Nacidos para correr

Christopher McDougall

Fragmento

Nacidos para correr

1

Vivir entre fantasmas requiere soledad.

ANNE MICHAELS,

Fugitive Pieces

Durante días había estado recorriendo la Sierra Madre mexicana en busca de un fantasma conocido como Caballo Blanco. Finalmente, un rastro me llevó al último lugar donde esperaba encontrarlo: lejos de la profundidad del desierto salvaje donde cuentan que se aparece, en el oscuro lobby de un hotel a las afueras de una polvorienta ciudad del desierto.

—Sí, El Caballo está —dijo la recepcionista, asintiendo con la cabeza.

—¿De verdad?

Tras oír tantas veces que acababa de irse, en otros tantos escenarios extraños, había empezado a sospechar que Caballo Blanco no era más que una especie de cuento de hadas, la versión local del monstruo del Lago Ness, inventada para asustar a los niños y engañar a gringos crédulos.

—Siempre regresa sobre las cinco —añadió la recepcionista—. Es como un ritual.

No supe si abrazarla aliviado o chocarle la mano para celebrar el triunfo. Miré mi reloj. Esto significaba que realmente iba a posar mis ojos sobre el fantasma en menos de… ¡espera!

—Pero si son casi las seis.

—Quizá se ha marchado —dijo la recepcionista encogiéndose de hombros.

Me hundí en un viejo sofá. Me encontraba mugriento, muerto de hambre y derrotado. Estaba exhausto, al igual que mis pistas.

Algunos decían que Caballo Blanco era un fugitivo; otros habían oído que era un boxeador que huía como una especie de castigo autoimpuesto tras matar a golpes a un tipo en el ring. Nadie sabía su nombre, su edad o de dónde venía. Era como un pistolero del Lejano Oeste cuyas únicas huellas eran unos cuantos cuentos chinos y el olor a cigarrillo. Las descripciones y avistamientos estaban por todas partes; aldeanos que vivían a distancias imposibles unos de otros juraban haberlo visto viajando a pie el mismo día y lo describían dentro de una amplia escala que iba de «divertido y simpático» a «raro y gigantesco».

Pero en todas las versiones de la leyenda de Caballo Blanco siempre se repetían algunos detalles básicos: había llegado a México años atrás y se había internado en las salvajes e impenetrables Barrancas del Cobre para vivir entre los tarahumaras, una tribu casi mítica de superatletas de la Edad de Piedra. Los tarahumaras quizá sean las personas más sanas y serenas del planeta, y los más grandes corredores de todos los tiempos.

Cuando se trata de distancias enormes, nada puede vencer a un corredor tarahumara. Ni un caballo de carreras, ni un guepardo ni un maratonista olímpico. Pocas personas han visto a los tarahumaras en acción, pero a lo largo de los siglos han ido filtrándose desde las barrancas historias asombrosas acerca de su resistencia y tranquilidad sobrehumana. Un explorador jura haber visto a un tarahumara cazando un ciervo con sus propias manos, persiguiendo al animal hasta que cayó muerto de agotamiento y «las pezuñas se le desprendieron». Otro aventurero pasó diez horas escalando las Barrancas del Cobre a lomo de mula, mientras que un corredor tarahumara hizo el mismo viaje en noventa minutos.

«Prueba esto», dijo una mujer tarahumara una vez a un explorador exhausto que se derrumbó al pie de una montaña. La mujer le extendió un mate lleno de un líquido turbio. El explorador dio unos pocos tragos y, asombrado, sintió una nueva energía que corría por sus venas. Se puso de pie y escaló la montaña como un sherpa con sobredosis de cafeína. Los tarahumaras, contaría después el explorador, también custodian la receta de un alimento energético especial que los deja en forma, poderosos e imparables: unos pocos bocados tienen el suficiente contenido nutricional para permitirles correr todo el día sin descanso.

Pero, sean cuales sean los secretos ocultos de los tarahumaras, los han ocultado bien. Hoy en día, los tarahumaras viven en las laderas de unos acantilados más altos que el nido de un halcón, en un territorio que pocas personas han visto. Las barrancas son un «mundo perdido» en el medio de la más remota zona salvaje de Norteamérica, como un Triángulo de las Bermudas tierra adentro, famoso por tragarse a los inadaptados y desesperados que se pierden en su seno. Muchas cosas terribles pueden ocurrir ahí, y probablemente ocurrirán. Aun cuando sobrevivas a los jaguares devora hombres, las serpientes mortales y el calor abrasador, todavía tendrás que enfrentarte a la «fiebre del cañón», el delirio al que puede conducirte la inquietante desolación de las barrancas. Mientras más te internas en ellas, mayor es la sensación de una cripta que se cierra a tu alrededor. Los muros se estrechan, las sombras se extienden, el eco de los fantasmas te susurra al oído; todas las salidas parecen terminar en una roca escarpada. Varios exploradores extraviados cayeron en tal estado de locura y desesperación que se cortaron la garganta o se arrojaron al vacío. No sorprende, entonces, que pocos extraños hayan visto la tierra de los tarahumaras.

Sin embargo, de alguna manera, Caballo Blanco había conseguido llegar a las profundidades de las barrancas. Y ahí, cuentan, fue adoptado por los tarahumaras como un amigo y alma gemela, un fantasma entre fantasmas. Ciertamente, dominaba dos de las habilidades características de los tarahumaras —invisibilidad y resistencia— ya que aun cuando había sido visto recorriendo las barrancas, nadie parecía saber dónde vivía o dónde podría vérsele la próxima vez. Si alguien podía traducir los antiguos secretos de los tarahumaras, me dijeron, era este vagabundo solitario de la Sierra Alta.

Estaba tan obsesionado con encontrar a Caballo Blanco que mientras dormitaba en el sofá del hotel, pude incluso imaginar el sonido de su voz. «Probablemente debe de sonar como el Oso Yogi ordenando burritos en Taco Bell», pensé. Un tipo así, un trotamundos que va a todas partes pero no encaja en ningún sitio, debe de vivir dentro de su cabeza y ha de oír raramente su propia voz. Debe de hacer bromas raras y partirse de la risa él solo. Ha de tener una risa atronadora y un español espantoso. Debe de ser enérgico y simpático y… y… Espera un minuto. Lo estaba oyendo. Abrí los ojos y me encontré con un cadáver polvoriento con un sombrero de paja hecho jirones que bromeaba con la recepcionista. Marcas de tierra le cruzaban el rostro demacrado, como borrosas pintadas de guerra, mientras las greñas de pelo decolorado por el sol que se escapaban por debajo de su sombrero parecían haber sido cortadas con un cuchillo de caza. Recordaba a un náufrago abandonado en una isla desierta, incluso por el hambre de conversación que parecía saciar con la recepcionista aburrida.

—¿Caballo? —dije con la voz ronca.

El cadáver se volvió, sonriendo, y me sentí como un idiota. No parecía temeroso, sino confundido, como cualquier turista que tuviera que hacer frente a un perturbado que de repente le grita desde el sofá: «¡Caballo!».

Este no era Caballo. No existía ningún Caballo. Todo el asunto er

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