Capitanes

Sam Walker

Fragmento

cap-2
Prólogo

La primera vez que viajé a través del espejo para penetrar en el santuario privado de un vestuario profesional acababa de cumplir los veinticinco años. Llevaba un cuaderno apretujado en el bolsillo trasero de mis pantalones caqui y una credencial de prensa colgada del cuello. Si daba la impresión de que no sabía dónde me metía, era porque no tenía la menor idea. Quiso el destino que aquel vestuario fuera nada más y nada menos que el de los Chicago Bulls de Michael Jordan.

Desde aquella tarde de marzo de 1995, he visto a los Patriots de Tom Brady ganar su primera Super Bowl y he participado del imparable avance del Futbol Club Barcelona hacia la consecución de un título europeo de fútbol. He presenciado cómo los ciclistas escalaban a toda máquina el Mont Ventoux en el Tour de Francia y me he empapado de champán de cuarenta y nueve dólares la botella con los New York Yankees cuando celebraban su tercera victoria consecutiva de la Serie Mundial.

Para un reportero, todo esto es exactamente tan fascinante como suena. Cada final ha traído consigo la garantía de un buen partido y un generoso recuento de palabras en el periódico, por no hablar de la posibilidad de contarle a todo el que quisiera escuchar que sí, yo estuve allí.

No obstante, detrás del glamour seguía ocultándose un problema ineludible relacionado con la elección de mi carrera profesional. Cada vez que veía a un grupo de eufóricos deportistas recoger un trofeo experimentaba una intensa reacción que me sorprendía a mí mismo. Celos.

Cuando estaba en primaria, cada verano jugaba de segunda base en un equipo de béisbol de barrio llamado Burns Park Bombers. En general, el equipo no tenía nada de extraordinario. Nuestro lanzamiento era decente, nuestros aciertos con el bate eran aprovechables, y nuestro entrenador era un tipo taciturno con unas gafas enormes que dirigía los entrenamientos con un cigarrillo bailándole en los labios. Normalmente ganábamos alrededor del 50 por ciento de los partidos, y jugábamos lo bastante bien como para ganarnos el codiciado viaje a la heladería Dairy Queen después de cada partido.

Pero en el verano de 1981 algo cambió. Los atontolinados que solían dejar que la pelota se les escurriera entre las piernas empezaron a hacer jugadas aceptables. Cuando se necesitaba un golpe, este se materializaba, y nuestros lanzadores lograban los suficientes strikes como para mantener la ventaja. Parecía que todos hubiéramos trascendido los límites de nuestros cuerpos de once años: flotábamos maravillados sobre el terreno de juego mientras aquellos niños que se parecían sospechosamente a nosotros se transformaban como por encanto en un equipo formidable.

Terminamos la temporada 12-0.

Años después comprendería que aquella gloriosa experiencia había modificado para siempre mis expectativas. Los Bombers habían permitido que me hiciera una idea de lo que era jugar en un gran equipo, y aquello había reconfigurado mi mente hasta hacerme creer que tenía el derecho divino a experimentar aquella misma sensación muchas otras veces. Sin embargo, con el paso de los años se volvió dolorosamente claro que no había de ser así. Los Bombers de 1981 serían el único equipo de campeones en el que jugaría.

Cuando empecé a escribir sobre todo tipo de deportes y me lancé a cubrir algunos de los mejores equipos del mundo, el recuerdo de aquel verano seguía dándome vueltas en la cabeza. Ciertos sentimientos de decepción y añoranza pasaron a ocupar un modesto lugar en algún rincón de mi cerebro. Si es verdad que nuestras obsesiones se derivan de acontecimientos aparentemente triviales de la infancia, supongo que debo tener en cuenta la mía. Ansío formar parte de un gran equipo.

Cuando he tenido ocasión de observar entre bastidores a equipos de deportistas de élite, siempre he prestado la máxima atención. He estudiado cómo se hablaban entre ellos, he tomado nota de sus manías y de su lenguaje corporal y me he fijado en los rituales que realizaban antes de cada partido. Cuando especulaban acerca de qué era lo que hacía su colaboración tan fructífera, yo apuntaba sus teorías en mi cuaderno. Fuera cual fuese el deporte, siempre oía el mismo puñado de explicaciones: entrenamos mucho, jugamos en equipo, nunca nos rendimos, tenemos un gran entrenador, siempre salimos adelante en las situaciones críticas… Pero lo que me llamaba la atención, más que ninguna otra cosa, era la eficiente homogeneidad de aquellos equipos y lo despreocupadamente que sus miembros hablaban de la victoria. Era como si formaran parte de una maquinaria en la que cada muesca y engranaje funcionaran con la precisión deseada. «Tú haces tu trabajo para que todos los que te rodean puedan hacer el suyo —dijo una vez Tom Brady—. No hay mayor secreto.»

En 2004 me tomé un tiempo de excedencia de mi trabajo para escribir un libro sobre mi experiencia compitiendo en la liga de béisbol de fantasía más dura de Estados Unidos. Mi estrategia consistió en pasar muchos días y noches con equipos reales de las ligas nacionales recabando información interna, y el club al que seguí más de cerca fue los Boston Red Sox.

La franquicia de los Red Sox tenía una larga y gloriosa historia de fracaso y sufrimiento cuyos orígenes se remontaban a 1918, el último año que habían ganado una Serie Mundial. En el momento de la pretemporada en que me uní a ellos, en febrero, apenas encontré evidencia alguna de que aquella temporada pudiera ser distinta. Pese a contar con unas cuantas estrellas, su plantel estaba integrado en gran medida por jugadores inadaptados y rechazados por otros equipos, juerguistas de aspecto extraño y barba descuidada con habilidades poco convencionales que las demás franquicias no valoraban. Entre bastidores me parecieron sinceros y divertidos, imprevisibles y desesperadamente indisciplinados; un perfil que les valdría el apodo de «Los idiotas».

Cuando Boston quedó nueve partidos y medio por detrás de su rival, los dinásticos New York Yankees, no me sorprendí lo más mínimo: confirmé que mi primera impresión había sido acertada. Los Red Sox no se parecían en nada a los equipos dominantes que yo había conocido. No eran candidatos a ganar el campeonato.

Pero a comienzos de agosto, los Red Sox —como mi joven equipo de béisbol— parecieron caer bajo el efecto de un hechizo. Los idiotas empezaron a jugar con confianza y ferocidad, manteniendo la calma en momentos de presión y proyectando una imagen de unidad y objetivo común que no les había reconocido en febrero. Tras escalar posiciones de la clasificación y colarse en la postemporada, los Red Sox se enfrentaron a los Yankees en la serie (una eliminatoria a siete partidos) y perdieron rápidamente los tres primeros. Antes de que se jugara el cuarto, los corredores de apuestas situaron sus probabilidades de supervivencia en 1 contra 120. Estaban a tres outs de quedar eliminados.

Pero los Red Sox no se dieron por vencidos. No solo se defendieron y ganaron el cuarto partido en los lanzamientos de desempate (extra innings), sino que derrotaron a los Yankees en otras tres ocasiones, coronando la recuperación más espectacular en una postemporada de toda la historia del béisbol. Después jugaron la Serie Mundial, donde barrieron a los St. Louis Cardinals por cuatro partidos a cero.

Para la gente de Boston, que había sufrido uno de los más duros periodos de sequía de la hi

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