La ciudad cerrada

Ryan Graudin

Fragmento

cap-2

Jin Ling

Hay tres reglas para sobrevivir en la Ciudad Amurallada: corre lo más rápido posible. No confíes en nadie. Lleva siempre la navaja encima.

Ahora mismo, mi vida depende completamente de la primera.

«Corre, corre, corre.»

Tengo los pulmones en llamas, devoran el aire a dentelladas. El agua me provoca escozor en los ojos. Envoltorios arrugados, colillas de cigarrillos a medio terminar. La carcasa putrefacta de algún animal, muerto hace tanto tiempo que es imposible saber qué animal fue. Alfombras de vidrios, botellas hechas añicos por los borrachos. Todo eso surca el aire en pedazos.

Las calles son un laberinto. Se retuercen sobre sí mismas, estrechas, llenas de carteles de neón y paredes repletas de grafitis. Los hombres se asoman a las puertas con mirada lasciva. Sus cigarrillos relumbran como los ojos de un monstruo en la oscuridad.

Kuen y sus secuaces me persiguen como una jauría de lobos: con una furia frenética, corriendo a toda velocidad, todos juntos. Si se separasen e intentaran rodearme, tal vez tendrían alguna oportunidad, pero yo soy más rápida que ellos, porque soy más pequeña. Puedo colarme por rendijas que la mayoría ni siquiera ven. Es porque soy una chica. Aunque ellos no lo saben. Nadie lo sabe. Ser una chica —sin techo ni familia— es una sentencia en esta ciudad. Te condena a acabar de manera directa y automática en cualquiera de los muchos burdeles que hay en las calles.

Los chicos que van tras de mí en ningún momento gritan. Nada de gritos, todos lo sabemos muy bien. Los gritos llaman la atención. Y llamar la atención significa atraer a la Hermandad. Los únicos ruidos de nuestra persecución son los pasos sobre la gravilla y las respiraciones jadeantes.

Aquí me conozco al dedillo todos los rincones, como la palma de mi mano. Este es mi territorio, la parte occidental de la Ciudad Amurallada. Sé exactamente por qué callejón escabullirme. Está cerca, a apenas unas zancadas. Paso por el restaurante de la señora Pak, con sus aromas a comida casera, pollo, ajo y fideos. Un poco más allá está el sillón del señor Wong, adonde la gente va para que le arranquen las muelas. A continuación está la tienda de objetos de segunda mano del señor Lam, con la entrada custodiada por gruesos barrotes de metal. El propio señor Lam está sentado en las escaleras con sus pies planos. Gruñe cuando paso corriendo por delante de él. Añade otro gargajo a su colección, acumulada en latas.

En la acera de enfrente, un muchacho de ojos vivaces escarba en una caja de porexpán que contiene fideos con gambas. Me ruge el estómago, pienso qué fácil sería arrebatársela y seguir corriendo.

Aunque no puedo permitirme el lujo de parar. Ni siquiera para robar comida.

Me he despistado por culpa de los fideos y por poco me paso el callejón. Tengo que doblar la esquina tan bruscamente que casi me tuerzo el tobillo, pero sigo corriendo, con el cuerpo de lado para caber por la estrecha abertura entre esos dos edificios monstruosos. Los bloques de hormigón que forman los tabiques me aplastan el pecho y me arañan la espalda. Si respiro demasiado rápido, no podré pasar.

Sigo adentrándome por el hueco, sin pensar en la pared rugosa y húmeda que me despelleja la piel de los codos. Las cucarachas y las ratas entran y salen por las rendijas huecas que me rodean, sin temor a que las aplaste con los pies. Unos pasos siniestros y pesados retumban en las paredes, me martillean los oídos. Kuen y su pandilla de chicos de la calle han pasado de largo y no me han visto. De momento.

Bajo la vista y miro las botas que llevo en la mano. Son de cuero robusto y suela resistente. Un hallazgo extraordinario. Los minutos de pánico que acabo de pasar corriendo por ellas han merecido la pena. Ni siquiera el señor Chow —el zapatero de la orilla oeste de la ciudad, sentado a todas horas en su banco de cuero y clavos— fabrica un calzado tan resistente. Me gustaría saber de dónde las habrá sacado Kuen. Estas botas tienen que ser de Extramuros. La mayoría de las cosas de calidad vienen de allí.

Unos gritos furiosos se abren paso hasta mi escondite, formando una retahíla de exabruptos y maldiciones. Un escalofrío me recorre el cuerpo. La basura que hay bajo mis pies se estremece. Después de todo, tal vez los chicos de Kuen me hayan encontrado...

Una chica tropieza y cae al suelo, rodando hasta mi callejón. Respira con dificultad. La sangre le resbala por los brazos, por las piernas, provocada por los cristales y la gravilla que se le clavan en la piel. Las costillas le sobresalen de la seda lisa del vestido. Es azul, brillante y fino. No es la clase de ropa que suele llevarse en esta ciudad.

De pronto, contengo la respiración.

¿Será ella?

Levanta la vista y veo un rostro enmascarado de maquillaje. Solo sus ojos son nítidos, reales. Están llenos de fuego, como si estuviera dispuesta a luchar en cualquier momento.

Sea quien sea esa chica, no es Mei Yee. No es la hermana a la que busco hace tanto tiempo.

Intento agazaparme, adentrarme aún más en la oscuridad, pero es demasiado tarde. La niña-muñeca ya me ha visto. Contrae los labios, como si quisiera hablar. O morderme. No sé cuál de esas dos cosas va a hacer... Y nunca llegaré a averiguarlo.

Unos hombres se abalanzan como buitres en picado sobre ella, clavándole las garras en el vestido mientras la levantan del suelo. Las llamas se avivan con más ferocidad en los ojos de la chica. Empieza a retorcerse, agarrotando los dedos como garfios. Asesta un zarpazo en la cara al atacante más próximo.

El hombre da un paso atrás, estremeciéndose. Cuatro líneas de color rojo brillante le surcan la mejilla. El hombre grita y suelta una sarta de atrocidades. Acto seguido, la agarra del nido de trenzas medio deshechas que forma su pelo.

La muchacha no grita. Tampoco deja retorcerse, de forcejear y dar patadas a diestro y siniestro, con movimientos desesperados. Cuatro hombres la sujetan, pero no es una lucha fácil. Están tan ocupados tratando de reducirla que ninguno repara en mi presencia, en lo más hondo del oscuro callejón. Observando.

Cada hombre la agarra por una de las extremidades, sujetándola con fuerza. Ella intenta zafarse, arquea la espalda mientras les escupe en la cara. Uno de ellos la golpea en la cabeza y la chica se queda inmóvil, se sume en una rigidez sobrecogedora y anormal.

Cuando acaba el forcejeo, me resulta más fácil ver a los captores. Los cuatro exhiben las señas de la Hermandad: camisas negras, armas, tatuajes y joyas con forma de dragón. Uno de ellos incluso lleva tatuada la bestia roja en un lado de la cara. Le ocupa toda la mandíbula y le sube hasta el nacimiento del pelo.

—¡Maldita puta estúpida! —grita el hombre arañado al bulto maltrecho e inconsciente.

—Vamos. Hay que llevarla de vuelta —dice el hombre del tatuaje en la cara—. Longwai espera.

He contenido la respiración durante toda la escena. Me doy cuenta cuando se la llevan a rastras, barriendo el suelo con la mata de pelo negro. Aunque temblorosas, mis manos aún sujetan el par de botas.

Esa chica. El fuego en sus ojos. Podría haber sido yo. Podría haber sido mi hermana. Cualquiera de nosotras.

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