Fría y un sótano húmedo en Tierra Caliente.

Se dice que el nombre de Angosta se lo dieron los fundadores cuando, desde la cresta del altiplano, vieron el valle largo y estrecho. Por la mitad del valle corría un río revuelto y malgeniado, con remolinos hambrientos en la corriente, con meandros y dudas en su curso caprichoso, que en invierno se salía de madre y en verano dejaba ver lo que era de verdad en el fondo: una mustia quebrada con pretensiones de río, de enormes piedras grises, pulidas y abrazadas por la sucia corriente. Lo pusieron río Turbio no tanto por sus aguas nunca diáfanas, sino más bien por su índole indecisa y traicionera. Hoy esto no se nota, porque su lecho fue corregido y canalizado a mediados del XX, pero las vegas occidentales (ahora sembradas de fábricas), hasta esos años, con las lluvias de marzo o las de abril, terminaban siempre anegadas.

Jacobo detiene su lectura un momento, mete el dedo índice entre las hojas, se levanta y mira por la ventana. Está lloviendo afuera, como en el libro. Al fondo, hacia arriba, se ve la cresta irregular del altiplano, un borde azuloso velado por la llovizna, con la sombra a contraluz de algunos árboles. Trata de calcular desde dónde habrán visto los conquistadores el valle de Angosta, y cómo habrá sido antes su apariencia, sin edificios, sin casas, sin ruido, con muy poca gente, casi sin humo y casi sin sembrados. Vuelve a sentarse y abre el libro por donde el dedo índice se lo señala. Él mismo no lo sabe, pero cuando abre el libro y se sumerge en las palabras, es una persona feliz, ausente de este mundo, embebida en algo que, aunque habla de su ciudad, no es en este momento su ciudad, sino otra cosa mejor y más manejable, unas palabras que intentan representarla.

En el fondo septentrional del valle, el río se encañona entre dos paredes de peñas afiladas como sierras y termina su curso abruptamente, en el Salto de los Desesperados. El Salto es una cascada que se precipita por poco menos de mil varas castellanas, con largas caídas y breves pausas, tan vertiginosa y vertical que en su base, donde las aguas se rompen definitivamente y se esconden entre rocío y espumas, la vegetación cambia porque el clima ya es otro, el sol se enardece y la humedad se adensa, haciendo que el aire adquiera la consistencia pesada y malsana de la Tierra Caliente. El Turbio termina allí, con un suicidio, sin desembocar en parte alguna, sin ir a dar en la mar ni ser afluente de nadie. Literalmente, como si fuera de esponja, se lo traga la tierra. Se sabe que por allí hay cavernas, y es posible que una parte del Turbio siga un curso subterráneo, pues por un costado de la cueva de los Guácharos, no muy lejos del Salto de los Desesperados, hay agua enterrada que fluye despacio.

La base del Salto, desde tiempos inmemoriales, ha sido conocida como Boca del Infierno, por la voracidad sedienta con la que, como un volcán invertido, se traga el agua sin devolverla, dejando en el aire, por mucho espacio a la redonda, rocío suspendido que se deposita lentamente en las hojas de los helechos y de la caña brava, algo de espuma sucia entre las piedras, y un inmenso hongo de niebla espesa, del color de la leche, que se empieza a condensar desde el ocaso y solo se disipa por momentos, con intervalos inciertos, hacia el mediodía. Boca del Infierno fue también un nombre que se impuso por motivos religiosos, como una admonición a la multitud de suicidas que, en el siglo pasado, elegían el Salto como el sitio ideal —por infalible— para terminar voluntariamente con sus vidas. El golpe definitivo contra las piedras de la muerte coincidía con la entrada en el Averno, destino ineluctable de todos los suicidas, según nuestra amorosa religión verdadera. Cuenta una leyenda angosteña que todos los suicidas, al caer, se convierten en arbustos o guijarros y luego en árboles, en pájaros o en piedras. Esta intuición poética obedece probablemente al hecho incontrovertible de que allí es imposible rescatar los cadáveres.

Lince levanta los ojos y piensa en los suicidas. Si él fuera a suicidarse, se dice, no lo haría en el Salto. Me pegaría un tiro. O, mejor que eso, me haría pegar un tiro, que aquí es mucho más fácil y más barato. Pondría un aviso en el periódico: «Busco un sicario que me quiera matar. Honrosa (o jugosa, o al menos decorosa) recompensa». Y dejaría el teléfono de La Comedia para hacer el contrato. En realidad ya nadie se suicida en los Desesperados, aunque no por esto el sitio ha perdido su aroma de desgracia. Ahora el Salto es eso que en Angosta se conoce como «un botadero de muertos». Primero los matan de un tiro y luego los rematan tirándolos por el Salto. Se volverán polvo, o piedras; es poco probable que retoñen hasta volverse árboles o que alcen el vuelo como pájaros.

De pronto vuelve a sentir la apremiante necesidad de confirmar algo y, sin poder contenerse, se levanta. Mira la pantalla negra, apagada, el testigo luminoso que titila al lado de las teclas con un leve resplandor verde. Vuelve a sentarse en un último intento por dominarse, como quien reprime un tic o rechaza un mal pensamiento, pero algo por dentro lo empuja a ponerse de pie e ir hasta el computador. No puede evitarlo. Hunde una tecla y la pantalla se despierta. Presiona con rabia el botón del maus y el ícono del navegador, señala la dirección entre sus favoritos, escribe los números que se sabe de memoria, sigue las instrucciones que se sabe de memoria, teclea de memoria, a toda velocidad, los números de su contraseña, y al fin ve formarse en la pantalla esa respuesta que es como la primera bocanada de humo para un adicto: «Bienvenido, Jacobo Lince. Banco de Angosta. Posición global. Cuenta personal en divisas. Saldo disponible: $1.044.624». Lince sonríe satisfecho. Siente la tentación de consultar también el correo, pero consigue controlarse. Respira hondo, señala y oprime el ícono de la salida segura, vuelve a su sillón, baja los ojos y sigue con el libro:

Los fundadores de la ciudad eran españoles, casi todos: vascos, extremeños, andaluces o castellanos, pero también judíos conversos y moriscos vergonzantes. La mayoría de ellos llegaron del Viejo Mundo sin mujeres, con la ilusión de enriquecerse rápido y volver a la Península convertidos en indianos ricos, pero una vez aquí, hundidos en estas breñas, por mucho que buscaron jamás pudieron encontrar El Dorado. El oro y las riquezas no fueron nunca del tamaño de sus sueños, así que la mayoría de ellos tuvieron que quedarse de mala gana, amañados con indias raptadas en los resguardos, arrejuntados con griegas y sículas traídas a la fuerza por tratantes de blancas del Mediterráneo, o amancebados con africanas compradas como esclavas en Cartagena de Indias, el mayor puerto negrero del Caribe. Entre sus descendientes —mestizos y mulatos como todos, aunque con pretensiones de hidalgos, por lo ricos— a los que menos mal les fue la costumbre les concedió el título de dones y se mudaron a vivir a Tierra Fría, en la azotea de Angosta, un altiplano grande y fértil al que le dicen Paradiso. En el valle estrecho de la Tierra Templada, donde existía una encomienda de indios mansos, o al menos amansados, se quedaron los segundones, casta intermedia que se debate entre el miedo a que los confundan con los tercerones y la ambición de merecer algún día el título de don. A orillas del Turbio crecieron hatos de ganado blanco orejinegro y los segundones sembraron —además de café— maíz, fríjol y plátano. En la base del Salto de los Desesperados había minas de oro y platino, de aluvión, pero allá los indios no querían trabajar, por lo malo del clima y la certeza de la malaria, así que los dones compraron esclavos y la base del Salto se pobló de unos pocos dueños de minas, muchos mineros negros y unos cuantos braceros que se encargaban de la caña de azúcar y los trapiches. Así, con los decenios y los siglos, sucedió que Angosta se fue convirtiendo en lo que es hoy: una estrecha ciudad de tres pisos, tres gentes y tres climas. Abajo, en Tierra Caliente, alrededor del Salto de los Desesperados y la Boca del Infierno, y por las laderas que suben a Tierra Templada, hay millones de tercerones (exhaustas las minas, los dones regresaron a Tierra Fría y de abajo solamente conservaron los títulos de propiedad de las haciendas); en el valle del Turbio y las primeras lomas se hacinan cientos de miles de segundones, y arriba, en el altiplano de Paradiso, se refugia la escasa casta de los dones, en una plácida ciudad bien diseñada, limpia, moderna, infiel y a veces fiel imitación de una urbe del primer mundo enclavada en un rincón del tercero.

Los dones, a estas alturas del tiempo, no constituyen una raza, ni su nombre es un verdadero título de alcurnia, sino que esa es la forma tradicional como en Angosta se refieren a los ricos. No es un criterio étnico porque entre los dones hay blancos, mestizos, mulatos y unos cuantos negros. Como dijo uno de los historiadores de Angosta «aquí todos somos café con leche; algunos con más café y otros con más leche, pero los ingredientes son siempre los mismos: Europa, América y África». Cuando los españoles fundadores, agotadas las minas, volvieron al valle del Turbio o a la Tierra Fría, a finales del siglo XIX, eran segundas o terceras generaciones de descendientes que se habían mezclado con esclavas de Tierra Caliente y lo español les quedaba más en el apellido y en el pundonor que en la falta de melanina, o a veces en algún accidente genético de ojos zarcos sobre piel morena. También los dueños de los hatos del valle se juntaron con indias, lo cual, entre hijos legítimos y naturales, barajó bastante la consistencia étnica de los grupos, hasta hacerla imposible de distinguir aun para ojos expertos. Hay blancos, negros, indios, mulatos y mestizos en todos los sectores de Angosta, entre los dones, los segundones y los tercerones. La única clasificación certera que se pudiera hacer consiste en que la mayoría de los tercerones, o calentanos, viven en Tierra Caliente (y a sus pobladores, por blancos que sean, se les considera negros o indios); la mayoría de los segundones, o tibios, viven en Tierra Templada (y nunca son blancos ni indios ni negros de verdad), y la mayoría de los dones, en Tierra Fría (y por negros, indios o mestizos que sean, siempre se llaman y se consideran a sí mismos blancos, y juzgan negros e indios a todos los demás).

Jacobo se mira las manos y los brazos. Mueve los labios para hablar, pero no dice nada; solamente piensa la pregunta que se hace: ¿de qué color soy yo? En verdad no lo sabe: café con leche, la leche de los Wills, su bisabuelo irlandés, y el café cargado de los Lince de su padre y de las otras mezclas teñidas o desteñidas de su madre. Es un segundón de nacimiento, según la nomenclatura que se ha venido imponiendo en Angosta desde hace tiempos, pero podría ser un don y vivir en Paradiso, si quisiera. Al menos eso es lo que cada día le confirma su saldo en dólares en la sucursal virtual del Banco de Angosta. El solo pensamiento le da, al mismo tiempo, tranquilidad y rabia, y se rasca la cabeza con impaciencia, pues a él las ideas molestas se le convierten en piquiñas dispersas sobre el cuero cabelludo.

Son las tres de la tarde de este lluvioso Miércoles de Ceniza. En el Check Point de las puertas de Paradiso, un chino está examinando con atención el pase provisional de un muchacho segundón de buen aspecto2, embutido en un traje de corbata que seguramente es prestado porque las mangas le quedan tan largas que le cubren las manos, y los pantalones le nadan en la cintura. Como no lleva cinturón, los pantalones tienden a caérsele. Cuando siente el incómodo cosquilleo de la tela áspera que se resbala por la pelvis y le roza las nalgas, le toca subírselos con las dos manos, en un gesto rápido de exasperación que no es posible disimular.

—¿Cuál es el motivo de su visita a Paradiso, señor Zuleta? —le pregunta el chino con uniforme de guardia de frontera, especie de overol cerrado de color añil.

—Tengo una entrevista de trabajo en la Fundación H, número 115 de la calle Concordia.

—Sí, aquí lo veo. ¿A qué horas piensa salir del Sektor F?

—No sé bien; cuando termine la entrevista, esta misma tarde.

—Usted es segundón, ¿no?

—Sí, así nos dicen.

—¿Tiene amigos o parientes en Tierra Fría?

—No, que yo sepa.

—Escriba aquí su domicilio habitual y el nombre de sus padres. Ponga el apellido de soltera de su madre. ¿Alguna vez se ha dedicado a actividades terroristas o ha pertenecido a grupos declarados ilegales por el Gobierno?

—No, señor.

—¿Y algún pariente cercano?

—No.

—¿Tiene alguna enfermedad infectocontagiosa, sida, paludismo, fiebre amarilla, tuberculosis, sífilis, hepatitis B, gonorrea?

—No.

—¿Tiene algún desorden mental, consume drogas o es adicto a alguna sustancia prohibida?

—No.

—¿Pretende quedarse ilegalmente en Tierra Fría?

—Claro que no.

—¿Ha estado preso alguna vez?

—En mi casa.

—Sea serio, señor. ¿Alguna vez lo han arrestado por algún delito o por escándalos morales?

—No, señor.

—¿Alguna vez le ha sido negado el salvoconducto para entrar en Tierra Fría?

—No.

—¿Trae más de diez mil pesos nuevos, dólares o euros?

—Ojalá.

—Diga sí o no.

—No. —Al decir «no», Andrés siente que los pantalones se le caen, y se los jala hacia arriba con furia.

—¿Intenta transportar al Sektor F drogas alucinógenas, explosivos o cualquier tipo de sustancias prohibidas?

—Ni riesgos.

—Le repito: ¡limítese a decir sí o no!

—Sí. Digo, no.

—¿Ha estado alguna vez envuelto en operaciones de espionaje, terrorismo o sabotaje?

—No.

—Acerque la cabeza, por favor.

El guarda saca un termómetro y lo apoya sobre la frente de Zuleta. Espera unos segundos, el aparato da un pitido electrónico y el chino miró cuidadosamente el resultado. Apunta un número, 37,2, en el permiso de entrada. Después dice, mientras le sella el salvoconducto:

—OK, puede seguir. No se olvide de entregar este pase cuando salga. Welcome to Paradise.

Andrés ya había estado otras veces en el Sektor F, aunque solo de visita, con sus compañeros de bachillerato. A veces los colegios de Tierra Templada consiguen permisos provisionales para que sus alumnos puedan conocer las maravillas de Paradiso. Hacen excursiones de uno o dos días y visitan los monumentos, los museos, los parques de diversiones, la reserva nacional de frailejones en el páramo de Sojonusco, los nevados y las lagunas encantadas de los glaciares del macizo central. «Algún día algunos de ustedes, si se portan muy bien y trabajan muy duro, podrán vivir también aquí», decía la maestra. «Harán parte de los elegidos, llegarán a ser dones, y quizá se acuerden de la maestra que alguna vez les anunció el futuro».

Jacobo estira las piernas y suspira; después bosteza, parpadea, se hurga la oreja con el dedo meñique. Mete un trocito de papel aluminio entre las hojas del libro y camina hasta el baño para descargar la vejiga; de olfato muy afinado, reconoce en el olor los restos de su almuerzo: espárragos. Cuando termina de orinar va hasta la mesita de noche y llama por teléfono a la casa de su exesposa, en Paradiso. Contesta la muchacha del servicio, y le dice que doña Dorotea3 salió hace rato con el doctor, no sabe si de compras o a hacer alguna visita. Le pregunta también por Sofía, su hija, y la muchacha le dice que la niña también salió con los señores. Jacobo regresa al sillón de espaldas a la ventana y vuelve a abrir el libro con la descripción de su ciudad:

Desde hace treinta y dos años Angosta no es una ciudad abierta; nadie está autorizado a desplazarse libremente por sus distintos pisos. Al principio esta regla era tácita y cada casta permanecía en su gueto, más por costumbre o cautela que por obligación. Pero cuando arreciaron los atentados terroristas, a finales de siglo, las tropas de los países garantes acordonaron la zona, y la ciudad fue dividida, con nítidas fronteras, en tres partes: el Sektor F, correspondiente al llano de Paradiso, en Tierra Fría, con paso restringido; el Sektor T, el verdadero centro de Angosta, a lo largo del estrecho valle del Turbio, en la antigua zona cafetera, y el Sektor C, en algunas laderas de la orilla occidental del río, en Tierra Templada, pero sobre todo al pie y alrededor del Salto de los Desesperados, en Tierra Caliente. Las letras de estos sektores (la k se impuso gracias a la ortografía de uno de los ejércitos de intervención) corresponden a Frío, Templado y Caliente, pero la gente los conoce tan solo por la inicial.

La circulación entre Tierra Caliente y Tierra Templada, en ambos sentidos, carece de controles y podría llamarse libre, por lo que la frontera entre los Sektores C y T es más porosa que impermeable; es poco común, eso sí, que los habitantes del Sektor T bajen hasta la Boca del Infierno, pero esto no sucede por explícita prohibición del Gobierno sino por puro miedo o precaución de los segundones. En cambio, el acceso al Sektor F está completamente restringido y, además de la muralla natural que levantan las montañas, Paradiso está aislado por una obstacle zone, o área de exclusión, que consiste en una barrera de mallas, alambrados, caminos de huellas, cables de alta tensión, sensores electrónicos y multitud de torres de vigilancia con soldados que pueden disparar sin previo aviso a los intrusos. Por tierra (bien sea en bus, en metro, en bicicleta o en automóvil) hay un único acceso a Paradiso, a través del Check Point, un búnker subterráneo que está manejado por una fuerza de intervención internacional, de mayoría asiática (a sus integrantes se les conoce como chinos), de disciplina oriental y de rigor germánico. Al Sektor F solamente pueden entrar sin restricción alguna sus residentes, es decir, los dones. También pueden entrar los segundones (empleados, por lo general) o los tercerones (obreros contratados en oficios humildes, casi todos, o empleadas domésticas) que tengan salvoconducto, es decir, autorización para entrar en Paradiso a través del Check Point. No sobra decir que los habitantes del Sektor F pueden entrar o salir libremente de todos los sektores de Angosta, aunque por desinterés o cautela rara vez incursionan por debajo de su sitio de residencia. Las oficinas del Gobierno y algunas industrias quedan aún en el valle, por lo que muchos dones bajan a trabajar a Tierra Templada, pero siempre lo hacen con escoltas y guardaespaldas, en helicópteros o en caravanas de carros blindados, por temor a los atracos, miedo al secuestro, angustia de atentado, y en cuanto cae la tarde vuelven siempre a dormir en Paradiso, en apresurados y temerosos viajes de regreso. Para la gran mayoría de quienes nacieron y viven en Paradiso, pasar una temporada en Tierra Templada o, peor aún, dormir en Tierra Caliente son experiencias límite que significan toda una aventura. Bajar a esas partes de Angosta, para ellos, es el equivalente a correr un riesgo inútil, o a la insensatez pecaminosa que se comete en alguna noche de drogas, locura y borrachera.

Los mayores saben, y recuerdan, que antes las cosas no eran así y que hace algunos decenios todo el mundo podía subir a los llanos de Paradiso sin tener que mostrar ningún salvoconducto. Se sabe que la zona de exclusión y el Check Point nacieron con el milenio, en los tiempos de los atentados de la guerrilla, los secuestros masivos, las masacres de la Secur, los ajustes de cuentas entre bandas de contrabandistas, las explosiones humanas de los kamikazes y las bombas de los narcos. Se suponía que la «política de Apartamiento» (así se llamó en un principio) iba a ser solamente una medida transitoria de legítima defensa contra los terroristas, pero en Angosta todo lo precario se vuelve definitivo, los decretos de excepción se vuelven leyes, y cuando uno menos lo piensa ya son artículos constitucionales. La ciudad no se dividió de un día para otro; ya, en parte, había nacido separada por la geografía y por la riqueza de los habitantes de los distintos sitios. Los tres niveles, o los tres pisos de la ciudad, hicieron que esta división fuera más clara y nítida que en otras partes del país y del mundo.

Podría decirse, sin temor a exagerar, que la ciudad de arriba, considerada por los dones como una nueva Jerusalem en cuyo ascenso…

El timbre del teléfono interrumpe la lectura de Jacobo. Supone que es Dorotea, su exesposa, que ha regresado y quiere pasarle a la niña o convenir los días de visita antes de las vacaciones de Semana Santa. Le hace falta Sofía, a quien no ve desde hace una quincena por tontos contratiempos de última hora. Pone el papel aluminio entre las hojas del libro y se levanta a contestar. No es Dorotea, sino Jursich4, uno de los empleados de la librería, que le pregunta si por casualidad no habrá cogido un libro de un tal Heinrich Guhl que él había dejado sobre la mesa.

—Lo tenía separado una estudiante que está haciendo la tesis sobre la historia de Angosta y la política de Apartamiento.

—Sí, lo tengo yo. Lo vi en la mesa y me dieron ganas de leerlo; ya sabes que tengo debilidad por el Salto. Perdón, pero no sabía que estuviera encargado. Podría llevarlo ya mismo, si se necesita.

—Tal vez sí. La dueña vino y está aquí, esperándolo. Está tomándole fotos a la librería, mientras espera. Dice que le pueden servir para ofrecerlas en un periódico —Jacobo y Jursich se quedan callados un momento, como si no supieran qué más decir. Al fin Jursich sigue—: Yo no he leído el libro. ¿Es bueno?

—Acabo de empezar y por lo menos es cuidadoso, con datos precisos sobre todo esto, pero en realidad no dice nada que nosotros no sepamos. Trae una cita muy buena que creo que es de López de Mesa, aunque me gustaría verificarla porque viene sin nota. Pero en fin, si está encargado te lo llevo.

—Lástima que tengas que venir otra vez hasta acá, con este tiempo. Yo dejé el libro ahí encima, pensando que a nadie le iba a interesar. Podría ir yo mismo a recogerlo, pero ya sabes que Quiroz5 es incapaz de atender a los clientes. No me gusta dejar sola la librería y aquí está la estudiante, y hay más gente. Claro que podría decirle a ella que vuelva otro día.

—No tenemos otro ejemplar, ¿cierto?

—No. Es un libro más bien raro, salió en una edición académica en Berlín, y aquí no ha circulado, que yo sepa.

—Bueno, entonces lo llevo. Llego en media horita; que la muchacha me espere.

—Listo.

Jacobo le echa un vistazo a la calle por la ventana. El aguacero se ha convertido en una llovizna casi invisible, llevadera. Suspira, se pone los zapatos, coge el libro ya inútilmente señalado por el papel aluminio (hace una bolita de metal que tira en la papelera) y se dispone a salir de nuevo con el paraguas bajo el brazo. Casi nunca puede cumplir con su sueño de quedarse toda una tarde sentado, tranquilo, leyendo. Mira el reloj; son casi las cinco de la tarde.

Después del Check Point, Andrés camina a través de corredores inmaculados con piso de mármol. Un poco más adelante sale a la superficie por las escaleras eléctricas de la estación Sol. Cuando uno atraviesa el Check Point y llega a Paradiso, con solo dar un paso ya está en él, como si no hubiera un territorio de transición entre los dos sektores. Por el lado opuesto, en T, todo es distinto, pues nada es feo de inmediato, sino que se va deteriorando paulatinamente: las escaleras empiezan en baldosa y terminan en cemento pelado; los corredores están limpios cerca del Check Point, pero más adelante son casi siempre sucios y oscuros porque no hay dinero para reemplazar los bombillos ni plata para pagar los barrenderos, y hay basura, cáscaras, papeles en el suelo. Fuera de eso, la soledad del comienzo se va convirtiendo en una multitud más numerosa a cada paso. En las esquinas empiezan a verse facinerosos con cara de buenos amigos, y gente sospechosa que sale de la multitud y se ofrece como guía a cambio de monedas, o jíbaros que venden drogas baratas aunque, dicen, de la mejor calidad. El silencio inicial se va volviendo música bailable, paso a paso, como si hubiera que llenar la tristeza visual con alegría auditiva y, poco a poco, cada vez más, los indigentes van enseñando la miseria de sus carnes: llagas purulentas, pedazos desmembrados del cuerpo, bolsas con drenaje de heces o de sangre. Hay mendigos acuclillados en los rincones, cada vez más mendigos que piden con gestos perentorios y agresivos, si bien en silencio, para no despertar a los pocos celadores que están encargados de evitar la mendicidad (está prohibida en los subterráneos del metro), pero viven haciendo la siesta a todas las horas del día y de la noche. Al otro lado, en cambio, terminado el ascenso a Paradiso y superadas las ventanillas del Check Point, se tiene de inmediato la sensación de estar ya en un país del primer mundo: poca gente, muy poca gente, ambiente limpio, luminoso, brillante, con pocos pobres, sin mendigos, lleno de casas amplias y resplandecientes con las fachadas en revoque de piedra blanca, edificios modernos o muy bien restaurados, jardines, flores, setos sembrados con orden y concierto. El único peligro son los atentados.

Andrés sale a la superficie por un costado de la Plaza de la Libertad. Esta es una gran explanada, amplia, con prados de un verdor esplendoroso y salpicada de árboles ornamentales (yarumos plateados, guayacanes, ficus, sauces, eucaliptos, laureles), con edificios modernos por los cuatro costados y una estatua en el centro, la del gobernador Silvio Moreno, el gran ideólogo del Apartamiento, con su puño en alto y su frase más célebre labrada en bronce y puesta entre comillas debajo de sus pies calzados con botas de montar: «¡La separación es la única solución!». Una idea rústica y una rima grotesca, según la sensibilidad lógica y musical de Andrés Zuleta.

Está lloviendo, pero parecería que esta parte de la ciudad y sus habitantes tuvieran alguna solución mágica para que el agua no los moje; solamente los hace brillar más. La cruz que algunos transeúntes llevan sobre la frente no les chorrea por la cara. Andrés se confiesa, con cierto pesar por su gente y por sí mismo, que en Paradiso las personas se ven más bonitas. Caminan más alegres por las calles y van muy bien vestidas (a nadie se le caen los pantalones, por lo menos), son más sanas, mejor alimentadas. A veces, es cierto, pasan algunos gordos tan gordos como nunca los hay en el Sektor T y menos en C; barrigas que se doblan sobre los cinturones, carnes que sobresalen de los grandes faldones de algodón, pero hasta los obesos de arriba, casi siempre, tienen muy buen semblante y caminan llenos de esa satisfacción oronda que tienen los bueyes bien cebados, aunque vayan camino del matadero. Los únicos pobres que hay en Tierra Fría ya no son tan pobres, tienen trabajo temporal, no piden limosna (aquí la prohibición de pedir se respeta) y están solo de visita, pues cuando cae la tarde regresan al valle del Turbio, en T, o a las estribaciones del Salto de los Desesperados, en Tierra Caliente. Los únicos tercerones autorizados a dormir en Tierra Fría son los porteros y las empleadas domésticas internas, que permanecen arriba todos los días menos los domingos, y unos pocos incluso los domingos.

Siguiendo un trecho por la Avenida Bajo los Sauces (las aceras son anchas, los soportales de las construcciones evitan que los peatones se mojen, las vitrinas de los almacenes rebosan de productos, hay cafecitos con terrazas en donde conversan y se besan parejas alegres y sin prisa; pasan perros jalando de sus amos, sanos y malcriados como hijos únicos), con la mirada perdida ante tanta opulencia, Andrés al fin se encuentra de frente con la calle Concordia. Allí, doblando a la derecha, a unas dos cuadras, en el número 115, está la Fundación Humana, mejor conocida en Paradiso como H. La cita es a las cuatro de la tarde y Zuleta llega a las puertas de H un cuarto de hora antes. Ve el aviso luminoso de un bar, busca monedas en sus bolsillos, pero teme que no le alcancen para un café; pedirá un vaso de agua, de la llave. Cuando se dispone a entrar, un vigilante aparece de la nada, con su uniforme azul y su chaleco antibalas; se le acerca, se le pone delante y le bloquea el paso. Zuleta se detiene. Ya le habían advertido que arriba huelen de lejos a los segundones.

—Una requisa —dice el guardia, seco, y le pasa un detector de metales por el cuerpo.

—¿Lleva armas?

—No.

El vigilante lo mira de arriba abajo, con aire desconfiado.

—¿Puedo pasar? —pregunta Zuleta tratando de disimular la timidez.

—Claro —dice el vigilante, haciéndose finalmente a un lado, y añade en un inglés con mucho acento—: Dis is a frii contri. —La sonrisa fingida que se le planta en la cara no usa ni uno solo de los músculos involuntarios.

Andrés traga saliva y siente el pulso acelerado mientras se acerca a la barra. Pide el vaso de agua, de la llave, y mira el reloj. El barman le acerca un vaso lleno, sin mirarlo. Andrés se lo toma de un solo golpe, sin despegar los labios. Sueña con que le den ese trabajo. Apenas tiene una idea vaga de la actividad a la que H se dedica. La fundación es una especie de empresa paraestatal que funciona con capital privado. Los mayores colaboradores son un grupo de ONG europeas y su presidente, el doctor Gonzalo Burgos, que es un don puro, médico retirado con obsesivas ideas filantrópicas. Puede financiar la fundación gracias a que es el accionista mayoritario de Ron Antioquia, una empresa que tiene plantaciones de caña de azúcar en Tierra Caliente y que destila ron y aguardiente en la zona industrial del Sektor T. El doctor Burgos dedica casi todas las ganancias que le da esta empresa a costear los gastos de la fundación. En principio se sabe que H debe velar por las buenas relaciones entre los habitantes del Sektor F y, más importante aún, que debe auspiciar una política de ayuda y buena vecindad con los otros dos sektores de Angosta, T y C. En realidad, la Fundación H es la única entidad de Tierra Fría que en los últimos años se ha opuesto abiertamente a la política de Apartamiento, y ha llegado a pedir que se supriman los salvoconductos por lo menos los fines de semana, para que «todos los angosteños, sin distingos de origen o de clase, recuperen el goce de su ciudad», como reza un folleto que explica su misión. Esta política no le ha hecho la vida fácil a la fundación, y H es vista con extrema suspicacia por el Gobierno, el cual incluso ha publicado cartas abiertas en la prensa, en las cuales denuncia a «los traidores de una causa justa y necesaria para la paz y la defensa contra el terrorismo, que se escudan en nuestras libertades democráticas y abusan de ellas para propiciar el desorden y la disolución de la sociedad, como si los ciudadanos de bien no estuvieran viviendo la peor amenaza de su historia».

Jacobo llama el ascensor, pero pasan varios minutos (el cuerpo cambia de pierna de apoyo, el botón se hunde de nuevo, el mismo dedo rasca sobre la coronilla) y el aparato no llega. Por falta de huéspedes, a veces, el ascensorista negro se duerme por la tarde, y la insistente chicharra de llamada, a la que está acostumbrado como a un ruido de su propio cuerpo, no logra despertarlo. Sin molestarse, con esa resignación que dan las incomodidades cuando se repiten, Jacobo baja los dos tramos de escaleras y cuando pasa frente a la recepción le hace un guiño a Óscar6, señalando hacia la puerta del ascensor con el dedo pulgar. El portero sonríe y dibuja en el aire, con las manos, un gesto de impotencia. Jacobo abre el paraguas y camina hacia la catedral bajo la llovizna transparente. Sigue siempre la misma ruta para ir a su antigua casa, y pasa por un costado del viejo almacén de objetos sagrados de su tío, el canónigo7. Lo mira sin rencores, no le importa que sea un mal recuerdo, y ve la colección de copones, casullas, sobrepellices, sotanas, cristos, vírgenes de porcelana y terracota, estampas de todos los santos, novenas, exvotos y oraciones para todos los órganos, todos los miembros y todas las dolencias del cuerpo y del espíritu. Luego pasa frente al atrio de la catedral, con la puerta mayor casi siempre cerrada, hoy abierta. De la nave central de la iglesia, cuando pasa, está saliendo una hilera de hormigas con la tachadura fresca de ceniza en la frente. En un arranque, Lince resuelve entrar en el templo y hace la fila para ponérsela él también: «Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir». A Jacobo los rituales le resultan ridículos y se siente incómodo cuando está frente al cura, como si alguien lo estuviera viendo mientras hace algo sucio o en una postura indecente, de esas que solo se asumen cuando nadie nos ve. Al salir de nuevo a la luz y a la llovizna de la calle, se limpia la cruz con el dorso de la mano, como quien se despeja un mal pensamiento. Abre el paraguas y sube por la calle Machado. No tiene afán, aunque sabe que lo están esperando, y camina despacio hacia la que fue su casa de infancia y luego su casa de separado hasta hace apenas un lustro, cuando los montones de libros lo desterraron.

Desde hace mucho tiempo su casa tiene nombre, puesto con grandes letras encima de la puerta: «La Cuña, libros leídos». Tuvo que convertirla en una librería de viejo por falta de alternativas y de espacio. Cuando Angosta era otra cosa, la casa quedaba en un barrio bueno, Prado, y en una carrera que se llamaba Dante. Después el sitio se fue deteriorando, Prado empezó a llamarse Barriotriste, la carrera Dante se convirtió en 45D, y ahora la librería, atiborrada de libros viejos, queda en un sitio decaído del Sektor T, en la mitad de una manzana que es apenas un eco de lo que fue. Las casas vecinas se han vuelto también negocios. La Cuña está entre la funeraria El Más Allá y un consultorio cardiológico de nombre todavía más absurdo, Taller del Corazón. Por eso Jacobo le dio ese nombre a la librería, La Cuña, como un último escollo de defensa entre el infarto y la tumba.

El padre de Jacobo, don Jaime8, le había dicho siempre lo mismo durante muchos años: «Yo fortuna no tengo. La única herencia que voy a dejarte son estos libros». Y así había sido. Le dejó de herencia una biblioteca metida en un caserón de dos pisos, desvencijado, con manchas de humedad en las paredes, pintura desconchada y goteras histéricas en el techo de tejas de barro. La casa era del tío cura, hermano de su madre, el cual vivía en el segundo piso y les alquilaba barata la planta baja al cuñado y al sobrino. Durante más de dos decenios el tío no les aumentó el canon de arrendamiento, que acabó siendo del todo simbólico, sin duda por la vergüenza de que su hermana, Rosa Wills9, se hubiera fugado con un don a Tierra Fría, abandonando al niño y al esposo de la noche a la mañana, sin siquiera pedir disculpas, sin dar explicaciones y sin previo aviso.

Tras el abandono, la casa se fue cayendo poco a poco, la buena mesa de antes se convirtió en bazofia culinaria, la cama era un desierto estéril de pesadillas eróticas, y el padre de Jacobo, enfermo de resentimiento, más viudo que los viudos verdaderos, se refugió cada vez más en la lectura y en un silencio rencoroso al que apenas de cuando en cuando renunciaba con una frase breve o con el hipo intermitente del mismo comentario, un eco de amargura en su memoria: «Se llamaba Rosa, tu madre la difunta, y era un puñado de espinas». Siempre el mismo sonsonete con pequeñas variaciones: «Espinas fue la Rosa, tu madre la difunta». Y poco más decía, salvo lo meramente indispensable para no vivir fuera del mundo, y la misma jaculatoria repetida entre dientes todas las mañanas, cuando abría los ojos y veía a su lado un vacío como de precipicio: «Este es el despertar de un condenado a muerte». Tres cuartas partes de su sueldo se le iban en comprar libros de todo tipo, nuevos y viejos, y en esa misma proporción de su tiempo se ocupaba en leerlos, aprovechando no solamente sus insomnios entre las dos y las seis de la mañana, sino incluso los encierros más íntimos en el sanitario (donde prefería la brevedad de los versos, que le ayudaban a mover el estómago) y los ratos de comida pasados en la mesa ante un hijo que acabó aceptando el silencio como un derecho irrevocable de su padre, y adoptándolo él también a fuerza de voluntad e introspección. La lectura se convirtió cada vez más, para ambos, en una manera de oponer resistencia a la realidad.

Así, aunque los libros en un principio se guardaban solamente en la biblioteca de la casa, poco a poco, cuando el espacio, incluidos el suelo y las ventanas, se terminó, fue necesario sacarlos y se fueron tomando el resto de la planta baja, primero los corredores, luego la sala, el comedor, todos los cuartos, para acabar ocupando incluso parte de la cocina y de los baños. Cuando don Jaime se murió (por una angina de pecho mal tratada en el taller de al lado), la biblioteca se componía de unos once mil volúmenes en cuatro idiomas: inglés, francés, italiano y español. La mayoría en español, claro, pero muchos en lengua original, porque don Jaime había sido profesor de esas lenguas durante cuarenta años, más de media vida, hasta que al fin se jubiló poco antes de morir. En general no eran libros caros, ni bien encuadernados, ni había muchas primeras ediciones, mucho menos incunables, pero eran la herencia que había recibido Jacobo, y su único patrimonio.

También el tío cura, un par de años después, al irse a reunir con los ángeles y con los santos (según sus pías y optimistas creencias sobrenaturales), dejó sus libros al sobrino predilecto, y así los ejemplares que ocupaban buena parte de la casa llegaron casi a quince mil. En su testamento, el canónigo lo nombró además heredero universal de sus pocos bienes terrenales, básicamente el almacén de ornamentos, además de los dos pisos de su casa en la carrera Dante, ahora 45D. Jacobo, dueño de un ateísmo dulce y poco militante, misericordioso con todas las creencias de los demás, por insensatas y absurdas que le parecieran, procedió de inmediato a realizar, sin saña y sin remordimientos, el almacén del canónigo, por cualquier cifra y en tan mal negocio que al cabo de pocos meses dilapidó en una revista y en su malogrado matrimonio, lo recabado de los ornamentos. Al verse sin un centavo, mantenido a regañadientes por el suegro, Jacobo reconoció que por primera vez en su vida tendría que dejar de ser un mantenido y trabajar en algo. Pensó en alguna otra manera de ganarse la vida y lo mejor que se le ocurrió fue convertir su casa, es decir, la biblioteca de sus dos antepasados, en una librería.

Lince se había graduado en Periodismo, en la Autónoma de Angosta. Después había hecho un posgrado en Estados Unidos, donde conoció a Dorotea, su efímera esposa, quien quizá por vivir fuera del país estuvo dispuesta a casarse, al escondido, con un segundón que parecía tener futuro. Cuando volvió (don Jaime y el tío canónigo no habían desencarnado todavía), su primer trabajo fue como corrector de estilo de la revista Pujanza, un bodrio publicado por la Academia de Historia Angosteña. El estilo de esta publicación trimestral, pomposo, falso y rebuscado, le resultó incorregible. En esa revista se dedican, sobre todo, a las genealogías, y hacen disquisiciones larguísimas para demostrar que todos los apellidos de los dones de Angosta se remontan a nobles familias españolas, godas de origen y todas de cristianos viejos, nunca heréticos, jamás conversos, de sangre más limpia que los Reyes Católicos, y que pasaron a Indias para traernos la luz del Evangelio, la lógica aristotélica y las bellezas de la lengua española. Llevan años publicando elogios de la raza angosteña, que según ellos es la decantación de los hidalgos de la Península, su pulimiento por la selectiva naturaleza del trópico, y para ello van haciendo la historia de los apellidos, linaje por linaje, en largas tiradas bíblicas, como copiadas del Libro de los Paralipómenos: el vizconde Ricardo Arango casó en Palos con Josefina Vargas y los hijos fueron Joaquín, Elías, Pedro. Pedro engendró a José María, José María a Clodomiro, Clodomiro a Alberto, Alberto a Santos, Santos a Juvenal, Juvenal a Luis Alberto Arango, que pasó a América, se afincó en Santa Fe, es el fundador de esta noble familia, y dejó amplia descendencia de cuya alcurnia, buena crianza y nobleza hay prueba sin tacha en los anales de Angosta. Así avanzan, apellido por apellido, y todavía no han llegado ni a la jota.

Harto de tonterías y mentiras, de blanquísimos patriarcas e ínclitas matronas intachables (de dónde venía entonces tanta podredumbre local, si todos los habitantes y dirigentes de Angosta eran prohombres, a su vez hijos y nietos de próceres y santas), se retiró de Pujanza poco después de la muerte de su tío el canónigo, convencido de poder sobrevivir con lo que este le había dejado en casullas y devocionarios. Con la plata que levantó de la venta del almacén de ornamentos intentó hacer dos buenos negocios: el matrimonio con la muchacha de Tierra Fría conocida en Norteamérica (gracias a esta alianza obtuvo su primer salvoconducto para entrar en Paradiso) y la edición de una revista cultural con Gaviria10, Quiroz y Jursich, el reducido grupo de sus amigos. La revista se llamaba El Cartel de Angosta. Lo de «cartel» era una ironía (durante años el cartel de Angosta fue famoso en el mundo por sus exportaciones de marihuana y cocaína), pero también un acrónimo de «cine, arte, literatura». Sacaron varios núm

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos