El camino del gol

DjMariio

Fragmento

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1

Dios es tímido y es de Móstoles

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Nunca olvidaré el día que Casillas nos vino a visitar a la escuela, por muchas razones. La primera, que ese día Sara estaba guapísima. Yo le tenía mucho cariño, el cariño que se tiene a los trece años, era como mi hermana, habíamos crecido juntos y ni recordaba el día que la había conocido. Siempre había estado en mi vida. Pero ese día... ese día Sara estaba tan guapa y radiante que recuerdo que empecé a sentir algo diferente, especial.

Iker entró por la puerta principal, donde todos le estábamos esperando. Iba con la directora, a la que parecía que se le iba a romper la boca de tanto sonreír. Recuerdo que me dio la sensación de que estaba incómodo. En ese momento no tendría más de veinte años, y a nosotros nos parecía un dios, pero solo era un chaval, rodeado de niños y con todas las miradas puestas en él. Parecía tímido y un poco asustado, y de alguna forma eso hacía que le admiráramos aún más. Era uno de los nuestros, de Móstoles y portero del Madrid. ¿Acaso era eso posible? ¿Ser de Móstoles y portero del Madrid?

Sara y yo formábamos parte de un grupo de baile. Entonces, a mí eso me parecía más importante que el fútbol: bailar hip hop con Sara. Nos quedábamos los miércoles y los viernes con el profesor de Educación Física, Rodrigo, y ensayábamos sin parar durante dos horas. Éramos unos diez, y acabábamos sudados en el parqué, entre risas y satisfechos. Habíamos estado dos semanas ensayando una coreografía exclusiva para Iker Casillas, y cuando bajamos a la pista interior, estábamos muy nerviosos. Cogimos nuestras primeras posiciones y Rodrigo, a un lado de la pista, nos animó. Sonaron los primeros beats y empezamos a bailar.

Recuerdo que fallé todos los pasos. Iba tarde, o adelantado, sentía las piernas de gelatina. Era un desastre, me quería morir, deseaba que todo el público se quedara ciego de golpe, que no me vieran. En todo caso, seguro que no me estaban mirando, seguro que miraban a Sara, que en un momento de la actuación se adelantaba para bailar un solo de más de un minuto. Era la mejor. Llevaba una camiseta que no le tapaba el ombligo, unos leggins negros, calentadores por encima del tobillo y sus zapatillas de bailar, y se movía al ritmo de la música con una precisión asombrosa. Su cuerpo parecía relajado, fluía como si bailar le resultara tan natural como caminar. La miré para coordinarme con el resto, pero me produjo el efecto contrario: sentía tanta fascinación por su manera de bailar, que creo que me despisté aún más. Me pregunto si Casillas se fijó en mí ni que fuera un segundo...

Cuando terminamos, toda la escuela estalló en un aplauso estruendoso que no hizo disminuir la gran vergüenza interior que sentía. Entonces yo no era un muchacho especialmente valiente, ni seguro de mí mismo. Bailaba porque bailaba Sara, y ella me había pedido que me uniera al grupo, y aunque me esforzaba por mejorar, sabía que no era ni mucho menos de los mejores. Mientras la gente aplaudía me fijé en Casillas, que miraba a Sara y comentaba el espectáculo con otro chico que había venido con él, entre risas de admiración, como flipando con lo que habían visto y con que alguien tan joven pudiera bailar de aquella manera. Luego subieron al escenario Rodrigo, el profe de Educación Física, y la directora, y dijeron unas palabras. Yo admiraba mucho a Rodrigo, era un gran profesor, que siempre me daba ánimos con todo. Aunque yo era más bien torpe, solía decirme: «¡Venga, campeón, que llevas un deportista dentro!». Un día, en un partidito, chuté el balón y lo golpeé tan mal que casi lo saqué del campo. Rodrigo, con una mueca, soltó: «Yo creo que la has mandado a Barcelona. Si te mando a buscarla igual te haces del Barça». Era evidente que me vacilaba, pero me gustaba su forma de tratarme. Además, solía preguntarme por mi padre.

Ese día le pasaron el micro a Rodrigo, que ni para recibir a Iker se había quitado el chándal Adidas, que parecía fusionado a su cuerpo. Se arremangó y se sacó del bolsillo un papel —me acuerdo porque algunos alumnos decían que Rodrigo no sabía leer, y ese día los dejó en evidencia—. Estaba nervioso, pero lo llevaba bien. Leyó un discursito corto, pero que todos escuchamos con atención. Nos decía que Iker era un ejemplo, que era imposible llegar donde él lo había hecho sin trabajar mucho, cada día, y que era importante descubrir lo que te gustaba en la vida, y que daba igual ser portero del Madrid, o cajero en un supermercado, lo importante era esforzarse, tratar bien a los que te rodean, y que la felicidad era eso.

En ese momento Casillas no era el portero titular del Madrid, pues había perdido el puesto a favor de César. Recuerdo que Rodrigo dijo que la manera en que Casillas lo había aceptado era una prueba indudable de que era de Móstoles. «Aquí», dijo, «si nos vienen mal dadas, apretamos los puños, y tiramos adelante», unas palabras que entonces tenían un sentido muy especial para mí.

Al final de los espectáculos y los parlamentos, Casillas también subió al escenario. A Sara, que daba saltitos de alegría, le regaló unos guantes firmados, un objeto que al resto nos parecía casi sagrado, y le encajó la mano con una sonrisa. Me pasó los guantes casi sin mirarme mientras se formaba un corro de amigas, exaltadas de puro fanatismo. Yo, sin saber exactamente por qué, me los probé. Aquella, sería la primera vez que llevaba unos guantes de portero, y me quedaban enormes por aquel entonces. Casillas ya se marchaba con la directora y Sara y sus amigas susurraban:

—Tía, ¿has visto lo bueno que está? —decían, y ese lenguaje, esa manera de hablar, todavía me resultaban un poco raras, sobre todo asociadas a Sara que, abrazada a una amiga, me miró por encima de su hombro y me dedicó una sonrisa un poco compasiva, pero que a mí me llenó de satisfacción.

Luego se me acercó.

—¿Has visto? ¡Es un buenazo! ¡Y es más alto de lo que parece en la tele!

Tenía merito ver a Casillas alto... Sara me contó cómo se había sentido bailando. Que a diferencia de lo que se temía, sentir que tanta gente la miraba le había dado seguridad, que había sentido que no tenía que pensar, que estaba relajada como en ninguna otra situación parecida. Suerte que estaba delante de mí, pensé, y no me había podido ver.

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Aunque no era muy buen bailarín, algunas veces, estando solo y esforzándome delante del espejo, conseguía encadenar bien los pasos y, repetición tras repetición, alcanzaba cierto control sobre mi cuerpo. Pero en grupo, y más aún delante de mucha gente, perdía seguridad, sentía las miradas sobre mí y me bloqueaba de una forma inconcebible.

—¿Qué tal tú? —me preguntó Sara.

—Pues no sé, creo que regular... Me he puesto bastante nervioso, la verdad...

—Bueno, Miguel lo ha grabado todo. ¡Un viernes lo repasamos en grupo!

Yo había olvidado por completo que estaban grabando el espectáculo y creo que me puse más pálido que la camiseta del centenario... Sara se dio cuenta y se echó a reír.

—No seas bobo anda, seguro que no está tan mal.

—¿En serio vas a poner el vídeo el viernes?

Pero ella no me contestó y sigui

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