Índice
Portadilla
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Créditos
Grupo Santillana Chile
La reina Isabel cantaba rancheras
1
Terminan de apagarse los sones de la canción
mexicana que antecede a la que él quiere escuchar, y en tanto la
aguja del tocadiscos comienza a arrastrarse neurálgica por esa
tierra de nadie, por esos arenosos surcos estériles que separan un
tema de otro, el ilustre y muy pendejísimo Viejo Fioca, paletó a
cuadritos verdes y marengo pantalón sostenido a un jeme por debajo
del ombligo —pasmoso prodigio de malabarismo pélvico—, trémulo aún
de la curda del día anterior y pálido hasta la transparencia, llena
su tercer vaso de vino tinto arrimado espectralmente al mesón del
único rancho abierto a esas horas de domingo —día del Señor, como
le enrostran allá afuera, revestidos de su gracia y a voz en
cuello, los matinales evangélicos de la Oficina—, día en que, sin
tener que subir al cerro, levantose a la misma cabrona hora de
siempre, todavía con noche, sintiendo en la garganta la erosión
creciente de una resaca que ni los mismísimos salares de Atacama,
paisita, por las recrestas, y que lo hizo salir de los buques (no
sin antes haber llamado en vano a varios de los camarotes de sus
compañeros de parranda) a una fantasmal ronda por las calles del
campamento —a esas horas todavía solitarias y cubiertas de la
apestosa neblina de polvo—, en donde recién a media mañana, ya con
el sol carajo de la pampa picando como sólo pica el carajo sol de
la pampa, el boliviano del Copacabana se dignó a destrancar las
puertas y a confiarle hasta el jueves, sin falta, paisa, usted
sabe, ese urgentísimo litro del Sonrisa de León que,
ahora, escanciada ya la mitad de la botella, viene en dejar sobre
la untuosa plancha de zinc del mesón, acodándose y acomodándose no
para oír mejor, sino para sentir mejor —lo sentimental no se lo
quita nadie— esa canción ranchera que tanto le gusta y que sabe es
la penúltima de la cara A de ese long play que le costó un triunfo
hacer que el altiplánico ranfañoso de mierda lo tocara, long play
cuya carátula magnífica, a todo color, una noche de borrachera le
pelara sin asco al mismo boliviano macuco, que tiene pegada en una
de las paredes de su camarote de viejo solo (de viejo botado y
puñetero, como lo joden en los bochinches de borrachos,
tratando de hacerlo enojar, los borrachos casados y con más
cachos que un camal, como contraataca él, incisivo), y que
conserva colocada junto con la estampa de Miguel Aceves Mejía a
caballo, entre ese verdadero catálogo de monas peladas,
tijereteadas libidinosamente, de Pingüinos y Viejos
Verdes, que cubre las paredes de su cuchitril, pero en un
lugar claramente privilegiado, claro que sí, justo en medio de sus
regalonas: la colorina con cara de pervertida ofreciendo la
exuberancia de sus ubres en bandeja de plata y la brillosa morena
protuberante que, arrodillada en una expresión beatífica, luce por
toda prenda una inmaculada cofia de madre superiora, y es que
Miguel Aceves Mejía, o Miguel Aveces Jemía, como en un
cariñoso por inocente juego fonético le llama la huasada de los
buques, es uno de los cantantes charros que más le gusta, sobre
todo en este tema lleno de sentimiento que ya comienza a aleluyarle
el alma con esa exultante entrada de violines y trompetas a todo
dar, escoltados por el guitarreo inconfundible de los mariachis y
el vibrar ronco y zumbante de ese verdadero armario que es el
guitarrón y que seguramente carga y pulsa un mariachi achaparrado y
gordito, de espesos bigotes a lo Villa y un verrugoso lunar
esculpido en su redonda cara de ídolo azteca, y que quién dice que
no sea el mismito que en esos precisos instantes espolea
briosamente a Miguel, diciéndole: «Arráncate, Miguel, con un grito
de esos que tú sabes echar», y Miguel, ni corto ni perezoso, a lo
mero macho, carajo, ya se está arrancando con un grito de esos que
sólo él sabe echar, un grito largo, gorgojeado, estentóreo, un
alarido que en la acústica del local vacío resuena lo mismo que si
al cristiano me lo estuvieran capando a sangre fría, paisita, o
como si una mano de mujer caliente, urgida, salvajemente efusiva la
hembra, que sí las hay, paisa, por las recrestas, se lo dice el
Viejo Fioca, le estuviera oprimiendo voluptuosamente uno o los dos
compañones a la vez, grito lindo que tiene la virtud de
transportarlo hasta los parronales mismos de la santísima gloria,
de espeluznarle, de ponerle la carne de gallina, de encenderle
mágicamente otro de sus Libertys arrugados y, milagro de cada día,
hacerle levitar hasta la mano, cual prístino cristal santificado,
el infecto vaso empañado de grasas digitales y cagarrutas de moscas
que, de un envión impecable, olímpico, trasluciéndosele el vinito
por el pellejo tornasolado de su perigallo trémulo, se manda hasta
atrás, hasta el concho, hasta verte, Jesús mío, hasta las mismas
recachitas se manda, y entonado entonces, resuelto, lírico,
masticando con fruición el abyecto saborcito del vinacho —latigudo
como chicle de velorio el bestia— que lo hace resoplar como un
caballo viejo, se va imaginando a Miguel achamantado al pie de un
balcón anochecido, dedicándole flor de serenata a una muchacha que
en camisón de dormir, ensayando candidos mohínes de mosquita
muerta, pero reprimiendo el orín de puras ganas la guachita, paisa,
escucha la canción semioculta tras los visillos con luna del alto
ventanal colonial, o cantando y caracoleando sobre un lustroso
pingo se lo imagina —recortado contra un fondo de cerros verdes
como de tarjeta postal y su imagen ecuestre repetida en el idílico
espejo de un río—, camino a la Feria de las Flores, que es adonde
indefectiblemente van cantando siempre los charros, y ya le parece
verlo con su sombrero caído alegremente a la espalda, dejando bien
a la vista ¡y era que no!, como un palominado que le hubiera dejado
caer la providencia misma, su muy consentido mechón blanco,
igualito, igualito a como lo ha visto no sabe cuántas veces, en
esas entalladas películas mexicanas que son las que más gente
llevan a los cines de las salitreras, y que él mismo no se pierde
por ningún motivo, por ningún cabrón cataclismo de este mundo ni
del otro, y es que sureño como es él y la mayoría de los pampinos
viejos, esas lindas películas con hartas canciones, con caballos
blancos habilosazos y llenas de paisajes campestres, le traen
reminiscencias de su lejana tierra natal, de los queridos sures de
sus nostalgias, todavía enverdecidos en su memoria, desde donde un
día, siendo aún casi un peneca, un chamaco recién meando dulce, se
enganchara hacia estas desconocidas pampas perdidas de la patria
con la idea de trabajar sólo por un tiempito, pero trabajar duro,
eso sí, deslomarse trabajando, sacarle sangrecita al cerro, como se
dice por aquí, para después volver a la casa con una maleta llena
de ternos cruzados, un tonto Longines tictaqueándole suavecito en
el bolsillo de perro —atado a una gruesa leontina de oro— y la
billetera de cuero legítimo abarrotada de billetes de todos los
tamaños y colores, y resulta que ya van más de cuarenta años
empampado en estas peladeras del carajo, cuarenta y dos años y once
meses para ser más exactos, paisa, por la poronga del mono, soñando
todavía con toparse algún día a la vuelta de un cerro pelado con la
dorada Ciudad de los Césares, esperando aún el grandísimo cabeza de
alcornoque tener alguna vez la dicha de ver caer el maná sobre
estos miserables desiertos de mierda que ni en sus sueños más
baldíos tuvo la osadía de imaginar, más de cuarenta años, paisanito
lindo, qué me dice usted, sin ver el más huacho y pililiento de los
álamos, sin sentir en sus narices el aroma empalagoso de la
humeante bosta de vaca recién hecha, sin oír el relincho de un
overo más que en las puras praderas de mentira del percudido telón
del cine cuando dan alguna mexicana, y, por eso mismo, cada vez que
la cartelera se enfiesta con esos gloriosos afiches llenos de
ponchos multicolores, sombreros grandes, guitarras y gallos
colorados que, lo mismo que un buen vaso de vino, alegran el áspero
espíritu de los viejos, no tiene ningún empacho en repetirse las
cuatro funciones del único día de exhibición —matinal, matiné,
vespertina y noche—, acompañado siempre por alguna de las fieles
niñas de los buques —sus únicas relaciones femeninas en la pampa—,
en especial por su Reinita del alma, la más cariñosa y sentimental
de todas, la que más ríe y goza con las regadas de los
incomparables Chicote y Mantequilla, la que más pañuelos humedece
con las vicisitudes de la muy plañidera Sara García y —porque ella
también canta canciones rancheras— la que más gusta y celebra los
contrapuntos cantados entre el jovencito y la niña de la película,
«Mi Reinita de Corazones», le dice él, y de la cual, lo mismo que
el Huaso Grande, el Hombre de Fierro, el Caballo de los Indios y
una punta de viejos más (algunos aseguran que hasta el mismo
Astronauta), está total y senilmente enamorado (chalado, chiflado,
encaprichado, flechado, amartelado, prendado, encamotado y además
tarado el pobre Fioquita, como le joroba, sarcásticamente
compungido, su amigo el Poeta Mesana) o, a las perdidas, cuando las
niñas están caídas a la nostalgia y no se las puede hacer salir ni
con grúa de sus rinconcitos de fotos y cartas familiares, o
simplemente andan en las tomas, o cuando la película llega en día
de pago y ellas no pueden asistir porque ese día «hay que darle
firme al merecumbeo pues, Fioquita, hombre», igual se va a meter al
cine con algún paisa de aquellos que llevando años en el norte aún
les resta lo suficiente de huaso acampao como para entrar muy
satisfechos a la sala con sus sombreros de paja metidos hasta las
orejas y corcovear de puro gustito ante el trote remolón de una
nerviosa yegua colorada, sin reparar para nada en la pierna larga y
a veces tecnicolormente rosadita de la preciosidad de amazona que
la monta, amazona que bien puede ser la misma que en una escena de
otra película (¡son tantas las que ha visto, caramba!) le da
calabazas al pobre de Miguelito, y en donde él, despechado («picado
el huevón porque la huevona lo miró como las huevas», como diría el
deslenguado del Cabeza con Agua contando la película en la mesa de
un rancho) y con todo el sentimiento que es capaz de chorrear su
sentimental corazoncito ranchero, le dedica esta misma canción que,
ahorita mismo, con su inconfundible voz de gorrioncillo pecho
amarillo, comienza a cantar por los parlantes polvorientos del
Copacabana, canción que no es otra que Ella, una de las
más inspiradas creaciones de José Alfredo Jiménez, cuyos primeros
versos, apasionados hasta más allá de la muerte, le hacen llenar de
nuevo el vaso de vidrio barato y —pizca de masoquismo indispensable
para adobar el vino solitario— sumergirse de cabeza en las
averdinadas tinajas de su memoria en busca de algún recuerdo de
amor cuya historia guarde semejanzas con la letra que lo emociona y
transporta, pero por más que va hojeando despacito entre los
retratos desvaídos de sus álbumes manchados de vino, no logra dar
con el rostro preciso de ninguna hembra a la que haya rogado de esa
tan patética manera, y es que aunque a lo largo de sus bien regados
años, más de alguna vez abrió sus labios sólo para decirle ya
no te quiero, el dolor y el despecho nunca fueron tanto,
putero fogueado él, claro, como para sentir que su vida se perdía
en un abismo profundo y negro como dramáticamente va
rezando la sentida letra de la canción, nunca hasta ahora, hasta
este preciso momento en que, aunque los mariachis no callan y de su
mano sin fuerzas el pringoso vaso no cae, el Viejo Fioca siente que
su pendeja vida comienza a perderse en un abismo profundo y negro
como su misma maldita suerte, cuando el cabrón del Poeta Mesana,
después de asomar el triángulo de su cara de búho por uno de los
vidrios rotos de una ventana, de entrar al rancho sigiloso y ceñudo
—vistiendo su negro ternito de desfile dominical—, después de
mandarse de un solo trago todo el concho de la botella y de
quedarse mirándolo fijamente, sin pestañear, inquietamente
perspicaz, como tratando de intuir si el Viejo Fioca está o no al
tanto de la noticia, le pone una mano en el hombro y, doctoral como
siempre pero sin acudir a ninguna de sus conocidas frases retóricas
(puras vueltas de perro pituco, como le está enrostrando a diario
la Malanoche), le dice roncamente:
—Murió la Reina Isabel.
La reina Isabel cantaba rancheras
2
El Poeta Mesana hacía poco rato que había
llegado de la mina cuando la Flor Grande, una de las pocas niñas
jóvenes de los buques, llorando impúdicamente por ojos y narices,
irrumpió semidesnuda en su camarote.
Luego de su característico baño a lo cowboy
—sólo de la cintura para arriba—, el Poeta Mesana acababa de
engullirse su acostumbrada porción de harina tostada, leche en
polvo y agua hervida. Espesa mazamorra humeante que cada mañana,
pausado, ceremonioso, en un ensimismado rito de pájaro solitario,
se preparaba en uno de esos grandes tazones de regalo, desorejado y
con el oro de la palabra Felicidades completamente
desvaído. Cerrera mezcla de puro concreto armado, hermanito, por la
concha, con que venía a reforzar el cadavérico pan con mortadela y
la bolsita de té langucienta que por todo y gran desayuno le
suministraban en la cantina.
Sus fragorosos calamorros con punta de acero
oreándose junto a la puerta entreabierta y el embarrado par de
medias de fútbol con que en los turnos de noche se guarecía los
pies del atigrado frío de la pampa, casi hicieron rodar por el
piso, blanco de polvo, a la intempestiva visita. Con sus largas
mechas negras en desorden, sus pechos bamboleantes y la selvática
frondosidad de su pubis negreándole grosera bajo la transparencia
lila de su camisón de dormir, la exuberante prostituta fue a dar
atolondradamente a los brazos del Poeta Mesana.
En esos momentos, en camiseta, luciendo sus
canijos pectorales cóncavos y los alagartijados bíceps de sus
brazos larguísimos, el Poeta se encontraba aplanchando su única
camisa blanca y su subversiva corbatita roja. Prendas con que
periódicamente se presentaba a hacer su numerito de declamación —su
entremés patriótico, le llamaba él irónico— en esos
conminatorios desfiles cívico-militares de homenaje a la bandera;
actos que desde hacía un tiempo, domingo a domingo, se venían
realizando rígidamente en la polvorienta Plaza de Armas de la
Oficina.
Su habitación de anacoreta se muestra
entalcada completamente del omnímodo polvo ambiente de la Oficina.
Su mobiliario consiste principalmente en cajones de explosivos
traídos desde la mina y que proliferan por toda la habitación. Unos
adosados a las paredes en forma de repisas, otros haciendo de
cómoda o de mesita de velador y el resto arrumado en cada uno de
los rincones, repletos de revistas y diarios viejos. Su camarote
tiene fama de ser el segundo más desordenado de los buques. El que
se lleva las palmas es el camarote del Astronauta, que hiede a rata
podrida y se halla tan abarrotado de maletas y baúles polvorientos
que se hace casi imposible circular en él.
Dos son los muebles que descuellan en la
habitación del Poeta Mesana. El primero es una caballeresca mesa
redonda construida de una base de carrete de cable eléctrico,
tamaño industrial, tangenciada por dos largas bancas de madera
bruta. El otro es su penitente catre de tubos de tres pulgadas de
diámetro pintado de color aluminio. Armatoste, este último, que él
llama el Huáscar, que usa con la cabecera apuntando
siempre hacia el norte y cuya parrilla de zunchos llevó
ascéticamente marcada en el espinazo hasta que se acordó un día de
comprar el colchón.
Asomando por debajo del catre, semiabierta,
una anacrónica maleta de madera barnizada en rojo, de la que
sobresalen mangas y partes de ropa arrugada, irradia la tristeza
apagada de un viejo animal domesticado. Todo esto, más un antiguo
aparato de radio que parece olvidado en uno de los cajones-repisa,
completan el paupérrimo confort de la habitación. Piedras
conformando figuras extrañas, recogidas en la mina después de las
explosiones, más algunas fichas salitreras de principios de siglo y
otras curiosidades halladas en los basurales de viejas oficinas
paralizadas —como botellas de perfumes o de licores ingleses—, son
exhibidas al desgaire en las repisas, más como piezas de museo que
como motivos de adorno.
Su catálogo de majas desnudas en las paredes
se aprecia más bien pobre. La mayoría ya estaba en el camarote
desde antes que él lo ocupara. Y las dos o tres con las que ha
contribuido, de pura inercia, comparadas con las que muestran los
otros camarotes, sicalípticamente empapelados todos, a decir
verdad, se ven bastante insípidas de libido. Más destacan un
arropado retrato de Gabriela Mistral, en color sepia, recortado de
una antigua revista Zig-Zag, y una larguísima lonja de
papel de envolver en donde, escrita con tinta china, está su
famosísima Cantata de las oficinas salitreras
abandonadas.
Sólo dos libros (más la evidencia del retrato
y de la Cantata) avalan su sospechosa reputación de
literato a mal traer. Se trata de una gran Biblia de tapas duras y
negras y de una Antología de poesía combatiente, editada
por Quimantú. La Biblia le fue obsequiada por un paisano evangélico
caído al alcohol y descarriado para siempre de los caminos de Dios,
luego de que en la mañana de un 19 de septiembre, en la oficina
Coya Sur, mientras se encargaba de hacer la salva mayor de veintiún
cañonazos, un cartucho de dinamita justo el número 13, le estallara
en la mano derecha y le volara los cinco dedos de raíz. La
Antología la rescató desde un tambor basurero después del
primer allanamiento llevado a efecto en los camarotes de los
buques. El libro había sido donado a la biblioteca del sindicato de
obreros, con una dedicatoria: «A los compañeros trabajadores del
salitre que, siempre unidos, jamás serán vencidos». Luego, venía la
firma del compañero donante y, enseguida, al pie de la página
—trágica, cómica, brutal—, la fecha: 10 de septiembre de
1973.
Por lo tanto, descontado el hecho de ser uno
de los pocos afortunados con un camarote para él solo —en algunas
épocas se llegó a ver hasta ocho personas por camarote—, su gran
fausto venía a ser el viejo radio RCA Victor. Aparato que después
del golpe militar ya no volvió a encender. Y no por alguna especie
de acto de contrición pacotillero, sino simplemente por no
amargarse más la bilis ni ponerse a llorar a moco tendido como ha
visto hacer a tantos. O, de pura impotencia —como también ha visto
hacer a muchos—, agarrar un día un palo de escoba y,
desequilibradamente, patéticamente, hermanito por la concha, salir
a la calle gritando pendejadas sin ton ni son.
Sólo las niñas encienden y manipulan el viejo
receptor, buscando música bailable, cuando en las noches de juerga
de los días de pago le toman el camarote como quinta de recreo.
Pero éstas también usufructúan de él nada más por un rato, sólo
hasta que el duende del vino les despierta la ovejita azul y
sentimental de sus tristes corazones de mujeres alegres. Porque,
entonces, enseguida no más lo dejan de lado para que la Reina
Isabel les cante todo el repertorio de sus más sentidas rancheras
de amor. O, llorosas y destempladas, cuando la Reina Isabel está
ausente, se ponen a cantar ellas mismas, a todo grito, hasta
terminar extenuadas y roncas y dormidas con la cabeza sobre la
cubierta de la gran mesa redonda. A veces, en un obsceno revoltijo
de muslos moreteados, terminan amontonadas todas sobre la picosa
frazada que hace de cobertor del escarpado catre de faquir del
Poeta Mesana. En esas ocasiones él amanece cortésmente durmiendo en
una de sus bancas de tablas.
Cuando a la Pan con Queso se le ocurrió
preguntarle un día, por qué él no se aprovechaba de ellas como lo
hacían en los demás camarotes cada vez que se emborrachaban, el
Poeta Mesana, muy digno él, muy ofendido además, le contestó que lo
perdonara un poco, pero que su preciosa pajarilla no era ningún ave
carroñera. Que primero tendrían que verse en el lamentable estado
en que quedaban tiradas las niñitas. El triste cuadrito que hacían
cuando, borrachas como tencas, con el rostro anegado en charcos de
babas y vómitos, y lastimosamente orinadas algunas, roncaban
sumidas en un miasma tibio y pestilente que no era sino un
irredento aura de vahos, eructos y pedos de cadáveres en proceso de
descomposición. «Sería como cabalgar sobre yeguas reventadas»,
sentenció el Poeta Mesana. «Y eso, criaturita de Dios, no va ni con
mí estilo ni con mi fama de jinete cosaco».
—Soy un Taras Bulba; no un tarado por la vulva
—terminó redondeando gravemente pitorrero el Poeta.
Su Cantata de las oficinas salitreras
abandonadas, pendida de un clavo junto al severo retrato de
Gabriela Mistral (profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de
cejas; travesura que le causó tal gracia que clausuró su camarote
como salón de baile por veinticuatro fines de semana), no es sino
una incompleta recopilación de más de doscientos nombres de esos
fantasmales escombros diseminados a través del desierto. Escrita en
una caligrafía ardua, la lista no guarda ningún tipo de orden
histórico. Los nombres de las oficinas no están distribuidos por
cantones ni por fechas de aparición ni por nada. Simplemente se
colocaron ahí a medida que fueron recopilándose, poniendo algo de
atención nada más al dibujo del margen derech
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