1
Cuatro meses antes
Después de un partido, necesitas media hora debajo del chorro de la ducha para quitarte la laca. Para arrancarte todas las lentejuelas. Para sacarte hasta la última horquilla que llevas clavada en el pelo.
A veces te quedas un buen rato debajo del agua caliente, mirándote el cuerpo, contando cada uno de los cardenales. Tocando las zonas doloridas. Observando el remolino que se forma a tus pies, la purpurina girando sin parar. Como una sirena que muda sus escamas.
En realidad, solo estás intentando controlar el latido de tu corazón.
Piensas: «Este es mi cuerpo y puedo conseguir que haga muchas cosas. Un giro, un mortal, un salto en el aire».
Luego te pones delante del espejo empañado por el vapor. Las marcas de color fucsia ya no están, las pestañas ya no brillan. Solo quedas tú y no te pareces a nadie que hayas visto hasta entonces.
No te pareces a nadie.
Al principio, ser animadora era algo con lo que llenar los días, los míos y los de las demás.
Desde los catorce hasta los dieciocho años, una chica necesita hacer algo para matar el rato; esa impaciencia eterna, esperando interminablemente, hora tras hora, día tras día, a que por fin pase algo, sea lo que sea.
«Hay algo peligroso en el aburrimiento de una adolescente.»
Lo dijo una vez la entrenadora, una tarde de otoño de hace mucho tiempo, mientras las hojas de los árboles se arremolinaban a nuestros pies.
Pero no lo dijo como lo diría una madre, una profesora, una directora de instituto o, peor aún, un consejero escolar. Lo dijo como si supiera de lo que estaba hablando y, además, lo entendiera.
Todas esas imágenes vaporosas de animadoras retozando en los vestuarios, tapándose el pecho, desnudo e incipiente, con los pompones. Toda esa retahíla de fantasías y sueños húmedos es, en cierto modo, real.
Es sobre todo ruido y sudor, es la violencia de los cuerpos magullados y marcados de las chicas, los pies doloridos por los golpes contra el suelo, los codos en carne viva.
Pero también es algo muy muy bonito, todas juntas en ese espacio húmedo y cerrado, más a salvo que en cualquier otro lugar del mundo.
Cuanto más me involucraba, más me poseía. Hacía que todo tuviera sentido. Me llenó las venas de sangre y esa misma sangre me corrió por la espalda, por el pecho y por el cuello hasta la cabeza, siempre bien alta.
Era algo. No se puede negar.
Y fue la entrenadora quien nos lo dio. Antes de que ella llegara, no teníamos nada. Así que… ¿te extraña que quisiera conservarlo?, ¿que luchara hasta el final?
Ella fue quien me enseñó las misteriosas maravillas de la vida, la vida real, la misma que hasta entonces yo apenas había vislumbrado. ¿Había sentido algo antes de que ella me mostrara lo que es sentir de verdad? Empujando las esquinas de su apretado mundo con los puños cerrados, me enseñó lo que significa realmente vivir.
Aquí estoy, Addy Hanlon, dieciséis años, el pelo largo y denso como un caramelo líquido y la piel tensa como una goma elástica estirada. Estoy en el gimnasio al lado de mi amiga Beth, ambas con sendas sonrisas del color de las cerezas y las piernas morenas del autobronceador, las coletas balanceándose al unísono.
Mira cómo abro y cierro los ojos, como si hubiera demasiadas cosas que asimilar.
Nunca fui una de esas típicas adolescentes del chicle en la boca, los ojos en blanco y los largos suspiros. Nunca fui como ellas. Pero conocía bien a ese tipo de chicas. Y cuando ella llegó, vi cómo se les caían las caretas.
Todos somos iguales en realidad, ¿verdad? Todos queremos cosas que no entendemos. Cosas que ni siquiera somos capaces de nombrar. El deseo es muy profundo, como si tuviéramos engranajes en el corazón.
Y aquí me tienes, en el vestuario, antes del partido.
Estoy limpiando el polvo de los recovecos, la pelusa que se forma dentro de mis deportivas de color blanco nuclear. Blanqueadas con guantes de goma, la nariz tapada, apestando a lejía. Me encantan. Me hacen sentir poderosa. Son las deportivas que me compré el mismo día que entré en el equipo.
2
Empieza la temporada
Su primer día. Nos la quedamos mirando con mucha atención, las cabezas ladeadas. Algunas, quizá yo también, con los brazos cruzados.
La Nueva Entrenadora.
Hay tantas cosas que asimilar, tanto que considerar y sopesar, pero la balanza se inclina ligeramente hacia el desprecio. Apenas un metro sesenta de altura, los pies hacia fuera como una bailarina, el cuerpo tenso como un tambor, las clavículas marcadas, la frente alta.
Su corta melena, si te fijas bien en las puntas puedes ver los cortes de la tijera (¿se lo ha cortado esta mañana, antes de venir al instituto?, debía de estar impaciente), la forma en que levanta la barbilla y la mueve como si fuera un puntero, de un lado a otro, mientras nos observa. Y, sobre todo, su sorprendente belleza, clara y cristalina como una campanilla de cristal. Nos golpea con fuerza. Pero no dejaremos que nos afecte.
Todas encorvadas, recostadas, con las manos en los bolsillos tecleando y borrando —cuántos años crees q tiene? mira el silbato, WTF—, los mensajes volando de aquí para allá de un móvil a otro. Lo único que recibe de nosotras son miradas veladas o cabezas gachas, atentas a ciertos asuntos telefónicos que ahora son mucho más importantes.
Qué duro debe de ser para ella.
Pero sigue ahí, con la espalda recta como un instructor del ejército, blandiendo su mirada más severa.
Sus ojos escanean la fila, juzgándonos. Nos juzga a todas y cada una de nosotras. Siento que su mirada me hace trizas: mis piernas arqueadas, el pelo lacio pegado a mi cuello, el sujetador que no me ajusta bien, y yo misma retorciéndome y sin poder parar de moverme. Todo lo contrario que ella, que está completamente inmóvil.
—La Pescado se la habría tragado entera —murmura Beth—. Era el doble que esta.
La Pescado es el mote que le pusimos a la entrenadora Templeton, la que teníamos antes. En plena crisis de la mediana edad, con el cuerpo grueso y fuerte de una marsopa no especialmente activa, lisa y redonda, siempre con los mismos pendientitos de oro, el mismo polo y las mismas deportivas de suela gruesa, sin ninguna gracia. Entre las manos, una libreta manoseada con los ejercicios anotados en letra clara, la misma que llevaba cuando las animadoras se limitaban a agitar los pompones y a levantar la pierna cada vez más arriba. Ra, ra, ra y tal.
La Pescado se pasaba el día sentada a su mesa, jugando al solitario con el silbato colgando de la boca. A través de la ventana cerrada de su despacho, podíamos ver el movimiento de las cartas cuando las giraba. Casi lo sentía por ella.
Hacía tiempo que se había rendido, así era la Pescado. Había cedido ante la chulería de las nuevas generaciones, siempre más atrevidas, más insolentes y respondonas que las anteriores.
Nosotras éramos las que mandábamos, todas nosotras. Sobre todo Beth. Beth Cassidy, nuestra capitana.
Yo soy su lugarteniente desde los nueve años, cuando más que animadoras éramos renacuajas. Su mano derecha, su amiga fiel, su fidus Achates. Así es como me llama, y es lo que soy. Todos se postran ante Beth y, por tanto, ante mí.
Y Beth hace lo que le da la gana.
En realidad, nunca hemos necesitado una entrenadora.
Pero así son las cosas. ¡Qué le vamos a hacer!
A la Pescado la reclamó un buen día su hija desde la soleada Florida para que le echara una mano con un bebé que nadie esperaba, y llegó esta.
La nueva.
El silbato le cuelga entre los dedos, como un amuleto, como un talismán. Vamos a tener que lidiar con ella.
Basta con mirarla para saberlo.
—Hola —nos dice, la voz dulce pero firme. No hace falta levantarla. Mejor nos inclinamos nosotras hacia delante—. Soy la entrenadora French.
Y vosotras mis putitas, leo en la pantalla del móvil, escondido en la palma de la mano. Beth.
—Y veo que tenemos mucho trabajo por delante —añade, clavando los ojos en mí, en el móvil que aúlla como una alarma, como una diana.
Noto que me vibra en la mano, pero no lo miro.
Hay una caja grande de plástico delante de ella, en el suelo. Levanta un grácil pie y lo apoya en el borde hasta que consigue tumbarla. El suelo del gimnasio se llena de discos de hockey.
—Aquí dentro —dice, empujando la caja hacia nosotras con el pie.
Nos la quedamos mirando.
—No creo que quepamos todas —replica Beth.
La entrenadora la mira, el rostro impasible como la canasta que se eleva sobre su cabeza.
El momento se alarga y los dedos de Beth rechinan contra la tapa de su móvil.
La entrenadora no parpadea.
Empiezan a aparecer móviles. El de RiRi, el de Emily, el de Brinnie…, todos. El último es el de Beth. Los hay de todos los colores. Desaparecen uno tras otro dentro de la caja. Clic, clac, cataclac, un tintineo de cascabeles, un gorjeo de pajaritos, un ritmo disco, silenciados todos por fin.
Más tarde, Beth tiene una expresión curiosa en la cara. Sé exactamente en qué está pensando.
—Colette French —sonríe satisfecha—. Suena a estrella del porno pero con clase, de las que no practican sexo anal.
—He oído hablar de ella —dice Emily, aún sin aliento después de la última serie de ejercicios. A todas nos tiemblan las piernas—. Llevó al equipo de Fall Wood hasta las semis.
—Las semis. Brutal. Épico —recita Beth—. Haz realidad todos tus sueños.
Emily agacha la cabeza.
En realidad, ninguna de nosotras se hizo animadora por la gloria, por los premios o por las competiciones. Seguramente no sabemos ni por qué lo hacemos, más allá de que es nuestro escudo de protección contra la rutina y las tribulaciones de la vida escolar. Los días de partido llevas la chaqueta y la falda con vuelo como si fuera una armadura. ¿Quién se atreve a tocarte? Nadie.
Y yo me pregunto:
¿La Nueva Entrenadora nos miró aquella primera semana y vio algo más que el pelo reluciente y las piernas brillantes, algo más que la sombra de ojos y la fanfarronería? ¿Vio todo lo que había debajo, nuestras miserias? ¿Vio cuánto nos odiábamos a nosotras mismas y, sobre todo, cuánto odiábamos a los demás? ¿Vio a través de todo aquello hasta que encontró algo más, algo vibrante y real, listo para ser transformado, modificado, creado? ¿Supo que podía moldearnos, meter las manos en nuestro interior lleno de purpurina y convertirnos en magníficas luchadoras adolescentes?
3
Primera semana
No es algo inmediato. No nos toca con su varita y nos transforma.
Pero día tras día, durante toda la semana, la Nueva Entrenadora consigue mantener nuestro interés. Lo cual es todo un logro.
Practicamos acrobacias, dejamos que nos ponga deberes. Le enseñamos las coreografías e intentamos que las palmadas suenen secas y las rondadas sean fluidas.
Luego le enseñamos nuestro número más aclamado, con el que cerramos la temporada de básquet del año pasado. Muchas rotaciones sincronizadas y saltos rusos, y un gran final en el que levantamos a Beth en una sentada en espagat con los brazos en uve por encima de la cabeza.
La entrenadora casi parece que nos esté observando, con un pie apoyado encima del estéreo en el que suena música hiphop.
Luego nos pregunta qué más sabemos hacer.
—Pero si a todo el mundo le encantó este número —protesta Brinnie Cox con un hilo de voz—. Lo tuvimos que repetir en la graduación.
Todas queremos que Brinnie cierre la boca.
La entrenadora es más dura, más expeditiva, de lo que esperábamos, y esa primera semana nos lo deja bien claro. Plantada delante del grupo, la postura ligera pero con mucha seguridad.
No conseguimos sacarla de sus casillas y eso nos sorprende.
Somos capaces de alterar a cualquiera, no solo a la Pescado, sino al claustro al completo, un desfile triste e interminable de sustitutos pusilánimes, profesores casposos y orientadores seborreicos.
La realidad es que somos la única animación en esta tumba que tenemos por instituto, con sus techos rebajados y sus paredes de pavés. Somos lo único que se mueve, que respira, que llama la atención.
Y lo sabemos. No podemos evitarlo.
«Míralas, ahí van», es lo que les oímos decir a todos cuando en los días de partido recorremos los pasillos como una manada, las coletas balanceándose, las faldas relucientes como diamantes.
«¿Quiénes se creen que son?»
Pero lo sabemos perfectamente.
Del mismo modo que la entrenadora sabe quién es. Está en cada muestra de su indiferencia, en cada exhibición de entereza. Tan ajena a nuestras tonterías. Tan aburrida. Un aburrimiento que nos resulta familiar.
Desde el primer momento, se ganó algo sin tener que pedirlo, sin mostrar interés, o quizá precisamente por eso. No porque la aburramos sino porque no somos lo suficientemente interesantes para ella.
Aún no, al menos.
El segundo día, le pellizca un michelín a Emily con la punta de los dedos. Emily, con sus ojos de duende y sus grandes pechos, levanta lánguida los brazos por encima de la cabeza en un bostezo épico. Ah, esta coreografía nos la sabemos, es la que enfurece a la señora Dieterle y logra que el señor Callahan se ponga colorado y cruce las piernas.
Las manos de la entrenadora aparecen de la nada y se dirigen hacia la zona que la camiseta sin mangas de Emily ha dejado al descubierto. Pellizcan la lorza y la retuercen, fuerte. Tanto, que de la boca de Emily escapa una pequeña exclamación. Un lamento, como cuando aprietas un muñeco.
—Soluciónalo —le dice la entrenadora, levantando la mirada desde la piel que tiene entre los dedos hasta los ojos estupefactos de Emily.
Soluciónalo. Tal cual.
«¿Soluciónalo? ¿Soluciónalo?» Emily llora en el vestuario después de clase y Beth dibuja círculos con los ojos, con la cabeza, con el cuello, de puro fastidio.
—No puede decir esas cosas, ¿verdad? —se lamenta Emily.
Emily, la de los pechos como balones y las caderas en cascada que son la alegría de todos los tíos del instituto, que alargan el cuello para seguir sus andares, para asomar la cabeza por los pasillos y ver el baile de su faldita de animadora.
Todos esos pósteres y campañas de salud hablando de la imagen personal y alertando de que te puedes reventar las venas de la cara y provocarte una lesión en el esófago si no dejas de atiborrarte de dónuts todas las noches, sabiendo encima que luego tendrás que sacarlos por donde han entrado, niñata débil y absurda.
Por eso, seguro que la entrenadora no le puede decir a una chica, a una adolescente sensible y tan consciente de su cuerpo, que se deshaga del pequeño michelín que asoma por su cintura, ¿verdad que no?
Pero claro que puede.
La entrenadora puede decir lo que quiera.
Y ahí está Emily, amorrada a la taza del váter después del entrenamiento, suplicándome que le dé una patada en la barriga para acabar de echarlo todo, las galletas y las patatas con sabor ranchero que me están revolviendo el estómago incluso a mí. Emily, una adolescente hecha toda ella de churros, de queso gratinado y de gominolas.
Le doy la patada, claro que se la doy.
Ella también lo haría por mí.
El miércoles, Brinnie Cox dice que se está planteando dejarlo.
—No puedo seguir —nos lloriquea a Beth y a mí—. ¿Habéis oído el cabezazo que me he dado contra la colchoneta al aterrizar? Creo que Mindy lo ha hecho a propósito. Es fácil para una base. Su cuerpo es como un trozo enorme de goma. No estamos preparadas para hacer elevaciones.
—Para eso entrenamos, para aprender a hacerlas —le digo.
Sé que ella preferiría pasarse el descanso de los partidos agitando los pompones y meneando el culo. El descanso o el partido entero.
Beth y yo siempre la hemos machacado, por pura irritación. «No me gustan esos dientes enormes que tiene ni esas piernecillas esqueléticas —diría Beth—. Que se largue de aquí.»
Una vez, mientras practicábamos saltos de doble gancho, Beth y yo empezamos a hablar en voz alta sobre la hermana marchosa de Brinnie, a la que hacía poco habían pillado enrollándose con el ayudante del conserje, hasta que Brinnie se fue corriendo a las duchas a llorar.
—Yo lo único que sé —cecea Brinnie ahora, entre esos dientes enormes que tiene en la boca— es que me duele un montón la cabeza.
—Si te has roto una vena —replica Beth—, puede que te estés desangrando por dentro.
—Lo más probable es que ya tengas daños cerebrales —añado yo, mirándola fijamente—. Lo siento, pero es la verdad.
—La sangre te está apretando el cerebro contra el cráneo —dice Beth— y eso, al final, acabará matándote.
Brinnie nos mira con los ojos como platos, a punto de echarse a llorar. Objetivo conseguido.
El último día de esa primera semana, la entrenadora convoca una reunión especial.
Hay mensajes tensos y llamadas. Se habla de expulsiones en el equipo y de quiénes podrían ser las agraciadas.
Pero lo que nos anuncia es mucho más simple.
—A partir de ahora, el equipo no tendrá capitana —nos dice, de pie frente al grupo.
Todas miramos a Beth.
Conozco a Beth desde que íbamos a segundo, desde que dormíamos abrazadas dentro del saco de dormir cada vez que íbamos de campamentos, desde que nos hicimos hermanas de sangre por primera vez. Conozco a Beth y sé leer cada ceja arqueada, cada movimiento de sus pies. Reacciona ante ciertas cosas —la clase de cálculo, los permisos para salir de clase, su madre, las señales de stop— con un desprecio tan intenso que se vuelve inaccesible.
Una vez, metió el cepillo de dientes de su madre en el váter, y a su padre lo llama «el Topo», aunque nadie recuerda por qué, y cuentan que una vez llamó zorra a la profesora de educación física, aunque luego nadie pudo demostrarlo.
Pero hay otras cosas sobre ella que nadie sabe.
Monta a caballo, tiene una biblioteca secreta de literatura erótica, mide solo metro cincuenta y, aun así, tiene las piernas más fuertes que he visto en mi vida.
También podría explicar que en octavo, no, miento, el verano después de octavo, durante una fiesta, Beth hizo uso de su boquita displicente con Ben Trammel, imagínate cómo. Aún recuerdo la imagen. Él sonriendo, sujetándole la cabeza y cogiéndola del pelo como si acabara de atrapar una trucha con las manos. Se enteró todo el mundo. Yo no dije nada. La gente aún habla de aquello. Yo no.
Nunca he sabido por qué lo hizo, ni eso ni todo lo que ha hecho desde entonces. Nunca se lo he preguntado, nosotras no somos así.
No juzgamos.
Eso sí, lo más importante que hay que saber sobre Beth es esto: siempre ha sido nuestra capitana, mi capitana, desde que empezamos en la categoría de benjamín, luego en infantil, juvenil y ahora en la categoría absoluta.
Beth siempre ha sido la capitana, y yo su lugarteniente, desde el día en que, después de pasarnos tres semanas haciendo rondadas en el jardín de su casa, conseguimos entrar las dos en el equipo.
Ha nacido para ser capitana y nosotras no concebimos nuestro trabajo en el equipo sin ella.
A veces, creo que si se molesta en venir a clase y en relacionarse con todas nosotras es precisamente por el cargo de capitana que ostenta.
—Es que no veo la necesidad de que haya una capitana. Tampoco os ha servido de mucho hasta ahora —dice la entrenadora, mirando a Beth de pasada—. Pero gracias igualmente por tus servicios, Cassidy.
«Dame tu placa y tu pistola.»
Todas se recolocan las ropa, nerviosas, y RiRi se queda mirando a Beth con aire dramático, arqueando la espalda para ver su reacción.
Pero Beth no reacciona.
No parece que le importe lo más mínimo.
Al menos no lo suficiente como para bostezar.
—Estaba convencida de que la iba a liar —me susurra Emily más tarde, mientras hace sentadillas en el vestuario—. Como aquella vez que se cabreó con el sustituto de mates y le rayó el coche.
Conociendo a Beth, supongo que pasará tiempo hasta que veamos su verdadera reacción.
—¿Cómo lo haremos a partir de ahora? —pregunta Emily, casi sin aliento, mientras hace zancadas para reducir el volumen de su cuerpo, para solucionar su problema—. ¿Qué pasará?
Lo que pasa, no tardamos mucho en descubrirlo, es que se acaban las horas perdidas hablando de dietas y de quién tuvo que abortar durante las vacaciones de verano.
A la entrenadora no le interesa todo eso, obviamente. Nos dice que nos pongamos las pilas.
Final de esa primera semana, nuevo régimen. Tenemos las piernas flojas y el cuerpo descolocado. Nuestros movimientos son de todo menos precisos. La entrenadora dice que se nos ve desordenadas e infantiles, como una pandilla de niñatas subidas en lo alto de una carroza de Disney. Y tiene razón.
Toca hacer esprints en las gradas.
Ah, el dolor. Nos machaca subiendo y bajando los peldaños al ritmo de su silbato, que nunca se calla. Veintiún peldaños grandes y cuarenta y tres pequeños. Una vez tras otra.
Lo notamos en las pantorrillas al día siguiente.
En la espalda.
Lo sentimos por todas partes.
«Escaleras al infierno», así lo llamamos, aunque Beth dice que es poesía de la mala.
Sin embargo, en el entrenamiento del sábado algunas de nosotras ya esperamos con ansia ese dolor que sentimos tan real.
Y sabemos que mejoraremos mucho y muy rápidamente, y que no habrá lesiones porque esta nueva rutina no tiene fisuras.
4
Segunda semana
Las sesiones corriendo por las gradas son durísimas y siento que me tiembla el cuerpo entero —pum-pum-pum—, los dientes me castañetean, es algo parecido al éxtasis —pum-pum-pum, pum-pum-pum—, siento que me muero de dolor —pum—, siento que mi cuerpo se rompe en mil pedazos, y aun así seguimos sin parar. No quiero que se acabe nunca.
No se parece en nada a lo de antes, a los días enteros pintándonos las uñas y poniéndonos calcomanías, esperando siempre a la capitana Beth, que aparecía diez minutos antes del partido y venía de fumarse un porro con Todd Grinnell o de hacer gárgaras con licor de menta escondida tras la puerta de su taquilla, y luego nos sorprendía a todas encaramándose a los hombros de Mindy y de Cori y estirándose hasta formar un arabesco.
Por aquel entonces, nuestros movimientos eran tan torpes, tan débiles, que nos daba igual. Nos embadurnábamos con purpurina, meneábamos el culo y hacíamos algún salto en espagat al ritmo de la música de Kanye West. La gente nos adoraba. Sabían que éramos sexis y enrolladas. Nos bastaba con eso.
Las debutantes, así es como nos llamaban los profesores.
Las populares, así es como nos llamábamos a nosotras mismas.
Nos pasábamos la temporada paseándonos por el instituto, siempre juntas como un rebaño, las coletas igual de largas, las deportivas Nfinity a juego, todo sincronizado, los párpados salpicados de oro, y sin que nadie pudiera tocarnos.
Pero había una cierta pereza en todo aquello, ahora me doy cuenta. Un anhelo caprichoso. A veces, hasta yo me quedaba mirando a los chavales que llenaban las aulas después de clase, los del club de debate y los mocosos del anuario, las atletas con sus piernas potentes y las de la banda cargando con las fundas de sus violines, y me preguntaba qué se debe de sentir cuando algo te importa tanto.
Ahora todo ha cambiado.
Beth está sorbiendo de la pajita de su bebida y el ruido que hace me pone de los nervios.
Debería estar en casa, dibujando parábolas, y aquí estoy, en su coche, porque Beth necesitaba salir de su casa, dejar de oír el frufrú de la bata de seda de su madre caminando por el pasillo.
Beth y su madre, como dos impalas, los cuernos encajados desde que Beth empezó a hablar, desde la primera vez que le contestó mal.
«Mi hija —me dijo una vez la señora Cassidy mientras se untaba el cuello con crème de la mer— es una delincuente desde el mismo día en que nació.»
Así es como acabo montándome en el coche de Beth, pensando que un paseo bastará para hacer su magia, como con los cólicos de un bebé.
—El examen es mañana —digo, señalando el libro de cálculo.
—Vive en Fairhurst —replica ella, ignorándome.
—¿Quién?
—French. La entrenadora.
—¿Cómo lo sabes?
Beth ni siquiera se molesta en encogerse de hombros, jamás ha contestado a una sola pregunta que no le apeteciera responder.
—¿Quieres ver su casa? Es bastante cutre.
—No —respondo, pero sí quiero, claro que quiero—. ¿Es por el asunto de dejar de ser capitana? —pregunto en voz baja, como si no estuviera muy segura de querer que se me oiga.
—¿Qué asunto? —dice Beth, sin mirarme.
La casa de Fairhurst no es pequeña. Es tipo rancho, con distintos niveles. Una casa, nada más. Pero tiene cierto interés. Saber que la entrenadora está ahí dentro, al otro lado del ventanal, con su luz ambarina y suave, le da un toque especial.
Hay un triciclo en la entrada con cintas rosas en el manillar, flotando en la brisa nocturna.
—Una niña —dice Beth, con indiferencia—. Tiene una niña pequeña.
—No penséis en una pirámide como en un objeto inmóvil —nos dice la entrenadora—. No penséis en ella como si fuera una estructura fija. Es algo vivo.
Con la Pescado, cuando hacíamos pirámides, nos imaginábamos apilándonos unas encima de las otras. Construyéndola nivel a nivel.
Ahora estamos aprendiendo que hacer una pirámide no consiste en subirse encima de otra chica y quedarse quieta. Se trata de crear algo. Todas juntas. Cada una de nosotras es un órgano que sustenta a los demás, que forma parte de algo más grande.
Estamos aprendiendo que nuestros cuerpos son nuestros y del equipo, de nadie más.
Estamos aprendiendo que, cuando salimos al campo, no hay nadie más que nosotras en el mundo. Nos armamos de nuestras mejores sonrisas, tensas y vacías, pero por dentro lo único que nos importan son las elevaciones. Las elevaciones lo son todo.
En el suelo, nuestras bases más fuertes, Mindy y Cori. Mis pies en los hombros de Mindy, su cuerpo vibrando a través del mío, el mío vibrando a través del de Emily, que está encima de mí.
Con las bases medias colocadas, la flyer sube sin trepar, sin que la eleven, no es una escalera, una sucesión aburrida de peldaños. No, saltamos y nos balanceamos para auparnos las unas a las otras, y el impulso hace que te des cuenta de que formas parte de algo. De algo real.
—Una pirámide es un cuerpo, necesita sangre, calor, latidos. UNO, DOS, TRES. Lo que la mantiene en pie, lo que la mantiene viva, es la unión de vuestros cuerpos, el ritmo que creáis entre todas. Cada vez que contamos, os unís en una sola persona, creáis vida. CUATRO, CINCO, SEIS.
Y siento a Mindy debajo de mí, la fuerza que desprende su cuerpo, moviéndonos como una sola persona, levantando entre las dos a Beth, que también forma parte de un mismo todo, y su sangre corre por mis venas, su corazón late con el mío. Somos un mismo corazón.
—El único momento en el que la pirámide está inmóvil es cuando vosotras decidís que no se mueva —dice la entrenadora—. Vuestros cuerpos forman un único cuerpo y NO OS MOVÉIS. Sois mármol. Sois de piedra.
»Y no os movéis porque no podéis, porque no sois la tía buena que va dando saltitos por los pasillos, la chica de la coleta, la que no tiene nada en la cabeza. No sois monas, no sois guapas, ni siquiera sois chicas o personas. Sois la parte más vital de algo, de un algo perfecto. Hasta que, SIETE, OCHO y…
»Lo desmontamos.
Más tarde, con el cuerpo agotado y los brazos y las piernas resbaladizos por la transpiración, la interrogamos.
Erguida y sin una sola gota de sudor, la entrenadora nos observa desde arriba. Tenemos las lumbares machacadas y apoyamos las botellas de agua en la frente y en el pecho.
—Entrenadora, ¿a qué instituto fue? —pregunta una.
—Entrenadora, ¿cómo es su marido?
—Entrenadora, el coche que hay en la zona reservada del aparcamiento ¿es suyo o de su marido?
Lo intentamos todos los días, casi todas. Le sacamos la información con cuentagotas. Fue al colegio en Stony Creek, su marido trabaja en un edificio de oficinas en el centro y el coche se lo compró él a ella. Apenas unos cuantos datos aislados. Lo mínimo para que no parezca que se niega a responder a nuestras preguntas.
Siempre tan intensa, tan concentrada, solo responde cuando hemos acabado con los esprints, con los puentes, con las series interminables de abdominales, las espaldas patinando del sudor, chirriando contra el suelo.
«Ese atractivo, esa belleza radiante y luminosa que muestra casi como si fuera algo de lo que avergonzarse, un volante cuyo vuelo hay que controlar, un encanto que debe retenerse con la mano.»
Terminamos el entrenamiento y, cuando ella ya se marcha, RiRi la llama.
—Eh, entrenadora. En-tre-na-do-ra. ¿Qué es eso que lleva en el tobillo?
El tatuaje asoma por encima de la tobillera, una mancha de color violeta.
Ni siquiera se da la vuelta, no parece que nos haya oído.
—Entrenadora, ¿qué es?
—Un error —responde.
Con esa vocecilla tan dura que tiene. «Un error.»
Ah, la entrenadora, siempre tan recta, resulta que tiene un pasado temerario, un pasado indecente.
—Seguro que sale en uno de esos docudramas de universitarias ligeritas de ropa. Girls Gone Wild: Los años de la prehistoria.
Es Beth, obviamente. En el portátil de Emily. Está escribiendo el nombre de la entrenadora en YouTube. Pesca de arrastre. No encuentra nada. No sé por qué, pero lo sabía. Con alguien tan recto como la entrenadora, no hay nada que encontrar.
Después del entrenamiento, Emily la menguante, tumbada boca arriba sobre el linóleo del vestuario, sube el tronco una y otra vez tratando de tener una barriga más prieta, de reducir su talla hasta cumplir las especificaciones de la entrenadora. Me quedo con ella, le sujeto los pies, evito que sus rechonchos tobillos se muevan.
Y resulta que la entrenadora tampoco se ha ido. Está en su despacho hablando por teléfono. La vemos a través del cristal, abriendo y cerrando las lamas de la persiana, la mano rodeando la varilla de plástico. Mirando por la ventana hacia el aparcamiento. Abierto, cerrado, abierto, cerrado.
Cuando cuelga, abre la puerta del despacho y se oye el chirrido de las bisagras. De pronto, todo empieza.
Abre la puerta y nos ve, y asiente con la cabeza, permitiéndonos la entrada.
El despacho huele a humo, como el sofá de la sala de profesores, el que tiene la mancha en el centro, justo donde está algo hundido. Todo el mundo cuenta una historia sobre esa mancha.
Encima de la mesa hay una foto de su hija. La entrenadora nos dice que se llama Caitlin y tiene cuatro años. Tiene la boquita abierta, la piel sonrojada y los ojos con un brillo tan alelado que me pregunto cómo es posible que la gente quiera tener hijos.
—Es monísima —suelta Emily—. Parece una muñeca o algo así.
Una muñeca. O algo así.
La entrenadora mira la foto como si fuera la primera vez que la ve y entorna los ojos.
—Se enfadan conmigo, los de la guardería —dice, como si estuviera pensando en ello—. Siempre soy la última en recogerla. La última madre, al menos.
Deja la foto sobre la mesa y nos mira.
—Yo también las llevaba —nos dice, señalando con la cabeza las pulseras que nos cubren los antebrazos.
Nos cuenta que las hacía ella misma cuando era pequeña y que le parece alucinante que vuelvan a estar de moda. Pulseras de la amistad, así las llama. Pero nosotras jamás las llamaríamos así.
—Solo son pulseras —le digo.
Me mira y se enciende un cigarrillo con una cerilla vieja y espigada, como el hombre que nos vende jarras de vino en la parte de atrás de la tienda de Shelter Road.
—A esta la llamábamos nudo de serpiente —nos dice, metiendo el dedo por debajo de una de las pulseras de Emily y tirando de ella, el cigarrillo consumiéndose al final de la mano.
—Esa es un nudo de escalera —replico.
No sé por qué insisto en corregirla.
—¿Y esta? —pregunta, clavándome el dedo en la muñeca, la punta del cigarrillo encarnada sobre mi piel.
Los miro, primero el cigarrillo y luego el dedo bronceado de la entrenadora.
—Un nudo del amor. —Emily sonríe—. Es la más fácil. Yo sé quién te la hizo.
No digo nada. La entrenadora me mira.
—Los chicos no hacen cosas de estas.
—Claro que no —asiente Emily, y casi le veo asomar la lengua entre los labios.
—No tengo ni idea de quién me la dio —replico.
Pero entonces recuerdo que fue Casey Jaye, una chica que conocí el verano pasado en el campamento de animadoras, pero a Beth no le caía bien y, de todas formas, el campamento se acabó. Es curioso lo unida que te sientes a la gente que conoces durante el verano y luego, cuando se termina, no les vuelves a ver el pelo nunca más.
La entrenadora no aparta los ojos de mí y veo la sombra de un hoyuelo en la comisura de sus labios.
—Yo quiero aprender —dice, apartando el cigarrillo—. Enseñadme a hacer esta.
Le digo que no tengo hilo, pero Emily sí, en el fondo de su enorme bolso.
Le enseñamos a hacer los nudos y luego observamos cómo dobla los hilos y los pasa de un lado a otro. Lo pilla tan rápido que sus dedos vuelan. Me pregunto si hay algo que no sea capaz de hacer.
—Aún me acuerdo —nos dice—. Mirad este.
Nos enseña a hacer un patrón que se llama lengua de gato, que es como el chebrón roto cruzado con una trenza simple, y otro al que llama ondas dobles y que soy incapaz de copiar.
Cuando termina la pulsera de ondas dobles, la enrosca con un dedo y me la tira. Veo una mueca de envidia asomando en la cara de Emily.
—¿Y esto es todo lo que hacéis para divertiros? —pregunta.
No, no es todo.
—Era como si realmente le interesaran nuestras vidas —explica Emily más tarde delante del grupo, mientras acaricia mi nueva pulsera con los dedos.
—Patético —dice Beth—. Si ni siquiera me interesan a mí.
Mete un dedo por debajo de la pulsera y tira de ella con fuerza hasta que me la arranca de la muñeca.
Al día siguiente, después de clase, en el aparcamiento, veo a la entrenadora caminando hacia la cafetera plateada que tiene por coche.
Estoy haciendo tiempo, sujetando entre los dedos una botella de refresco light, esperando a Beth, que es quien me lleva a casa y que, cuando le apetece, se retrasa porque se entretiene en hacerle la pelota al señor Feck, que le regala fajos enteros de permisos para salir de clase, de esos que guarda en el cajón de su escritorio.
No m