El cómplice (Theodore Boone 7)

John Grisham

Fragmento

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1

El martes por la tarde, a las cinco en punto, el comandante Ludwig dio por finalizada la reunión de la Tropa 1440 de los boy scouts, y los chicos se apresuraron a salir para coger sus bicicletas. Como siempre, Theodore Boone se demoró un momento para despedirse del Comandante. Después salió al fresco atardecer con intención de dirigirse al bufete legal de sus padres, situado en el centro.

En los soportes para aparcar las bicicletas, Theo vio a Woody, uno de sus mejores amigos, y se dio cuenta una vez más de que no sonreía. Últimamente Woody nunca sonreía, algo que, en sí mismo, no llamaría demasiado la atención. Sin embargo, en lugar de mostrar una sonrisa, una mueca alegre o alguna señal de que todo iba normal o incluso bien, Woody tenía siempre una expresión triste y amarga, como si la vida le tratara mal. Como si tuviera problemas, como si arrastrara una carga demasiado pesada para un chaval de trece años.

Theo lo conocía desde cuarto curso, cuando los Lambert se mudaron a Strattenburg. Su vida familiar era bastante inestable. Su madre iba ya por el segundo o el tercer marido, y el actual estaba a menudo fuera por trabajo. Su verdadero padre se había marchado hacía años. Su hermano mayor, Tony, había sido arrestado en una ocasión y se estaba labrando una mala reputación. Theo sospechaba que los Lam­bert estaban atravesando graves problemas y que por eso Woo­dy parecía tan desdichado.

—Vamos a Guff’s a tomar un yogur helado —le dijo Theo—. Invito yo.

Woody negó inmediatamente con la cabeza, incluso frun­ció el ceño.

—No, gracias.

Nunca llevaba dinero encima, pero era demasiado orgulloso para dejar que Theo o cualquier otro le pagara nada. Era algo que Theo sabía desde hacía tiempo, y se sintió como un idiota por haberse ofrecido a invitarlo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, estoy bien —contestó Woody mientras se montaba en su bici—. Nos vemos.

—Llámame si necesitas algo —dijo Theo, y observó cómo su amigo se alejaba sin responder.

El último lugar al que a Woody le apetecía ir era a su casa, aunque suponía que a esas horas estaría vacía. Su madre tenía dos empleos a tiempo parcial; los martes servía mesas en un restaurante cerca de la universidad. Su marido, el padrastro de Woody, trabajaba en la construcción. Había épocas en que ganaba bastante dinero, pero los trabajos eran esporádicos. Actualmente estaba fuera de la ciudad, a unas dos horas de trayecto, y hacía un mes que Woody no lo veía. Tony era estudiante de segundo año en el Instituto Strattenburg, pero al parecer iba camino de dejar los estudios, o de suspender, o de ser expulsado por sus malas notas y escasa asistencia. La actitud de Tony era tan mala que parecía no importarle de qué manera acabaría abandonando el instituto.

Woody aparcó su bicicleta bajo la cochera abierta. Desde allí entró en la cocina por la puerta lateral, que no tenía la llave echada. Llamó a gritos a Tony y, al no recibir respuesta, se alegró de que no hubiera nadie en casa. Últimamente pasaba mucho tiempo solo, y la verdad era que no estaba tan mal. Tenía varias alternativas: podía jugar a videojuegos, ver la televisión, hacer los deberes o enchufar su guitarra eléctrica y ensayar durante una hora o así. De las cuatro opciones, la que ocupaba el último lugar era, por supuesto, la de hacer las tareas escolares. Sus notas habían empeorado bastante y los profesores empezaban a hacer preguntas, aunque en casa a nadie parecía importarle.

Rara vez había alguien en casa.

Theo aparcó su bicicleta junto a la puerta de atrás del bufete Boone & Boone, una antigua casa remodelada que pertenecía a sus padres desde mucho antes de que él naciera. Entró directamente en su pequeño despacho, y al momento fue recibido por su fiel perro, Judge, que llevaba horas esperándolo. Judge se pasaba los días en el bufete sin hacer nada, aparte de dormir y suplicar comida. Se movía silenciosamente por el lugar, dormitando en un pequeño camastro durante una hora más o menos antes de ir a acostarse en el siguiente. Había al menos cuatro camitas en el bufete, tres en la planta de abajo y una en la de arriba, pero su favorita era el blando colchón dispuesto bajo la mesa de Theo. Todas las tardes, antes de que llegara la hora de que su mejor amigo regresara de la escuela, Judge se encaminaba hasta el despacho de su dueño para esperarlo.

Theo le acarició la cabeza y habló un poco con él. Luego los dos fueron juntos a saludar a los demás. Vince, el asistente legal, se había marchado ya y su puerta estaba cerrada. Dorothy, la secretaria del departamento inmobiliario, estaba muy enfrascada en su trabajo, pero se detuvo un momento para preguntarle cómo le había ido el día. El gran despacho de su madre también estaba cerrado, un claro indicativo de que estaba reunida con alguna clienta. Marcella Boone era abogada matrimonialista especializada en divorcios. La mayoría de sus clientes eran mujeres, y cuando se reunían a puerta cerrada estaba claro que la situación era bastante tensa. A Theo ni se le pasó por la cabeza llamar.

Él no tenía intención de convertirse en abogado de divorcios. A la edad de trece años, ya había decidido que sería un gran abogado judicial, el mejor de todo el estado, dedicado a litigar en juicios importantes. O, si no, sería el gran juez que presidiría esos juicios, célebre por su sabiduría y ecuanimidad. Casi todos sus amigos soñaban con hacer carrera como deportistas profesionales, genios de la informática o neurocirujanos; incluso había uno o dos que querían ser estrellas de rock. Pero no era el caso de Theo. Él amaba el derecho, y anhelaba que llegara el día en que se convertiría en todo un hombre vestido con trajes oscuros y llevando un elegante maletín de piel. Sin embargo, según sus padres, primero debería acabar octavo curso y luego pasar por el calvario del instituto, la universidad y la facultad de derecho. Tenía por delante como mínimo otros doce años de formación, y no era algo que le hiciera especial ilusión. Había momentos en que ya se sentía harto de tanto estudiar.

La sala delantera de Boone & Boone estaba regentada por Elsa Miller, la anciana recepcionista/secretaria/asistenta legal/consejera/mediadora de la firma. En el pasado, también había ejercido ocasionalmente de niñera de Theo. Elsa se encargaba de todo, y lo hacía con un entusiasmo que el chico encontraba a menudo cansino.

Al ver a Theo, saltó como un resorte de su escritorio, lo agarró, lo abrazó y le pellizcó las mejillas. Todo ello, al tiempo que le preguntaba cómo le había ido el día. Era una rutina cotidiana que rara vez cambiaba.

—Otro día aburrido en la escuela —respondió Theo mientras trataba de zafarse de su abrazo.

—Siempre dices eso. ¿Qué tal los scouts?

Elsa se conocía su agenda mejor que él mismo. Si tenía una cita con el doctor o el dentista, la mujer lo tenía anotado en su calendario. ¿Que debía entregar un trabajo de ciencias? Elsa se lo recordaba. ¿Una acampada en el lago con los scouts? Ella estaba al tanto.

Lo miró de arriba abajo para asegurarse de que la camisa iba a juego con los pantalones, otro de sus hábitos que más le fastidiaban.

—Tu madre está reunida con una clienta —le dijo—, pero tu padre está libre ahora.

Su padre siempre estaba libre, y solo. Woods Boone era un abogado especializado en dere

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