Hija del guardián del fuego

Fragmento

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Soy la estatua congelada de una chica en el bosque. Solo se me mueven los ojos, que vuelan de la pistola a su expresión desconcertada.

Pistola. Sorpresa. Pistola. Incredulidad. Pistola. Miedo.

PUM-PUM, PUM-PUM, PUM-PUM.

El revólver chato se agita con los diminutos temblores de la mano nerviosa que me apunta a la cara.

Voy a morir.

Un olor dulce y grasiento me hace cosquillas en la nariz. Lo conozco. Vainilla y aceite mineral. WD-40. Alguien lo ha usado para limpiar la pistola. Más aromas: pino, musgo húmedo, sudor de maría y pis de gato.

PUM-PUM, PUM-PUM, PUM-PUM.

La mano nerviosa hace un movimiento extraño con la pistola, como si blandiera un machete. Cada corte diagonal hacia el suelo me da esperanzas. Mejor un blanco aleatorio que yo.

Pero, entonces, el terror me encoge de nuevo el corazón. La pistola. De nuevo me apunta a la cara.

Mamá. No sobrevivirá a mi muerte. Una bala nos matará a las dos.

Una mano valiente intenta coger la pistola. Dedos estirados. Exigentes. Dámela. Ahora.

PUM-PUM, PUM…

Estoy pensando en mi madre cuando el disparo lo cambia todo.

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PRIMERA PARTE

WAABANONG

(ESTE)

En las enseñanzas ojibwe,

todos los viajes comienzan en dirección este.

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1

Empiezo el día antes del alba, me pongo la ropa de correr y dejo un pellizco de semaa en la base oriental de un árbol, donde el tabaco recibirá antes la luz del sol. Las plegarias comienzan ofreciendo semaa y compartiendo mi nombre espiritual, mi clan y de dónde procedo. Siempre añado un nombre extra para asegurarme de que el Creador sepa quién soy. Un nombre que me conecta con mi padre…, porque yo comencé como un secreto y después me convertí en un escándalo.

Le doy las gracias al Creador y pido zoongidewin, ya que voy a necesitar valor para lo que tengo que hacer después de mi carrera de ocho kilómetros. Llevo una semana retrasándolo.

El cielo se ilumina mientras estiro en el camino de entrada. Siempre que corre conmigo, mi hermano se queja de que tardo demasiado en calentar, y yo siempre le repito a Levi que mis músculos son más largos, más grandes y, por tanto, superiores, así que necesitan una preparación más intensiva para alcanzar un rendimiento óptimo. La verdadera razón, que a él le parecería una estupidez, es que recito el nombre anatómico correcto de cada músculo mientras lo estiro. No solo los músculos superficiales, sino también los profundos. Quiero llevarles ventaja a los otros novatos universitarios en mi clase de Anatomía Humana cuando empiece este otoño.

Cuando termino mi calentamiento y mi repaso anatómico, el sol asoma entre los picos. Un rayo de luz cae sobre mi ofrenda de semaa. ¡Niishin! Eso es bueno.

El primer kilómetro siempre es el más difícil. Parte de mí todavía desearía seguir en la cama con mi gato, Herri, cuyo ronroneo es justo lo opuesto de un despertador. Sin embargo, si sigo adelante, mi respiración encuentra su ritmo, acompañada por el balanceo de mi pesada coleta. Los brazos y las piernas empiezan a funcionar en piloto automático. Es entonces cuando entró en la zona, cuando formo parte de este mundo, pero también de otro, y los kilómetros pasan en un estado nebuloso de semialerta.

Mi ruta me lleva por el campus. Las vistas más bonitas de todo Sault Ste. Marie (Michigan) están al otro lado. Lanzo un beso al aire al pasar junto a la nueva residencia de Lake State, Fontaine Hall, llamada así en honor a mi abuelo por parte materna. Mi abuela Mary (yo la llamo Maryela) insistió en que me pusiera un vestido para la ceremonia de inauguración del verano pasado. Sentí la tentación de fruncir el ceño en las fotos, pero sabía que mi desafío, más que molestar a Maryela, le haría daño a mi madre.

Atravieso el aparcamiento que está detrás de la asociación de estudiantes para dirigirme al extremo norte del campus. El risco ofrece unas vistas panorámicas maravillosas del río St. Mary, el puente internacional a Canadá y la ciudad de Sault Sainte Marie, en Ontario. Acurrucado en la curva del río, al este de la ciudad, está mi lugar favorito del universo: Sugar Island.

El sol naciente se esconde detrás de una nube baja y oscura en el horizonte tras la isla. Me paro en seco, pasmada. Unos haces de luz bajan en abanico de la nube, como si Sugar Island fuese el origen de los rayos solares. Una fresca brisa me agita la camiseta y me pone la piel de gallina en pleno agosto.

—Ziisabaaka Minising.

Susurro en anishinaabemowin el nombre de la isla, que mi padre me enseñó cuando era pequeña. Suena como una oración. La familia de mi padre, por el lado Guardián del Fuego, pertenece a Sugar Island tanto como los arroyos alimentados por su manantial y los arces azucareros.

Cuando la nube sigue su camino y el sol reclama sus rayos, una ráfaga de viento me impulsa hacia delante. De vuelta a mi carrera y a la tarea que me espera.

Cuarenta y cinco minutos después, termino mi carrera en EverCare, un centro de cuidados a largo plazo que está a pocas manzanas de casa. La carrera de hoy parecía ir al revés: he llegado al punto máximo durante el primer kilómetro y medio, pero después se ha ido haciendo poco a poco más difícil. He intentado llegar a la zona, pero no era más que un espejismo fuera de mi alcance.

—Buenos días, Daunis —dice la señora Bonasera, la enfermera jefe, desde el otro lado del mostrador de recepción—. Mary ha pasado buena noche. Tu madre ya está aquí.

Todavía sin aliento, saludo con la mano, como siempre.

El pasillo parece alargarse con cada paso que doy. Me preparo para las posibles reacciones a mi anuncio. En los escenarios que imagino, un solo ceño fruncido significa decepción, enfado y la retirada de elogios previos.

Puede que deba esperar a mañana para anunciar mi de­cisión.

La señora B. no tenía por qué decir nada: el denso aroma a rosas del pasillo anuncia la presencia de mamá. Cuando entro en la habitación privada, está masajeando los delgados brazos de mi abuela con su loción perfumada. Un nuevo ramo de rosas amarillas contribuye al nivel de saturación floral.

Maryela lleva ya seis semanas en EverCare y, el mes anterior, lo pasó en el hospital. Le dio un ictus en mi fiesta de graduación del instituto. Visitarla todas las mañanas forma parte de la Nueva Normalidad; así llamo a lo que sucede cuando tu universo sufre una sacudida tan fuerte que no vuelves a recuperar tu eje. Pero lo sigues intentando, de todos modos.

Mi abuela me mira a los ojos. Arquea la ceja izquierda a modo de saludo. Su lado derecho es incapaz de expresar nada.

—Bon matin, Maryela.

Le beso ambas mejillas antes de retroceder para que me inspeccione.

En el mundo de Antes, que sometiera a escrutinio mi manera de vestir me jodía mucho, pero ¿ahora? Que frunza medio ceño mientras observa mi camiseta de talla XL es como un cañonazo perfecto por toda la escuadra.

—¿Ves? —le digo mientras me levanto un poco el dobladillo para enseñarle mis pantalones cortos de licra amarilla—. Tranquila, no voy medio desnuda.

Cuando Maryela pone los ojos en blanco, la expresión se le queda a la mitad y se le vacía la mirada. Es como si detrás de los ojos tuviera una bombilla que alguien enciende y apaga aleatoriamente.

—Dale un momento —dice mi madre mientras sigue untándole loción en los brazos.

Asiento con la cabeza y observo la habitación de Maryela. El enorme ventanal con vistas a un parque infantil cercano. La pizarra blanca con el encabezado ¡HOLA! ME LLAMO MARY FONTAINE y una línea en blanco para que alguien escriba su nombre después de MI ENFERMERA. La línea debajo de OBJETIVOS está vacía. El jarrón de rosas rodeado de fotografías enmarcadas. Maryela y el abuelo Lorenzo en el día de su boda. Un marco doble con mamá y el tío David como ángeles blancos rezando en su Primera Comunión. Mi foto de último año ocupa un marco de plata en el que se lee CLASE DE 2004.

La última foto que nos hicimos los cuatro Fontaine (Maryela, el tío David, mamá y yo) en mi último partido de hockey hace que se me forme un nudo tamaño nuez en la garganta. Muchas noches me iba a dormir mientras escuchaba de fondo a mi madre y a su hermano riendo, jugando a las cartas y hablando en el idioma que habían creado de pequeños, un híbrido de francés, italiano, inglés abreviado y palabras absurdas inventadas. Pero eso fue antes de que el tío David muriera, en abril, y Maryela, transida de dolor, sufriera una hemorragia intracerebral dos meses después.

En la Nueva Normalidad, mi madre ya no ríe.

Levanta la vista. Sus ojos verde jade están cansados e inyectados en sangre. Anoche, en vez de dormir, se dedicó a limpiar la casa, frenética, mientras hablaba con mi tío como si estuviera sentado en el sofá viéndola quitar el polvo y fregar. Lo hace mucho. Me despierto durante esas horas oscuras, cuando mi madre le confiesa su soledad y sus penas sin saber que yo conozco bien su lenguaje secreto.

Mientras espero a que mi abuela vuelva en sí, cojo un pintalabios de la cesta que hay en su mesita de noche. Maryela es una firme defensora de saludar al nuevo día con una sonrisa roja perfecta. Al deslizar la pintura rubí mate por sus finos labios, recuerdo mi plegaria para reunir valor. Conocer el zoongidewin es enfrentarte a tus miedos con un corazón fuerte. Me tiembla la mano; el tubo dorado de pintalabios se convierte en la nerviosa aguja de un sismógrafo.

Mi madre termina con la loción y le da un beso en la frente a Maryela. He sido receptora de esos besos tantas veces que el eco de uno de ellos me calienta a mí la frente. Espero que Ma­ryela sienta esa dulce medicina, aunque la bombilla esté apagada.

Cuando mi abuela estaba en el hospital, yo llevaba la cuenta de las veces que parpadeaba cada día durante la misma ventana de quince minutos. A mamá no le importaba mi recuento hasta que se dio cuenta de que llevaba cuentas separadas para la BOMBILLA ENCENDIDA y la BOMBILLA APAGADA. El número total de parpadeos no había cambiado, pero el porcentaje de los que sucedían en estado de alerta (BOMBILLA ENCENDIDA dividida por el total de parpadeos) había empezado a descender. Mi madre se alteró tanto cuando vio mi recuento que ahora escondo el cuaderno en la habitación privada de Maryela y solo lo saco cuando no está ella.

Sucede. Maryela parpadea y se le iluminan los ojos. BOMBILLA ENCENDIDA. Y así, sin más, se centra y de nuevo es una fuerza poderosa de la naturaleza, la matriarca de los Fontaine.

—Maryela —digo rápidamente—, voy a posponer mi matrícula en la uni de Michigan y me voy a apuntar a clases en la estatal de Lake. Solo durante el primer año.

Contengo el aliento y espero su decepción por haberme desviado del Plan: Daunis Lorenza Fontaine, doctora en medicina.

Al principio le seguí la corriente, con la esperanza de que se sintiera orgullosa de mí. Crecí escuchando a la gente susurrar con una especie de placer cruel sobre el Gran Escándalo de la Vida Perfecta de Mary y Lorenzo Fontaine. Fingí tan bien y durante tanto tiempo que, al final, su plan se convirtió en mi plan. En nuestro plan. Me encantaba ese plan. Pero eso era Antes.

Maryela me mira con unos ojos tan dulces como los besos de mi madre. Algo pasa entre mi abuela y yo: comprende por qué he tenido que modificar nuestro plan.

Del alivio, la tristeza o puede que ambas cosas, empiezo a notar en la nariz el cosquilleo de los alfilerazos previos al llanto. Puede que exista una palabra en anishinaabemowin para cuando consigues pisar firme entre los escombros que deja una tragedia.

Mamá rodea la cama a toda prisa y me da un abrazo que me deja sin aire en los pulmones. Sus sollozos de alegría me vibran dentro. He hecho feliz a mi madre. Sabía que lo haría, pero no esperaba sentir yo también tanto alivio. Me ha estado presionando para que no me marche a la universidad, e incluso animaba a Levi para que me incordiara con el tema. En enero, me suplicó que rellenara el formulario de admisión de Lake State como regalo de cumpleaños para ella. Accedí pensando que no podía pasar nada. Al final, resultó que sí.

Un pájaro se estrella contra la ventana. Mi madre da un respingo y me suelta. Solo consigo dar tres pasos hacia la ventana antes de que el pájaro se levante, aletee para recuperar el equilibrio y siga su viaje.

La abuela Pearl (mi nokomis anishinaabe por el lado Guardián del Fuego) creía que era mal presagio que un pájaro se estrellase contra una ventana. Siempre corría afuera y se llevaba una de sus curtidas manos marrones a la boca mientras mascullaba «Ay, ay» y observaba el cuello partido del animal, antes de llamar a sus hermanas para averiguar qué tragedia esperaba a la vuelta de la esquina.

Pero Maryela siempre decía que era algo aleatorio y desafortunado. Nada más que las consecuencias imprevistas de una ventana limpia. «Las supersticiones indias no son hechos, Daunis».

Mis abuelas zhaaganaash y anishinaabe no podían haber sido más distintas. Una se fijaba en la superficie del mundo, mientras que la otra veía conexiones y enseñanzas por debajo de nuestro mundo conocido. Toda mi vida he sentido que jugaban conmigo a tirar de la cuerda.

Cuando tenía siete años, pasé un fin de semana en la casa de tela asfáltica de la abuela Pearl en Sugar Island. Me desperté llorando por un dolor de oído, pero era de noche y el ferry que iba a tierra firme ya no salía hasta el día siguiente. Tuve que hacer pis en una taza para que mi abuela me lo echara en la oreja mientras apoyaba la cabeza en su regazo. A la vuelta para la cena del domingo en casa de la abuela Mary y el abuelo Lorenzo, les conté con mucha emoción lo lista que era mi otra abuela. «¡La abuela Pearl me curó el dolor de oído con pis!». Maryela se horrorizó y, un instante después, lanzó una mirada asesina a mi madre, como si fuera culpa suya. Algo se me rompió por dentro cuando vi la vergüenza de mi madre. Aprendí que, algunas veces, se esperaba de mí que fuera una Fontaine, mientras que otras era seguro ser una Guardián del Fuego.

Mi madre regresa con Maryela y aparta la manta de cachemira para masajear una de sus larguiruchas piernas de alabastro con la loción. Se agota cuidando de mi abuela. Mamá está convencida de que se va a recuperar. A mi madre nunca se le ha dado bien aceptar las verdades desagradables.

Hace una semana, me desperté durante uno de sus ataques de limpieza.

«He perdido mucho, David, y ahora a ella. Cuando Daunis se marche, j’disparaîtrai».

Usó la palabra francesa para desaparecer. Para desvanecerse o morir.

Hace dieciocho años, mi llegada cambió el mundo de mi madre. Arruinó la vida que sus padres habían decidido para ella. Soy lo único que le queda en este mundo.

La abuela Pearl siempre me lo decía: «Las desgracias vienen de tres en tres».

El tío David murió en abril.

Maryela sufrió un ictus en junio.

Si me quedo en casa, puedo evitar que suceda la tercera. Aunque eso signifique esperar un poco más para seguir con el Plan.

—Debería irme ya.

Le doy un beso a mamá y le digo adiós a Maryela. En cuanto salgo del centro, echo a correr. Normalmente camino las manzanas que quedan para llegar a casa y así me voy enfriando, pero hoy corro hasta llegar a la entrada. Entre jadeos, me dejo caer debajo de mi árbol de oraciones y espero a recuperar el aliento.

Espero a que empiece la parte normal de la Nueva Normalidad.

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2

El Jeep de Lily frena con un chirrido en el camino de entrada. Vestida toda de negro, como siempre, mi mejor amiga baja de un salto para que pueda subirme al asiento de atrás. La abuelita June está en el asiento del copiloto, con un pañuelo en la cabeza, atado bajo la barbilla; sus ojos oscuros apenas asoman por encima del salpicadero. Entre la diminuta Lily y su bisabuela, es un milagro que alguna de las dos pueda ver la carretera.

Lily es mi mejor amiga desde sexto, cuando se vino a vivir con la abuelita June. Parecemos polos opuestos, y no solo por la diferencia de altura. Yo soy tan pálida que los otros críos nish me llaman Fantasma, y una vez los oí referirse a mí como «la hermana desteñida de Levi». Cuando Lily vivía con su padre zhaaganaash y su esposa, evitaban que se pusiera al sol para que la piel marrón rojizo no se le oscureciera más. Los dos habían aprendido muy jóvenes que existe un Rango Aceptable de Tono de Piel Anishinaabe y que los que acaban en sus extremos tienen que aguantar versiones distintas de la misma chorrada.

A Lily se le ensancha la sonrisa, perfilada con un pintalabios negro brillante, al ver mi ropa: vaqueros con una de las camisetas de hockey de mi madre, que me llega hasta la mitad del muslo.

—Lady Daunis con sus mejores galas. Es un placer hacerle de chófer —dice mientras inclina la cabeza.

Sonrío y es como cuando me quito una mochila cargada con todos mis libros de texto.

—Debería sentarme ahí atrás. Es demasiado trabajo para ti —dice la abuelita June mientras echo el asiento del conductor hacia delante y encajo mi cuerpo de metro ochenta en la parte de atrás—. Es como ver a un bebé volver a meterse en el útero.

Lo dice cada vez que vamos las dos en el coche de Lily.

—De eso nada, abuelita June. Tú eres la mejor copiloto.

No puedes hacer que un Anciano se adapte a ti. No se hace y punto.

De camino al trabajo, solemos dejar a la abuelita June en el Centro para Mayores de Sault, dependiendo de lo que haya para comer ese día. Ella compara los menús mensuales de los dos programas de comidas para mayores y los vigila tan de cerca como a sus tarjetas del bingo cuando juega a cartón lleno. Si la abuelita June cree que los zhaaganaash tienen una comida mejor, le pide a Lily que la deje en el Centro para Mayores de Sault, en la ciudad. Si no, una furgoneta tribal la recoge para llevarla al ferry de Sugar Island, donde la esperan la comida y las actividades sociales del Centro para Ancianos de Nokomis-Mishomis.

—¿Lo has hecho? —me pregunta Lily mientas me lanza una mirada cómplice a través del espejo.

—Pues sí.

—¿Has usado protección? —pregunta la abuelita June.

Todas nos reímos y, como Lily coge una curva demasiado deprisa, hasta los neumáticos se unen al jolgorio.

—No, abuelita —dice Lily—. Daunis les ha dicho a su madre y a su abuela que no va a ir a la uni de Michigan. Es oficial… ¡A la Lake Superior State, nena!

Deja escapar un trino agudo por la ventana y le da un buen susto a los pocos turistas que caminan por la acera. Lily ha intentado, sin éxito, enseñarme el lee-lee, que algunas mujeres nish usan para celebrar un logro.

La abuelita June se vuelve hacia mí y frunce el ceño. Espero a que me diga que me siente derecha, porque es lo que me diría Maryela.

—Hija mía, algunos barcos son para el río y otros, para el mar.

Creo que la abuelita June está en lo cierto. El problema es que no sé qué clase de barco soy.

Lily me mira por el espejo retrovisor, comprensiva. En ciencia, una mezcla tiene dos o más componentes que no se unen químicamente. Como aceite y vinagre. Lily sabe que así es como me siento: triste por no estar en Ann Arbor y contenta por compartir mi primer curso universitario con ella. Ambos sentimientos coexisten por separado, pero se enredan y arremolinan dentro de mí.

Pasamos por delante de las tiendas de recuerdos que recorren un lado de la calle. El otro lado sigue el curso del río, donde una multitud de turistas observa el paso de un carguero de trescientos metros de largo por las esclusas Soo.

Recuerdo cuando fuimos al centro de Ann Arbor el otoño pasado para la visita guiada por el campus. El entusiasmo de Maryela chocaba con las irritantes preguntas de mi madre sobre la tasa de criminalidad. El tío David, que rara vez se ponía del lado de mi madre, insistía en que yo debía sacarme la carrera lejos de casa. Sin embargo, para mí la Universidad de Michigan era algo más que un sitio en el que recibir una educación: era una forma de liberarme de los cotilleos que me han rodeado toda la vida.

«¿Daunis Fontaine? ¿No era su padre ese jugador de hockey, Levi Guardián del Fuego? Era uno de los pocos indios de Sugar Island que tenían potencial. Recuerdo cuando dejó preñada a Grace Fontaine. La chica más rica y más blanca de la ciudad.

»¿No se puso como una cuba en una fiesta en Sugar Island y estrelló el coche, con ella dentro?

»¡Qué pena que se rompiera las piernas en el accidente! Justo cuando los cazatalentos empezaban a pasarse por sus partidos. Eso acabó con su carrera en el hockey.

»Mary y Lorenzo enviaron a su hija con unos parientes de Montreal, pero, cuando volvió con una bebé de tres meses, Levi ya se había casado con otra y había tenido a Levi Jr.

»He oído que la timiducha de Grace se enfrentó a sus padres cuando intentaron alejar a la niña de Levi y de todos esos parientes indios.

»Ah, y después ocurrió esa horrible tragedia…

Dejamos atrás una valla publicitaria que suele anunciar el Superior Shores Casino & Resort, pero, durante el último mes, la Tribu Ojibwe de Sugar Island anima desde ella a los miembros inscritos para que voten en las elecciones de hoy al Consejo Tribal. Anoche, alguien la grafiteó y cambió una letra para que dijera: ¡VOTA! ¡ES TU ERECCIÓN!

—Yo votaría por eso —dice la abuelita June.

Lily y yo volvemos a partirnos de risa.

Después, la abuelita se pone a despotricar sobre el tema, diciendo que da igual a quién elijan porque siempre acaba sirviendo más a sus intereses que a los de los miembros.

—A ver, cuando muera, me tenéis que prometer que conseguiréis que los miembros del Consejo Tribal porten mi ataúd. —Hace una pausa para dar un golpe de efecto—. Así podrán enterrar todas mis esperanzas una vez más.

Me río con la abuelita June. Como siempre, mi mejor amiga se limita a negar con la cabeza.

—Teddie debería haberse presentado —dice—. Ella sí que habría puesto orden, ¿eh?

Mi tía Teddie es la persona más lista que conocemos. Es tremenda. Algunos miembros tribales con ganas de liarla quieren que Sugar Island se declare independiente de Estados Unidos. Si consiguen que la tía se sume a su desastre de plan, es posible que la Operación Secesión suceda de verdad.

—Eh, la tía dice que tendrá más margen de actuación como directora de Salud Tribal —respondo.

—Nunca ganaría, como me pasaba a mí —intervino la abuelita June—. Teddie dice las cosas como son. Los votantes prefieren las mentiras bonitas a las verdades feas, ¿eh?

Lily asiente, aunque ninguna de las dos podemos votar en una elección tribal porque no estamos registradas.

—Escuchadme, mis niñas —dice la abuelita June—, las mujeres ojibwe fuertes son como la marea: nos recuerdan que hay fuerzas tan poderosas que no se pueden controlar. La gente débil teme esa fuerza. No votarán por una nish kwe a la que temen.

Ahora soy yo la que asiente para reconocer lo ciertas que son las palabras de mi Anciana.

Cuando llegamos al Centro para Mayores de Sault, Lily aparca en paralelo con su estilo único, metiendo primero el morro hasta que da contra el parachoques trasero del coche que tiene delante. Las dos salimos para ayudar a la abuelita June, que se detiene un momento antes de entrar en el centro.

—Teddie y yo teníamos muertos en el armario. Nos acostamos con demasiados de sus hombres. —Alza la barbilla, desafiante—. Bueno, eso y nuestros delitos.

Lily y yo nos miramos con los ojos muy abiertos mientras la abuelita se despide con la mano. De vuelta en el Jeep, nos echamos a reír a carcajadas.

—La hostia —dice Lily—, sé que la abuelita June tiene un pasado, pero ¿crees que es cierto que Teddie y ella han cometido delitos?

Retrocede hasta tocar el parachoques del coche que tenemos aparcado detrás y se mezcla con el tráfico del centro.

—La tía dice que todas esas historias sobre sus «correrías» de juventud son chorradas.

—Hablando de correrías, ¿sigue en pie lo de mañana? —me pregunta Lily mientras se dirige a la reserva satélite de la Tribu en tierra firme.

—Sí. Tenemos que celebrarlo —respondo para procurar concentrarme en el lado positivo de mi decisión.

—Estabas muy preocupada por contárselo a Maryela. ¿Cómo ha reaccionado?

—Pues… me ha hecho saber que le parece bien.

De nuevo me emociono al recordar el momento en que me di cuenta de que ella veía la situación con claridad y lo comprendía.

—¿Ves? Siempre te preocupas por nada.

Llegamos al estadio Chi Mukwa. En las elecciones de hoy al Consejo Tribal hay dos colegios electorales: uno aquí, en las instalaciones deportivas de la comunidad, y otro en el Centro de Ancianos de Sugar Island. Ya hay coches aparcados a ambos lados de Ice Circle Drive. Lily pasa por encima de la acera para aparcar en la hierba.

Me ve buscando con la mirada alguno de los coches patrulla tribales. La creativa forma de aparcar de Lily siempre atrae la atención policial.

—¿Has visto ya a TJ? ¿De verdad tenemos que llamarlo agente Kewadin? —Se estremece—. No lo habrás invitado a la fiesta, ¿verdad?

—No. No he invitado a un poli tribal a nuestra fiesta —respondo, irritada—. Yo no soy la que vuelve con mi ex cada dos semanas.

Lily me clava la mirada y le tiemblan un poco los labios, pero guarda silencio. Justo cuando llegamos a la primera fila de coches, me da un manotazo en la espalda. Fuerte.

—¡Ay! ¿De qué vas?

Me vuelvo y veo a mi mejor amiga con cara de absoluta inocencia.

—¿Qué? Es que tenías en la espalda una mosca del tamaño de un colibrí.

Esta vez, sonríe.

Nos partimos de nuevo. Nuestra risa es alegre y así es como me siento, porque sé que todo saldrá bien.

Un grupo de miembros de la Tribu agitan carteles de apoyo a sus candidatos favoritos mientras los votantes entran en Chi Mukwa para depositar su voto. Una señora sonríe al acercarnos y nos ofrece un plato de galletas caseras.

—No están inscritas —le chiva su secuaz en tono frío.

La señora deja el plato y nos saluda, impasible:

—Que tengáis un buen día.

Somos descendientes de la Tribu Ojibwe de Sugar Island, no miembros inscritos. Mi padre no aparece en mi certificado de nacimiento y Lily no cumple con el porcentaje mínimo de sangre exigido para inscribirse. De todos modos, seguimos considerándola nuestra tribu, a pesar de que peguemos la cara al cristal desde fuera, en vez de estar dentro.

—Como si quisiéramos sus galletas de moowin —masculla Lily, y suena exactamente igual que la abuelita June.

No menciono que las dos nos hemos relamido al ver el plato.

El vestíbulo está abarrotado. Los votantes hacen cola en la entrada que da al campo de voleibol convertido en colegio electoral. Los padres dejan a sus hijos para el Programa Niibing. En el programa de verano cuidan a tiempo completo de los niños que necesitan actividades supervisadas que los cansen, aunque más bien sirve para cansarnos a los jefes de grupo.

Justo antes de separarnos para unirnos a nuestros respectivos grupos, Lily me da un codazo.

—Hasta luego, cocodrilo.

—No pasaste de Crocodylus niloticus.

Hacemos nuestro saludo especial: chocamos los cinco en alto por la chica alta, los chocamos por lo bajo por la baja, chocamos codos, nos damos con el pie y levantamos la palma hacia arriba para enganchar pulgares y terminar con el aleteo de mariposa.

—¡Te quiero, friqui!

Lily siempre tiene que decir la última palabra.

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3

Cuando llega el momento de la última actividad del día, llevo a mi grupo de criaturas de nueve y diez años a los vestuarios para ponerles sudaderas, gorros y guantes antes de la sesión de patinaje libre. Lo convierto en una clase de lengua ojibwe diciendo el nombre de cada prenda en anishinaabemowin mientras la pongo.

—Naabikawaagan —digo mientras me enrollo la bufanda al cuello al entrar en la pista de hielo.

—¡Hola, Burbujita! —me grita Levi desde el otro lado de la pista usando el apodo que más odio.

Los viernes por la tarde, los Sault Ste. Marie Superiors patinan con los niños. Los Supes son un equipo de élite de la liga Junior A, un trampolín para los chicos que esperan jugar a nivel universitario o profesional. Maryela se refiere a ellos como un «internado de señoritas» para jugadores de hockey.

A mi hermano menor, que va a empezar el último año de instituto, lo nombraron capitán cuando solo llevaba un año en el equipo. En la Península Superior de Michigan, los Supes son dioses del hockey, lo que convierte a Levi en una especie de Zeus que posee algo especial que transciende incluso el talento natural y el trabajo duro.

No nos parecemos en nada. Yo soy la viva imagen de mi padre. Sin embargo, mientras que las facciones de papá eran proporcionales a su enorme figura, las mías son caricaturas. Levi se parece a su madre, incluso en los hoyuelos, la piel cobriza y las largas pestañas. Nuestro padre era un dios del hockey, así que Levi ha tenido suerte ahí también. Además, mi hermano sabe ser encantador, sobre todo cuando quiere algo.

Levi y otro de los nuevos Supes están patinando con los críos de cinco y seis años, entre ellos mis primas de seis, Perry y Pauline.

—¡Tita Daunis!

Me encanta cuando mis primas gemelas me llaman tita. Dejo a mi grupo y patino hacia ellas.

—Tita, ¿sabías que hoy es viernes trece? —me pregunta Pauline, que suena como una maestra.

—El tío Levi dice que la mala suerte es una gilipollez inventada —interviene Perry.

—Levi —digo imitando el tono de institutriz de Pauline—, ¿sabías que los tíos y las tías responsables no dicen palabrotas delante de las mentes jóvenes e impresionables? —El Supe que está al lado de Levi suelta una risita—. ¿Ves? El chico nuevo sabe de lo que hablo.

—Me llamo Jamie —dice el chico nuevo—. Jamie John­son.

—Eh, veamos qué tienes que aportar al equipo antes de que me aprenda tu nombre.

Mientras me quito mi bufanda extralarga, los altavoces de la pista escupen el «Hey Ya!» de Outkast a todo volumen. Perry y Pauline se agarran a los extremos, y yo tiro de las gemelas por el hielo.

Mi padre solía hacer lo mismo con Levi y conmigo, un crío en cada extremo, con el centro de la bufanda alrededor de su cintura, como un arnés. Perry me suplica que vaya más deprisa. Lo que más feliz la hace es ir a velocidad supersónica, con su larga melena negro azulado extendida tras ella como las estelas de condensación de los aviones. Siguiendo un impulso, doy la vuelta hacia Levi mientras clavo las cuchillas de mis patines de hockey para dar cuatro rápidos empujones laterales. Lo bastante para que Perry chille de alegría, pero sin que Pauline salga volando.

Justo antes de llegar a mi hermano, me detengo con un cuarto de giro. Las cuchillas raspan el hielo, y las virutas que salen volando alcanzan a Levi y al chico nuevo. Esbozo una sonrisa cuando retroceden de un salto, un segundo más tarde de la cuenta. A Levi le hace gracia, pero el chico abre la boca, entre conmocionado e impresionado.

Compruebo la trayectoria de las gemelas. Perry intenta imitar mi parada y se cae, pero se levanta de un salto. Pauline sigue deslizándose hasta que rebota en la valla de protección y aterriza de espaldas. Aunque estoy segura de que no le ha pasado nada, patino hacia ella de todos modos. El chico nuevo me sigue.

Cuando llego hasta ella, Pauline me mira y sonríe como si fuera una calabaza de Halloween. Su preciosa carita es del tono del ámbar más oscuro, un intenso marrón dorado perfecto y adorable. Agita los mitones en mi dirección.

—¡Levántame! —suplica.

Recuerdo que, de niña, una vez me di un buen golpe al caer y mi casco se estrelló contra el hielo. Mi padre acudió al instante a mi lado, con una voz profunda y atronadora: «¡N’Daunis, bazigonjisen!». Me apresuré a levantarme, aunque veía las estrellas. «¡Esa es mi chica!».

Siempre que caía, la voz de mi padre era el trueno que seguía al relámpago y me decía que me levantara de nuevo.

—Eh, ¡pero si estás perfectamente! —le digo.

Chilla de alegría cuando el chico nuevo la ayuda.

—Deberías haberla dejado ahí tirada como una babosa hasta que se congelara —le digo.

Intento no sonreír cuando hace girar a Pauline en el hielo y se ríe con ella. La gente nos está mirando y no pienso darle nada sobre lo que cotillear.

Miro a mi alrededor buscando a Lily, que está rodeada por preescolares que avanzan poco a poco con sus coloridos andadores de plástico. Lily establece contacto visual conmigo y hace un gesto obsceno con la mano y la lengua. Resulta evidente que está de acuerdo con todos los que no dejan de hablar del nuevo Supe desde que se anunció la temporada 2004-2005 del equipo, hace una semana.

«Jamie Johnson está buenísimo».

«La cicatriz de Jamie Johnson le da un aire misterioso».

«¿No es una pena que Jamie Johnson tenga una novia esperándole en casa? Sí, no creo que dure».

Y, lo peor de todo…

«Oye, Daunis, ¿puedes pedirle a Levi que me nombre embajadora Supe de Jamie Johnson?».

Le echo un vistazo a hurtadillas. Empíricamente hablando, supongo que Jamie es guapo. Tiene unos ojos oscuros enormes y el pelo castaño oscuro lo bastante largo como para que los rizos se le disparen en distintas direcciones. Me interesa más la cicatriz que le baja desde el borde exterior de la ceja derecha hasta la mandíbula. La examino. No tiene el exceso de tejido de un queloide, así que debe de ser una cicatriz hipertrófica.

—Levi me ha hablado de ti. Vas a ir a la Universidad de Michigan —dice Jamie mientras observa a las gemelas volver con su jefe de grupo.

—Bueno… Ha habido un cambio de planes. —Miro a Levi a los ojos cuando se nos acerca—. Voy a ir a Lake State. Mi madre me necesita. —Me aclaro la garganta—. Ya sabes, con todo lo que está pasando.

No menciono la advertencia de la abuela Pearl sobre que las desgracias vienen de tres en tres.

—¿Te quedas? —grita Levi—. ¡Yuju!

Mi hermano me levanta del suelo y me da vueltas hasta que me entran náuseas. Le doy golpes en la espalda, entre risas. Su felicidad es casi contagiosa. Levi me suelta.

—Ahora sí que tenemos algo que celebrar este fin de semana. Fiesta en la casa grande, mañana a las ocho, ¿no? Llevaré cerveza helada.

—Allí estaremos Lily y yo.

Todavía vitoreando, Levi se aleja patinando como el flautista de Hamelín, llevándose tras de sí a una fila de niños que imitan sus movimientos con los pies.

—Entonces, te quedas.

La sonrisa de Jamie le llega a los ojos y los rescoldos de las náuseas me dan una voltereta en el estómago.

Sin hablar empíricamente, Jamie Johnson está bueno cuando le brillan así los ojos. Sigue hablando.

—Ojalá estuvieras con nosotros en último curso. Pero, bueno, al menos no tendrás que sufrir a mi tío Ron como profesor de Ciencias.

Asiento mientras noto un cosquilleo muy familiar en la nariz y aprieto la mandíbula para detenerlo.

—¿He dicho algo malo? —pregunta Jamie, preocupado.

—No. Es que… tu tío está sustituyendo a mi tío en Sault High.

La imagen del tío David ajustando la llama de gas de un mechero Bunsen dispara una oleada de tristeza. Y de furia. Jamie espera que le diga algo más.

—Murió hace unos meses. Fue horrible. —Me corrijo—. Sigue siendo horrible.

Cuando muere alguien, todo lo que rodea a esa persona se convierte en pasado. Salvo por la tristeza. La tristeza se queda en el presente. Y es incluso peor cuando estás enfadada con esa persona. No solo por haber muerto, sino por cómo murió.

Mi madre se desmayó cuando le contaron lo que le había pasado al tío David. Más tarde, cuando la policía le dio los detalles, insistió en que su hermano llevaba sobrio más de trece años. Ni una gota de alcohol desde el día en que mi madre había regresado de la biblioteca del campus y se había encontrado a su hija de cinco años (yo) leyéndole libros en el sofá a mi tío inconsciente. Se mantuvo firme: su hermano nunca había abusado de otras sustancias. Jamás.

—Lo siento mucho, Daunis.

Mi nombre suena distinto cuando lo pronuncia con preocupación, con una voz casi ronca. Lo alarga, así que suena como Dauuuness, en vez de como lo dicen mis familiares de la rama Guardián del Fuego: Dah-niss.

Lily me llama y señala con los labios hacia la valla, donde me espera Teddie. Mi tía me llama con un gesto, así que patino hacia ella y me sorprendo un poco cuando veo que Jamie me sigue.

—Hola, he venido a votar y a recoger a las niñas, pero tengo una cosa en el trabajo. —Se fija en Jamie—. Hola, soy Teddie Guardián del Fuego. Tú debes de ser el nuevo Supe del que habla todo el mundo. Que otro jugador nativo entre en el equipo siempre es una buena noticia. ¿De dónde eres?

—Jamie Johnson, señora. —Le ofrece una mano—. De todas partes. Nos movemos mucho.

La tía tiene un aspecto muy respetable, con traje de pantalón y un precioso medallón floral de cuentas. Sin embargo, todavía se distingue el eco de la chica que era capaz de pegarte un puñetazo en el cuello si la llamabas Theodora.

—Me refiero a tu tribu —le aclara ella.

—Cheroqui, señora. Pero no conozco mucho a mi familia.

Miro a Jamie. Ni me imagino crecer sin parientes. Toda la vida he estado rodeada de multitud de familiares, no todos consanguíneos. Además de un montón de matriarcas y futuras minimatriarcas.

—¿Necesitas que me quede un rato con las niñas, tita?

—¿Podrías? —Suena aliviada—. Tengo que volver al trabajo. Han llegado las camisetas para la feria de vacunación de la semana que viene y aparece un búho diciendo: «Presta atención: ¡vacunación!». —Mi tía niega con la cabeza—. Nadie se dio cuenta antes de encargar trescientas camisetas, ¿eh?

—Madre mía —dice Lily, que ha aparecido a tiempo para dar su escueta opinión.

—¿Cuál es el problema? —me pregunta Jamie, desconcertado.

O los cheroquis tienen unas enseñanzas distintas sobre los búhos o Jamie no conoce su cultura.

—En la cultura ojibwe, el búho te acompaña para cruzar al otro lado cuando mueres —le explico—. No es el embajador ideal si lo que quieres es que los padres nish vacunen a sus bebés.

La tita añade:

—No todo el mundo conoce las enseñanzas. Así que me voy a reunir con la asistente sanitaria de la comunidad y su supervisor de la oficina, a ver si podemos pedir camisetas nuevas con urgencia.

—¿Un viernes por la noche? —pregunta Lily, tan horrorizada como impresionada.

—Bueno, es un problema que ellos mismos han ayudado a crear, así que tendrán que formar parte de la solución. —La tita llama a las gemelas en anishinaabemowin—. Aambe, jiimshin.

Ellas corren hacia su madre para recibir besos y abrazos.

Cuando se marcha, Pauline le pide a Jamie que la levante. Él lo hace y ella posa como si estuvieran actuando en las Olimpiadas. Admiro cómo la sostiene, con una técnica perfecta que reconozco de los años durante los que soporté las clases de patinaje artístico para que Maryela también me dejara jugar al hockey. ¿Cuánto habrá entrenado Jamie como patinador artístico en pareja antes de pasarse al hockey?

Lily me pilla mirándolo.

—Diría que es una pena que el nuevo Supe tenga novia, pero sé que no sales con jugadores de hockey por tus reglas de moowin sobre el Mundo del Hockey.

—Pues sí. Hay que separar el Mundo del Hockey del Mundo Normal.

Sobre el hielo, conozco las reglas. Pero, fuera del hielo, las reglas no dejan de cambiar. Mi vida funciona mejor cuando el Mundo del Hockey y el Mundo Normal no se solapan. Igual que el mundo Fontaine y el mundo Guardián del Fuego.

—Pero las cosas buenas ocurren cuando los mundos chocan… Combustión por osmosis —dice Lily.

Sonrío.

—Estás pensando en la teoría de las colisiones. Cuando dos cosas chocan e intercambian energía si las partículas reaccionantes tienen la suficiente energía cinética.

—Ah, sí, ¿cómo he podido confundirme? —Se ríe—. Pero, en serio, tus reglas son demasiado blanco y negro. ¿Por qué no…?

—¿Lily? —la llama alguien.

Las dos nos volvemos y me quedo helada cuando veo al exnovio de mi amiga de pie junto a la puerta de la valla, a pocos metros. Me tenso cuando esboza su sonrisa de siempre, esperanzada, y miro a Lily para saber cómo debo reaccionar.

Cuando teníamos unos doce años, en la cafetería del colegio, Lily escuchó por primera vez al dulce y torpe Travis Flint eructar el alfabeto. Ella se rio tanto que se le salió la leche por la nariz. Fue la mejor reacción posible; Travis se enamoró al instante de Lily. Cuando creció, en el instituto, y desarrolló unos pómulos marcados y una mandíbula cuadrada, las chicas de repente se dieron cuenta de que el payaso de la clase era guapísimo. Travis era una persona radiante, sobre todo cuando hacía reír a Lily.

Todo eso cambió en diciembre, a mitad de nuestro último año de instituto.

Observo a Lily de cerca. Si habla con Travis, tendré que prepararme para otro episodio de La saga de Lily y Travis. Es una serie que no dejan de renovar, a pesar de que siempre repiten la misma trama.

Por suerte, ella se aleja patinando y deja claro que no está interesada en hablar con él. Travis no lleva patines, pero, de todos modos, bloqueo la puerta que da a la pista de hielo y dedico cada centímetro y cada gramo de mi cuerpo a convertirme en un muro impenetrable. Todo equipo de hockey necesita un matón, alguien que la líe o que vengue las ofensas. Yo soy la matona de Lily.

—Ay, Dauny, no seas así. —Los huecos bajo sus pómulos son cóncavos hasta el punto de parecer enfermo. Ha desaparecido cualquier suavidad. Es como si fuera el cascarón vacío de aquel chico tan gracioso que una vez consiguió que me hiciera un poco de pis en los pantalones—. Te juro que estoy limpio. Solo quiero hablar con ella.

—No va a pasar, Trav.

Me llevo las manos a las caderas para ser aún más ancha.

—Estoy limpio —repite—. Voy a seguir limpio por ella.

—Lo sé —digo.

Creo que lo dice de verdad, pero eso no significa que sea buena idea que esté cerca de Lily. Normalmente, si un tío suelta una gilipollez, se lo digo, pero la sinceridad de su voz me da ganas de abrazarlo. No es la típica mentira de tío.

Las mentiras de tío son las cosas que los tíos afirman en el calor del momento, pero que se desvanecen con el tiempo y la distancia. He oído unas cuantas mentiras de tío gracias a TJ Kewadin, el nuevo policía de la Tribu Ojibwe de Sugar Island. «No puedo dejar de pensar en ti». O: «La uni de Michigan solo está a dos horas de Central, conseguiremos que funcione». Y mi favorita: «Te quiero».

Travis no miente cuando se le rompe la voz, angustiado.

—Es que la echo mucho de menos. Haré lo que sea por recuperarla.

—Sé que lo harás. Por eso me he puesto en plan matona contigo.

Lily me contó lo que había hecho: «Vamos, Lily-bit. Es la me­dicina del amor. Fortalecerá nuestra relación. Pruébalo por mí».

—Trav, quizá deberías seguir limpio por ti. Ir a las ceremonias. Llevar una vida más sana.

A Travis se le ilumina la mirada y, por un segundo, recuerdo lo gracioso y guapo que era antes. Mi favorito de los amigos de Levi. Íbamos juntos a casi todas nuestras clases avanzadas de ciencias. Travis Flint también era mi amigo.

—Eso funcionará, ¿verdad, Dauny? —me dice, emocionado, mientras se vuelve como si fuera a correr hacia el sudadero más cercano—. Prometo que recurriré a la medicina tradicional. Veré a la curandera.

—Recupera la salud por ti, ¡no por ella! —le grito a la espalda.

Travis sale corriendo y yo lo observo, inquieta. Patino alrededor del perímetro buscando a Lily. Siempre le va bien un abrazo después de un encuentro con Travis. Escucharé lo que tenga que decir y lo que no, y apoyaré cualquier decisión que tome.

No me gusta nada La saga de Lily y Travis. Solo la veo porque mi mejor amiga es la protagonista y necesita mi protección. Y mi apoyo. Al fin y al cabo, a los matones nos llaman para encargarnos de lo que los demás jugadores no pueden o no quieren hacer.

Aunque he visto antes a Travis en baja forma, esto es distinto. Parece desesperado, como si quisiera hacer lo correcto, pero por las razones equivocadas. Decido estar pendiente de él para asegurarme de que se aleje de Lily hasta que esté mejor. Me preocupa que corra peligro algo más que el corazón de mi amiga.

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4

Después de cenar, tomo prestado el coche de mamá para llevar a casa a las gemelas. Pienso pasar la noche en casa de la tita, como hago cada pocas semanas. A pesar de que Pauline y Perry no se están portando nada bien en el asiento de atrás, el viaje en ferry a Sugar Island es como una meditación de cinco minutos. No sé si sería igual cuando nuestros antepasados cruzaban las agitadas aguas en sus canoas de abedul. Si se les quitaba un peso de encima porque volvían a casa.

Miro hacia el coche que tengo al lado y veo a Seeney Nim­kee. Aparto la vista rápidamente y me hundo en mi asiento. Seeney acaba de cumplir sesenta, lo que la convierte oficialmente en Anciana. Es mentora de la tita y trabaja en el Programa de Medicina Tradicional de la Tribu. Una vez nos gritó a los miembros del Consejo Juvenil Tribal porque estábamos sentados en un acontecimiento de la comunidad en el que los Ancianos estaban de pie. Aunque me levanté a toda prisa, ella no dejó de mirarme en ningún momento. Después lloré en el cuarto de baño y, desde entonces, procuro ir con mucho cuidado cuando ella está cerca.

Dos perros, Elvis y Patsy, ladran al coche de mamá cuando entro en el camino de la casa de la tita y de Art, que es una cabaña estilo chalet con vistas a Canadá, al norte. El patio delantero queda enmarcado entre un garaje de postes de madera y una elaborada casa de árbol. En cuanto aparco, las gemelas salen a toda prisa del coche y tiran de mí hacia la casa del árbol.

Su juego favorito se llama Castillo y consiste en luchar contra dragones y troles imaginarios por todo el fuerte del árbol. Mi grito de batalla siempre es: «¡No necesitamos ningún príncipe apestoso!». Perry es una creyente convencida, pero a Pauline le costó más sumarse al lema.

Cuando la tita llega a casa, la ayudo con el baño y el cuento de las niñas. Después de acostarlas, la ayudo a doblar la ropa limpia en la isla de granito de la cocina.

—Bueno, dime, ¿estás emocionada con lo de Lake State?

—Sí, Lily y yo nos hemos matriculado en algunas clases, pero tengo un horario rarísimo —me quejo—. Once horas de créditos no es tiempo completo. ¿Y si no puedo entrar en ese seminario de Biología?

—Te preocupas demasiado por chorradas. Lake State no te va a joder. ¡Si hasta una de las residencias lleva tu apellido, mujer!

Guardo silencio y me concentro en doblar con cuidado una de las camisetas de Perry. Al cabo de un minuto, la tita se levanta y me prepara una infusión de lavanda. Deja la taza a mi lado y me acaricia el pelo.

A veces, cuando estoy con mis parientes Guardián del Fuego, mi primo mayor, Monk, me llama waabishkimaanish­taanish si mi tía no está cerca. Si alguna vez lo oye llamarme «oveja blanca», aunque esté giiwashkwebii, lo echa de la fiesta con los dos ojos morados.

Sin embargo, de vez en cuando, la tita hace un comentario con cierto tonillo que me revuelve un poco mi lado Fontaine.

Art entra desde su taller del garaje y me saluda con un abrazo de oso que rompe el silencio incómodo de la habitación. De no haber sabido de dónde salía, lo habría averiguado de inmediato por el olor a naranja del gel limpiador de manos, a salvia quemada y a aceite WD-40.

Cuando Art le da un beso a la tita, ella se relaja y se transforma en una versión más blanda de Teddie Guardián del Fuego. Conmigo y las gemelas, su amor tiene varias capas: un núcleo tierno envuelto en un exoesqueleto de amor estricto. Pero, cuando la envuelven los brazos de ámbar oscuro de su marido, la tita puede bajar la guardia.

Me vibra el móvil en el bolsillo de atrás. Supongo que será Levi, porque, desde que tiene un Nokia con teclado, mi hermano prefiere escribir a llamar, pero el mensaje es de un número que no conozco.

### - ### - ###: Soy Jamie Johnson. Levi me ha invitado a vuestra fiesta. Le he pedido tu n.º para asegurarme de k no echéis al chico nuevo. Puedo ir?

Lo primero que pensé fue: «¿Jamie me ha enviado un mensaje?». Lo segundo: «¿De qué coño va Levi?». Y lo último: «¿A quién más ha invitado mi hermano?».

Se suponía que la fiesta sobre la que, al parecer, Levi le había hablado a Jamie no era exactamente una fiesta. Lily y yo a veces nos quedábamos a dormir en la casa de mis abuelos y aprovechábamos su mueble bar y su bodega. Tenemos encargado asegurarnos de que todo vaya bien por la casa grande, ahora que está vacía. Mi madre no quiere venderla porque cree que Maryela querrá mudarse allí cuando se recupere. No soy capaz de decirle nada al respecto, todavía.

A Lily se le ocurrió invitar a unos cuantos amigos y celebrar mi decisión de ir a Lake State. Es probable que pedirle a Levi que nos ayudara a conseguir cerveza no fuera la idea más inteligente del mundo.

Art suelta una risita.

—Qué reacción más ambigua a un mensaje.

Los dos me observan. Me meto el móvil en el bolsillo y noto que se me enciende la cara.

—Seguro que es del nuevo Supe —dice la tita con una sonrisa burlona—. Lo he conocido hoy. Cheroqui. Se llama Jamie. Siento curiosidad por su cicatriz. —La tita se la describe a Art y acaba con un—: Ese corte es demasiado recto para ser accidental.

—Su tío ha ocupado el puesto del tío David en Sault High —digo, aunque se me entrecorta un poco la voz.

—La vida sigue, Daunis —dice con cariño la tita.

—Pero es muy injusto —respondo.

Frunzo el ceño para no llorar mientras Art me da otro abrazo de oso.

—Que yo sepa, la justicia no es uno de los Siete Abuelos —dice la tita.

Los Siete Abuelos son las enseñanzas sobre la minobimaadiziwin (la buena vida) que deben llevar los anishinaabe a través del amor, la humildad, el respeto, la sinceridad, la valentía, la sabiduría y la verdad. Incluyo una en mis oraciones de cada mañana para que me ayude a ser una nish kwe fuerte, como mi tía.

Entiendo lo que dice. La tita tiene razón, como siempre. Puede que mi madre no sea la única a la que le cuesta pasar página después de las injusticias.

Pasamos el rato los tres juntos hasta que Art y la tita me dan las buenas noc

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