Cómo empezó mi vida prestada

Jenny Valentine

Fragmento

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Índice

 

Cubierta

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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1

 

 

 

 

No elegí ser él. No señalé a Cassiel Roadnight en una rueda de reconocimiento de personas con el mismo aspecto que yo. Solo dejé que sucediera. Solo quería que fuera verdad. Es todo cuanto hice mal, al principio.

Me encontraba en un albergue, un sitio de paso para adolescentes imposibles situado en algún lugar al este de Londres. Llevaba allí un par de días, venía de vagar por las calles, medio muerto de hambre, no pude hacer nada más. Aún trataban de localizarme. Aún trataban de averiguar quién era yo.

No estaba dispuesto a decírselo.

Era un establecimiento marchito dirigido por gente marchita. Olía a cigarrillos y a cera para suelos y a sopa. Me entregaron ropa vieja, desgastada por los lavados y remendada y más o menos de mi talla. Me formularon un montón de preguntas a cambio de dos comidas y un lugar seco donde dormir.

Traté de mostrarme agradecido, pero no les dirigí la palabra.

Me encerraron en un almacén por pelearme. Caliente y mal ventilado, cuatro paredes desvaídas, un archivador cerrado y oxidado, una balda con montones de papeles, una pila de sillas.

El chico con el que me peleé estaba herido. En realidad, me encerraron por eso, por ganar. No te lo permiten. No recuerdo su nombre. Ni siquiera recuerdo la razón de la pelea.

Me pasé más de dos horas en el almacén. Tenía ganas de destrozarlo. En algún lugar de mi mente, me observaba a mí mismo haciéndolo.

Escuché que uno de ellos venía, distinguí la vacilante silueta verde musgo de la mujer a través del cristal jaspeado de la puerta. Golpeé con fuerza. Ella se detuvo y se giró e inhaló con rapidez su aire de decepción.

Su voz era débil y asustadiza.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Quiero que me dejes salir.

—No puedo.

Coloqué la cabeza contra la fría superficie de la pared.

—Por favor, ayúdame —supliqué.

—¿Estás herido? —preguntó ella—. ¿Estás sangrando?

—Tengo sed.

Se quedó callada.

—No podéis privarme de agua.

—Iré a preguntar —dijo, y a través del cristal se distorsionó y se recompuso y se marchó.

Conté hasta cuatrocientos treinta y ocho.

Cuando regresó, traía a alguien con ella. Abrieron la puerta con llave y se precipitaron al interior con un vaso de plástico medio lleno de agua. Me lo bebí de un trago. No fue suficiente.

El hombre tenía la nariz aguileña y el pelo suelto y rizado. Lo había visto antes, pero a ella no. Él sonaba como unas llaves al tintinear.

—¿Has terminado la pelea? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Probablemente no.

No me gustaba la manera en la que la mujer me observaba. La miré fijamente para que dejase de hacerlo, pero no lo conseguí. Solo mediaba entre nosotros la sangre en mis orejas, que martilleaba y bombeaba, y la expresión de su cara.

Mantuvo sus ojos sobre mí mientras hablaba con el hombre, y cuando abandonó la estancia.

—Esperad un momento, ¿de acuerdo? Volveré enseguida.

El hombre tomó asiento en una de las sillas, cambiaba de postura, hacía grandes esfuerzos por parecer relajado. Se inclinó hacia mí y sus ojos negros parpadearon, rápidos y vigilantes, como los de un pájaro. Me pregunté si le importaba encontrarse a solas conmigo. Me pregunté si tenía miedo.

—¿Por qué no quieres decirnos cómo te llamas? —preguntó.

Fingí que él no estaba allí. Fingí que no estaba hablando.

—Yo soy Gordon —prosiguió—. Y la señora se llama Ginny.

—Bien hecho —respondí—. Me alegro por vosotros.

—¿Y tú eres…? —insistió.

Me miré los zapatos, los zapatos de otra persona, negros, abollados y llenos de rozaduras. Me pregunté cuántos muertos de hambre los habrían llevado. Notaba sobre mi piel el tejido de la camisa de otra persona, los pantalones de otra. ¿Cómo se suponía que iba a saberlo?

Sonreí.

—No soy nadie —dije.

—Ah, venga ya —repuso él—. Todo el mundo es alguien.

La verdad, resultaba increíble cómo podía estar tan seguro de eso.

 

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Fue un 5 de noviembre cuando descubrí que yo no era quien creía ser. Recuerdo el momento exacto. Ya no me conocía. Le pregunté a un hombre la hora para poder memorizarla. Consultó el reloj y me contestó que eran las 19.25. Luego, sin más, devolvió su atención al periódico.

—¿Me conoce? ¿Sabe quién soy? —pregunté.

Estaba seguro de que no lo sabí

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