Lazos de sangre

Karen M. McManus

Fragmento

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CAPÍTULO UNO

MILLY

Llego tarde a cenar otra vez, pero hoy no tengo yo la culpa. Un machito condescendiente me acaba de cortar el paso.

—¿Mildred? Es nombre de abuela. Y ni siquiera de abuela enrollada.

Lo dice como si se creyera muy listo. Como si en mis diecisiete años de vida nadie se hubiera dado cuenta de que mi nombre no es precisamente un clásico que vuelve a estar de moda. Tenía que venir un banquero de inversión de Wall Street con el pelo engominado y un anillo en el meñique a facilitarme ese pequeño análisis sociológico.

Apuro los restos de mi agua con gas.

—De hecho, me llamo así por mi abuela —digo.

Estoy en un restaurante del centro de la ciudad a las seis en punto de una lluviosa tarde de abril y hago lo posible por mezclarme con los oficinistas que vienen a tomar un cubata al salir del trabajo. Es un jueguecito que mis amigas y yo practicamos a veces; vamos a bares restaurantes para no tener que preocuparnos por si nos piden el carné en la puerta. Nos ponemos nuestros vestidos más discretos y cargamos un pelín las tintas con el maquillaje. Pedimos agua con gas y una rodaja de lima —«en un vaso pequeño, por favor, no tengo mucha sed»— y nos la bebemos de un trago hasta dejar cuatro gotas. Entonces esperamos a que alguien nos invite a una copa.

Casi siempre hay alguien que pica.

El tío del anillo en el meñique sonríe y su dentadura brilla casi fluorescente bajo la tenue luz. Debe de tomarse muy en serio su rutina de blanqueamiento dental.

—Me gusta. Resulta chocante en una mujer tan joven y guapa. —Se arrima un poco más y me llega el tufo de un agua de colonia tan fuerte que casi me entra dolor de cabeza—. Tienes un aspecto muy interesante. ¿De dónde eres?

Buf. Es un poquitín mejor que la pregunta «¿eres de fuera?» con la que me entran a veces, pero sigue siendo un asco.

—De Nueva York —respondo con retintín—. ¿Y tú?

—Me refiero a tu país de procedencia —aclara.

En ese momento, doy la conversación por terminada. Ya estoy harta.

—De Nueva York —repito, y me bajo del taburete. Me alegro de que no me haya abordado hasta que estuviera a punto de marcharme, porque tomar un cóctel antes de cenar tampoco era la mejor idea del mundo. Capto la mirada de mi amiga Chloe, que está en la otra punta del local, y le hago un gesto de despedida, pero, antes de que pueda escapar, el tío del anillo en el meñique levanta el vaso como para brindar conmigo.

—¿Te puedo invitar a otra ronda de eso que estás bebiendo?

—No, gracias. He quedado.

Retrocede con el ceño fruncido. Muy fruncido. Tanto como si se hubiera saltado la última sesión de bótox. También tiene colgajos en la cara y patas de gallo. Es demasiado mayor para tirarme los tejos y lo seguiría siendo aunque yo fuera la universitaria por la que me hago pasar a veces.

—Y entonces ¿por qué me haces perder el tiempo? —gruñe, y su mirada ya revolotea por encima de mi hombro.

A Chloe le gusta el juego de los oficinistas porque dice que los chicos del instituto son unos inmaduros. Y tiene razón. Pero a veces pienso que más nos valdría ignorar hasta qué punto pueden todavía empeorar.

Pesco el gajo de lima de mi bebida y lo exprimo. No le apunto a los ojos directamente, pero me siento una pizca decepcionada cuando el zumo solo le salpica el cuello de la camisa.

—Perdón —digo con dulzura. Dejo caer la lima en el vaso y lo devuelvo a la barra—. Normalmente no te habría dirigido la palabra. Pero está muy oscuro aquí dentro. Cuando te has acercado, te he confundido con mi padre.

Ya le gustaría. Mi padre es mucho más guapo y, además, no es un pervertido. El señor Anillo en el Meñique abre la boca de par en par, pero lo empujo con el cuerpo y salgo del local antes de que pueda replicar.

El restaurante al que me dirijo está al otro lado de la calle, y la encargada sonríe cuando cruzo la puerta.

—¿La puedo ayudar en algo?

—He quedado con una persona para cenar. ¿Tiene una mesa reservada a nombre de Allison?

Mira el libro de reservas que tiene delante, y una arruga muy leve se dibuja en su frente.

—No veo a ninguna…

—¿Story-Takahashi? —pruebo. El divorcio de mis padres fue inusualmente amistoso, y la prueba A es que mi madre sigue usando ambos apellidos. «Bueno, es que tú todavía te apellidas así», dijo hace cuatro años, cuando acababan de divorciarse, «y me he acostumbrado a usarlo».

El ceño de la encargada se acentúa.

—Tampoco lo veo.

—¿Solo Story entonces? —apunto—. ¿Como «historia» en inglés?

Su frente se alisa.

—¡Ah! Sí, aquí está. Sígame.

Echa mano de dos cartas y sortea las mesas cubiertas con manteles blancos hasta llegar a una esquinera con banco corrido. La pared está forrada de espejos, y la mujer que ocupa la mesa toma una copa de vino blanco a la vez que observa su reflejo con disimulo y se atusa el moño oscuro para alisar pelos sueltos que solo ella ve.

Me dejo caer en el asiento que tiene delante mientras la encargada nos coloca delante las enormes cartas.

—Así que ¿esta noche eres Story? —le pregunto.

Mi madre espera a que la encargada se haya marchado para responder.

—No me apetecía tener que repetir mi apellido —suspira, y yo enarco una ceja. Normalmente, mi madre se toma fatal que la gente reaccione como si el apellido japonés de mi padre fuera impronunciable.

—¿Por qué? —pregunto, aunque sé que no me lo dirá. Antes de llegar a eso, hay múltiples niveles de crítica a Milly que superar.

Deja la copa en la mesa, y las diez pulseras de oro o más que lleva en la muñeca tintinean con el movimiento. Mi madre es vicepresidenta de relaciones públicas de una marca de joyería, y lucir los básicos de cada temporada es uno de los beneficios adicionales de su cargo. Me mira de arriba abajo y no se le escapan ni el maquillaje más cargado de lo habitual ni el vestido de tubo azul marino.

—¿De dónde vienes tan elegante?

Del bar de enfrente.

—De una movida de la galería con Chloe —miento. La madre de Chloe es dueña de una galería de arte del centro, y nuestro grupo de amigas pasa mucho tiempo allí. Supuestamente.

Mi madre coge de nuevo la copa. Toma un sorbo, vuelve los ojos un instante hacia el espejo, se toquetea el pelo. Cuando lo lleva suelto se le derrama sobre los hombros en ondas oscuras, pero, como siempre me dice, su cabello perdió la suavidad a raíz del embarazo, y ahora su melena tiene una textura áspera. Estoy segura de que nunca me lo ha perdonado.

—Pensaba que estabas estudiando para los finales.

—Estaba. Hace un rato.

Sus nudillos palidecen en torno a la copa, y yo espero lo que viene ahora.

Milly, no puedes terminar el penúltimo año de instituto con una media inferior a notable. Estás a un paso de la mediocridad, y tu padre y yo hemos invertido demasiado en ti como para que desperdicies como si nada la oportunidad que te hemos brinda

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