El chico sin nombre

Ricardo Zárate

Fragmento

Título

CAPÍTULO UNO

MARTES 2 DE FEBRERO

Álex jugaba The Evil Within en su laptop. Estaba en la escuela, en plena clase de las ocho de la mañana, cuando decidió matar zombis. En el videojuego que lo tenía concentrado, un detective que investiga un asesinato masivo en un hospital psiquiátrico se enfrenta a siniestras criaturas zombificadas. Álex sentía que su vida no era muy diferente a la del videojuego: su mundo era un manicomio habitado por muertos vivientes. En efecto, Álex creía en la existencia de los zombis, pero no de aquellos creados a partir de un cataclismo nuclear como los que tanto salían en las películas y series de televisión, de piel putrefacta y paso vacilante que escupían coágulos de sangre espesos por la boca. No. Álex creía en los zombis que aparentaban ser gente común y corriente pero que en realidad eran muertos revividos cuya voluntad era controlada por alguien capaz de despertar fuerzas malignas, como había leído que ocurría en algunos países deprimidos del Caribe y África. Esos zombis eran los peligrosos y estaban en todos lados: en el gobierno, en la policía, en las calles, iglesias, escuelas, eran videobloggers o aparecían en la televisión. Esos zombis eran los que, según su juicio, habían secuestrado a su hermano mayor, Dante, hacía diez años.

Minutos antes de que empezara la clase, Álex había estado revisando una vez más los archivos clasificados del Sistema de Seguridad Nacional, el SSN. Con su computadora se había metido ilegalmente al servidor para leer las actualizaciones más recientes. De ese modo se había dado cuenta de que las autoridades consideraban cerrar el caso de su hermano.

¡Malditos!

Su primer impulso fue cerrar la computadora y arrojarla por la ventana del salón. Estaba harto de todo, harto y frustrado por la incompetencia de la policía y de los servicios de inteligencia que, supuestamente, estaban trabajando para localizar a su hermano. Al final reprimió el arranque y optó por atacar a zombis hambrientos para calmarse. Deseaba encontrarse en el videojuego con un rostro conocido, como el del presidente de México, por ejemplo, toda vez que el mandatario le había prometido, mirándole a los ojos, que darían con Dante tarde o temprano.

—¡Pimentel, Miguel Ángel! —dijo el profesor Garnica sentado al escritorio y con la vista fija en su computadora plegable.

Ese grito sacó a Álex de sus cavilaciones. El joven al que habían nombrado caminó hacia el profesor llevando consigo su laptop, y ambos revisaron la tarea pendiente de ese día: un trabajito de investigación sobre la carrera profesional que les gustaría estudiar cuando acabaran la prepa. Cuando su compañero estuvo sentado frente al profesor Garnica, Álex se concentró de nueva cuenta en el videojuego.

Álex estudiaba en el Instituto Cowell, una de las preparatorias más prestigiadas de la Ciudad de México. La escuela, edificada con un estilo arquitectónico de inspiración gótica, albergaba estudiantes de familias privilegiadas. La materia en cuestión se llamaba Orientación Profesional. El profesor Garnica, un hombre a punto de jubilarse, encorvado, de nariz ganchuda y con las carnes pegadas a los huesos, sin duda había muerto hace trescientos años y había sido revivido por el patronato del colegio para torturar a los estudiantes con una clase fastidiosa. Y no es que la escuela y los profesores estuvieran obligados a entretener a los estudiantes, pero la administración del Instituto Cowell debería ofrecer cursos más llamativos y amenos. Según Álex, la escuela no podía ignorar la principal característica que definía a los jóvenes de hoy: la dispersión mental, la carencia de foco atencional. Por eso tenía que desaconsejarse tomar una clase con el profesor Garnica ya que su cátedra era como ver una partida de ajedrez en cámara lenta.

Por eso nadie se tomaba en serio la asignatura. Tanto así que más de uno de los compañeros de Álex había escrito en su tarea de Orientación Profesional convertirse en Camilo Fabra, el empresario más joven y millonario del país, a quien las revistas del corazón llamaban “el Christian Grey mexicano”: rodeado siempre de hermosas mujeres y conduciendo coches deportivos del año.

Álex, en cambio, investigó cómo convertirse en procurador general de Justicia. Su intención era saber cómo encontrar a su hermano y a todo aquel que hubiera sido secuestrado en México. Pero al enterarse de que las autoridades contemplaban darle carpetazo a la desaparición de Dante, se arrepintió de su elección y de haber enviado la tarea a tiempo.

Álex seguía jugando, concentrado en los gráficos grotescos y en la sensación de horror del videojuego. Faltaba poco para escuchar su nombre: Sanders, Alejandro. Su nombre le sonaría hueco una vez más. Cuando lo llamaran, Álex no se sentiría aludido, sentiría que le hablaban a alguien más y no a él. Tenía diecisiete años y no se sentía nada bien, no sabía quién era en realidad ni cuál era su verdadero nombre. Y lo peor de todo, creía que nadie podía ayudarle. O casi nadie. Su psicólogo freudiano era un inútil, y el padre Murray, el consejero espiritual de la familia, hacía como que le predicaba y Álex fingía que se iluminaba. En realidad, sólo había una persona que sabía la raíz de ese malestar que le generaba a Álex problemas de identidad. Ese alguien era Ana, su única amiga, que no había llegado a la clase todavía.

De pronto recibió un mensaje de ella por Whatsapp:

No alcancé a mandar la tarea. SAVE ME, plis, mother fucker!!!

¿Ya vienes?, le respondió digitando con rapidez en su celular. Nada. No hubo respuesta. Sólo las dos palomitas azules.

—¡Rivero, Ana! —llamó el profesor Garnica luego de toser espantosamente.

Ana no aparecía. Álex dejó el videojuego a un lado y barajó una excusa mental para comprar tiempo y salvarle el pellejo a su amiga. ¿Qué podría decirle al profesor? Haber ido al baño se perfilaba como la opción más creíble. El profesor Garnica era viejo mas no tonto. Álex desechó esa idea y decidió jugarse la carta del cólico intempestivo. Si algo había aprendido de sus visitas con el psicólogo es que Ana era anal expulsiva. Quizá por esa razón su amiga había hecho del conocimiento de todos los profesores que su menstruación era muy violenta y que los cólicos la atormentaban a tal grado que muchas veces era necesario hospitalizarla. Todo era una mentira pero le había funcionado en más de una ocasión como la salida ideal para faltar a clases los primeros días de cada mes. Así que no sería la primera vez que se ausentara por ese motivo. Pero si Ana no se presentaba, tendría serios problemas. Estaba al límite de faltas y Álex no podría ayudarla, y es que el profesor Garnica tenía una postura ambivalente respecto a la tecnología. Por un lado pedía que la tarea se la enviaran por internet para luego revisarla tête à tête con sus alumnos. Y por otro lado, desconfiaba de las plataformas electrónicas para controlar la asistencia de sus alumnos, por lo que el registro de

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