¿Te puedo hablar claro?

Fernando Fabiani

Fragmento

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Le tenemos miedo a no poder pagar la hipoteca, a coger una carta de Hacienda, a quedarnos sin batería en el móvil, a que al niño «se le vaya el cuerpo» si se asoma a un balcón, a abrir la nevera con los pies descalzos..., pero hay pocos miedos tan profundos como el miedo a que el catarro «se baje al pecho». De hecho, si los directores de películas de terror fueran espabilados, encontrarían ahí un filón. Nuevos malvados de esos de camisas de cuadros, con la cara quemada, que te proponen jugar a un juego, o con caretas llenas de agujeritos como las bragas antiguas, pero que tienen el poder de, con solo mirarte, bajarte del tirón el catarro al pecho.

Como todas las creencias, tiene una base de realidad sobre la que se construye y que le da fuerza, sentido e incluso argumentos para defenderla donde sea necesario. La historia es conocida. Una mañana te levantas acatarrado, con algo de mocos en la nariz, tos seca, quizá un pelín de lagrimeo o incluso picor de garganta. Al cabo de unos días parece que la tos ya no es tan seca, viene algo de moco de la garganta. En alguna ocasión, unos días más tarde, acabas en el médico, que te diagnostica una bronquitis o, incluso, quizá una vez tuviste una neumonía. El análisis parece evidente e intuitivo, tenía un catarro con mocos en la nariz, después tenía los mocos en la garganta y acabé con una bronquitis, luego... el catarro me ha bajado al pecho.

Y ahí tenemos ese catarro que parece un ascensorista subiendo y bajando a su antojo como en los hoteles y hospitales donde tú coges el ascensor en la segunda planta y no sabes muy bien si bajará (lo que quieres porque vas a la cafetería) o te llevará de ruta por la sexta o séptima antes de bajarte... Que, por cierto, aprovecho para hacer una petición: si el ascensor sube, cógelo solo si necesitas subir y si no, espera a que baje. Cuando te diga tu mujer lo de «Espera, niño, que este va para arriba», hazle caso, y no respondas: «Bueno, ya bajará»... antes de meterte como un poseso en el ascensor. ¿Bueno, ya bajará? ¿De verdad? ¿Te imaginas ir de Sevilla a Córdoba, pero coger por error la Ruta de la Plata: «Espera, niño, que esta va para Mérida», y tú: «Bueno, ya volveremos». Un consejo: aunque el ascensor tenga dos botones, solo hay que pulsar uno. Si quiero bajar, el de bajada; si quiero subir, el de subida. Si pulsas los dos, el ascensor no viene más rápido, sino que para, aunque no vaya en la dirección que tú necesitas, y una vez que abre las puertas, sientes una atracción irrefrenable a meterte en su interior como un adolescente ante una novia de verano.

Tomamos al catarro por un ascensor y lo imaginamos bajando a nuestro particular semisótano deseando provocarnos una bronconeumonía (porque bronquitis suena mal, neumonía peor, pero lo de bronconeumonía nos huele a incienso). Como expresión popular, vale; es incluso atinada: «Tenía un catarro —vías respiratorias altas— y ahora tengo una bronquitis —vías respiratorias bajas—, luego el catarro “ha bajado”». Hasta aquí el razonamiento es impecable. Entonces ¿dónde está el problema? Pues en que pensamos que, siguiendo el símil, podemos pulsar algún botón para evitar que baje. Y nos volvemos locos pulsando botones inútilmente. Botones mucolíticos, botones de jarabes para la tos o el botón rojo, el botón antibiótico que debe ser pulsado simultáneamente por al menos otra persona (igual que el botón nuclear de las películas), en este caso un sanitario, bien sea un farmacéutico que pilles en horas bajas y te lo dispense sin receta o bien un médico que o crea como tú en los ascensores o que no lo haga, pero que, bajo tu presión y miedo, acabe pulsándolo contigo para ahorrar discutir diez minutos dentro de un ascensor un poco estrecho. La realidad es que si no baja no es por pulsar ninguno de ellos, sino porque no tenía previsto hacerlo. Y si tiene que bajar, bajará, porque ni el mucolítico ni el jarabe para la tos ni el antibiótico tienen efecto alguno sobre la evolución de un catarro, ninguno de ellos podrá detener el ascensor en el caso de que su destino sea el semisótano.

Hay personas que por su historia previa de asma, por ser fumadoras o simplemente por su edad avanzada tienen más probabilidades de que a raíz de un catarro acaben desarrollando una bronquitis o una neumonía y, por eso, si los síntomas empiezan a cambiar (pitos en el pecho, fiebre, dificultad al respirar o expulsar con la tos mocos de color verde oscuro, marrón o con sangre), deben consultar por si necesitan algún otro tipo de tratamiento. Así que si quieres prevenir en lo posible esas «bajadas», no te atiborres de medicamentos, no pulses botones a lo loco como un niñato con los telefonillos de los bloques... Si quieres prevenir la bronquitis, sigue correctamente tu tratamiento del asma o la alergia y, sobre todo, deja de fumar[1].

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Cuando uno piensa en un mediodía de verano de su infancia, le vienen a la memoria múltiples imágenes, desde la muerte de Chanquete en una de las reposiciones de Verano Azul (o incluso el verano de su estreno, según edades) hasta el culebrón del momento (qué años aquellos de Falcon Crest), pasando por el sonido de chicharras y grillos, las etapas del Tour de Francia y la vuelta a España, sabores a melón o sandía, juegos de cartas, casas «a oscuritas» para que no haga mucho calor y, sobre todo..., la hora de la siesta. Y lo de «hora» de la siesta era una forma de hablar, porque para tus padres la hora de la siesta empezaba a las tres y no acababa antes de las cinco y media.

¿Cómo era posible retener a los niños más de dos horas lejos de la piscina o del mar, pese a los insufribles récords de temperatura de los termómetros, y más aún en los años en los que el aire acondicionado solo existía en El Corte Inglés? Evidentemente, el argumento de «tus padres quieren dormir la siesta» era un poco pobre y podía dar lugar a disputas y negociaciones, por lo que todo se zanjaba con un:

—¿Bañarse ahora? ¡Imposible! ¡Que se te corta la digestión!

Te quedabas estupefacto y preguntabas:

—¿Y cuándo podemos bañarnos?

—Cuando hagas la digestión.

La repregunta estaba a huevo, claro.

—Y eso ¿cuánto tiempo es?

Y ahí, a tu madre o a tu padre le temblaba un poco el labio y, tratando de mostrar seguridad, decía...

—Mínimo dos horas, mí-ni-mo.

Y se marchaba hacia su habitación con un giro de cintura dejando caer un:

—Así que a jugar tranquilitos y sin hacer ruido, que nosotros vamos a aprovechar para dormir la siesta.

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