Como un prodigioso espejismo en el desierto el tren atraviesa el mediodía arrastrando un vocinglero cargamento de pájaros; livianas jaulas de mimbre atiborradas de alondras, jilgueros, loicas, zorzales, bandurrias, canarios, diucas, chincoles y de un cuanto hay de pájaros cantores al sur de la patria; cientos de aves de todos los plumajes y colores que en una alucinante algarabía de trinos y gorjeos cruzan, a treinta kilómetros por hora, el paisaje más árido del mundo.
«Es un enganche de pájaros», dicen los viejos, aludiendo a esos hatos de campesinos arreados periódicamente desde el sur del país con la promesa ilusoria de que en las salitreras el dinero se cosecha a ras de suelo.
A la esposa del administrador de una oficina se le antojó tener una pajarera gigante en sus jardines. La dama ya contaba con piscina, cancha de tenis, plantas, flores; ahora quería una pajarera para exorcizar este silencio que me lastima el corazón, amado mío. El señor administrador, que en su homenaje había bautizado la oficina con su nombre, encargó un millar de pájaros cantores de los campos chilenos, cargamento que fue traído en barco, descargado en el puerto de Coloso y transportado a la pampa en un carro plano enganchado a la cola del tren de pasajeros. De modo que esa mañana los viajeros subieron al desierto arrastrando consigo una bullanga de las más variadas especies de aves. Poco antes de llegar a destino sucedió la desgracia. El tren descarriló y, al volcarse el carro plano (el único que volcó), las jaulas rodaron, se abrieron y se desbarataron, y lo que contaban después los pasajeros en las tabernas de Yungay, con los ojos aún maravillados de asombro, era increíble: una algazara de aves en fuga –pequenes, codornices, pitíos, choroyes, queltehues, mirlos, calandrias y de un cuanto hay de pájaros al sur de la patria, por Dios que es cierto, paisanito– echó a volar en desbandada por los cielos de la pampa, tiñendo el aire de colores y trizando de trinos el duro diamante del mediodía.
«Era un remolino de pájaros», decían los viejos, riendo.
Esto sucedió en el cantón de Aguas Blancas. Y se dice que por el tiempo en que Malarrosa aprendía a dar sus primeros pasos, aún era posible vislumbrar de pronto el colorido plumaje de alguno de estos prófugos posado en los cables del telégrafo. Todavía por las tardes los asoleados de las oficinas salitreras llegaban a las cantinas contando el milagro de un sinsonte que llegó a trinarles a la calichera en busca de agua. A veces, en la indolente hora de la siesta pampina, un mirlo o un cardenal entraba por la ventana de alguna casa de remolienda y las putas más jóvenes, alborotadas como niñas de las monjas, corrían chillando desnudas por los aposentos tratando de capturarlo con sus negligés de seda. El padre de Malarrosa contaba que su pequeña hija una vez atrapó un canario (su madre decía que era un jilguero) al que sorprendió picoteando las semillas de las ramas de la escoba. Después de un tiempo ya sólo se encontraban pájaros muertos. En las tortas de ripios, en la línea del tren, en las plazas de juegos infantiles y hasta en los viejos cementerios pampinos, los niños solían hallar los cuerpecitos entierrados de chincoles, zorzales o alondras, descolorándose al sol lo mismo que las flores de papel.
I
Debió llamarse Malvarrosa. Nombre elegido en homenaje a su madre, Malva Martina, y a su traslúcida abuela, Rosa Amparo. Sin embargo, por error del oficial del Registro Civil, o porque el insensato de su padre fue a inscribirla tan borracho que apenas podía farfullar palabra, terminó llamándose Malarrosa. Y si el nombre influye en el carácter y en el destino de un ser humano, como dicen los adivinos de la onomancia, entonces ella, que estaba predestinada a ser una niña feliz, un tanto crédula si se quiere, rozagante de hoyuelos como deben ser las Malvarrosas del mundo, la sola letra desgajada de su nombre desarmó toda la trama y la convirtió en lo que realmente llegó a ser: una criatura arisca, tácita, solitaria, de grueso pelo negro y ojos color de espejismo.
Aunque nació en la oficina San Gregorio, Malarrosa se crió desde los tres años en Yungay, un pueblo surgido junto a la estación de trenes del mismo nombre, en el cantón de Aguas Blancas, la región del desierto de Atacama más parecida, por lo inhóspito de su paisaje, a un planeta deshabitado. Parecía una niña carente de ánimo; sin embargo, desde muy corta edad ya miraba a las cuencas de la muerte sin pestañear ni bajar la vista, con más entereza conque luego miraría a los ojos inquisitivos de la atrabiliaria anciana preceptora de la escuela, señorita Isolina del Carmen Orozco Valverde.
Y es que además de ser sobreviviente de la matanza de San Gregorio; además de las numerosas muertes violentas que le tocaba presenciar en las grescas al interior de los garitos y tugurios donde la arrastraba su padre en su afán por el juego; además de haber visto agonizar y morir a su abuela y a su abuelo maternos, a escasos dos meses de diferencia, y de haber asistido a la muerte prematura, por «ahojamiento », decía su madre, de dos angelitos mellizos, hermanos suyos, a los cuatro días de nacidos (ella les confeccionó sus alitas doradas, ella hizo los claveles para poner entre sus manitos yertas, y ella recortó lunas y estrellas para pegar en la sábana que cubrió la pared contra la que fueron velados, sentados en sendas sillitas de paja); además de todo aquello, hacía tres años, su propia madre había exhalado el último suspiro en sus brazos, después de una larga agonía en que la tuberculosis la fue royendo por dentro hasta dejarla enfundada en una pura cáscara tensa y transparente.
«Murió como un pajarito», fue lo único que le dijo a la primera vecina que llegó a asistirla en el velorio.
Desde que había atrapado al jilguero picoteando las semillas de la escoba en el patio de la casa –que mantuvo en una caja de zapatos aportillada hasta que se le murió de melancolía–, además de dibujar y pintar con sus tizas de colores nada más que pájaros, todas sus comparaciones y sus recuerdos y sus sueños tenían que ver con ellos.
Como por esos días de infortunio su padre andaba probando suerte con las cartas en alguna de las salitreras (el jefe de estación trató de ubicarlo a través del telégrafo, pero no fue habido), Malarrosa, sola, sin derramar una lágrima, se encargó de todos los trajines del velatorio y del funeral de su joven madre. Ella le cerró los párpados para siempre; ella eligió y le puso uno de sus dos trajes de domingo (el de tafetán morado, con vuelitos que tanto cuidaba); ella le peinó su larga cabellera hacia un solo lado de la cara, como a su madre le gustaba hacerlo cuando su marido estaba ausente, y ella la acomodó en el ataúd con las manos cruzadas en el pecho, como había visto en una fotografía a una emperatriz de un lejano país de cuento. Ella también, con carmines y polvos de arroz, le coloreó su pálida carita de muerta para que luciera bella y pulcra y Dios la recibiera en su Santo Reino con los rubores y la hermosura de sus tiempos mozos (en las tardes calmosas de la pampa, mientras la despiojaba dulcemente, su madre siempre le contaba de la vez que fue elegida Reina de la Trilla en su pueblo del sur). Tan bien acicalada y compuesta se veía Malva Martina en el recuadro de su ataúd, que fue la admiración de todas las mujeres acompañantes al velorio.
«Esta niñita tiene el don de resucitar muertos», decían maravilladas las matronas. «Miren, si parece que le hubiese dado el soplo de vida a la finadita».
Tanto fue el asombro que causó entre la gente su talento en el oficio del maquillaje, que desde esa vez los servicios de Malarrosa fueron solicitados en cada casa donde se producía una defunción, ya fuera de mujer o de hombre. Con sus pinceles, sus polvos de arroz, sus carmines y coloretes, la niña hacía verdaderos milagros sobre la palidez cerosa del rígor mortis. Tan apreciada llegó a ser esa especie «de virtud que posee esta niñita, Dios me la guarde», que la octogenaria preceptora de la escuela, que ya andaba prediciendo su muerte a quien la quisiera oír, le había hecho prometer –y hasta le anticipó unas monedas de plata peruana– que sólo ella, y nadie más que ella, le «arrebolara las mejillas» en su lecho de muerte.
Aquella vez, en medio de su tristeza, Malarrosa tuvo la claridad y la tozudez suficiente para disponer la sala mortuoria de su madre en el comedor de su casa, y no en la sala del Club Yungay, como querían algunas empingorotadas damas, a quienes la finada asistía como empleada doméstica dos veces por semana. Ella misma cubrió el espejo de luna biselada, de medio cuerpo, que tanto le gustaba a su madre, dio vuelta los pocos cuadros que quedaban (su padre ya había comenzado a vender los enseres de la casa para cubrir deudas de juego), se consiguió más bancas, recibió sin llorar las sentidas condolencias de conocidos y desconocidos, acomodó las flores de papel, colgó las coronas en los clavos de la pared, y por la noche, con la ayuda de algunas vecinas piadosas, que le prestaron tazas, azucareras, cucharillas y los utensilios de cocina necesarios, preparó el chocolate caliente y atendió con gravedad de viuda de militar a los acompañantes trasnochados.
Al día siguiente, ella misma, sin haber dormido en toda la jornada, precedió el funeral llevando la cruz de madera con una entereza de espíritu admirable. En el camposanto tampoco se la vio llorar. Al contrario, dejó caer los primeros puñados de tierra en la fosa sin que su alma se quebrara con ello, aceptó las últimas condolencias con serenidad y gran estado de ánimo, y volvió del cementerio con un estoicismo desconcertante en una niña de diez años.
«Esto de codearse con la muerte sin pestañear viene de familia», decían las vecinas. Y agitadas y febriles contaban lo que la propia abuela de la niña solía relatar en vida: que en sus tiempos jóvenes, allá por los campos de sus sures natales, hubo un tiempo en que había ejercido de llorona. El oficio consistía en llorar toda la noche en el velorio de un desconocido; mientras más acaudalado el muerto, más quejoso y doliente debía ser el llanto. Había que partirse el alma llorando. Según doña Rosa Amparo, ella era una de las más solicitadas en muchos kilómetros a la redonda, que con una túnica de color gris azulado, hecha especialmente para su labor, llegaba a los velorios en la hora de más concurrencia, les daba el más sentido pésame a los familiares, se instalaba junto al ataúd y, con las mangas atiborradas de pañuelos, rompía en un doliente llanto inconsolable. En sus momentos de inspiración, y cuando los caudales del muerto así lo ameritaban, acompañaba su llanto con aullidos y convulsiones, mientras se golpeaba el pecho con aflicción y se arrancaba grandes mechones de pelo. «Si hasta había gente que rompía a aplaudir», contaban las mujeres que decía la abuela de la niña, abanicándose con gesto orondo, en los corrillos de las tiendas de abarrotes.
Cuando el padre apareció por la casa, su mujer llevaba tres días bajo tierra. Entre todos los vecinos, incluidas las madames y meretrices de las pocas casas de trato que iban quedando en el pueblo, y de los jugadores amigos del viudo, habían hecho una recaudación voluntaria para paliar los gastos de las exequias.
Desde entonces, hacía casi tres años a la fecha, Saladino Robles, un jugador de poca monta –y de una mala suerte crónica–, esmirriado de físico y de espíritu, que cojeaba del pie derecho, andaba para todas partes arrastrando de la mano a su hija, tratando de criarla y protegerla lo mejor que podía. Aunque, en realidad, sucedía todo lo contrario. Era ella la que hacía el papel de madre para él. Era Malarrosa la que se afligía por su salud, la que se ocupaba de que no se quedara tirado por ahí a la intemperie cuando se emborrachaba como tagua, de que se alimentara lo suficiente para que no empezara a escupir sangre como su madre, y sobre todo que no le faltara ropa limpia. Y en sus febriles noches de juego era ella también la que se desvelaba cuidando con celo de leona que no le fuera a ocurrir nada malo a su papito. Incluso, sin que él lo supiera, llevaba siempre un pequeño cuchillo escondido entre sus ropas para defenderlo de posibles grescas de jugadores camorristas, y defenderse ella misma de los borrachos libidinosos y de los futres pervertidos que en los tugurios querían manosearla y le ofrecían dinero para que los acompañara a lo oscurito. Y pese a todo aquello, y a que ambos tenían más diferencias que similitudes –lo único que había heredado de él era el color de puna de sus ojos lanceolados–; pese a que él la hacía vestir con mamelucos y camisas de niño, y que nunca la llamaba por su nombre, Malarrosa adoraba a su padre.
Y si desde el mismo día de su bautizo una ringlera de hechos azarosos había seguido inexorablemente sus pasos, su verdadera historia de albures comenzó poco antes de cumplir los trece años, exactamente la noche en que Amable Marcelino, el mejor y más temido jugador de póquer del cantón de Aguas Blancas, cayó muerto de un balazo en un garito de Yungay, a sólo dos metros de donde ella, sentada en una pequeña banca de madera, trataba de pegar los pedazos rotos de su pequeña alcancía de gallinita de yeso.
Por entonces el pueblo de Yungay, uno de los tantos caseríos perdidos en el desierto de Atacama, daba sus últimos estertores. La crisis del salitre lo estaba lapidando. En el reducto de sus cuatro manzanas –antaño arduas y fragorosas de vida–, con varias de sus casas ya deshabitadas, se contaban apenas trescientos habitantes, la mayoría de ellos dedicados al comercio. Pero como el tren pasaba por allí, y allí estaban los servicios públicos, diariamente circulaban por sus calles medio millar de personas en tránsito, entre visitantes de los puertos salitreros de Coloso y Antofagasta y obreros y empleados de las pocas oficinas que aún funcionaban en el cantón.
En sus buenos tiempos, los afuerinos que durante los fines de semana copaban sus calles y locales sobrepasaban las dos mil personas. La mayoría eran obreros que venían a desfogarse de cuerpo y alma, a cambiar toda su paga por vino y cerveza en barriles, por música de victrola y risas de mujeres a granel, mujeres recargadas de colorete y ligeras de ropa. No en vano, en su exigua superficie construida, aparte de tres hoteles, casas de pensión, botica, tiendas de ropa, depósitos de vino, billares, cantinas y tabernas, llegaron a funcionar diecisiete casas de caramba y zamba.
Y aunque de todo aquello quedaba muy poco –de los diecisiete burdeles sólo quedaban dos: El Poncho Roto y El Loro Verde–, así y todo, las peleas de borrachos, los robos y los asesinatos andaban a la orden del día. La policía, a cargo de un teniente del Ejército y dos ayudantes, no daba abasto, pues tenía que atender también a las oficinas salitreras que no contaban con cuerpo policial. Además, el establecimiento que ocupaba el cuartel era tan deficiente para el servicio, que a los detenidos poco menos había que tomarles la palabra de caballero de que no harían abandono del local antes de cumplir con sus días de punición o con el pago de la multa.
En su honor habría que decir que Yungay contaba con una escuelita pública, privilegio del que la mayoría de las oficinas y pueblos de la pampa carecían. Aunque el local donde funcionaba fuera un miserable barracón de calaminas y piso de pino Oregón donado en su tiempo por el general José María Pinto, fundador del pueblo. La escuela contaba con veinticinco alumnos –las mujeres asistían en las mañanas, los hombres por la tarde–, y se hallaba desde siempre a cargo de la preceptora, señorita Isolina del Carmen Orozco Valverde, estricta anciana que, además de ser fiel partidaria del lema «la letra con sangre entra», era católica devota, de aquellas de misal y rosario. Como Yungay no tenía iglesia («lo último que se acuerdan de edificar en estos pueblos réprobos de la pampa es la Casa de Dios», reclamaba cada vez que podía la preceptora), una vez por mes, cuando llegaba de visita el sacerdote de Antofagasta, ella facilitaba la única sala de la escuela para que se llevaran a cabo los santos oficios.
Ahora, a pocos días del aniversario patrio, cada una de las casas particulares, locales comerciales y edificios públicos del pueblo (la delegación municipal, el cuartel de la policía, la oficina de correos y la escuela) se veían adornados de banderas, escudos y guirnaldas de colores. Y por las noches, además del alumbrado público con gas acetileno, se encendían decenas de bellos faroles de papel confeccionados por la numerosa comunidad de inmigrantes chinos.
Sin embargo, como venía sucediendo cada año para la fecha de Fiestas Patrias, el edificio que según todos los pronósticos se llevaría el premio como el mejor adornado e iluminado de Yungay, era el Hotel Estación, construido justamente frente a las dependencias de la estación ferroviaria. Y fue ahí, en el garito clandestino de este hotel, donde la noche de aquel 14 de septiembre, Amable Marcelino cayó tumbado por un certero balazo en el corazón.
Los testigos del crimen, jugadores y curiosos, luego de reducir al hechor a golpes de pies y puños, se quedaron atónitos contemplando al muerto tirado de espaldas en el piso con los brazos abiertos. Lo que atraía la atención de todos no era precisamente su envergadura –en el suelo parecía más grande de lo que ya era–, ni su elegancia de patán tirado a futre –traje a rayas, polainas de gamuza y corbata con prendedor de vidrio–, ni el chorro de sangre que borboteaba de su corazón agujereado tiñendo su chaleco de fantasía y apozándose en el piso como una ponchera derramada; tampoco su inmutable cara de póquer que no mudó ni ante el juego final de la muerte; lo que todos miraban fascinados era el sexto dedo de su mano izquierda, emergiendo del flanco de su meñique. Y todos pensando exactamente lo mismo: cómo demonios cortárselo.
Amable Marcelino, alias el Seis Dedos, no era sólo el mejor jugador de póquer del cantón de Aguas Blancas, sino uno de los mejores de toda la comarca salitrera, desde las pampas de Taltal hasta los tamarugales de Iquique. Y era leyenda en el ámbito de los jugadores que aquel lívido apéndice de su mano izquierda constituía su natural –o antinatural– amuleto de la suerte. Prodigiosa suerte que en las mesas de juego parecía cosa del diablo. Se sabía que Amable Marcelino era el único jugador de por estos lados que alguna vez le había ganado una partida a Tito Apostólico, en la única vez que éste estuvo en el pueblo. Y era fama entre los lugareños que el legendario tahúr había prometido volver algún día a cobrarse la revancha.
Amable Marcelino en vida fue un individuo que nunca le hizo honor a su nombre. Todo al revés: era de bilis negra y ademanes espamentosos. Además de su recargada elegancia –tan en extremo que se había hecho sacar un diente bueno para incrustarse una pieza de oro– y de ser un mujeriego empedernido, todos sabían que llevaba un corvo debajo del sobaco, y que más de una vez lo usó a sangre fría, sin ningún remordimiento. Al momento de su muerte frisaba los sesenta años, medía un metro con noventa y dos centímetros y pesaba «ciento veinte kilos, catorce gramos y un buen poco más», como le gustaba decir agarrándose las alforjas obscenamente, a dos manos, en medio de sus estrepitosas carcajadas.
En realidad, a Amable Marcelino le gustaba andar agarrándose las alforjas. Especialmente mientras jugaba. «Espanta la mala suerte», decía entre guasón y serio, mientras miraba impertérrito el abanico de sus cartas ganadoras. Y hubo un tiempo en que todos los jugadores del pueblo, cual más, cual menos, andaban con sus partes pudendas cogidas a dos manos. Pero no les daba ningún resultado.
«Claro», se burlaba él, ahogándose de risa, «es que hay que agarrárselas a dos manos y a once dedos».
Así de grosero era Amable Marcelino. Así de bruto. Por todo eso, lo que volvía patético el hecho criminal era que el fullero que acababa de darle muerte de un tiro a quemarropa (con una pistola que sacó del bolsillo interior de su paletó y que parecía de juguete) era un monicaco enclenque como perro de usurero que había llegado al pueblo sólo un día antes, y que nadie supo quién era ni de dónde crestas venía. Como sentenció con sorna el español dueño del hotel, cuando aún no se enfriaba su fiambre:
«Tanta prosopopeya para terminar matado con una pistolita de mujer».
Entre los jugadores y curiosos testigos del crimen, el que miraba con especial embeleso el dedo fetiche del muerto era Saladino Robles. Como siempre, esa noche el jugador andaba acompañado de su pequeña hija, vestida de hijo. Mientras se esperaba a la policía, ya puesta sobre aviso, fue ella, Malarrosa, pese a la tirria que su padre le tenía al finado, la que atinó a cerrarle compasivamente los ojos y a cubrirle la cara con su propio sombrero alón, también salpicado de sangre.
Saladino Robles no le dijo nada. Ya bastante tenía con haber perdido todo, como siempre. Y pensar que por la mañana se había levantado de la cama particularmente animado. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños. «Cumplo la edad de Cristo, Malita», le había dicho a su hija dos días antes, cuando, al enterarse del juego programado en el hotel, comenzó a ver qué podría venderle al turco de la tienda. Convencido de que por ese solo motivo su suerte tenía que cambiar, vendió algo de lo poco que le iba quedando en su casa desmantelada para poder jugar con los más connotados tahúres que aquella noche habían venido desde Coloso y desde algunas salitreras del cantón. Sin embargo, como siempre ocurría, lo perdió todo, incluido el dinero ganado por su hija en los últimos «emperifollamientos de fiambres», como decía él, y que guardaba en su gallinita de yeso. Él no sabía que Malarrosa había estado ahorrando para comprarle un sombrero nuevo como regalo de cumpleaños (en la tienda La Chupalla le habían asegurado que los que ella quería llegaban en dos días más, directamente desde la capital). Al ver que se estaba quedando sin un peso, se desesperó, mandó a la niña a buscar su alcancía y, delante de todos, sin ningún escrúpulo, la quebró contra el piso y apostó su contenido a un full de ases. Y perdió. «Naciste salado, Saladino», oía resonar en su cerebro aneblinado por el vértigo del juego y del aguardiente, cuando sonó el disparo que mató a Amable Marcelino.
«Naciste salado, Saladino» era la frase con la que se burlaban de él amigos y enemigos desde que era un niño patipelado allá en la oficina de Agua Santa, y perdía todas sus fichas y embelecos jugando a las chapitas.
El encargado de la policía, teniente del Ejército, Rosendo Palma, llamado por la gente el Verga de Toro, hizo su entrada al salón del hotel justo en el momento en que un jugador foráneo, uno de bigotes de manubrio y expresión arrufianada, ya había sacado una navaja con cacha de hueso y, a espaldas de todos, estaba a punto de cortarle el dedo al muerto.
El teniente Verga de Toro, un colchagüino culijunto, de rostro rosáceo y voz de pito, que trataba a todo el mundo de legañoso, estaba coimeado por la mayoría de los garitos, fumaderos de opio y casas de tolerancia del pueblo. Y de eso todo el mundo estaba al tanto. Tal vez por lo mismo, para hacer escarmiento del hecho de que cada habitante del pueblo sabía de sus cohechos, el teniente era en extremo violento con los detenidos, particularmente con «esos calicheros legañosos» que se pasaban de copas y no iban a trabajar y se quedaban a armar bochinche en las calles del pueblo. A éstos, luego de ponerlos en el cepo, procedía a azotarlos con una verga de toro charqueada y acondicionada como huasca, instrumento que llevaba consigo a todos lados y que le valió el mote de Verga de Toro. Se decía que habían sido las prostitutas quienes lo apodaron de esa manera, porque, según las más lenguaraces, el teniente era impotente, y lo único que hacía cuando las visitaba –además de emborracharse hasta