La jugada final (Una herencia en juego 3)

Jennifer Lynn Barnes

Fragmento

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CAPÍTULO 1

—Tenemos que hablar de tus dieciocho, se acerca tu cumpleaños.

Las palabras de Alisa resonaron por la más grande de las cinco bibliotecas de la Casa Hawthorne. Había dos pisos de estanterías que iban del suelo al techo, nos rodeaban infinidad de tomos de tapa dura con cubiertas de piel, muchos de los cuales tenían un valor incalculable, y todos y cada uno de ellos eran un recordatorio del hombre que había construido esa estancia.

Esa casa.

Esa dinastía.

Casi podía imaginarme el fantasma de Tobias Hawthorne observándome cuando me agaché y pasé la mano por los suelos de madera de caoba, buscando con los dedos alguna irregularidad entre los listones.

Al no encontrar ninguna, me puse de pie y contesté la afirmación de Alisa.

—Ah, ¿sí? —repliqué—. ¿En serio?

—¿En términos legales? —La imponente Alisa Ortega me miró con una ceja enarcada—. Sí. Aunque ya estés emancipada, teniendo en cuenta las condiciones de tu herencia…

—No cambia nada cuando cumpla los dieciocho años —atajé mientras escrutaba la biblioteca en busca de mi próximo movimiento—. No heredaré hasta que haya vivido en la Casa Hawthorne durante un año.

Conocía lo bastante bien a mi abogada para saber que, en realidad, quería hablar precisamente de eso. Mi cumpleaños era el 18 de octubre. El plazo de un año se cumpliría la primera semana de noviembre y, al instante, me convertiría en la adolescente más rica del planeta. Hasta entonces, tenía otras cosas en las que pensar.

Una apuesta que ganar. Un Hawthorne que superar.

—Sea como fuere… —Alisa se desalentaba con la misma facilidad que un tren de alta velocidad—. Puesto que se acerca tu cumpleaños, deberíamos tratar algunos asuntos.

Solté un bufido irónico.

—¿Cuarenta y seis mil millones de asuntos?

Alisa me miró exasperada y yo me concentré en mi misión. La Casa Hawthorne estaba repleta de pasadizos secretos. Jameson había apostado conmigo que yo no sería capaz de encontrarlos todos. Escrutando el inmenso tocón de árbol que hacía las veces de escritorio, alargué la mano hacia la vaina que llevaba escondida dentro de la bota y saqué mi navaja para examinar una grieta natural de la superficie del escritorio.

Había aprendido por las malas que no podía permitirme el lujo de ir desarmada a ninguna parte.

—¡Comprobación de estado de ánimo! —Xander «Soy una Máquina de Rube Goldberg Andante» Hawthorne asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca—. Avery, en una escala del uno al diez, ¿cuánto necesitas una distracción ahora mismo y hasta qué punto sientes apego por tus cejas?

Jameson estaba en la otra punta del mundo. Grayson no había llamado ni una sola vez desde que se marchara a Harvard. Xander, mi autodesignado MAHPS —es decir: Mejor Amigo Hawthorne Para Siempre—, consideraba que era su sagrado deber mantener alto mi estado de ánimo en ausencia de sus hermanos.

—Uno —respondí—. Y diez.

Xander hizo una breve inclinación.

—Entonces, te digo adieu.

En un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido.

No me cabía ninguna duda de que en cuestión de diez minutos habría una explosión. Al volverme de nuevo hacia Alisa, escruté el resto de la habitación con los ojos: las estanterías aparentemente interminables, las escaleras de caracol de hierro forjado.

—Venga, suelta lo que hayas venido a decirme, Alisa.

—Sí, Lee-Lee. —Una voz profunda y aterciopelada nos llegó con calma desde el pasillo—. Ilumínanos.

Nash Hawthorne se colocó bajo el umbral de la puerta, con su acostumbrado sombrero de vaquero bien calado.

—Nash. —Alisa vestía su traje como si fuera una armadura—. Esto no te concierne.

Nash se apoyó contra el quicio de la puerta y cruzó perezosamente el pie derecho por encima del tobillo izquierdo.

—Si la chiquilla me dice que me vaya, me iré. —Nash no confiaba en Alisa cuando se trataba de mí. Llevaba meses así.

—Estoy bien, Nash —le dije—. Puedes irte.

—Me parece que puedo.

Nash no hizo ademán alguno de apartarse del quicio de la puerta. Era el mayor de los cuatro hermanos Hawthorne y tenía la costumbre de cuidar de los otros tres. A lo largo de este último año, me había incluido en su costumbre. Él y mi hermana llevaban meses «no saliendo juntos».

—¿No es noche de no cita hoy? —le pregunté—. ¿No significa eso que tienes que estar en alguna parte?

Nash se quitó el sombrero de vaquero y fijó sus templados ojos en los míos.

—Me apuesto lo que quieras —dijo mientras se daba la vuelta para irse tranquilamente de la biblioteca— a que pretende proponerte que establezcas un fondo fiduciario.

Esperé hasta que Nash no pudiera oírnos antes de volverme hacia Alisa.

—¿Un fondo fiduciario?

—Solo quiero que estés informada de tus opciones. —Alisa se salió por la tangente con su facilidad propia de abogado—. Te prepararé un dosier para que le eches un vistazo. Bien, volviendo a tu cumpleaños, también está el tema de la fiesta.

—Nada de fiestas —respondí de inmediato. Lo último que quería era convertir mi cumpleaños en un acontecimiento que copara portadas e incendiara las redes sociales.

—¿Cuál es tu grupo favorito? ¿Y cantante? Necesitaremos entretenimiento.

Noté que miraba a Alisa con los ojos entrecerrados.

—Nada de fiestas, Alisa.

—¿Se te ocurre alguien que te apetezca ver en la lista de invitados? —Al decir «alguien», Alisa no se refería a nadie que yo conociera. Hablaba de famosos, multimillonarios, miembros de la alta sociedad, de la realeza…

—Olvídate de la lista de invitados —dije—, porque no habrá ninguna fiesta.

—De verdad que deberías tener en cuenta la imagen que proyectas… —empezó a decir Alisa, y yo dejé de escucharla. Ya sabía lo que iba a decirme. Llevaba casi once meses repitiéndomelo: «A todo el mundo le encantan las historias como la de la Cenicienta».

Bueno, pues esta Cenicienta tenía una apuesta que ganar. Examiné las escaleras de hierro forjado. Tres subían en sentido antihorario. Sin embargo, la cuarta… Me acerqué y subí los escalones. En el descansillo de la segunda planta, recorrí con los dedos la parte inferior de la balda que quedaba justo delante de la escalera. Un interruptor. Lo accioné y toda la estantería curvada trazó un arco al moverse hacia atrás.

«Ya van doce. —Sonreí con malicia—. Toma esa, Jameson Winchester Hawthorne».

—Nada de fiestas —volví a decirle a Alisa, asomándome para mirarla. Y lueg

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