Instrucciones para pasar a la historia

Malcolm Otero
Santi Giménez

Fragmento

Dijo algún mentecato eso de que la «familia te viene impuesta y lo que escoges son a los amigos». Una manera muy suave de decir que la herencia genética que nos ha tocado en suerte es una condena. Seamos sinceros, tu familia es lo primero que tratas de esconder cuando conoces a alguien —con el objetivo de, primero, fornicar e intercambiar fluidos—, para luego acabar formando otra familia que lastre a la humanidad. El peor momento de una relación, de cualquier relación que iniciamos, es cuando ya no hay más remedio y nuestros amigos del cole, nuestros compañeros de trabajo, nuestros amantes, conocen a nuestros padres. Ellos (los padres) lo saben y se aprovechan de ello.

Han pasado por ese trance antes y no están dispuestos a perdonar. Lo de que la familia te protege es sencillamente una mentira. Ellos sintieron vergüenza ante sus padres, sus padres (es decir, tus abuelos), ante tus bisabuelos... y así nos podemos retrotraer hasta el Antiguo Testamento, cuando los hijos de Noé emborracharon a su padre para reírse de él. Como hacéis en Nochebuena con la abuela dándole la botellica de Agua del Carmen. Es por eso por lo que sacan las fotos de cuando eras pequeño, te llaman por el diminutivo que tanto odiabas o cuentan anécdotas que te sonrojan.

Que la familia es nefasta lo reconocerá cualquiera que no sea siciliano, pero siempre en privado y tras una ingesta masiva de alcohol y otras sustancias. En el resto del planeta Tierra pasa lo mismo, todo el mundo odia a su familia, pero lo que queda bien es fardar de ella. Sea del tipo que sea: tradicional católica, monoparental, mormona con dieciocho esposas, la de Siete novias para siete hermanos, la del rey de Arabia Saudí, la gran familia del circo o la del rey de España. Cualquier rey de España. Todos mienten sobre la (penosa) trascendencia de la familia y alaban sus virtudes. Todos los candidatos llamados a dirigir lo que conocemos como «democracias» —ya llegaremos más adelante a desnudarlas, pues son otra de las grandes mentiras de la humanidad— se presentan a las elecciones fardando de familia. Mujer, niños, niñas, perros, suegras, canarios y primos. Los candidatos siempre tienen historial genético en cada uno de los lugares que visitan. «Vengo a Lugo con mucho placer porque tengo una prima que vive en Vilachá de Mera.» «¡Cómo olvidar los veranos que pasaba con mis primos en Almería, en Laujar de Andarax!» van soltando, sin importarles que esos parientes sean inventados o no. Y si no lo son, lo más probable es que se trate de unos besugos que le caen mal a la mitad de la población. Incluyendo a sus votantes y parientes.

Pues bien, estamos aquí para quitarles la venda de los ojos y para explicarles que todo ese esfuerzo se lo podían haber ahorrado. Ser un hijo perfecto, un padre ejemplar, un hermano solidario, un cuñado medio aceptable o un abuelo que no sea el de Heidi no sirve de nada.

Aquí estamos nosotros para demostrarles que se puede tener a la Familia Manson como modelo y triunfar en la vida. La humanidad está llena de personajes ilustres que se comportaron como verdaderos miserables con sus seres más cercanos —y no presuntamente, sino con toda seguridad, porque eran unos machistas de tomo y lomo, aunque de ellos ya nos ocuparemos en el siguiente capítulo—, y no recibieron ningún castigo por ello. Jamás, al contrario. Gracias a su actitud, en todo el mundo, a este tipo de machistas, a este modelo universal y atemporal, les dedican avenidas, plazas, les conceden premios y les erigen monumentos. ¿Y saben por qué? Pues porque todo el mundo odia en mayor o menor medida a su familia en privado, mientras que en público se respeta la obra de algunos de estos genios como Shakespeare, Gandhi, Joyce o Picasso. Más allá de su obra, que suele ser incontestable, nos referimos a su vida dentro de casa. Si nos atenemos a los cánones de lo que se supone que es una vida familiar modélica, todos ellos estarían a la altura de las únicas familias que merecen nuestro respeto: la familia Addams y la de los espaguetis La Familia.

El personaje al que se considera el mayor monumento literario de la humanidad —no, no estamos hablando de Paulo Coelho—, William Shakespeare, sabía muy bien lo que era tener una familia dedicada a joderte la vida, y pagó con la misma moneda a la que él mismo habría de formar más adelante. Recibió innumerables palizas de John Shakespeare, su padre, debido a su afición a la bebida (la del padre, que luego heredaría el churumbel), cada vez que le pillaban practicando la caza furtiva en los cotos de los nobles de la región. En pago a la candela que se llevó, el pobre Willy dejó morir a su padre en la más absoluta miseria mientras él se dedicaba a fundar su propia familia. Incluso varias. Se casó con Anne Hathaway, como no podía ser de otra manera tratándose de un autor, y se dedicó a mover el lomo encima de cuantas actrices se le pusieron a tiro de estoque.

Abandonó a Hathaway con gemelos —no le podemos culpar por eso— pretextando aquello de «bajo un momento y ahora vuelvo», y fue un marido nefasto hasta el último de sus suspiros. En el lecho de muerte redactó testamento y le legó a su abnegada esposa, que había llevado unos cuernos que se veían desde Copenhague, su «segundo mejor lecho». Hay que ser mezquino hasta el final para actuar así. Pero en un triple mortal con tirabuzón, Shakespeare también se esforzó en expandir su odio a otras familias más allá de la suya. Como si fuera el mono que sufre de picores de la película Estallido, puteó a su yerno hasta la extenuación. Si puedes destrozar dos familias, ¿por qué conformarte con una?

Todo el mundo admira a Gandhi. Todo el mundo, menos nosotros. A lo largo del presente libro aparecerá en sus más abyectas formas, pero en este capítulo tan «familiar» (huyan cuando alguien les recomiende un establecimiento utilizando el adjetivo «familiar» a modo de elogio, y respondan: «el motel Bates también lo era»), también debe aparecer por su execrable manera de comportarse en casa.

Y aquí es cuando empezamos a hablar de los traumas. Ojo con esto, pues, como decía Freud, todo es culpa de los padres. Años después, Xavi Hernández ofrecería la versión modernizada de esta frase con aquello de que «todo es culpa del césped».

En una de las turras que dejó escritas, Gandhi explica que jamás pudo superar la muerte de su padre. Viniendo de un tipo que vivía en una cultura que cree en la reencarnación es un poco raro, la verdad, pero vamos a pasarlo. Se ve que cuando el viejo de Gandhi estaba a punto de espicharla, fueron a buscar a Mahatma para que se despidiera, y en aquel momento él estaba follando con su mujer —la de Gandhi, no su madre, pervertidos—. Es lo que tiene morirse en sábado, que es el día que toca, y a partir de ahí Gandhi se declaró célibe, pero pasando a formar parte de un subgrupo viciosillo. Le gustaba dormir con adolescentes desnudas —a las que suponemos que les haría una ilusión enorme compartir colchoneta con Ben Kingsley, el Profesor Bacterio en desnutrido— para así poner a prueba su castidad.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos