Todo es mentira

E. Lockhart

Fragmento

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Aquí comienza:

ThinkstockPhotos-122567542.jpg TERCERA SEMANA DE JUNIO, 2017

ThinkstockPhotos-537884738.jpg CABO SAN LUCAS, MÉXICO

Era un hotel brutal.

El minibar de la habitación de Jule estaba provisto de patatas fritas y cuatro chocolatinas diferentes. En la bañera había pompas de jabón. Había disponible una cantidad interminable de albornoces y jabón líquido de gardenias. En el vestíbulo, un señor mayor tocaba Gershwin en un piano enorme, cada tarde a las cuatro. Se podían recibir tratamientos para la piel de barro caliente, siempre y cuando no importara que unos extraños tocaran tu cuerpo. La piel de Jule olía a cloro todo el día.

El resort Playa Grande en Baja California estaba decorado con cortinas blancas, azulejos blancos, alfombras blancas y un estallido de abundantes flores blancas. Los empleados, con sus trajes blancos de algodón, parecían enfermeros. Jule llevaba casi cuatro semanas sola en el hotel. Tenía dieciocho años.

Esa mañana estaba corriendo en el gimnasio de Playa Grande. Llevaba unas zapatillas verde agua con cordones azul marino personalizadas y corría sin música. Llevaba haciendo intervalos durante casi una hora cuando una mujer pisó la cinta que estaba a su lado.

Aquella mujer tenía menos de treinta años y llevaba su pelo negro recogido en una cola de caballo tirante, sujeta con laca. Sus brazos eran grandes, tenía un torso sólido, la piel ligeramente bronceada y en las mejillas un toque de colorete que le ruborizaba la cara. Sus zapatillas estaban desgastadas por detrás y llenas de barro.

No había nadie más en el gimnasio.

Jule disminuyó el ritmo hasta casi detenerse. Durante un minuto, pensó en marcharse: le gustaba la privacidad y, además, ya casi había terminado.

—¿Entrenas? —preguntó la mujer. Señaló con un gesto el lector digital de Jule—. ¿Para una maratón o algo? —El acento era mexicano. Probablemente fuera una neoyorquina criada en un barrio de habla hispana.

—Corría en el instituto, nada más. —Jule hablaba acortando las palabras, rasgo fonético típico de lo que los británicos llaman inglés de la BBC.

La mujer la miró fijamente.

—Me gusta tu acento —dijo—. ¿De dónde eres?

—Londres. St. John’s Wood.

—Nueva York. —La mujer se señaló a sí misma.

Jule se bajó de la cinta para estirar los cuádriceps.

—Estoy aquí sola —confesó la mujer después de un momento—. Llegué anoche y reservé este hotel en el último minuto. ¿Llevas mucho aquí?

—Nunca es suficiente —dijo Jule— en un sitio como este.

—¿Y qué recomiendas en el Playa Grande?

Jule no solía hablar con los otros huéspedes del hotel, pero no vio nada malo en contestar.

—Ve a la excursión de snorkel —dijo—. Yo vi una anguila gigantesca.

—¿En serio? ¿Una anguila?

—El guía llamó su atención con tripas de pescado que tenía en una botella de leche de plástico. La anguila salió de las rocas. Debía medir dos metros y medio de largo. Era de color verde claro.

La mujer se estremeció.

—No me gustan las anguilas.

—Sáltatelo si te asustas con facilidad.

La mujer se rio.

—¿La comida qué tal? No he comido aún.

—Prueba la tarta de chocolate.

—¿Para desayunar?

—Sí, claro. Si la pides, te traerán la especial.

—Está bien saberlo. ¿Viajas sola?

—Oye, me voy a correr —dijo Jule, sintiendo que la conversación se estaba volviendo personal—. Hasta luego. —Se encaminó hacia la puerta.

—Mi padre está muy enfermo —dijo la mujer, hablando a la espalda de Jule—. Llevo cuidándolo mucho tiempo.

Una punzada de compasión. Jule paró y se giró.

—Me quedo con él cada mañana y cada noche después del trabajo —continuó la mujer—. Ahora está por fin estable, y tenía tantas ganas de irme que ni siquiera pensé en el precio. Estoy malgastando muchísimo dinero aquí y no debería.

—¿Qué tiene tu padre?

—EM —dijo la mujer—. ¿Esclerosis múltiple? Y demencia. Solía ser el cabeza de nuestra familia, el macho alfa, con fuertes convicciones. Ahora es un cuerpo deforme en una cama. Ni siquiera sabe dónde está la mitad del tiempo, y me pregunta si soy la camarera.

—Mierda.

—Me da miedo perderlo y al mismo tiempo odio estar con él. Sé que me voy a arrepentir de haber hecho este viaje lejos de él cuando se muera y me quede huérfana, ¿entiendes? —La mujer dejó de correr y puso los pies a los lados de la cinta. Se secó los ojos con el dorso de la mano—. Lo siento. Demasiada información.

—No pasa nada.

—Ve, ve a ducharte o lo que sea. Quizá te vea por ahí después.

La mujer se arremangó las mangas de la camiseta y se giró hacia el lector digital de la cinta. Una cicatriz le cubría el antebrazo, dentada, como la de un cuchillo. Todavía no estaba recuperada de la operación. Ahí había una historia.

—Escucha, ¿te gusta jugar al Trivial? —preguntó Jule, sabiendo que era un error.

Una sonrisa. Dientes blancos pero torcidos.

—La verdad es que soy buenísima al Trivial.

—Juegan todas las noches en el salón de abajo —dijo Jule—. Es mierda de la buena. ¿Quieres ir?

—¿Qué tipo de mierda?

—De la buena. De la absurda y ruidosa.

—Vale. Sí, venga.

—Bien —dijo Jule—. Arrasaremos y te alegrarás de haberte ido de vacaciones. Soy buena con los superhéroes, las películas de espías, los youtubers, el fitness, el dinero, el maquillaje y los escritores victorianos. ¿Y tú?

—¿Escritores victorianos? ¿Como Dickens?

—Sí, todos. —Jule sintió cómo se ruborizaba. De repente, se dio cuenta de lo raro que era.

—Me encanta Dickens.

—Venga ya.

—Es verdad. —La mujer sonrió de nuevo—. Soy buena con Dickens, con la cocina, con la actualidad, con la política… Déjame pensar… Ah, y con los gatos.

—Genial, entonces —dijo Jule—. Empieza a las ocho en punto en el salón que está al lado del vestíbulo principal. El bar con sofás.

—Ocho en punto. Me lo apunto.

La mujer se acercó y le tendió la mano.

—¿Me repites tu nombre? Yo soy Noa.

Jule la estrechó.

—No te he dicho mi nombre —dijo—, pero es Imogen.

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