Vajda. Príncipe inmortal

Carolina Andújar

Fragmento

1
Overture: Lyon, verano de 1890

Era una tarde como cualquiera. Me había reclinado en mi lugar favorito del parque y, sumida en la placidez de la brisa veraniega, contemplaba a mis vecinos desde la sombra que el frondoso olmo me prodigaba. Los eventos se sucedían unos a otros con inequívoca precisión, como si se tratara de una representación teatral perpetua y reiterativa.

La señora de Dupin subía a su coche a las cinco menos cuarto. El cochero esperaba a recibir sus instrucciones, que siempre eran las mismas (a donde mi hermano, Trémeur) y asentía con expresión complaciente mientras ella echaba una rápida ojeada a su bonito reloj de pulsera. Solo un minuto después, Vivianne Muse aparecía en el balcón de la casa de la esquina y se acomodaba en una pequeña silla, cuidándose de alisar un ligero chal sobre su regazo antes de abrir el abanico que llevaba en la mano. Cuando Vivianne por fin se dignaba volver la mirada hacia la calle, el coche de los Dupin ya había emprendido la marcha hacia la calle principal.

Conté los segundos que faltaban para que Simón Baramof fuese arrastrado a través del parque. Intentaba huir del firme agarrón de su niñera pero esta le daba pronto alcance. Entonces el niño prorrumpía en una de sus características rabietas haciendo que a la robusta niñera se le subieran los colores al rostro.

—¡Ya es hora de cenar! —le explicaba a Simón, quien invariablemente se lanzaba al suelo para entregarse por completo al frenesí que cualquier pasante habría confundido con un ataque de epilepsia.

Manuelita Canteur lo miraba anonadada desde la banca que ella y su hermano menor ocupaban debajo del sauce. Resultaba gracioso verla poner esa cara de preocupación y hacer ademán de levantarse a socorrer a Simón sin jamás atreverse a hacerlo. Carlitos Canteur se tapaba los oídos y fruncía el ceño, dirigiéndole a Simón una mirada de reprobación.

—¿No está muy grande ya para dar este tipo de espectáculos, Manuela? —le preguntaba a su hermana.

Manuelita asentía sin apartar la mirada de Simón, quien comenzaba a dar signos de tranquilizarse faltando cinco para las seis, cuando el coche que traía a su padre de vuelta se distinguía en la distancia.

—¿Lo ves? —decía Olga, la niñera, a Simón—. ¡Tu padre llega y tú ni siquiera te has lavado!

Simón se levantaba y, secándose los ojos, comenzaba a avanzar con lentitud en dirección a la casa antes de que Olga se apoderara de su muñeca y lo obligase a caminar a su ritmo.

—Nunca quiero ser como Simón Baramof —aseveraba Carlitos Canteur mientras Simón desaparecía tras la verja del antejardín para encontrarse con su padre.

Vivianne Muse se abanicaba con languidez, dejando que sus ojos vagaran por el parque hasta detenerse en la fuentecilla central. Caía en una especie de ensoñación de la que no salía hasta que Chloé Canteur llamaba a sus hijos desde la ventana a las seis en punto, cuando las campanas de la iglesia comenzaban a repicar. Los niños se levantaban sin rechistar y pasaban por mi lado, despidiéndose.

—Buenas tardes, Emilia —decía Manuelita con un grácil ademán.

—Hasta mañana, señorita Malraux —decía Carlitos mirando al suelo.

—¡Que descansen, niños! Los veré mañana —respondía yo, sonriendo para mis adentros.

Carlitos Canteur estaba enamorado de mí y hacía hasta lo imposible por ocultárselo a su hermana.

—¡Tendrías que haber estrechado su mano, Carlos! —lo reprendía Manuelita cuando ya se alejaban.

—¡Solo tengo cuatro años, Manuela! —Se defendía este, sacudiéndose las ropas.

—Da igual —replicaba ella—. Los buenos modales no dependen de la edad.

—Díselo a Simón Baramof, entonces —alegaba su hermano—. Tiene seis años, al igual que tú, y ya ves los espectáculos que da.

Manuela guardaba un prudente silencio y tomaba a su hermanito de la mano para cruzar la calle, y solo entonces comenzaba yo a incorporarme. Los niños y las mujeres despejábamos el parque a eso de las seis de la tarde para que los hombres pudieran pasearse por él. Era un acuerdo tácito que todos cumplíamos a cabalidad.

Tomé mi libro y me estiré perezosamente, ahogando un bostezo. No solía merendar, por lo que a esa hora siempre estaba famélica. Ese día, sin embargo, había hecho una corta visita a mi prima Perline y me había hartado de café con galletas antes de las tres. La tarde estaba fresca y pensé que no sería mala idea pasar por la iglesia: Perline me había hecho el regalo de una bonita estatuilla de la Virgen que juzgué sensato hacer bendecir antes de poner en mi habitación. De tal modo pospondría mi cena hasta eso de las ocho y quizá podría tomarla en la terraza, desde donde sin duda escucharía a Vivianne Muse tocar el piano en la casa de enfrente. Al pasar bajo su balcón la saludé como de costumbre, a lo que ella respondió ondeando la mano con ademán indolente.

—¿Qué tal, Emilia? —dijo, parpadeando con somnolencia.

—Voy a la iglesia. ¿Quieres venir tú también? —pregunté.

—Estoy algo cansada, querida. Tal vez mañana.

Vivianne siempre estaba cansada para cualquier cosa que no fuera tocar el piano. Era apenas natural que aquella chica de constitución melancólica se reanimara con las fuertes y precisas notas musicales que sus elegantes dedos le arrancaban al teclado.

—Mañana será, entonces —dije, sonriéndole y abriendo la puerta de mi casa para dejar allí mi libro y tomar la Virgen que me había dado Perline. Sabía que al día siguiente Vivianne tampoco querría molestarse en abandonar su cómoda silla del balcón.

Ese verano mis padres se habían ausentado dejándome en compañía de Lucía, el ama de llaves, y gozaba de un poco más de libertad de la que habría tenido si ellos hubiesen estado en casa. Aunque esta era la razón principal de que no quisiera acompañarlos en su viaje, les había dicho que quería estar cerca de Perline, quien regresaría al internado al llegar el otoño. Mi tía Inés estaba convencida de que el refinamiento que Perline adquiriría en Sainte-Marie-des-Bois era insuperable.

—¡No sabes cuánto detesto el internado, Emilia! —me confesaba mi desdichada prima cada vez que tocábamos el tema.

Perline era tres años menor que yo y me adoraba. Yo había rogado que no la enviaran lejos de casa y seguía insistiéndole a mi tía que le permitiera no regresar al internado, pero el destino de mi prima parecía ser Suiza, al menos hasta que cumpliera los dieciocho años.

Aun si era cierto que no quería separarme de Perline, hacer lo que se me antojara con mi tiempo de verano era sublime: mi padre se preocupaba en exceso por mi bienestar y yo, aunque apreciaba la tierna atención que me prodigaba, no podía evitar sentirme abrumada. Sabía que deseaba protegerme de toda calamidad, pero que me recordara el peligro de rodar gradas abajo cada vez que descendía un escalón había empezado a afectarme los nervios.

Dios parecía haber

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