Olvídate del resto

Manu Carbajo

Fragmento

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CÓMO ACABAMOS DESAYUNANDO TOSTADAS EN VEZ DE TORTITAS

Tengo que tener cuidado de no hacer ni un solo ruido. Cualquier descuido echaría todo a perder. Gracias a mi sigilo y a mi maña he conseguido atravesar el callejón, trepando y avanzando por los balcones y ventanas. El ladrón está ahí; a tan solo unos metros. Sigue hurgando en la cartera que hace un momento le ha quitado a un hombre. Me coloco, despacio, sobre él. Observo como empieza a tirar tarjetas inservibles y a guardarse los billetes en los bolsillos.

La opción de «ataque sigiloso» aparece en la pantalla. Y yo pulso el botón para activarla. Batman surge de entre las sombras y se lanza sobre el criminal, abriendo su capa como si fueran las alas de un enorme murciélago. No le da tiempo a reaccionar. ¡No me ha visto venir! El Caballero Oscuro de Gotham abraza al ladrón y le deja totalmente noqueado. Joder, Batman no puede molar más y yo solo quiero pasarme el día entero encerrado en mi cuarto para saciar el vicio que tengo a este juego.

Fin de la demo. Sigue salvando Gotham comprando el juego completo aquí.

Y de esta manera tan cruel, vuelvo a la cruda realidad. Resoplo, suelto el mando y apago la consola. Me encanta Batman. Pero cuando te has pasado la maldita demo quince veces (dieciséis si contamos esta), te acabas cansando. Ojalá pudiera perder la memoria para jugarlo una y otra vez, porque está claro que mi madre no me lo va a comprar.

Es domingo. Y los domingos en casa son especiales porque Tío Marc prepara tortitas para desayunar. Miro el reloj y veo que ya han pasado las once de la mañana. En esta casa no solemos madrugar mucho los fines de semana, pero, generalmente, a estas horas ya estamos más que desayunados. También es cierto que esta semana ha sido una auténtica locura; las mudanzas no son plato de buen gusto para nadie, y menos después de la paliza que nos pegamos ayer abriendo cajas y colocando trastos. Así que lo más probable es que mi familia siga en el quinto sueño. Si yo no lo estoy, es por culpa de los nervios que me genera pensar que mañana es el primer día de instituto.

—¡Dani!

La voz de mi madre acercándose por el pasillo delata que el desayuno dominguero ya está listo.

—Cariño, ya está… ¡Por Dios, Dani! —me dice nada más entrar—. Ventila un poco el cuarto, corazón.

No os voy a engañar, cuando mi madre ha abierto la puerta he notado esa suave brisa de aire fresco que confirma que esta habitación lleva unas cuantas horas cerrada con un adolescente dentro. A esto hay que añadir que soy de esas personas que duerme con la persiana completamente bajada (aunque estemos en septiembre y aún haga calor por las noches). Mi madre, con una cara similar a la que pone alguien cuando muerde un limón, va directa a la ventana.

—La luz exterior es dura… —bromeo—. Y además, estaba jugando al Batman y si no estoy a oscuras no veo nada.

—Bueno, pues ya va siendo hora de que dejes esta Batcueva y te vayas a desayunar —sentencia mientras abre la persiana de golpe.

—¡Mamá! —protesto cuando los rayos de sol inundan toda la habitación y me ciegan—. ¡No seas brusca!

Me cubro el rostro con los brazos, como si fuera un vampiro enfrentándome a la luz, y me vuelvo a tirar en la cama. Mi madre me da un azote cariñoso en la pantorrilla, seguido de un beso de buenos días en la cabeza.

—Ponte las pilas, que tenemos un montón de cosas que hacer. Entre ellas colocar la estantería de Marc.

—¿Qué? ¿Y por qué no lo hace él? ¡Es suya! —protesto.

—Marc está… en crisis —me dice.

—¡¿Otra vez?! —Ella asiente—. Entonces nos hemos quedado sin tortitas, claro.

—Ya sabes dónde están las tostadas —contesta a la vez que se va por el pasillo.

—¡No me compares las tortitas con las tostadas!

—¡Te quiero! —me dice ya casi saliendo de casa—. ¡Y nada de Play hasta que terminemos de colocar los libros!

—¿Me comprarás el Batman? —pregunto, obteniendo por respuesta el sonido de la puerta principal cerrándose—. Tenía que intentarlo…

Con un último estirón me regocijo entre las sábanas y me despido de la cama. Después me arrastro hasta la ventana para ver cómo el coche de mi madre se aleja por la calle de la urbanización en la que vivimos. Aún no me he hecho a esto. Yo estaba acostumbrado a vivir en el barrio de una ciudad, con su metro, su supermercado al lado de casa, mis amigos a un par de manzanas de donde vivía y ahora… estoy en el culo del mundo. Que, ojo, es bonito, pero no tengo mucha libertad de movimiento que digamos. «Tienes bus y metro», dijo mi madre. Para empezar, no es un metro, es un tranvía. Y el bus pasa cada hora porque la gente que vive aquí se mueve en coche.

Así es San Nelumbo: una ciudad en mitad de la nada que, técnicamente, no necesita absolutamente nada.

Tras darme una ducha y volver a ser persona, voy a la cocina para desayunar unas tristes tostadas mientras lloro la ausencia de las tortitas domingueras. Y, para mi sorpresa, me encuentro con Nana Charlenne trasteando con la cafetera.

—¡Maldito cacharro! —protesta mientras le da un golpe seco a la máquina.

—Un día de estos la vas a dejar más rota de lo que está.

En cuanto me ve, se gira y me regala esa tierna sonrisa que tanto la caracteriza.

—Ya me conoces, querido —me dice mientras se remanga la camisa—. En mis tiempos un buen azote era el remedio más eficaz.

Nana Charlenne es una de las mejores cosas que le ha pasado a esta familia. Es divertida, inteligente y tiene el espíritu más aventurero que he visto. Para mí, es lo más parecido a una abuela. Más que nada porque mi madre no se habla con sus padres y, en cuanto a la familia de mi padre, fallecieron cuando yo era muy pequeño. Nana ha estado desde siempre con nosotros y es la que me ha dado los caprichos que mis padres no querían darme. Para que os hagáis una idea de cómo es Nana Charlenne: si Indiana Jones fuera una mujer, ella se habría quedado con el papel de Harrison Ford. De pequeño siempre me contaba historias de su época aventurera: su expedición por los Alpes, el viaje en barca que se hizo por el Amazonas, la excavación minera con la que descubrió un dinosaurio…, pero, sin duda, la mejor de sus historias es cómo sobrevivió al hundimiento del Titanic.

—¿No ibais a hacer no sé qué cosa en el centro? —le pregunto, mientras me preparo el desayuno.

—Sí, pero resulta que esto no es como la ciudad y aquí la gente no trabaja los domingos —responde mientras vuelve a dar otro golpe a la cafetera—. ¿Quieres un café?

—Si se puede…

—¡Claro que se puede! Este trasto nunca se me resiste. ¿Cómo es posible que sea la única de la casa que sabe arreglar la cafetera? —sentencia mientras sale un chorro de café humeante de la máquina.

—Es tu don —le digo—. Cada uno tenemos el nuestro. Mamá es buena organizando, Tío Marc pintando…

—No me hables del Marc, anda. Que contenta me tiene.

—Ya me ha dicho mamá que está en otra de sus crisis.

—Sí, hijo —lamenta

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