Cipriano

Marta Orrantia

Fragmento

1.

Todavía se despertaba con el estruendo de una explosión imaginaria. Se levantaba y, para conservar un poco de cordura, se ponía las pantuflas de cuadros escoceses y se asomaba a la ventana de la habitación. Quería constatar que en la noche no había llamas ni aviones caídos sobre las casas ni gritos de pánico, sino un par de gatos chillando de éxtasis.

El sobresalto bastaba para que no durmiera más, y luego de dar vueltas en la cama debía sentarse, encender la luz y hacer el crucigrama del periódico, que guardaba en un cajón de la mesa de noche para estas ocasiones, cada vez más frecuentes.

Ya hacía un par de meses que Cipriano había perdido a su hija, y aunque no había visto el accidente en las noticias, lo imaginaba a diario, y la suponía quemándose en el fuego o aplastada contra los asientos o rota en pedazos como el fuselaje del avión en el que iba, y que cayó contra un barrio anclado en la montaña, lo que produjo la muerte a otros tantos. La había perdido hacía mucho más, de eso estaba consciente, cuando Juana se había alzado con las joyas de su madre recién muerta y le había dicho que él era un hombre inútil y un padre mediocre y que estaría mejor sola. Esa primera separación le había dolido, pero no tanto. La habían ocultado capas de orgullo, del duelo mismo de la viudez, y la posibilidad de buscarla en el futuro, aquel futuro que se veía extenso y largo como una pradera.

La había perdido, pero ella seguía allí, en el mundo, en su ciudad o en otra, qué importaba, a una llamada de distancia, a un encuentro fortuito, así de cerca, y si no se habían visto en tres años era porque todavía no tenían nada que decirse.

Cuando amaneció, Cipriano guardó el periódico con el crucigrama hecho y el sudoku a medio acabar, y fue a prepararse un café a la cocina. Un viejo solitario requería poco para sobrevivir, pero el café y el pan blandito eran dos necesidades básicas. Como nunca aprendió a cocinar, su desayuno consistía en eso, además de algo de leche, o un jugo de naranja cuando estaba glotón.

El almuerzo lo tomaba en el corrientazo más cercano, donde daban un menú del día con sopa de plátano o de arracacha y carne asada o pechuga de pollo, siempre con un arroz que mantenía la forma del molde en el que lo servían y que decoraban con un punto de salsa de tomate.

Había pensado en tener una persona que lo ayudara con el aseo, pero era tan poco lo que había que limpiar que se las apañaba solo, y una vez al mes la señora Mariela, la esposa del celador de su edificio, repasaba el polvo, limpiaba los baños y le dejaba todo como nuevo, convencida de que sumaba indulgencias para el más allá, mientras cobraba un poco más de lo normal en el más acá.

A Cipriano nunca le había molestado el arreglo. Le gustaban el silencio y la soledad, y el día que Mariela iba a su casa, él buscaba excusas para estar fuera, en un parque o en un café o en un cine, al que entraba casi tan esporádicamente como a los conciertos de música clásica.

Pero esa mañana, pensó Cipriano mientras ponía la cafetera en el fogón, le habría venido bien tener a Mariela cerca. Ya había pasado el tiempo de las visitas y los pésames y la compañía que sucede a las muertes, y así como todos volvían a sus quehaceres, el silencio regresaba a ser su rutina, una rutina iluminada por la luz mortecina de una mañana de lluvia.

La ventaja, pensó mientras hervía el café, era que ya no tenía a nadie más a quien perder. Bueno, nadie no, se dijo. Aún quedaban Néstor, su hermano, y Alicia, su cuñada, que seguía viva, así el alzhéimer que tenía lo hiciera pensar que la perdía a pedazos.

Lavó con cuidado el plato y la taza, limpió la borra de la cafetera, puso todo en el secador de platos y recogió el periódico para leerlo en la sala, después de un baño. Caminaba por el corredor cuando sonó el teléfono y el corazón se le trepó a las amígdalas. Ya qué más podía perder, se preguntó, en un vano intento por tranquilizarse, y dudó si tomarlo en la sala o en su habitación. Estaba equidistante, y ese segundo de duda lo hizo detenerse. Otro timbre y se devolvió a la sala. La mano le temblaba un poco, tal vez por el café, cuando levantó el auricular.

—Don Cipriano —dijo la voz femenina, que se identificó como funcionaria de la aerolínea. Hablaba suave, como una máquina contestadora, y él imaginó que las entrenaban para que su tono fuera sosegado, impersonal, un poco tonto. Aun así, a él no lo engañaban. Ya una vez había creído que lo llamaban para una promoción y resultó semejante debacle, su hija, por Dios, y ahora volvían a llamarlo, y a medida que esta mujer hablaba él seguía temblando y esperaba lo peor.

—Gracias a las pruebas de ADN que ha entregado, hemos podido identificar los restos de su hijo…

La voz siguió hablando, meliflua, engañosa. Pedía disculpas por el atraso, por las dificultades, por el clima, y lo invitaba a contactar a su abogado y a continuar con el trámite y el funeral y…

—¿A quién?

—¿A quién qué, don Cipriano?

—¿A quién identificaron?

Luego de un silencio incómodo, en el que la mujer se aclaró la garganta y con seguridad aprovechó para revisar la lista de nombres que tenía en su computador y que a ella no le significaban mayor cosa, volvió a decir:

—A su hijo.

El turno de hacer silencio fue para Cipriano, que no concebía cómo la ineptitud había permeado hasta las tragedias. Por lo menos eso sí podrían hacerlo bien, no equivocarse frente a la muerte. Y tomó aire para decirle eso a la mujer que esperaba en el teléfono, pero le salió otra cosa.

—A mi hija. Juana Díaz Salamanca.

A su hija, que quién sabe por qué motivo loco lo había puesto como su contacto en caso de emergencia, esos espacios que se rellenan sin pensar jamás que alguien va a tener que llamar a informar de un accidente, de un fallecimiento, de una explosión de un avión en una montaña.

En el juego de los silencios, la mujer tenía el turno. Se escuchaban su respiración y las teclas del computador, que se movían azarosamente, buscando el error.

—Discúlpeme, señor Cipriano —dijo en su tono robótico—. No encuentro el dato que me ha dicho. ¿Lo puedo llamar después?

Qué frase, por Dios, pensó Cipriano. El dato era su hija. Era una mujer. Era de carne y hueso. Esta funcionaria parecía hablando de un extracto bancario o de un informe de gestión, de cualquier cosa menos de un ser humano, y antes de que se le volviera a subir la tensión, Cipriano le dijo:

—No, esto no se resuelve en el teléfono, no sea burra, señorita. Es mi hija. Era mi hija —dijo, y cuando colgó se preguntó qué tan grosero había sido al no despedirse.

Tenía el estómago revuelto y el corazón agitado, y se apoderó de él un desasosiego violento, una necesidad irreprimible de hablar con alguien. El psiquiatra le había dicho que lo llamara a la hora que fuera, pero no creía en la cháchara de un muchacho imberbe que le hablaba de un duelo que no había sufrido jamás en carne propia.

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