La princesa roja (BLOOD HEIR 1)

Amélie Wen Zhao

Fragmento

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1

La prisión guardaba un cierto parecido con las mazmorras que Anastacya recordaba de su infancia: era oscura y húmeda, y estaba hecha de duras piedras de las que rezumaban mugre y miseria. También había sangre. Podía sentirla por todas partes, tiraba de ella; se extendía desde los rugosos escalones de piedra hasta las paredes ennegrecidas por las antorchas y merodeaba por los extremos de su conciencia, como una sombra que nunca desaparecía.

No le costaría nada —apenas un tironcito de su voluntad— controlarla toda.

Al pensar en eso, Ana cerró con fuerza los dedos enguantados alrededor de las pieles raídas de su capucha y volvió a prestar atención al guardia, que iba unos pasos por delante de ella, ajeno a lo que sentía. Sus botas de cuero varyshki repiqueteaban sobre el suelo en pasos suaves pero firmes y, si escuchaba con la atención suficiente, oía también el tintineo amortiguado de las hojas de oro que él llevaba en el bolsillo, las mismas con las que lo había sobornado.

Esta vez no era una prisionera; era su clienta, y el dulce tintineo de las monedas era un recordatorio constante de que él estaba de su lado, al menos por el momento. Sin embargo, cuando la antorcha proyectaba sombras parpadeantes en las paredes de su alrededor era imposible no ver aquel lugar como la tela de la que estaban hechas sus pesadillas, ni tampoco oír los susurros que traía consigo.

«Monstruo.» «Asesina.»

Papá le habría dicho que aquel era un lugar repleto de demonios, allá donde se retenía a los hombres más malvados. Incluso ahora, casi un año después de su muerte, a Ana se le secaba la boca cuando imaginaba lo que habría dicho si la hubiese visto allí.

Apartó esos pensamientos y dirigió la vista al frente. Sí, tal vez fuera un monstruo y una asesina, pero eso no tenía nada que ver con la tarea que tenía entre manos.

Estaba allí para limpiar su nombre y demostrar que no era una traidora y todo dependía de encontrar a un prisionero en concreto.

—Ya se lo he dicho, no le dirá nada. —La voz ronca del guardia la distrajo de los susurros—. Oí que, cuando lo pillaron, estaba en una misión para asesinar a un pez gordo.

Se refería al prisionero. Su prisionero, el que ella había ido a buscar. Ana se puso recta y se preparó para decir la mentira que tantas veces había ensayado.

—Sí que me dirá dónde escondió mi dinero.

El guardia le dirigió una mirada comprensiva.

—Más le valdría pasar el tiempo en algún lugar más agradable y soleado, meya dama. Más de una docena de nobles han pagado sobornos por venir a Risco Fantasma a verlo, y ninguno de ellos ha conseguido que cante. Se ha ganado algunos enemigos muy poderosos, este Lenguaraz.

Un gemido penetrante y prolongado interrumpió el final de la frase, un grito tan torturado que a Ana se le pusieron de punta los pelos de la nuca. El guardia llevó la mano a la empuñadura de su espada. La luz de la antorcha parecía partirle la cara en dos, la mitad se veía de un naranja parpadeante y la otra mitad, oscura.

—Las celdas se están llenando de los afinitas esos.

Ana casi se quedó petrificada; se le cortó la respiración y contuvo el aire para luego, tras expirar lentamente, obligarse a seguir los pasos del guardia. La inquietud debió de reflejársele en el rostro, pues el hombre se apresuró a añadir:

—No hay de qué preocuparse, meya dama. Estamos armados hasta los dientes con deys’voshk, y encerramos a los afinitas en unas celdas especiales de piedranegra. No nos acercamos a ellos. Esos deimhovs están encerrados a cal y canto.

Deimhovs. Demonios.

Sintió un malestar en la boca del estómago y, clavándose los dedos enguantados en la palma de la mano, tiró del borde de la capucha para esconderse más bajo ella. De los afinitas a menudo se hablaba entre susurros silenciosos y miradas de terror; circulaban mil historias sobre ese puñado de seres humanos que tenían afinidades por ciertos elementos. Eran monstruos, monstruos que podían hacer grandes cosas con sus poderes: controlar el fuego, lanzar rayos, cabalgar el viento, modelar la carne... Y luego también había algunos cuyos poderes iban más allá de lo físico, o eso se rumoreaba.

Eran poderes que ningún mortal debería poseer, poderes que pertenecían o bien a las deidades o bien a los demonios.

El guardia le sonreía, tal vez para ser amable, o tal vez porque se preguntaba qué estaba haciendo en la cárcel una chica como ella, envuelta en pieles y con guantes de terciopelo que, pese a estar muy gastados, era evidente que antaño habían sido lujosos.

No le estaría sonriendo si supiera lo que era.

Quién era.

Se detuvo a observar el mundo que la rodeaba y, por primera vez desde que había puesto un pie en aquella cárcel, estudió al guardia. Lucía la insignia del Imperio cyrilio —el rostro de un tigre blanco que rugía— tallada con orgullo en el peto de su armadura reforzada con piedranegra. La espada, que llevaba sujeta a la cadera, estaba tan afilada que podría haber cortado el aire y la habían forjado con el mismo material que la armadura: una aleación de metal y piedranegra inmune a la manipulación de los afinitas. Por último, la mirada de ella se detuvo en el frasquito que le colgaba de la hebilla del cinturón, que tenía el borde curvado como el colmillo de una serpiente y contenía un líquido verdoso.

Era deys’voshk, o el agua de las deidades, el único veneno conocido capaz de someter a un afinita.

Una vez más, sentía que la envolvía la tela de la que estaban hechas sus pesadillas: mazmorras esculpidas en fría piedranegra, más oscura que la misma noche, y la sonrisa color blanco hueso que esbozaba su custodio mientras le vertía a la fuerza el especiado deys’voshk en la garganta para purgarla de la monstruosidad con la que había nacido. Una monstruosidad, sí, incluso para una afinita.

«Monstruo.»

Se notaba las palmas de las manos empapadas en sudor bajo la tela de los guantes.

—Disponemos de una buena selección de contratos de empleo a la venta, meya dama. —La voz del guardia parecía sonar muy lejos—. Con la cantidad de dinero que ha ofrecido para ver a Lenguaraz, le convendría más reclutar a un afinita o dos. No están aquí por crímenes graves, si es eso lo que le preocupa. Solo son extranjeros indocumentados. Buena mano de obra barata.

Se le paró el corazón. Había oído algo sobre esa corrupción. Atraían a Cyrilia a afinitas extranjeros con la promesa de darles trabajo, y cuando llegaban se encontraban a merced de los traficantes. Corrían rumores de que había incluso guardias y soldados del Imperio que se habían rendido a las ofertas de los corredores de afinitas, que les engordaban los bolsillos con un flujo interminable de hojas de oro.

Pero Ana jamás pensó que conocería a uno.

—No, gracias —contestó, intentando que no le temblara la voz.

Tenía que salir de aquella cárcel lo antes posible.

Necesitaba de toda su fuerza de voluntad para seguir poniendo un pie delante del otro, mantener la espalda recta y la barbilla alzada, tal como le habían enseñado. Como siempre que la cegaba la oscuridad del miedo, pensó en su hermano: Luka sería valiente; haría esto por ella.

Así que ella tenía que hacerlo por él. Se enfrentaría a las mazmorras

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