Sueñan con ser como nosotras

Jessica Goodman

Fragmento

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Prólogo

Es un milagro que la gente termine el instituto con vida. Todo es un riesgo o una trampa puesta adrede. Si no terminas con el corazón exhausto, pisoteado y amoratado, puede que acabes muerta por una causa tan típica y tópica como trágica: en un accidente de coche conduciendo bajo los efectos del alcohol, por saltarte un semáforo en rojo mientras escribes un mensaje en el móvil o por tomarte demasiadas pastillas de las que no tocan. Pero Shaila Arnold no pasó a mejor vida por nada de eso.

Por supuesto, si nos ceñimos a los hechos, la causa de la muerte fue un traumatismo por fuerza contundente a manos de su pareja, Graham Calloway. Lo más fácil hubiese sido pensar que se había ahogado, puesto que encontraron restos de agua marina en sus pulmones, pero tras una inspección más minuciosa detectaron la ineludible contusión que tenía en la cabeza y la mancha de sangre espesa y pegajosa que enmarañaba su larga melena de color miel.

Traumatismo por fuerza contundente. Eso es lo que consta en su certificado de defunción, lo que quedó grabado en el registro. Pero en realidad no es así como murió. No puede serlo. Creo que murió del enfado, de la traición. De querer demasiadas cosas a la vez. De no sentirse satisfecha nunca. Su ira la consumía entera. Lo sé porque la mía también me consume a mí. «¿Por qué tuvimos que sufrir? ¿Por qué nos escogieron a nosotras? ¿Cómo llegamos a perder el control?».

Me cuesta recordar cómo éramos antes, cuando el enfado no era más que algo pasajero. Una sensación transitoria provocada por una pelea con mamá o porque mi hermano pequeño, Jared, insistía en comerse el último trozo de tarta de manzana en Acción de Gracias. Entonces, el enfado era fácil porque era efímero. Una ola que crecía y se rompía contra la orilla antes de volver a calmarse. La situación siempre se calmaba.

Ahora es como si dentro de mí viviese un monstruo. Y ya siempre estará ahí, esperando para poder rasgarme el pecho y asomarse al exterior, salir hacia la luz. Me pregunto si eso es lo que sintió Shaila en sus últimos momentos de vida.

Dicen que solo las buenas personas mueren jóvenes, pero eso no es más que la letra de una estúpida canción que cantábamos. No es real. No es cierto. Lo sé porque Shaila Arnold era muchas cosas: brillante y divertida, confiada y atrevida. Pero ¿siendo sincera? Tampoco era tan buena.

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Uno

El primer día de clase siempre implica lo mismo: un homenaje a Shaila. Hoy hubiese sido su primer día del último curso. En cambio, está muerta, igual que hace tres años. Y hoy nos espera un recordatorio más.

—¿Estás lista? —me pregunta Nikki mientras entramos en el aparcamiento. Aparca bruscamente su reluciente BMW negro, un regalo de sus padres para celebrar el inicio del curso escolar, y toma un buen sorbo de café con hielo—. Porque yo no lo estoy. —Abre el espejo, se aplica una capa de pintalabios de color rosa sandía y se pellizca las mejillas hasta que están sonrojadas—. A estas alturas ya podrían hacerle una placa u organizar una carrera benéfica en su nombre, o algo así y listos. Esto es inhumano.

Nikki lleva contando los días que faltaban para el primer día del último curso del instituto desde que empezamos las vacaciones de verano en junio. Esta mañana me ha llamado a las 6.07 y, cuando me he girado en la cama y he cogido el móvil aún medio dormida, ni siquiera se ha esperado a que la saludara.

—¡Estate lista dentro de una hora o búscate otra manera de llegar a clase! —ha gritado por encima del ruido del secador de pelo, que se oía de fondo.

Cuando ha llegado, ni siquiera ha tenido que apretar el claxon para avisarme. Ya sabía que estaba fuera gracias a las ensordecedoras notas de Whitney Houston en «How Will I Know». A las dos nos encanta la música de los ochenta. Cuando me he subido al asiento del copiloto, parecía que Nikki ya se hubiese tomado dos cafés Venti del Starbucks y hubiese ido a un salón de belleza para que la dejaran superglamurosa. Sus ojos oscuros destelleaban gracias a una sombra de ojos brillante, y se había enrollado las mangas del blazer azul marino de Gold Coast Prep para que le quedaran a la altura de los codos de una manera artística y a la vez desarreglada. Nikki es una de las pocas personas que pueden conseguir que este horroroso uniforme parezca algo guay.

Por suerte, las pesadillas me han dado un respiro esta última noche e incluso me han desaparecido las ojeras, que ya eran casi permanentes. También ayuda el hecho de que haya tenido algunos minutos extra para aplicarme una gruesa capa de máscara de pestañas y arreglarme las cejas.

Cuando Nikki ha salido de la calzada de mi casa, tenía los nervios a flor de piel por lo que estaba por llegar. Nuestro momento. Por fin estábamos en lo más alto.

Pero ahora que estamos aquí de verdad, dejando el coche por primera vez en el aparcamiento de Gold Coast Prep reservado para los alumnos de último curso, un escalofrío me recorre la espalda. Todavía tenemos que pasar por el homenaje de Shaila, que se cierne sobre nosotras como una nube, preparada para ponerse a llover y arruinarnos toda la diversión.

Shaila fue la única alumna que murió mientras iba a Gold Coast Prep, así que nadie supo cómo actuar ni qué hacer. Pero, de alguna manera, decidieron que cada año empezarían el curso con una ceremonia de quince minutos para recordarla. La tradición duraría hasta que nos graduásemos y, como agradecimiento, los Arnold donarían una nueva ala de Inglés en nombre de Shaila. Buena jugada, director Weingarten.

Pero nadie quiere recordar a Graham Calloway. Nadie lo men­ciona nunca.

La ceremonia del año pasado no estuvo tan mal. Weingarten se puso en pie y habló de lo mucho que le gustaban las matemáticas a Shaila —no es cierto— y de lo emocionada que estaría de empezar Cálculo avanzado si siguiese entre nosotros —pero no es así—. El señor y la señora Arnold acudieron, igual que el año anterior, y se sentaron en la primera fila del auditorio, secándose las mejillas con unos pañuelos de algodón tan viejos y desgastados que eran casi translúcidos, y seguramente todavía tenían restos mucosos de hacía décadas.

Nosotros seis nos sentamos a su lado, en la parte central delantera del auditorio, presentándonos como los supervivientes de Shaila. Habían seleccionado a ocho, pero esa noche pasamos a ser seis.

Cuando Nikki se mete en la plaza reservada para la presidenta de la clase, Quentin ya nos está esperando.

—¡Somos de último curso, zorras! —exclama, y pega sobre mi ventanilla un trozo de papel de libreta con un garabato rápido de nosotros tres. En el dibujo, Nikki sostiene el mazo como presidenta de último curso, yo tengo un telescopio que me dobla en tamaño y Quentin está pintado de un color rojo ardiente para combinar con el color de su pelo. Nuestro grupito de tres hace que se me derrita el corazón.

Suelto un chillido al ver al Quentin de verdad, abro la

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