La mañana siguiente
No estaba preocupada por él. Preocuparse por Jameson Winchester Hawthorne era casi igual de productivo que gritarle al viento. Era lo bastante lista como para saber que no tenía ningún sentido ponerse a chillar ante un huracán o preocuparse por un Hawthorne al que le encantaban los pases largos a la desesperada, los riesgos semicalculados y caminar por el filo de precipicios increíbles.
Jameson solía caer siempre de pie.
—¿Avery?
Oren anunció su presencia, una mera cortesía teniendo en cuenta que el jefe de mi equipo de guardaespaldas nunca andaba demasiado lejos.
—Ya casi ha amanecido. Pediré que barran la zona de nuevo y…
—No —susurré.
No conseguía quitarme de encima la sensación de que Jameson no quería que lo buscara. No estábamos jugando al escondite. Ni tampoco al pillapilla.
Todos mis instintos me lo advertían: esto era… diferente.
—Han pasado catorce horas. —Oren pronunció aquellas palabras en un tono militar pero calmado: brusco, objetivo, siempre preparado para lo peor—. Desapareció sin avisar. Sin dejar rastro. En un abrir y cerrar de ojos. Tenemos que considerar la posibilidad de que haya sido un crimen.
El trabajo de Oren incluía plantearse las posibilidades más nefastas. Yo era la Heredera Hawthorne. Jameson era un Hawthorne. Atraíamos atención y, a veces, también amenazas. Sin embargo, en el fondo, mi sexto sentido no dejaba de decirme lo mismo desde el momento en que Jameson desapareció: debería haberlo visto venir.
Durante días, algo eléctrico se había ido condensando en Jameson; una energía perversa, un potente impulso. Un secreto. Me invadió una ráfaga de recuerdos en la que se sucedían los instantes desde el preciso momento en que pisamos Praga.
El chapitel.
La navaja.
El reloj.
La llave.
«¿Qué estás tramando, Hawthorne? Guardas un secreto. ¿Cuál?».
—Dale una hora —le ordené a Oren—. Si Jameson no ha regresado para entonces, envía a tu equipo.
Cuando se hizo evidente que mi guardaespaldas (y, en ocasiones, figura paterna) no pensaba discutir conmigo, me encaminé hacia el recibidor de nuestra lujosa suite de hotel: la Suite Royal. Me senté en una silla tapizada con terciopelo rojo y negro y contemplé aquella pared, que era mucho más que una pared, mientras le daba vueltas a aquel rompecabezas por enésima vez.
Un decadente mural dorado me devolvió la mirada.
«¿Dónde estás, Jameson? ¿Qué pieza me falta?».
Mis ojos se toparon con unas vetas bien disimuladas. «Una puerta oculta». Su mera existencia ya confirmaba que el abuelo fallecido de Jameson, Tobias Hawthorne, había sido el propietario de este hotel en el pasado y que la Suite Royal se había construido según las indicaciones concretas de aquel multimillonario obsesionado con los enigmas y los rompecabezas.
«Trampas y más trampas —pensé—. Y acertijos tras acertijos». Había sido una de las primeras frases que me había dicho Jameson, tiempo atrás, cuando luchaba contra su dolor, contra su pena, y perseguía el siguiente enigma, el siguiente subidón, dispuesto a no mostrar interés por nada ni por nadie.
Tiempo atrás, cuando corría riesgos, en parte, porque deseaba hacerse daño.
Mientras miraba la pared y la puerta oculta, me dije que el Jameson de esos primeros días no era el mismo Jameson Hawthorne que me había apartado el pelo del rostro el día anterior, extendiéndolo alrededor de mi cabeza sobre la almohada como si fuera un halo. Mi Jameson seguía corriendo riesgos, pero siempre regresaba.
«Sé muy bien que no debo preocuparme por Jameson Hawthorne. Sin embargo…».
Deseé que la puerta oculta se abriera. Deseé que Jameson apareciera al otro lado.
Y, finalmente —finalmente—, justo antes de que terminara el plazo de una hora que había fijado como límite, lo hizo.
Allí estaba. Jameson Winchester Hawthorne.
Lo primero que vi, en cuanto cruzó el umbral hacia la luz, fue la sangre.
Capítulo 1
Tres días antes…
La postal que sostenía en la mano se correspondía con las vistas que se desplegaban ante mí desde la ventanilla del avión privado. «El amanecer en Praga». Siglos de historia se perfilaban contra un cielo brumoso con destellos dorados, mientras unas oscuras nubes de un intenso gris púrpura se arremolinaban sobre la ciudad.
Jameson me había enviado la postal; era una manera de rendirle homenaje a su tío, que había enviado postales a mi madre. El paralelismo me hizo pensar en ella, y en lo que diría si me viera en ese momento: el avión privado, las pilas de documentos de considerable altura que había revisado durante el vuelo, el nudo que seguía sintiendo en la garganta cuando la consciencia de estar viviendo este preciso instante me invadía con la fuerza de un maremoto.
«El amanecer en Praga». Mi madre y yo siempre habíamos hablado de viajar por todo el mundo. Fue el único sueño que me permití seguir teniendo después de su muerte, pero, con quince años, y después con dieciséis y con diecisiete, no me permitía soñar más que unos pocos minutos. No me permitía desear esto (ni cualquier otra cosa) más de la cuenta.
Sin embargo, ¿en este momento? Acaricié la postal con la yema del pulgar. En ese preciso instante, deseaba el mundo entero. Todo. Y nada se interponía en mi camino.
—Te acostumbrarás con el tiempo —dijo la persona sentada ante mí en el avión.
Acto seguido, depositó tres revistas sobre la mesa ante nosotras. Mi rostro estaba en la portada de cada una de ellas.
—No —fue todo lo que le respondí a Alisa—. Soy incapaz de hacerlo.
No pude leer los titulares. Ni siquiera identificaba cuál era el idioma en dos de las tres revistas.
—Te apodan «Santa Avery». —Alisa arqueó la ceja—. ¿Quieres saber cómo llaman a Jameson?
Alisa Ortega era mi abogada (y la de la Fundación), pero su experiencia iba mucho más allá del asesoramiento legal. Si había algo que arreglar, ella lo hacía. En este punto, nuestros papeles estaban claramente definidos: yo era la multimillonaria heredera y adolescente filántropa. Ella la que apagaba fuegos.
Y James Hawthorne era una llamarada de las grandes.
—Venga, adivínalo —insistió Alisa mientras el avión aterrizaba.
Sabía adónde llevaba todo aquello, pero yo no era ninguna santa ni Jameson un lastre. Éramos dos caras de la misma moneda.
—¿Lo llaman «No pares»? —le pregunté con aire serio.
Alisa frunció el ceño juntando sus cejas perfectamente esculpidas.
—Lo siento —añadí con cierta socarronería—. Se me ha olvidado que soy yo la que lo llama así.
—Eso no es verdad —refunfuñó Alisa.
Una ligera sonrisa Hawthorne se formó en las comisuras de mis labios, y miré de nuevo por la ventana. En la distancia, aún se veían las agujas de los edificios, que se fundían con el cielo gris púrpura de tintes dorados.
Alisa se equivocaba. Jamás me acostumbraría. Esto era todo…, y James Hawthorne también.
—No soy Santa Avery. Ya lo sabes —le dije.
Había preservado mi herencia hasta tal punto que, literalmente, por mucho que gastara, ni siquiera se notaría. Sin embargo, la gente solo veía mis donaciones. Según la opinión popular, o era un parangón de virtudes o tan inteligente como un saco de patatas.
—Puede que no seas una santa —repuso Alisa—. Pero eres discreta.
—Y Jameson, no —repliqué.
Alisa decidió ignorar la ligera sonrisa que esbocé al pronunciar su nombre.
—Es un Hawthorne. La discreción no está en su diccionario. —Alisa tenía su propia historia con la familia Hawthorne—. El trabajo de la Fundación empieza a despuntar. Ahora mismo, lo último que necesitamos es un escándalo. Díselo a Jameson cuando lo veas: esta vez, nada de cachorritos. Nada de allanar moradas. Nada de azoteas. Nada de retos. No dejes que beba nada que brille. Llámame a la mínima mención de unos pantalones de cuero. Y recuerda…
—Que ya no soy Cenicienta. Que ahora soy yo la que escribe mi propia historia —la interrumpí, terminando la frase por ella.
Cuando mi vida cambió para siempre a los diecisiete años, yo no era más que una chica afortunada de los barrios bajos a la que habían arrancado de la oscuridad y le habían puesto el mundo en bandeja gracias a los caprichos de un multimillonario excéntrico. Pero ¿ahora? Ahora resulta que la excéntrica multimillonaria era yo.
Yo mandaba. Y el mundo observaba.
«Santa Avery». Negué con la cabeza. Claramente, a la persona que se le había ocurrido aquel apodo no había reparado en que lo que más me distinguía de Jameson, en lo que a retos, juegos y emoción del momento se refería, era que yo no me dejaba atrapar. En eso lo superaba.
En pocos minutos, el avión estuvo listo para el desembarque; primero, mi equipo de guardaespaldas, después Alisa y, por último, yo. En cuanto pisé tierra, recibí un mensaje de Jameson. No cabía duda de que el momento elegido para enviarlo no era una coincidencia.
Pocas cosas lo eran con Jameson.
Leí el mensaje y de nuevo me invadió una oleada de energía y asombro, un reflejo de lo que acababa de sentir al contemplar la ciudad desde la ventanilla del avión. Lentamente, una amplia sonrisa se formó en mis labios.
Dos frases. Eso era lo único que necesitaba Jameson Hawthorne para hacer que mi corazón se acelerara, que palpitara con más intensidad.
«Bienvenida a la Ciudad de las Cien Agujas, Heredera. ¿Te apetece jugar al escondite?».
Capítulo 2
Nuestra versión del escondite tenía tres reglas:
La persona que se escondía siempre tenía que llevar el teléfono móvil encima.
Debía tener activada la localización por GPS.
La persona que buscaba disponía de una hora para encontrarla.
En los pasados seis meses, Jameson y yo habíamos jugado en Bali, Kioto y Marsella; en la costa amalfitana y en los laberínticos mercados de Marruecos. Seguir las coordenadas del GPS no era lo más difícil, algo que también se aplicaba a este momento. Cada vez que comprobaba la ubicación de Jameson, el marcador azul intermitente no se movía del mismo radio de media manzana, justo en el límite del Castillo de Praga.
Y ahí estaba precisamente el desafío.
Mi tendón de Aquiles en el escondite siempre había sido no acabar distrayéndome con lo que me rodeaba, con el momento o… con las vistas, en este caso. El castillo. Antes de visitar Praga ya sabía que se encontraba entre los más grandes del mundo, pero saberlo era muy diferente a verlo y a sentirlo.
El hecho de estar junto a las sombras de algo tan enorme y antiguo resultaba mágico, te empequeñecía, y el mundo y sus posibilidades se volvían enormes. Me tomé un minuto entero para asimilarlo y contemplarlo todo, no solo las vistas, sino también la sensación del aire de la mañana en mi piel y la gente que, ya en la calle, me rodeaba.
Y, acto seguido, pasé a la acción.
De acuerdo con el GPS, Jameson se había estado moviendo entre diferentes puntos, todos ellos, al parecer, situados en los jardines del palacio o, a veces, justo en los límites de los jardines. Recorrí los muros que los delimitaban, buscando una entrada. No tardé mucho en descubrir que el jardín en cuestión era, en realidad, muchos jardines conectados entre sí y cerrados; o, al menos, cerrados al público.
Al acercarme a la entrada, la verja de hierro se abrió hacia dentro, permitiéndome el paso.
«Como por arte de magia». Ya se lo había dicho a Alisa en el avión, y no mentía: jamás conseguiría acostumbrarme. Franqueé el umbral, con Oren a mis espaldas a una distancia razonable. Una vez que ambos llegamos al otro lado, la verja se cerró.
Miré al guía que se había encargado de hacerlo, quien esbozó una sonrisa.
No tenía ni idea de cómo se las había apañado Jameson. Y tampoco estaba muy segura de querer saberlo. Invadida por la adrenalina y la emoción del juego, me adentré en los jardines hasta que me encontré con una escalinata, estrecha y empinada: el tipo de peldaños que, al pisarlos, te hacían retroceder en el tiempo.
Al llegar arriba, comprobé el teléfono móvil y después dirigí la mirada hacia las terrazas ajardinadas, que subían y subían. Automáticamente, mi cerebro se puso a calcular el número de peldaños, el número de terrazas.
Comprobé de nuevo el móvil y abandoné el camino transitado, avanzando a paso ligero hasta doblar una esquina. En el preciso momento en que el cursor de mi ubicación rozó el de Jameson, su marca azul y parpadeante desapareció del mapa.
Técnicamente, eso se convertía en la cuarta regla de nuestra versión del escondite.
La cacería había comenzado.
—Te he pillado —exclamé.
En el pasado, había sido una ganadora más elegante y misericordiosa, pero ahora disfrutaba de mis victorias como una auténtica Hawthorne.
—¿No crees que esta vez has esperado hasta el último momento, Heredera?
Jameson habló desde detrás del árbol que se interponía entre nosotros. Aunque no podía ver ninguna parte de su cuerpo, notaba su presencia, la línea de su silueta alta y esbelta.
—Cincuenta y ocho minutos con diecinueve segundos —informó Jameson.
—Aún me sobra un minuto y cuarenta y un segundos —contrataqué, rodeando el tronco y situándome justo delante de él—. ¿Cómo has conseguido que abran antes los jardines?
Jameson esbozó una sonrisa. Se dio la vuelta y, con tres pasos lentos, se dirigió hacia el sendero.
—¿Cómo no iban a hacerlo?
Tres pasos más y apareció. Se arrodilló para recoger algo que había encima de una piedra. Supe que era una moneda antes de que se incorporara y blandiera su botín. Jameson la hizo bailar entre sus dedos.
—¿Cara o cruz, Heredera?
Aunque entorné un poco los ojos, intuía que mis pupilas estaban dilatadas observándolo todo. Éramos precisamente esto. Jameson. Yo. Nuestro idioma. Nuestro juego.
«¿Cara o cruz?».
—Has sido tú el que la has dejado ahí —dije, señalando con el mentón hacia la moneda.
Las coleccionaba; como mínimo, una de cada lugar que habíamos visitado. Y cada una de ellas iba ligada a un recuerdo.
—¿Y por qué iba a hacer tal cosa? —murmuró Jameson.
«Cara, te beso —me había dicho una vez—. Cruz, me besas tú a mí. Y en cualquier caso, significará algo».
Alargué la mano para quitarle la moneda. Jameson no opuso resistencia, pero yo se la habría arrebatado de todos modos. La examiné: el anillo exterior era de bronce, el interior de oro, con la imagen de un castillo. En el lado opuesto, había una criatura dorada que parecía un león.
Me pasé la moneda de un dedo al otro, al igual que había hecho Jameson minutos antes. La coloqué entre el pulgar y el dedo índice, y después la lancé.
La atrapé, extendí el brazo, separé los dedos, y apartando la mirada de la moneda, clavé mis ojos en él.
—Cara.
Capítulo 3
Cuarenta minutos más tarde, estábamos («Lo siento, Alisa») en una azotea. Conservaba la moneda.
—¿Por qué no pides un deseo? —le pregunté a Jameson, jugueteando de nuevo con ella y con los labios hinchados y doloridos por una buena razón. Eché un vistazo a nuestras espaldas, hacia los jardines—. Ahí abajo hay un montón de fuentes.
Jameson no se giró. Se inclinó hacia mí, los dos en perfecto equilibrio, tanto con el tejado como el uno con el otro.
—¿Y qué hay de divertido en pedir un deseo? —respondió Jameson—. No hay juego, no hay desafío, solo… ¡chof, ahí va lo que más quieres en el mundo!
Era una manera muy Hawthorne de hablar sobre los deseos, sobre la vida. Jameson había crecido en un mundo elitista y lleno de purpurina donde no se le había privado de nada. De niño, no eran las velas de un pastel lo que soplaba, sino que le daban diez mil dólares por cada año que cumplía para que los invirtiera en aquello que quisiera, además de un reto y la oportunidad de cultivar cualquier talento o habilidad, lo que le viniera en gana, sin reparar en gastos ni aceptar excusas.
Pensé que sería mejor dejar el tema, pero, finalmente, insistí un poco. Sabía por experiencia que a Jameson le encantaba que lo presionaran.
—Eso es porque no sabes qué pedir, ¿a que no? —dije, en un tono que más que preguntar, lo desafiaba.
—Tal vez. —Jameson me lanzó una mirada que claramente indicaba problemas—. Sin embargo, sí se me ocurren varios juegos fascinantes que me gustaría ganar.
Eso era una sugerencia, una invitación, tanto como un cara o cruz. Reprimiendo solo durante un instante mi primer reflejo, saqué del bolsillo trasero la postal que Jameson me había enviado. Empezaba a estar un poco arrugada y maltrecha.
Auténtica y real, a diferencia de los sueños de la mayoría de la gente.
—Recibí tu postal. Aunque no hay nada escrito en ella.
—¿Cuánto tiempo pasaste intentando descubrir si había algo escrito con tinta invisible? —preguntó Jameson.
«Problemas».
Respondí a su pregunta con otra:
—¿Qué tipo de tinta empleaste?
Que yo no lo hubiera descubierto no significaba que no estuviera ahí. A mi lado, Jameson se reclinó y se apoyó en los codos, desviando la mirada hacia el Castillo de Praga.
—Puede que tuviera intención de escribir algo y después decidiera no hacerlo. —Se encogió de hombros ligeramente, con despreocupación, en un gesto muy propio de James Hawthorne—. Al fin y al cabo, no hubiese sido muy innovador.
Durante décadas, otro Hawthorne había enviado postales como aquella a mi madre.
La suya había sido una historia de amor desafortunada, pero auténtica.
Como las marcas de los pliegues en la postal.
Como Jameson y yo.
—Ya está todo inventado —señalé en voz baja.
El año sabático de Jameson ya iba por los tres cuartos. Sentía que, a medida que transcurrían los días, su inquietud iba en aumento. Había pasado el suficiente tiempo con los Hawthorne para saber que el legado real de Tobias Hawthorne no era la fortuna que me había dejado. Eran las marcas que había grabado en cada uno de sus nietos. Invisibles. Permanentes.
Y esta era la de Jameson: Jameson Winchester Hawthorne era insaciable. Lo quería todo y necesitaba algo, y como era un Hawthorne, ese elusivo algo no podía ser ordinario.
Él no podía caer en lo ordinario.
—Ya deberías saber, Heredera, que la frase «Ya está todo inventado» me suena a auténtico desafío. —Jameson esbozó una sonrisa, una de esas imposibles, afiladas, malvadas, tan propias de él—. Casi a reto.
—Nada de retos —le dije, sonriéndole.
—Has estado hablando con Alisa —indicó, alzando una ceja—. Santa Avery.
Jameson sabía al menos nueve idiomas y yo no lo ignoraba. Casi seguro que había leído lo que decía el mundo sobre él.
—No me llames así —ordené—. No soy ninguna santa.
Jameson se irguió y me apartó el pelo del rostro, evaporando la tensión en los músculos que rozaba con las yemas de sus dedos. La sien. El cuero cabelludo.
—Te comportas como si lo que has hecho con tu herencia no fuera importante —dijo—. Como si todo el mundo hubiera actuado igual. Pero yo no. Grayson tampoco. Ninguno de nosotros se hubiese comportado así. Actúas como si lo que haces con la Fundación no fuera extraordinario o… como si lo fuera, pero te quedara grande. Pero ¿sabes una cosa, Avery? Lo que estás haciendo es… algo.
Un algo del tipo Hawthorne. Un todo.
—No es solo cosa mía. Somos todos —repliqué con vehemencia.
Él y sus hermanos colaboraban en la Fundación. Jameson apoyaba algunas causas, había convencido a gente para que formara parte de la junta.
—Sí, tal vez sea así… —Jameson arrastró las palabras—. Pero eres tú la que tiene reuniones hoy.
Donar millones, estratégica y equitativamente y con un ojo puesto en los resultados, daba mucho trabajo. No era tan ingenua como para encargarme de eso sola, pero tampoco pensaba hacerlo a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de otros.
Era mi historia. Yo la escribía. Era mi oportunidad de cambiar el mundo. «Pero durante unos pocos minutos más… —pensé, acariciando la mandíbula de Jameson—. Solo estamos tú y yo».
En esta azotea, en la cima del mundo y en la base de un castillo, me sentí como si no hubiera nadie más en todo el universo.
Como si Oren no estuviera montando guardia ahí abajo. Como si Alisa no me esperara fuera, ante la verja. Como si yo fuera solo Avery, y él solo Jameson, y con eso bastara.
—No tengo ninguna reunión hasta dentro de una hora —señalé.
Esa media sonrisa suya que se convirtió en un beso cargado de adrenalina fue, en una palabra, peligrosa.
—En ese caso —murmuró—, ¿estarías interesada en unos setos podados, una estatua de Hércules y un pavo real blanco?
No necesité mirar hacia abajo, hacia los jardines palaciegos, para saber que continuaban cerrados.
Jameson y yo seguíamos conservando ese lugar mágico, un lugar fuera del tiempo, solo para nosotros.
Esbocé una sonrisa también cargada de adrenalina.
—Alisa me ha pedido que te diga que nada de cachorritos.
—Un pavo real no es un cachorro —respondió Jameson, con aire inocente.
Acto seguido, acercó sus labios hasta casi rozar los míos… Una invitación, un desafío, una petición.
«Sí». Con Jameson, mi respuesta era, casi siempre, «sí».
Al besarlo, sentí que las llamas invadían mi cuerpo. Me dejé llevar y me sentí como si estuviera en la base de algo mucho más monumental que un castillo.
El mundo era grande; nosotros, pequeños, y todo se condensaba aquí.
—Ah, y una cosa más, Heredera —Los labios de Jameson recorrieron mi mandíbula y después descendieron hacia el cuello—. Para que conste…
Podía sentirlo en todos los poros de mi piel. Mis uñas se clavaron ligeramente en su cuello.
—Nunca te tomaría por una santa —susurró con voz ronca.
La mañana siguiente
Jameson tenía sangre en el cuello, en el pecho. Tardé un instante en ver que una gran parte estaba seca, y otra pequeña eternidad, durante la que el tiempo pareció detenerse, en distinguir de dónde provenía: un corte profundo en el lugar en que la clavícula se hundía, justo en la base del cuello.
Me abalancé sobre él y, cuando le rodeé el cuello con los brazos, me di cuenta de que, aunque la parte más profunda del corte no era muy grande, tenía unas líneas rojas y largas marcadas a cada lado de la clavícula, unos cortes superficiales que le daban a la herida una forma casi triangular.
«Esto te lo ha hecho alguien». No podía articular palabra. Lo único que podía cortar así era un filo empuñado por una persona que sabía exactamente lo que estaba haciendo. «¿Una navaja?». Un estremecimiento me recorrió la columna con solo pensar en alguien sosteniendo una navaja contra el cuello de Jameson, tan cerca de su arteria carótida. Con un nudo en la garganta que seguía impidiéndome hablar, acaricié su cuello con dulzura, justo por encima del corte. Contemplé los delicados riachuelos de sangre seca que le recorrían el pecho y, entonces, me fijé en su camisa.
Cuando desapareció, Jameson llevaba una de botones, pero ahora los cuatro superiores no estaban; los habían cortado, dejando al descubierto la piel que cubrían.
—Jameson…
Nunca en mi vida había pronunciado una palabra con tanta urgencia.
—Ya lo sé, Heredera. —Pese a que hablaba en voz baja y ronca, esbozó una sonrisa pícara—. La sangre me favorece.
Jameson era Jameson, siempre.
El ritmo de mis latidos se estabilizó. Abrí la boca para preguntarle dónde diablos había estado y qué demonios le había ocurrido, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, lo percibí…
Olía a humo. A fuego. Y su camisa estaba manchada de ceniza.
Capítulo 4
Tres días antes…
Después de trabajar sin descanso durante toda la jornada, solo tenía una cosa en mente. Una persona. Desde el momento en que vi el hotel, rodeado de edificios centenarios, la anticipación fue invadiéndome a cada paso que daba.
Al entrar en el vestíbulo.
En el ascensor.
Al salir del ascensor.
La Suite Royal ocupaba una planta entera. Distinguí a dos hombres de Oren apostados en el pasillo. En el vestíbulo había visto a otro. Por lo que sabía, era todo el equipo que había traído a Praga.
El nivel de amenaza y peligro estaba más bajo que nunca.
Sin embargo, eso no impidió que el corpulento Oren tomara la delantera y enfilara el pasillo ante mí. Abrió la puerta de la suite e inspeccionó el recibidor y las habitaciones contiguas antes de dejarme pasar. En cuanto entré, advertí algo: desde el pasillo, la puerta que acababa de franquear parecía justo eso, una puerta, pero desde el interior, al cerrarse, dicha puerta desaparecía, convirtiéndose en un recargado mural dorado en la pared que creaba la impresión de que el recibidor no tenía entrada ni salida, que la Suite Royal estaba en un mundo aparte.
El suelo era de mármol blanco, aunque, más adelante, había una ostentosa alfombra de un rojo intenso con un aspecto tan suave que no pude evitar quitarme los zapatos y caminar sobre ella con los pies descalzos. Cerca, dos sillas miraban hacia el mural. La mesita de mármol que las separaba era una obra de arte, literalmente. La parte superior del mármol estaba esculpida. Tardé un instante en ver que era el mismo motivo de la moneda. El león. Un escudo de armas.
—Limpio —anunció Oren.
En otras palabras, había revisado el resto de la suite, y eso hacía surgir un interrogante…
—¿Dónde está Jameson? —pregunté.
—No me importaría responder a esa pregunta —dijo Oren—, pero algo me dice que preferirías que no lo hiciera. —Se llevó la mano hacia la oreja, señal de que alguien le hablaba por el pinganillo—. Alisa está subiendo —informó.
Alisa seguramente quería repasar mi última reunión del día, a la que no había podido asistir. Y, ya que estábamos, el hermano de Jameson, Grayson, estaría esperando que lo informara de los progresos… Sin embargo, reprimí las ganas de sacar el móvil.
«No me importaría responder a esa pregunta —había dicho Oren—, pero algo me dice que preferirías que no lo hiciera». Según se interpretara, sonaba siniestro. Pero sabía reconocer el aspecto que adoptaba Oren cuando se planteaba la posibilidad de casi sonreír.
Desde el recibidor, me dirigí hacia un comedor del que colgaba una lámpara de araña y en el que había una mesa dispuesta con vajilla de porcelana ribeteada en oro. Había una copa de champán en cada uno de los doce servicios. Y dentro de ellas, cristales.
«Miles de ellos, diminutos, como diamantes». Rodeé la mesa, pero me detuve al distinguir un destello de color en una de las copas: verde, como los ojos de Jameson.
Saqué los cristales rápidamente, pero con cuidado. Entre ellos encontré una gema más grande. «¿Una esmeralda?». Era de la anchura de mi pulgar, y, cuando la alcé para mirarla al trasluz, me di cuenta de que había algo en la superficie.
Una flecha.
Hice girar la gema y la flecha se movió. «No es una gema», pensé. Sostenía una pequeña y delicada brújula.
Tardé menos de tres segundos en advertir que la «brújula» no apuntaba al norte.
«Jameson». Noté que elevaba sin querer las comisuras de los labios. Nunca había sonreído así antes de conocerlo: el tipo de sonrisa de oreja a oreja que me iluminaba la cara y hacía que una oleada de energía recorriera todo mi cuerpo.
Seguí la flecha.
Entré en un salón (también decorado con otra araña de cristal, otra alfombra roja y unas ventanas que ofrecían unas vistas impresionantes del río), eché un vistazo a mi alrededor y vi otra mesita de mármol.
Sobre ella había un jarrón.
Dejé que mi mirada se detuviera en las flores. «Rosas. Cinco negras. Siete rojas». Volví a echar un vistazo a la estancia, buscando aquella combinación de colores, algo que coincidiera con las cantidades, y entonces me di cuenta de que estaba cayendo en una trampa Hawthorne.
Estaba complicando las cosas.
Me incliné sobre las flores y metí la mano. «¡Bingo!». Mis dedos rozaron una especie de cilindro metálico.
—¿Quiero saberlo? —Oí que Alisa le preguntaba a Oren en la habitación que quedaba a mi espalda.
—¿De verdad tienes que preguntarlo? —respondió él.
«Linterna», pensé. Examiné el objeto que tenía en la mano. Aunque no tardé en corregir mi primera conclusión en voz alta:
—Luz ultravioleta.
Jameson no me lo estaba poniendo especialmente difícil, lo que me hizo pensar que el reto no era lo importante. Lo era la anticipación.
—¿Podéis apagar las luces un momento? —pedí a Oren y Alisa.
No miré atrás para ver cuál de ellos obedecía.
Estaba demasiado ocupada con la luz ultravioleta.
Unas flechas aparecieron en el suelo. Era propio de Jameson estropear de forma invisible, y sin inmutarse, la suite de hotel más bonita que jamás había visto.
—Palabra clave: «invisible» —murmuré en voz baja mientras seguía las flechas de una habitación a otra hasta salir a un balcón.
Las flechas me condujeron hasta el borde del balcón, hasta aquella vista del río, para regresar al edificio… y subir por la pared más cercana.
La fachada del hotel era de piedra, no de ladrillo, lo que significaba que había asideros. Puntos de apoyo. Posibilidades.
Con los pies descalzos, empecé a trepar.
—¡Recuerdo claramente haber dicho que nada de azoteas! —gritó Alisa.
Yo estaba demasiado ocupada escalando como para responder, pero Oren dio su opinión:
—Evaluación de amenaza, baja.
Ahogué una carcajada, aunque no había motivo, porque mi jefe de seguridad dijo:
—Creo que he visto una botella de champán en la cocina para ti, Alisa. De verdad, llevaba tu nombre.
«Obra de Jameson», pensé. Había convertido el hecho de despistar a Alisa en un arte. Lo último que oí mientras me agarraba al borde de la azotea fue la respuesta de Alisa a la alegría apenas disimulada de Oren.
—Judas.
Me habría reído de no ser porque en ese momento, llegué arriba y vi la azotea. Las tejas eran de un color rojo anaranjado, el tono exacto del sol al ponerse.
En lo alto del tejado había una cúpula metálica de la que emergía una aguja.
En lo alto de la cúpula, agarrándose con una mano a la aguja, estaba Jameson Winchester Hawthorne.
Solo los suaves ángulos de la azotea y el hecho de que hubiera una pequeña terraza de piedra bajo la cúpula justificaban el veredicto de Oren de que aquí no había peligro. Puede que supiera que Jameson y yo teníamos la costumbre de caer de pie.
Atravesé la azotea con cuidado hasta alcanzar la terraza de piedra. La barandilla parecía hecha para que un arquero disparara sus flechas desde allí. La franqueé con un salto y recorrí toda la terraza circular, observando las vistas. Jameson se quedó un momento más en la cúpula y luego bajó a reunirse conmigo.
—Te he pillado —murmuré—. Dos veces en un día.
Los labios de Jameson se curvaron con indolencia hacia arriba en un gesto totalmente diabólico.
—Tengo que admitir que Praga está empezando a gustarme —confesó.
Al fijarme en él, allí, en pie, noté la tensión en sus músculos, como si estuviera preparado para empezar una carrera. Como si aún estuviera sobre la cúpula.
—¿Deseo saber cómo has pasado el día? —le pregunté.
Estaba segura de algo: Jameson no había estado todo el tiempo encerrado en el hotel. No creía que hubiera empleado más de media hora en preparar todo esto. Mi instinto me decía que algo le había impulsado a hacerlo.
Algo le había puesto de humor para jugar.
Podía sentir una energía palpitante, justo debajo de su piel.
—Por supuesto que deseas saberlo.
Jameson sonrió con satisfacción. Interpreté sus palabras: «Por supuesto que deseaba saber cómo había pasado el día, y por supuesto que…».
—No piensas contármelo.
Jameson miró hacia el río Moldava y luego recorrió la terraza circular, al igual que yo había hecho antes, para contemplar el resto de las vistas que ofrecía. La ciudad.
—Tengo un secreto, Heredera.
«Tengo un secreto» había sido uno de los juegos favoritos de mi madre, uno a los que solíamos jugar juntas más a menudo. Una persona decía que tenía un secreto. La otra persona lo adivinaba. Yo nunca había adivinado los mayores secretos de mi madre, solo los descubrí cuando ella falleció y me vi arrastrada al mundo de los Hawthorne. Sin embargo, ella siempre había tenido el don de adivinar los míos.
Clavé mi mirada con intención en los intensos ojos verdes de Jameson.
—Has encontrado algo —conjeturé—. Hiciste algo que no debías hacer. Conociste a alguien.
Jameson esbozó una sonrisa de confianza.
—Sí.
—¿El qué?
Jameson adoptó una expresión inocente… Demasiado inocente.
—¿Qué tal han ido tus reuniones?
Prácticamente podía sentir la adrenalina corriendo por sus venas. Estaba tan vivo aquí arriba, en ese preciso instante, que desprendía oleadas de una energía intensa, cuyo zumbido sordo casi se oía.
Jameson tenía un secreto.
—Han sido productivas —dije como respuesta a su pregunta. Acto seguido, di un paso hacia él—. Mañana estoy libre.
—Igual que pasado mañana. Y al día siguiente —señaló Jameson en voz baja, casi ronca—. ¿Te apetece jugar?
Sonreí, pero era lo bastante lista (y tenía la suficiente experiencia con los Hawthorne) como para abordar aquella propuesta con cierta cautela.
—¿Qué clase de juego?
—Uno de los nuestros —confirmó Jameson—. Un juego Hawthorne. Uno de los de los sábados por la mañana, pista tras pista.
Jameson dirigió su mirada hacia la barandilla de piedra que había detrás de mí. Al girarme, justo encima, vi dos objetos: uno que reconocí de inmediato y otro que no había visto nunca.
Una navaja. Una llave.
La navaja era de Jameson; la había obtenido en uno de aquellos juegos que organizaba su abuelo multimillonario el sábado por la mañana. La llave era vieja, de hierro forjado.
—¿Solo dos objetos? —pregunté, alzando una ceja.
Por lo general, en este tipo de juegos, había más. «Un anzuelo. Una etiqueta de precio. Una bailarina de cristal. Una daga».
—Yo no he dicho eso.
Jameson me devolvió el gesto enarcando una ceja.
En el pasado, solo me había considerado como un elemento más de uno de los juegos de su abuelo. Pero ahora, ni se le ocurriría tratarme como otra cosa que no fuera una jugadora.
—Un juego —dije, mientras examinaba la navaja y la llave.
—Técnicamente, había pensado en dos: uno diseñado por mí y otro por ti.
«Dos juegos. De los nuestros».
—Nos quedan tres días más en Praga —señalé.
—Así es, Heredera.
Su cara de póquer era buena, pero no lo suficiente.
—Ya has diseñado tu juego, ¿verdad? —le pregunté.
—Este lugar, esta ciudad…, prácticamente lo ha hecho por mí.
Ahí estaba de nuevo: esa energía, esa vibración en la voz de Jameson que me decía que no estaba simplemente jugando. Que algo había sucedido.
«Tengo un secreto…».
—Un día para mi juego —me propuso el animado y hermoso chico que estaba ante mí, lleno de adrenalina—. Un día para el tuyo. Cada juego no puede tener más de cinco pasos. El que antes lo resuelva decide lo que haremos en nuestro último día en Praga.
El tono de Jameson dejaba muy claro en qué consistiría su propuesta. No tenía ni idea de lo que se había apoderado de él en las últimas horas, pero fuera lo que fuese, casi podía sentir el eco de sus palabras en la punta de mi propia lengua, esa emoción ligera y tentadora. Podía sentir la energía de Jameson corriendo por mis venas.
«Tienes un secreto», pensé.
—De acuerdo, Hawthorne —le dije—. Que empiece el juego.
La mañana siguiente
Mis dedos se detuvieron justo antes de rozar la ceniza en la camisa blanca de Jameson.
—Hueles a humo —le dije.
—Ya sabes que no fumo, Heredera.
«James Hawthorne, maestro del despiste».
—No hablo de ese tipo de humo —insistí, aunque Jameson ya lo sabía, de la misma manera que yo sabía por su expresión que no iba a contarme nada que tuviera que ver con fuego, llamas o con lo cerca que había estado de quemarse.
«¿Qué ha ocurrido?». Busqué la respuesta en sus ojos, y después dirigí la mirada hacia el corte en la base de su cuello, profundo en la parte inferior y superficial a medida que ascendía. «¿Quién te ha hecho esto?». En lugar de formular la pregunta en voz alta, acaricié con las yemas de los dedos los riachuelos de sangre seca en su pecho, como si unas gotas pesadas de sangre hubiesen resbalado por su torso como si fueran lágrimas. Hasta podía ver su piel perlada por el sudor, y cuando alcé la mirada, su rostro me dijo que ocultaba algo.
Jameson seguía sonriendo, pero todos mis instintos me advertían de que esa sonrisa escondía algo.
«La sangre me favorece», había bromeado.
—No he terminado con las preguntas —le advertí.
Jameson alargó el brazo y me acarició, un ligero roce en la mejilla, como si yo fuera la frágil.
—Ya me lo imaginaba, Heredera.
El sonido de unos pasos me avisó de que Oren se acercaba. Mi jefe de seguridad dobló la esquina y calibró la escena ante él en un abrir y cerrar de ojos: Jameson, yo, la sangre.
—Yo también tengo preguntas —declaró con los brazos cruzados.
Capítulo 5
Dos días antes…
En mi segundo día en Praga, me desperté al amanecer, con Jameson dormido junto a mí. «Un día para mi juego —había dicho—. Un día para el tuyo».
Según las reglas que habíamos acordado la noche anterior, después de una negociación bastante larga y no apta para todos los públicos, tenía hasta la medianoche para completar su juego. Por muy tentador que fuera quedarse en la cama, en el fondo sabía que Jameson no me lo habría puesto fácil.
Su juego iba a suponer todo un reto. No había tiempo que perder. Me di la vuelta en la cama, me incorporé y extendí el brazo sobre Jameson hacia la mesita de noche, y hacia los objetos. «La navaja. La llave». Al acercar esta última a la primera y agarrar ambas, Jameson estiró su cuerpo debajo del mío. Durante un instante, dirigí la mirada hacia su pecho desnudo y hacia la abrupta cicatriz que recorría todo su torso. Conocía cada centímetro de esa cicatriz.
Y también sabía que cuando Jameson Winchester Hawthorne jugaba, lo hacía para ganar.
—Buenos días, Heredera.
Aunque mantenía los ojos cerrados, una sonrisa asomó a sus labios.
Tenía una milésima de segundo para decidirme: ¿permanecía en esa posición, en la cama junto a él, o adoptaba una que me diera ventaja?
Me decidí por esto último. Cuando Jameson abrió los ojos, yo ya estaba sentada a horcajadas sobre él, con una mano en su pecho y la otra agarrando con firmeza los objetos que, según suponía, eran el punto de partida del juego.
Había ciertas ventajas en tener a tu oponente inmovilizado.
Jameson ni siquiera trató de incorporarse y apoyarse en los codos. Se limitó a mirarme desde donde estaba, curvando de forma peculiar los labios.
—No vas a distraerme, Hawthorne.
—Ni se me pasaría por la cabeza. —Jameson torció el gesto—. Tengo escrúpulos, ¿sabes?
—Yo lo sé, pero tú no —respondí.
Jameson creía con toda su alma que él no era una buena persona, una de esas que siempre tomaban las decisiones correctas, un héroe. En sus peores días, me miraba pensando que yo merecía algo mejor.
Pero hoy no iba a ser uno de esos días.
Aún sentada sobre él, cambié el peso del cuerpo. Deposité la llave en su abdomen, duro como una piedra, y presté atención a la navaja. No era la primera vez que veía ese filo ni que lo sostenía. La conocía y sabía que había un compartimento oculto en la empuñadura.
No tardé mucho en encontrar la manera de abrirlo.
Nada más hacerlo, le di la vuelta a la navaja. Un papelito cayó, como si fuera el mensaje de una galleta de la fortuna. Estuve a punto de cambiar de postura y bajarme de encima de Jameson para leerlo, pero decidí lo contrario. Con la parte inferior de su cuerpo inmovilizada, me incliné hacia delante y desdoblé el diminuto papelito en su estómago, depositándolo junto a la llave.
El papel estaba lleno de los garabatos de Jameson. Un poema. «Una pista».
—¿Encontrar esto cuenta como primer paso? —le pregunté.
La noche anterior me había dicho que nuestros enigmas se limitarían a cinco pasos.
Jameson entrelazó las manos detrás de la cabeza y sonrió como si no le importara nada en el mundo. Como si