1
El hombre de Haifa
Las cinco de la tarde, la hora de los toros. Hay un hombre solo en el centro del campo del estadio barcelonés de Sarrià. Se llama Abraham Klein. Lleva un reloj en cada muñeca, uno tradicional y el otro digital. No puede dejar nada al azar, no puede permitirse la menor equivocación. Justo ahora, justo hoy. Es su día. Hace una semana, la desaparición de su hijo lo había destrozado. Ahora está a punto de dirigir su único partido en el decimosegundo campeonato mundial de fútbol que se está disputando en España: el último encuentro del Grupo C, Italia contra Brasil. Se juega la semifinal. El que pase estará entre los cuatro mejores del mundo.
Es un lunes. Para llegar aquí Klein ha superado toda clase de prejuicios, dificultades y maniobras políticas. Pero es un superviviente y ya nada le da miedo. Tal vez por este motivo ostenta su frente alta engominándose el pelo y peinándolo hacia atrás, como se hacía antaño. Esto quizá no haga justicia a sus cuarenta y ocho años, pero a él le parece bien. Precisión, rigor, lucidez, honradez y valentía son sus valores. Y Klein pertenece a la generación que encomienda a su aspecto la tarea de exhibirlos. Lleva una camiseta de algodón de manga larga, completamente negra salvo el cuello ancho y los puños blancos. A la altura del corazón, un bolsillo que lo llena de orgullo: lleva estampado «Referee FIFA» e intercaladas entre esas dos sencillas palabras, que lo convierten en un árbitro internacional del máximo organismo del fútbol, las dos caras del planeta. En una está Italia, en la otra Brasil. Hace un calor insoportable. Treinta y cuatro grados a la sombra, que en el campo serán cuarenta.
Ha llegado a España directamente de Haifa, donde supervisa las actividades atléticas de las escuelas israelíes para el Instituto de la Salud. Se entrena todos los días. Diez kilómetros de carrera, dos horas de gimnasia, dieta férrea, verificación de la frecuencia cardíaca. En vísperas de la Copa del Mundo celebrada en México, para acostumbrarse a la altitud, escaló las montañas de Galilea; antes de los campeonatos disputados en Argentina eligió el clima de Ciudad del Cabo. Esta vez, temiendo que su fuerza física no alcanzase los niveles de años anteriores, contrató un preparador atlético. Klein perdió nueve kilos en cuatro semanas y adiestró su cuerpo para que soportase una carga de estrés físico durante ciento veinte minutos, de modo que pudiera estar en forma también en las prórrogas si hiciera falta. Un esfuerzo enorme para un hombre cercano a los cincuenta años. Pero él siente que debe hacerlo: un árbitro está solo frente a veintidós hombres. Y tiene que estar siempre en el sitio adecuado. Si toma una decisión equivocada puede echar a perder un partido. Él, en cambio, quiere dominarlo, y por eso estudia continuamente los vídeos. Trata de comprender las tácticas de los equipos, de conocer sus elementos, de distinguir entre ellos a los que tienden a intimidar a sus rivales. O a los árbitros. En el campo evita usar las palabras. Su cometido es gestionar el juego sin dar explicaciones. De todos modos, antes de entrar en el campo, trata de aprender las expresiones básicas del idioma local. Habla perfectamente hebreo, inglés, húngaro y rumano, pero también habla alemán, español, francés e italiano, porque en el colegio le enseñaron latín y todas las lenguas europeas son hijas de la misma madre.
Durante más de una década ha domeñado a los mejores del mundo y cree que el control del juego ya no tiene misterios para él. Pero el Mundial español le acaba de dar una lección que no podrá olvidar. Una lección jalonada por tres llamadas telefónicas que cambian para siempre el curso de su vida.
La primera se remonta a marzo. Se espera la lista de los árbitros que participarán en el Mundial, pero con la clasificación de Kuwait y Argelia las televisiones árabes han amenazado con boicotear la Copa del Mundo si se le permite a un israelí dirigir un partido. La FIFA se reúne. El veredicto se emitirá el lunes 15, y esa mañana Klein siente una insólita zozobra. En 1970 la venganza de Moctezuma no le había dejado seguir en el torneo, dos años después la matanza del equipo olímpico israelí en Múnich le había impedido participar en el Mundial alemán de 1974, al año siguiente la dictadura argentina le negó la final. ¿Qué más podía suceder ahora? El Mundial de España será el de Zico, Platini, Rummenigge, Boniek y Maradona, y no quiere quedarse al margen. Con impaciencia, va de un lado a otro de la casa, juega nerviosamente con el teléfono, lo levanta para ver si hay línea. Hasta que el aparato, por fin, suena. «Eres uno de los 44 —le comunica una voz al otro lado—. ¡Abraham, lo has conseguido! ¡Irás al Mundial!».
La reunión número 59 de la Comisión de Árbitros de la FIFA ha aprobado su candidatura por unanimidad. La solución adoptada, sugerida por Artemio Franchi, ha sido el resultado del consabido compromiso diplomático: los canales de televisión de los países del golfo Pérsico (Catar, Baréin, Omán, Emiratos Árabes, Arabia Saudí y el propio Kuwait) podrán optar por no retrasmitir el partido o hacerlo sin mostrar su nombre en sobreimpresión.
De modo que Klein, dos meses después, hace las maletas y viaja a España. Aún no ha llegado cuando en Londres tres hombres disparan en la cabeza al embajador israelí Shlomo Argov. Es el 3 de junio. Justificándose en el atentado, tres noches después Israel invade el Líbano. Exactamente una semana antes de que comience el Mundial. Ese día suena el teléfono en su habitación de hotel. Es su mujer:
—¡Estamos en guerra, Abraham!
Su hijo Amit está haciendo el servicio militar y Klein se angustia:
—No pueden mandar a un recluta a una zona de combate.
Pero esa misma llamada le informa de que ya lo han mandado al frente. De repente unas emociones desconocidas invaden el cuerpo de Klein. El miedo no le deja respirar. El destino de su hijo está en manos lejanas. Por primera vez en su vida se da cuenta de que no tiene el control de la situación. Lo único que consigue hacer es derrumbarse en la cama y llorar.
Tres días después, cuando se entera de que Amit está combatiendo en el punto más caliente de Damour, a pocos kilómetros de Beirut, pide una reunión con Franchi.
—No puedo —susurra.
El presidente de la UEFA y de la Comisión de Árbitros lo mira a los ojos:
—¿Estás seguro?
—Sí, del todo. No puedo arbitrar un partido en este Mundial. Mi hijo está combatiendo en el Líbano y llevo varios días sin noticias suyas. Ni siquiera sé si está vivo.
Hay un entendimiento especial entre los dos. Lo mismo que Klein, Franchi conoce todos los reglamentos del fútbol y los principales idiomas del planeta. Él también, cuando era joven, había sido director de partido. Ahora, mientras escucha a Klein, es presidente de la UEFA, vicepresidente de la FIFA, miembro del comité organizador de los campeonatos mundiales y, naturalmente, su presidente, el de la comisión de árbitros. Es un titánico defensor de los intereses del fútbol, pero aquí y ahora solo tiene ojos y atenciones para el árbitro israelí. Cuando Klein deja de hablar, Franchi olvida por un momento esa sonrisa franca y convincente con que siempre se había ganado la simpatía de todo el mundo. No quiere tomar una decisión definitiva. Nunca lo ha hecho. Siempre ha procurado tener el mayor margen de maniobra. «Para un dirigente el compromiso siempre es la opción más honrada»: he aquí su credo en once palabras esenciales, tan indispensable como los elementos de un equipo. Meses antes se las había susurrado al periodista romano de Il Messaggero Lino Cascioli, quien lo acusaba de saber de antemano el resultado del sorteo del Mundial de España. Franchi comprende el trance por el que está pasando Klein y acepta su petición de exonerarlo, pero lo invita a quedarse en España:
—Por ahora te haré salir al campo solo como juez de línea.
Pasan casi dos semanas sin que Klein reciba ninguna noticia del frente. Empieza a temer que su chico haya muerto. Se juega el Italia-Perú. Es 18 de junio, día del cumpleaños de Amit. Su hijo cumple veinte años en el frente mientras él corre de un lado a otro en la línea lateral del Balaídos, el estadio de Vigo. Klein trata de centrarse en su trabajo, sus ojos ven el estrepitoso gol de Bruno Conti, la opaca prestación de Paolo Rossi y la famosa caída en el campo de su colega, el árbitro alemán Walter Eschweiler, pero tiene la cabeza en otra parte. Terminado el partido vuelve al hotel y encuentra un telegrama esperándolo en la recepción. Vacila. Luego lo coge y lo abre.
Shalom, querido papá:
Hoy, como sabes, es mi cumpleaños. Lo estoy celebrando aquí, en el Líbano. Muchos de mis amigos han muerto y tengo el corazón destrozado, pero hablamos a menudo de la Copa del Mundo y espero con impaciencia verte arbitrar un partido.
Un beso,
AMIT
Klein no puede contener las lágrimas. Sube a la habitación y oye el timbre del teléfono. Al otro lado le parece oír la voz de su hijo. ¿Será una alucinación? ¿Cómo puede Amit, que está en medio de una guerra, comunicarse con él en su habitación de hotel? Pero sí, es él, y Abraham siente una emoción incontenible, la más fuerte de su vida. Su hijo ha salido de la primera línea y le ruega que vuelva a arbitrar.
—Dentro de menos de una semana seré el nuevo juez de línea para el Brasil-Nueva Zelanda.
Pero Amit quiere verlo en el campo.
—Allí estaré, hijo mío —le promete entre lágrimas.
Y Klein, aún aturdido, se apresura a llamar a Franchi:
—Estoy listo, dadme un partido.
Pocos días después, el sábado 26 de junio, al árbitro israelí le adjudican el tercer partido del Grupo C, que enfrentará a Brasil y al ganador del Italia-Argentina.
—Harás el Argentina-Brasil, ¿contento? —le informa Franchi.
Para él es un regalo. Aunque serán Italia y Brasil, los equipos de su destino, pues antes de este encuentro los ha dirigido cinco veces a cada uno. En este Mundial ya los ha visto desde las gradas. Esta vez será él quien dirija la orquesta.
Convoca en el círculo a Zoff y a Sócrates, los dos capitanes. Se dirige al brasileño y lanza la moneda al aire. Cara o cruz, balón o puerta. Sócrates pierde la apuesta. Y Zoff escoge el campo. El sol todavía está alto y el azzurro opta por alinear a los suyos a la derecha. Cuando el sol baje serán los rivales quienes lo tengan de frente. El saque inicial será de Brasil. La multitud vibra. Para respetar el protocolo, Klein tiene que esperar a las 17.15. Coloca el balón en el suelo, inclinándose sobre el círculo central del campo en perfecto eje con la línea que lo corta por la mitad. Es bajito y no tiene lo que se dice una autoridad física. Aun así consigue imponer su ley. En sus posturas erguidas, sus gestos enérgicos, sus miradas a los lados, hay una mímica solemne, autoritaria, casi bélica.
Los verdeoro miran hacia el Gol Sur. En el centro del campo solo hay tres figuras: Zico, Serginho y Klein, que levanta el brazo izquierdo con la mirada fija en el cronómetro. El Galinho tiene el número diez encajado entre las paletillas y las manos en las caderas, como si se dispusiera a dar un paseo. Es la hora. Cuarenta y cuatro mil miradas, ochenta y ocho mil ojos fijos en ese señor de ademán altivo vestido de negro. Klein comprende que ha llegado el momento, toma aliento y le infunde toda su autoridad al silbato. Puede que ya lo sepa: será el último arbitraje de un partido de su vida. Y será su final.
2
La memoria histórica de los italianos
Italia empezó a respirar la brisa del Mundial treinta y tres días antes del partido contra Brasil. De la peor manera: entre bofetadas, escupitajos y lágrimas. Para la selección es el día de la partida. Enfrente del Hotel Villa Pamphili de Roma, donde se ha congregado la representación italiana, el director técnico, Enzo Bearzot, sometido a una presión agotadora en la que las críticas han superado con creces la aprobación, oye que alguien lo llama «cabronazo». Es una aficionada llamada Anna Ceci, socia del Club Boys Nerazzurri romano, que está furiosa con él porque no ha convocado a Evaristo Beccalossi, el centrocampista del Inter que está incendiando a las multitudes. «Críticas sí, insultos no» es la divisa grabada en la conciencia del seleccionador, y el Vecio (Viejo), como lo han llamado siempre, responde a la ofensa con una bofetada. Es un cachete paternal, educativo («Un padre también es padre de los hijos de los demás, le he dado una torta como habría hecho con mi hija»), procurando dar flojito para que la mano no le haga daño, pero el gesto pasa a la Historia y da la vuelta al mundo. El día anterior, la misma situación y la misma escena, esta vez con un hincha de la Roma fanático de Roberto Pruzzo, también excluido de la selección, que escupe al técnico y le da en el brazo. Bearzot se quita la chaqueta oficial de la federación y se la tiende al exaltado:
—Toma! ¡Este es el uniforme! ¡Haz tú de seleccionador!
Para la prensa italiana, los dos episodios son otros tantos indicios de un evidente estado de ansiedad. Poco después, a las cuatro de la tarde, en el Boeing 727 Città di Sulmona rumbo a Santiago de Compostela, Bearzot recuerda el pasado Mundial de Argentina: «En la primera ronda sufriremos con los tres equipos rivales, pero en la segunda nos iremos arriba. A la larga los valores siempre salen a relucir, y estoy seguro de que mis jugadores no me traicionarán».
Es lo que piensa el Vecio, «con una confianza absoluta», mientras sobrevuela España. Todo lo demás son cotilleos a la italiana, y él no entra en ese juego. En esto, Enzo Bearzot es un italiano diferente.
En su país los asuntos del fútbol interesan a la opinión pública más que el enorme agujero del presupuesto del estado, que las peleas del pentapartito, que las dolorosas consecuencias de la lucha armada, que la impresionante serie de asesinatos políticos sicilianos o, incluso, que las atroces conclusiones del caso del Banco Ambrosiano. Es una Italia confusa, agria y tumultuosa, pero también cansada, espartana y amodorrada. El presidente de la República (Sandro Pertini), el secretario de la principal confederación sindical (Luciano Lama), el bardo de los periodistas (Gianni Brera), el técnico de la selección nacional e incluso el médico del equipo azul (Leonardo Vecchiet) fuman la pipa de la paz.
Son días inquietos. El viernes anterior la gasolina ha cruzado el umbral de las mil liras, mientras el viento de la crisis sopla amenazadoramente y el gobierno se tambalea como nunca antes. La búsqueda desesperada de soluciones al problema de la escala móvil ha creado una preocupante fractura entre los partidos y parece que se ha abierto un abismo entre los ministros democristianos y los socialistas. Es el principio de la semana más difícil para el presidente del Consejo, Giovanni Spadolini, el primero en la historia de la República que no es democristiano. Acaba de regresar de su visita oficial a España, donde también ha tenido un encuentro con los azzurri. Comparó el destino de ellos con el suyo: salvar Italia. La selección, llegando a semifinales. Él, evitando la cuarta disolución anticipada consecutiva de las cámaras. Solemne y afable, ama la historia y está orgulloso de formar parte de ella. Pero sabe que a veces la historia tiene giros imprevistos. Episodios aparentemente menores que influyen en la vida social más que los actos políticos. Cuando, el 1 de junio, víspera de la partida del equipo italiano a España, recibió a los azzurri en el Palazzo Chigi, sede del gobierno, los animó con una hipótesis audaz y visionaria: «Si ganáis el Mundial, vuestros nombres, mucho más que los del gobierno Spadolini, quedarán grabados en la memoria histórica de los italianos de 1982». Luego les dijo que estaba seguro de volver a verlos a primeros de julio, con motivo de la visita oficial de su homólogo español.
Y antes de viajar a España se puso manos a la obra, sondeando en tres largas reuniones el talante de la máxima autoridad monetaria de la república, el gobernador del Banco de Italia, Carlo Azeglio Ciampi, el del industrial privado más importante, el presidente de la FIAT Gianni Agnelli, y el de uno de los dirigentes históricos de la Democracia Cristiana, Giulio Andreotti.
A la mañana siguiente continuaron las consultas con una serie de reuniones con Ciriaco De Mita (DC), Bettino Craxi (PS), Pietro Longo (PSDI), Valerio Zanone (PLI) y Oddo Biasini (PRI). Para los diputados y senadores, esa podría ser su última semana de trabajo. Si al final del debate el gobierno Spadolini tuviera que dimitir, la suspensión de las actividades legislativas y la caducidad de todos los proyectos de ley presentados serían automáticas. Aún no se ha dicho la última palabra. En espera de la hora fatídica, la Cámara y el Senado siguen adelante ignorando la amenaza de crisis. Por la tarde, en Montecitorio (sede de la Cámara de Diputados), se discutirá sobre el caso del concejal democristiano Ciro Cirillo, liberado por las Brigadas Rojas tras el pago de un rescate. No se espera un debate acalorado, porque el hemiciclo podría estar incluso vacío por coincidir con el partido de fútbol Italia-Brasil.
3
El Mundial
El mismo día, pero seis años antes, Joaquín Viola Sauret lee la prensa sentado en su escritorio. Las cosas están cambiando. Hace apenas cuarenta y ocho horas, don Adolfo Suárez González se ha convertido en el primer jefe de gobierno elegido democráticamente tras la muerte de Franco. A Viola, alcalde de Barcelona, no lo ha elegido el pueblo. De ello se ha encargado Rodolfo Martín Villa, el gobernador civil de la provincia. En solo diez meses ocupando ese sillón se ha ganado el título de «alcalde más impopular de Barcelona». Tiene sesenta y tres años, boca siempre entreabierta y ojos vivos. Los dirige a un sobre que llama su atención. El remitente es José Antonio Zalba, presidente de la comisión encargada de preparar el Mundial en España. La carta pide que se detallen las obras necesarias para que el país sea seleccionado como sede de un encuentro de la Copa del Mundo. Estadios, aparcamientos, carreteras, alojamientos y servicios. En ese preciso momento, Viola aparta la mirada de la carta para posarla en el plano de la ciudad que preside: «El Mundial se hará». Sabe que Barcelona, junto con la capital, será su principal escenario. Y se estremece de emoción al pensar que va a estar en primer plano. Pero su mirada penetrante no es muy clarividente. El presidente del gobierno Suárez lo destituirá cinco meses después y su puesto lo ocupará José María Socías Humbert, último alcalde en acceder al cargo sin pasar por las urnas, y Viola no verá el Mundial.
La muerte lo sorprende cuando está leyendo otra carta de instrucciones. No está en juego la ciudad de Barcelona, sino su propia vida. La mañana del 25 de enero de 1978 cuatro terroristas entran en su casa del paseo de Gracia, lo sorprenden en pijama en su dormitorio, le pegan una bomba en el pecho con cinta adhesiva y le entregan un papel: «Lee con atención. Si no pagas dentro del plazo, morirás». Él habría seguido las instrucciones, tiene una mujer rica y cinco hijos. Pero la bomba estalla antes de tiempo y su cabeza vuela por el aire llevándose todos sus sueños. Al año siguiente España acepta oficialmente la invitación. Sí, el Mundial se hará. Aunque sin él. Y será en Barcelona, justamente, donde se disputará «el partido».
Pero la historia de ese desafío empieza mucho antes.
Prehistoria
Nadie se escandalizaría, o mejor dicho se escandalizará, por una eliminación de los azzurri.
CARLO GRANDINI, Corriere della Sera
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El litoral rojo
Rojo es el color de la brasa. De ese color era la resina de los árboles que cubrían el litoral del país. Por eso lo llamaron Brasil. Pero Brasil (Brazil o Hy Brazil) era también un lugar legendario. Los geógrafos estaban tan seguros de que existía más allá del océano visible que lo dibujaban en sus mapas. En el pasado Plinio el Viejo lo había llamado Insulae Purpuraricae. Desde las costas itálicas había vislumbrado, aunque sin verlo, ese color púrpura con más de mil años de anticipación antes de morir en la ladera del Vesubio durante la erupción del 79 d. C., rodeado por los humos purpúreos de las brasas.
Italia y Brasil están unidos por el destino, la historia, los afectos. El primer navegante que avistó las costas brasileñas fue un italiano, el florentino Américo Vespucio (Amerigo Vespucci), en 1499. A él también le impresionaron los árboles: «Son de tal belleza que uno se creería en el paraíso terrenal». Pero es «la cuarta parte del globo» y él acaba de descubrirla.
El litoral rojo, ya antes de que Brasil, un siglo después —en la época del gran duque Fernando I (1587-1609)—, llegue a ser una potencia mundial en la producción de azúcar, empieza a llamar la atención de los comerciantes italianos, sobre todo toscanos, interesados por las técnicas de siembra, producción y refinación.
Uno de ellos es el joven florentino Filippo Cavalcanti, descendiente del Guido poeta y amigo de Dante Alighieri, que en 1560 decide cruzar el Atlántico para observar de cerca las plantaciones de azúcar de Pernambuco. Filippo deja Florencia, da la espalda a un futuro sólido y prometedor para ir en busca de lo desconocido, en Brasil, donde se casa con Catarina de Albuquerque y tiene doce hijos con ella. No puede saber que él, un italiano, está creando la que el Colégio Brasileiro de Genealogia considera la mayor familia brasileña descendiente de un antepasado único, más numerosa que los Silva. Cuando estallan los primeros tumultos contra Pedro II, los Cavalcanti ya están repartidos por todo el país.
En 1835 Giuseppe Garibaldi observa estas mismas costas encarnadas que habían atraído a Filippo. Ha embarcado rumbo a Río de Janeiro al enterarse de que las ideas republicanas se están difundiendo por la provincia sureña de Río Grande del Sur, donde la gente no cree en los beneficios de la política económica imperial. Cuando desembarca en Brasil ya ha estallado una revolución, la de los farrapos (harapos) capitaneados por el caudillo gaucho, Bento Gonçalves, cuyo secretario es el carbonario boloñés Livio Zambeccari, que caldea los ánimos de la Giovine Italia brasileña. Garibaldi combate con audacia, captura y emancipa al Negro Antonio, el primer esclavo liberado de toda la costa atlántica sudamericana (cincuenta años antes de la abolición total de la esclavitud en Brasil), es herido y conoce la cárcel y la tortura. Pero también a una amazona rebelde, Ana Maria Ribeiro da Silva, a la que él llama Anita, indómita hija de inmigrantes paulistas en el sur de Brasil, rebelada contra el imperio. Garibaldi, en cuanto la ve, la rapta («Tienes que ser mía») y ella no vacila un instante en seguirlo en sus hazañas más arriesgadas, convirtiéndose primero en su esposa y luego en la madre de sus cuatro hijos. Después de dedicar a Brasil y a América Latina doce años de vida y de lucha, Garibaldi cruza el océano para unificar Italia: habla con Cavour, Mazzini y Víctor Manuel II, defiende Roma, participa en los motines de 1848, en las guerras de Independencia y, como un caudillo a la cabeza de sus gauchos, en la expedición de los Mil, con una corazonada que cambia la historia de Italia. Como uniforme de sus hombres escoge una camisa de color rojo púrpura, recuerdo de la lava del Vesubio, y un pañuelo negro. Permanecerá siempre ligado a esos dos mundos y será su héroe por antonomasia.
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El país de los sueños
El despertar de Italia y Brasil se produce en los mismos años. En el marco de una economía ya abiertamente capitalista, la Italia recién unificada emprende una actividad productiva a gran escala. Pero el impetuoso desarrollo industrial de finales del siglo XIX relega inexorablemente el mundo rural a los márgenes de la vida moderna. En Brasil, la princesa imperial Isabel, hija de la napolitana Teresa Cristina de Borbón, «Madre de los brasileños», está aboliendo definitivamente la esclavitud (1888). Un gesto magnánimo que le vale el sobrenombre de A Redentora pero que también le cuesta el trono, lo que marca para siempre el fin de la monarquía.
La recién nacida república se percata de que puede contar con enormes extensiones de tierra, pero no tiene gente suficiente para trabajarla. De modo que la Sociedad Promotora de la Inmigración, después de un primer ensayo con alemanes, poco propensos a relacionarse con los naturales del país, dirige su atención a Italia como terreno ideal para reclutar la mano de obra que anda buscando. Los italianos son perfectos: blancos, católicos, sociables, necesitados de trabajar y hábiles en las tareas manuales. Es así como en 1894 los estados brasileños empiezan a fomentar la inmigración subsidiada de familias itálicas. En Italia proliferan las agencias promotoras de la emigración. Más de siete mil agentes, a menudo sin escrúpulos, recorren la península de punta a punta pintando Brasil como el país donde los sueños se hacen realidad. En los folletos se lee, con grandes letras: «Tierras en Brasil para los italianos», seguido de «Barcos todas las semanas. Venid a construir vuestros sueños con vuestra familia. Un país de oportunidades. Clima tropical, comida abundante, riquezas mineras. En Brasil podéis tener vuestro castillo». Cómplices involuntarios de la propaganda son, también, los relatos de un cronista de la fantasía que justo en esos años hace soñar a los italianos.
Según cuenta Emilio Salgari, de esos árboles rojos se extrae todo lo necesario para vivir: desde vestidos hasta vajilla, amén de zumos, ungüentos, bálsamos y venenos terribles. El Brasil que describe en sus páginas es un auténtico paraíso terrenal donde el hombre y la naturaleza viven en perfecta armonía. Un país feliz en el que se puede cabalgar en una tortuga o navegar en una hoja gigante. Como Plinio, nunca ha visto esa tierra, nunca ha salido de Verona (como máximo se ha desplazado a Turín), pero el novelista hace unas descripciones fantásticas de las tierras brasileñas con toda la fauna exótica, las selvas impenetrables, la naturaleza salvaje, los usos y costumbres de los indios; junto con el ilustrador Alberto Della Valle muestra a los jóvenes de su tiempo el mundo desconocido de las tierras amazónicas y los trópicos.
Maravillado por estas representaciones, Natale Pastorin, campesino véneto que se ha quedado sin tierra, decide llevarse a su mujer Policena y a su hijo Giovanni para dar el gran salto, reinventándose como barbero en Suramérica. Los Pastorin que, con lacerante nostalgia, dejan todo un mundo de recuerdos en Santa Maria di Sala, son apenas tres unidades del millón de almas italianas que divisan la fina línea roja de la costa antes de desembarcar en los puertos de Santos y Río de Janeiro entre 1887 y 1902. El Véneto, con el 30 por ciento de partidas, es el principal núcleo regional de origen. Los emigrantes se reagrupan según sus regiones de origen, reconstruyendo en tierra brasileña las comunidades rurales de donde proceden. Natale se establece en Cascatinha, cerca de São João Nepomuceno, en el estado de Minas Gerais, donde alterna el trabajo en el campo con el de barbero, mientras que su mujer encuentra un empleo en una fábrica textil. En las calles de los barrios italianos se oyen más los dialectos veroneses, lombardos, tridentinos, emilianos, campanos, pulleses y calabreses que la lengua portuguesa. Italianos son los nombres de las calles, los rótulos de las tiendas y los santos a los que rezar.
3
Brasil, Italia
Un siglo antes del partido de Sarrià. Brasil todavía no sabe lo que es el fútbol. En 1894 desembarca en São Paulo un veinteañero inglés procedente de Southampton. Once años antes, su padre John, ingeniero escocés emigrado a Brasil, donde se había casado con Carlota Alexandrina Fox Miller, lo había mandado a Inglaterra para que estudiara. Se llama Charles William Miller y desembarca en tierra brasileña con una bolsa. Dentro hay dos balones de cuero, una bomba de aire y un libro sobre las reglas del fútbol.
La compañía ferroviaria São Paulo Railway ha abierto sus puertas hace poco y Charles encuentra trabajo como contable. A menos de un kilómetro de la casa de sus abuelos, en el 24 de la rua Monsenhor de Andrade, casi esquina con la rua Rangel Pestana, en el barrio Brás donde había nacido el 24 de noviembre de 1874, está la Várzea do Carmo. Es un campo entre el Gasômetro y Santa Rosa que los jóvenes de la São Paulo Railway cruzan todos los días para ir a trabajar. A Charles le parece perfecto para jugar al fútbol, deporte que ha conocido en la Banister Court School del viejo continente.
De modo que empieza a dar la vara a sus compañeros con anécdotas y reglas de un juego que ellos desconocen, disputado entre dos equipos que le dan patadas a un balón de un extremo a otro de un rectángulo. Forma un equipo con algunos trabajadores de la Estrada de Ferro São Paulo Railway y luego otro con empleados de la São Paulo Gas Company y el London Bank. Una vez aprendido el juego, organiza el primer partido reglamentario: São Paulo Railway contra Team do Gaz.
El 14 de abril de 1895 los jugadores llegan al campo sin uniforme, vestidos de diario, echan de allí a los animales que pastaban y se reparten en dos grupos. Es el primer encuentro del fútbol brasileño. Ganan los ferroviarios 4-2. Cuando salen del campo, los jugadores, exhaustos pero entusiasmados, se comprometen a jugar otro partido. Es el comienzo. Nacido en ambiente blanco y de clase media-alta, gracias a los viajes de trabajo se difunde por todos los estados brasileños. Los sectores más pobres de la población no tardarán en aprender las reglas y ponerlas en práctica. Aunque sea con pelotas de trapo.
Cuando los Pastorin desembarcan en Brasil, un tercio de los vecinos de São Paulo son italianos. Su condición mejora con el paso de los años hasta formar una clase media que empieza a hacer grande el país. Los «esclavos blancos», los carcamanos, se convierten en empresarios, arquitectos, constructores, periodistas, escritores, pintores: todo el desarrollo urbanístico de Río está ligado al nombre de Antonio Januzzi, no hay calle donde un palacio, un colegio o una casa no hayan sido construidos por su empresa; Pasquale Segreto, el «fabricante de alegría», el «ministro de la diversión», inventa la belle époque tropical de Río, donde no faltan casas de apuestas, loterías, casinos, cafés cantantes, cines y teatros; Francesco Matarazzo, que había salido el 23 de noviembre de 1881 de Castellabate con veintisiete años, se hace millonario en São Paulo. Empieza con una fábrica de manteca, luego funda con sus hermanos una compañía de navegación y fabrica telas, licores, loza, cerillas, azúcar, sal y jabón. Giuseppe Martinelli construye en São Paulo el primer rascacielos de Latinoamérica; Geremia Lunardelli se convierte en el mayor productor y comerciante de café del mundo, lo que le vale el sobrenombre de Rei do Café; pero también Giuseppe Guazzone y Pietro Morganti serán, respectivamente, el rey del trigo y el rey del azúcar. Por no hablar de los italianos que, para bien o para mal, alcanzan la presidencia de Brasil: Pascoal Ranieri Mazzilli (1961 y 1964), cuyos padres eran de Montemurro, y Emílio Garrastazu Médici (1969-1974), nieto del palermitano Raffaello. Luego están los que no han tenido éxito personal, como los quiosqueros de Río de Janeiro, casi todos de origen calabrés (tanto es así que, en Brasil, un quiosco es símbolo de italianidad), o los agricultores que, valiéndose de su experiencia italiana, han producido los mejores vinos de Suramérica.
Y si Charles Miller es el fundador, en los años posteriores a su labor pionera son justamente los inmigrantes de Italia quienes difunden el fútbol con la creación de clubes por todo el país. En 1913 y 1914 desembarcan también en Brasil, para una gira, la Pro Vercelli y el Torino, dos de los equipos italianos más representativos de la época. El fútbol es un deporte en auge y la colonia itálica es la más numerosa. De modo que a Luigi Cervo, Vincenzo Ragognetti, Ezequiel Simone y Luigi Emanuele Marzo, cuatro empleados de las Industrie Riunite Matarazzo de São Paulo, se les ocurre crear un equipo italiano. El 14 de agosto de 1914 publican en el Fanfulla, diario de los italianos en Brasil, un anuncio por palabras para buscar futbolistas interesados en el proyecto. Acuden 46 personas y el 26 de agosto nace la Sociedade Esportiva Palestra Italia, con uniforme tricolor y emblema de los Saboya en el pecho. Estos jugadores contribuyen a la consolidación del deporte preferido de los brasileños, sin saber que un día, en los campos de fútbol, Brasil se jugará su destino justamente contra Italia.
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El profesor que perdió el Titanic
Entre los europeos que van y vienen del viejo al nuevo continente está el profesor Faustin Havelange. Desde hace diez años enseña ingeniería de minas en la universidad limeña de San Marcos, y por necesidades de su cargo tiene que hacer largas travesías desde Bélgica. Pero ya está cansado de tantos viajes y quiere cambiar de vida. Está a punto de embarcarse para su última travesía a Perú. Cuando vuelva a su patria se casará con Juliette Ludivine Calmeau, hija de un industrial de Lieja, y empezará con ella una nueva vida en Brasil.
Para su despedida se ha sacado un billete especial: el viaje inaugural del Titanic, el transatlántico que zarpará al mediodía del 10 de abril de 1912 de Southampton a las órdenes del capitán Edward John Smith, que también hace su último viaje. El destino es Nueva York, donde tomará otro barco rumbo a Lima. Pero la mañana de su partida pierde por los pelos el tren a Lieja, y por consiguiente el transbordador de la Mancha que le habría permitido llegar a tiempo al puerto inglés. Es así como salva su vida y, en cierto modo, la de su hijo Jean-Marie Faustin Goedefroid «João» de Havelange, que nace cuatro años después.
Venido al mundo tan azarosamente, João aprovecha bien la ocasión única de una existencia terrenal, facilitada por el bienestar económico. Su padre ha empezado a comerciar con armas por cuenta de la Société Française des Munitions, pero también representa a la United States Steel, compañía productora de acero en rápida expansión gracias al inmenso yacimiento encontrado en la localidad de Chuquicamata y a las ventajosas adquisiciones de J. P. Morgan durante el pánico bancario de 1907.
El joven Havelange estudia en el liceo francés, se licencia en Derecho y juega al fútbol. Es centrocampista defensor de la Fluminense y en 1931 gana el campeonato carioca con el equipo juvenil. Pero su padre, aunque a los dieciocho años había fundado con otros estudiantes del Collège de Sant-Servais el equipo de fútbol Standard de Lieja, piensa que el mejor deporte para él es la natación. Bajo su dirección João se entrena intensamente. Seis mil metros por la mañana y otros tantos por la tarde. Todos los días, incluso los festivos. Los domingos, la única piscina abierta en todo Río está en la YMCA. Su obsesión es ser el primero. Tanta constancia da sus frutos y llega el momento de las victorias: 400, 800, 1.000 metros. En cada competición el peldaño más alto es siempre para él. Es campeón de Río. De São Paulo. Luego de Brasil, y por último el hombre más rápido de Suramérica.
En 1933 su padre sufre una hemorragia cerebral. Pocas horas antes de la despedida definitiva Faustin arranca una promesa a su hijo: «Tienes que seguir siendo el mejor, João. Júrame que no ahorrarás esfuerzos para representar a tu país en los Juegos Olímpicos de Berlín». El hombre que se había librado del naufragio del Titanic muere en su cama dejando en herencia a su hijo el peso de una promesa solemne. João se clasifica para los Juegos y en 1936, tras veintiún días de navegación, llega al puerto de Bremerhaven. Una semana antes de su prueba. A bordo no había piscina y no le da tiempo a recuperar la forma. Pero le fascina la magnificencia de la organización orquestada por Hitler. Y el héroe de estos Juegos: Jesse Owens.
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El hombre del Mundial
Cuando Adolf Hitler asume el mando supremo de las fuerzas armadas alemanas, él es un niño que pasa sus días en el número 145 del bulevar Malesherbes. El mismo donde se encuentra el Liceo Carnot, al que acude Raimundo con su hermano Marc. La invasión alemana de Francia altera, entre millones de destinos, el curso de su pequeña historia. Imponiéndole un secreto que deberá guardar toda la vida. Por eso don Raimundo Saporta Namías nunca podrá escribir sus memorias, hablar públicamente de su infancia o recordar sus orígenes en las entrevistas. Tendrá que mentir. Escriben que su padre es español y su madre francesa, pero también que sus padres son un marroquí y una armenia. O que ella es suiza. O que ambos son rumanos. La única certeza es su misterio. Un secreto que rodea a su familia. Protegido constantemente por declaraciones secas. Siempre suyas, siempre lapidarias. «Nací en París de padre español y madre francesa». Quizá por esto también evitó siempre cualquier protagonismo. Pero con el Mundial fue inevitable que los focos se centraran en él. El 9 de octubre de 1978, a propuesta del ministro de Cultura, Pío Cabanillas Gallas, y gracias a un decreto firmado por Juan Carlos de Borbón, fue nombrado presidente del Real Comité Organizador de la Copa Mundial de Fútbol. Soltero y muy enmadrado, Saporta se convertirá en el padre noble de la organización. «El hombre del Mundial».
En toda la documentación española figura como nacido el 16 de diciembre de 1926 en París. Los mismos datos aparecen en su visado consular para Brasil de 1961. Pero en 1982 la verdad solo la conocen Saporta y su madre. Su padre, Jaime Saporta Magriso, era un banquero nacido en Salónica (entonces, Imperio otomano; hoy, Grecia) el 27 de septiembre de 1887, y su madre, Simona Nahmías había nacido en Constantinopla (Imperio otomano, hoy Estambul, Turquía) el 8 de febrero de 1902. Los dos eran judíos sefardíes, descendientes directos de los judíos expulsados de España en 1492. A raíz de la crisis de 1929, su familia se trasladó a París.
Diez años después, el cónsul español Bernardo Rolland de Miota aconsejó a su familia que no mencionase ciudades orientales como lugar de nacimiento, ya que a partir de este dato se podrían intuir sus orígenes sefardíes. Jaime y Simona nunca habían estado en España y sin embargo eran españolas gracias al decreto de 1924 firmado por el general Miguel Primo de Rivera, que concedía la nacionalidad a quienes pudieran demostrar sus orígenes hebraicos. De hecho, en las fichas del consulado español en la capital aparecen los nombres de sus padres. La de Raimundo, en cambio, ha desaparecido. No está en ningún registro. Ni siquiera en el registro civil de París (État civil de la Ville de Paris). ¿Quién es, entonces? Para descubrirlo hace falta seguir su destino hacia atrás. Al recorrer aguas arriba toda su existencia no encontramos respuestas hasta la época de sus estudios secundarios en un liceo parisino. En los archivos del instituto todavía yacen, plácidamente, las cartillas escolares de antaño. Y en la carpeta que contiene las del curso 1938-1939 hay una ficha de un tal Raymond Saporta, de trece años. Nacido no en París sino en Constantinopla. Su padre había conseguido que se omitiera este dato, de modo que en la ficha del curso 1940-1941 la casilla de su lugar de nacimiento quedó en blanco. Un acuerdo misterioso, compasivo y secreto que después permitiría escribir la palabra París, que a partir de entonces figuró en toda su documentación española. Fue así como la guerra empezó a cambiar la vida del artífice del Mundial.
6
La serpiente fumó
«Es más fácil ver a una serpiente fumar que a Brasil entrar en guerra». Cuando estalla el segundo conflicto bélico mundial, el presidente Getúlio Vargas se apresura a calmar los ánimos: «El país permanecerá neutral». Propuesta coherente con la política de no alinearse con ninguna de las grandes potencias para tratar de obtener las ventajas ofrecidas por ellas.
Pero a comienzos de 1942, el gobierno había empezado a favorecer a Estados Unidos concediéndole la isla de Fernando de Noronha y la costa nororiental brasileña para el abastecimiento de las bases militares norteamericanas. Los alemanes reaccionaron torpedeando 36 buques mercantes brasileños con sus submarinos. La opinión pública, conmocionada por la muerte de civiles, pidió que Brasil reconociese el estado de beligerancia contra los países del Eje.
El 31 de agosto de 1942 Brasil declaró la guerra a Alemania e Italia. De modo que a cobra fumou (la serpiente fumó). Pero pasaron casi dos años hasta que el 2 de julio de 1944 el primer contingente se dirigió a Italia al mando del general João Batista Mascarenhas de Morais. Veinticinco mil brasileños, alistados en la Força Expedicionária Brasileira (conocida por el acrónimo FEB), bajo el lema «la serpiente está fumando», desembarcaron en la península en cinco escalones. Desde los puertos de Nápoles y Livorno cruzaron todo el país hacia los Alpes Apuanos. En Italia, la FEB fue agregada al IV Cuerpo del Quinto Ejército de los generales Willys Crittenberger y Mark Clark, ambos profundamente convencidos de la inutilidad de enviar tropas inexpertas a una guerra que no conocían.
Desde los primeros días fue patente la escasa preparación de la FEB y durante toda la guerra se produjeron accidentes de todo tipo. Los conductores del cuerpo expedicionario non tenían ninguna experiencia y 24 brasileños murieron en simples salidas de la carretera, lejos de la línea del frente. A estos muertos se sumaron otros siete en accidentes por arma de fuego, cuatro ahogados, tres asesinados y un suicidio. La primera víctima brasileña murió por la noche, de una ráfaga de ametralladora manejada torpemente por un compañero. Se llamaba Antenor Chirlanda, natural de São Paulo, perteneciente a la 9ª compañía del II/6º, apodado Mussolini por su parecido con el dictador italiano.
En los cerca de doscientos días siguientes la FEB, en las batallas de Monte Castello, Montese, Fornovo y Castelnuovo, hizo casi tres mil salidas ofensivas durante las cuales alcanzó más de cuatro mil objetivos. Los caídos brasileños fueron 460, los heridos casi tres mil, 35 fueron hechos prisioneros y 15 desaparecieron. Se les dedicaron monumentos en las provincias de Bolonia, Pisa, Módena y Parma (en el lugar donde se rindieron los soldados alemanes y los bersaglieri italianos, vencidos en la Sacca di Fornovo).
Muchos fueron los futbolistas que quedaron atrapados al otro lado del frente. El antifascista Vittorio Staccione, defensa del Torino, cayó en una redada y lo mandaron a Mauthausen, uno de los peores campos de exterminio, donde murió. En el mismo campo se salvó, en cambio, el milanista Ferdinando Velletti, que se prestó a participar en un torneo de los kapos. Armando Frigo, centrocampista del Spezia, fue capturado y fusilado por los nazis después del armisticio. El defensa del Napoli Aldo Fabbro murió junto con su madre y su abuela durante los bombardeos. La misma suerte corrió Pietro Tabor, jugador de la Juventus. El capitán del Casale, Luigi Barbesino, murió en vuelo durante una misión de reconocimiento. Dino Fiorini, lateral del Bolonia, alistado en la Guardia Repubblicana, perdió la vida en una emboscada. Al partisano Antonio Turconi, portero de la Pro Patria, lo mataron los nazis y fascistas cuando aún no había cumplido veinticuatro años. El último en caer fue Cecilio Pisano, centrocampista que había llegado a Génova desde Uruguay y se había nacionalizado italiano gracias a sus abuelos emigrantes. Al final de la guerra lo tiraron por una ventana. El dos veces campeón del mundo Eraldo Monzeglio, que moriría siete meses antes del inicio del Mundial, se libró de ser fusilado por los patrioti en Salò gracias a sus méritos futbolísticos (entre los que lo debían llevar al paredón, no pocos se habían entusiasmado con los triunfos azzurri, en los que él había destacado), mientras que su técnico Vittorio Pozzo ayudó a las familias judías y favoreció la huida a Suiza de los prisioneros aliados, a pesar de lo cual siempre sería etiquetado de fascista.
Terminada la guerra, el gobierno de Río de Janeiro, que al principio había confiscado todos los bienes de los ciudadanos alemanes, italianos y japoneses, dejó atrás el rencor y devolvió las propiedades requisadas a sus legítimos propietarios. Con este gesto cerró todas las heridas abiertas por la guerra.
Pese a estar entre los vencedores del conflicto, Brasil pagó un precio muy alto por su decisión de participar en él. Excluido de las negociaciones para las reparaciones de guerra, tuvo que devolver íntegramente el préstamo que Estados Unidos le había concedido a Vargas en 1942. El último plazo se pagó el 1 de julio de 1954. Cuatro días después de quedar eliminado en cuartos de final, en los Mundiales de Suiza, tras perder 2-4 contra un equipo legendario, la Hungría de Puskás. Dos días antes de la final, en la que los magiares se enfrentaron a los alemanes, todavía postrados por la guerra. Parecía que todo estaba escrito. Pero otro Adolf, a escondidas, había añadido un capítulo que se revelaría instantes después del pitido inicial.
7
Los Dassler
Todos lo llaman Adi. Habla poco. En los entresijos de su mundo ha descubierto un fallo: no hay un calzado adecuado para cada deporte. De modo que se le ocurre una idea sencilla pero revolucionaria: calzado especial para cada disciplina. Los atletas, para ganar, necesitan ir bien calzados, solo que no lo saben. Adolf Dassler va a hablar con ellos. Luego su hermano Rudolf se encarga de llegar a acuerdos. No se quieren, pero ambos se complementan. Envían sus botas a los jugadores, entrenadores y directivos de las sociedades deportivas de la región. Adi está abierto a todas las posibilidades: modifica continuamente sus creaciones, prueba él mismo sus productos, decide con los atletas qué es lo mejor.
A partir de 1924, con la Gebrüder Dassler Schuhfabrik, Fábrica de Calzado Hermanos Dassler, los dos hijos del zapatero Christoph von Wilhelm Dassler habían empezado a fabricar botas de fútbol en la lavandería de su madre Pauline, en Herzogenaurach, una pequeña ciudad de Baviera. 1936 fue el año mágico. Adi fue padre del pequeño Horst y Jesse Owens triunfó en los Juegos de Hitler calzando unas Dassler.
La zapatilla de Owens se hizo a propósito para él. Adi pensó en todos los detalles. Hizo el empeine de piel de becerro curtida y revestida de piel de vaca. En la zona del antepié decidió no añadir ninguna placa metálica y en cambio, para aumentar la flexibilidad, introdujo bajo la suela una base de cromo. Además, para ahorrar peso, hizo ojales pequeños y cordones finos. Debajo, el trabajo más oculto y decisivo. Para ensanchar la superficie de contacto inclinó los seis clavos hacia fuera, graduando la longitud de las puntas a mano, con arreglo a las características de Owens, de 15 a 17 milímetros. Al modelo le puso el nombre del entrenador del equipo nacional alemán de atletismo, Josef Waitzer.
Adolf Hitler había visto en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 una magnífica ocasión para ostentar la teoría de la supremacía aria. Adi, en cambio, había visto la misma oportunidad en un muchacho estadounidense de veintitrés años llamado James Cleveland pero al que todos conocían por la asonancia de sus iniciales: Jesse.
—Quiero a Owens —le dijo a su hermano.
—Es negro, no podemos apoyarlo. Nosotros solo apoyamos a los atletas alemanes.
—Pero es el mejor.
—Echarías a perder nuestro acuerdo con los nacionalsocialistas.
—Me da igual, él va a ser el campeón olímpico.
Adi Dassler tuvo el atrevimiento de ofrecerle a Owens sus zapatillas de atletismo a través de Waitzer. Corría un riesgo, pero lo hizo. Y con ese gesto empezó la historia.
Cuando se corre el rumor de que el hombre más veloz de la tierra ha ganado el oro olímpico con las zapatillas del zapatero alemán, la suerte de la fábrica Dassler cambia. Poco después, sin embargo, es la guerra la que altera el destino de los dos hermanos. A Rudolf lo llaman a filas y Adi se libra porque le consideran trabajador esencial. El 28 de octubre de 1943, Albert Speer, ministro de Armamento, ordena el cese inmediato de la producción de la fábrica de calzado Dassler. Las máquinas y el personal se incorporan así al esfuerzo bélico.
Cuando termina la guerra los estadounidenses tenían la misión de volar la fábrica. Los Dassler —mal vistos tanto por los nazis, por haber ayudado a un americano negro a ganar a sus atletas, como por los estadounidenses, por haber fabricado armas utilizadas contra ellos— tratan desesperadamente de demostrar que solo son fabricantes de calzado. No lo consiguen. Todo parece sentenciado. Hasta que la mujer de Adi, Kathe, saca una fotografía y pronuncia un nombre. El fiel de la balanza sigue siendo Owens. Los oficiales estadounidenses dan crédito a los Dassler y permiten que la fábrica siga en pie, pero a cambio se quedan con la casa y con una partida de botas para el ejército. Es la última apuesta.
El conflicto mundial solo ha aplazado el familiar. Adi y Rudolf se ahogan en un pantano de sospechas. Rudolf está convencido de que los estadounidenses lo han encarcelado por una denuncia de su hermano. Adi teme que Rudi haya coqueteado con su mujer y, peor aún, que sea el verdadero padre de Horst. Cuando la política de «desnazificación» les aprieta las tuercas por separado, cada uno está convencido de que el otro lo ha traicionado. La absolución no cambia nada y la ruptura es inevitable.
En abril de 1948 la Gebrüder Dassler Schuhfabrik echa el cierre oficialmente y los dos hermanos se reparten la fábrica y a los empleados. Setenta y tres obreros optan por quedarse con Adi, mientras que cuarenta y nueve administrativos se van con Rudolf. A partir de entonces los Dassler ya no se hablan. El río Aurach se encarga de dividir sus vidas. Adi abre la fábrica en la orilla norte, junto a la estación de tren, y Rudolf en la otra orilla, en Würzburger Strasse. La marca Dassler ya no puede existir, de modo que Rudolf toma la primera sílaba de su nombre y la primera de su apellido: Ruda. Pero no suena bien. Cambia las dos consonantes y en 1948 bautiza su empresa como Puma (Puma Schuhfabrik Rudolf Dassler). El 16 de junio del mismo año su hermano Adi tiene la misma idea y registra la marca Addas (Adolf Dassler Spezialsportschuhfabrik Addas). Pero ya existe un nombre «Adda» utilizado por una empresa que fabrica calzado para niños. De modo que el 18 de agosto del año siguiente añade a mano una i en el formulario de registro de la marca: Ad(i)das.
La rivalidad entre los dos hermanos no solo arrastra a sus empleados sino también a todo Herzogenaurach. Como en todas las familias hay por lo menos un miembro empleado en una de las dos empresas, casi nadie se libra de los efectos de la pelea fratricida. La ciudad se divide en dos bandos. Las familias Puma y Adidas son como los güelfos y los gibelinos. Tienen sus propias panaderías, sus carnicerías, sus bares separados. Cuando alguien cruza el umbral todas las miradas se dirigen a sus zapatos. Herzogenaurach se convierte en «la ciudad de los ojos bajos».
Para evitar pleitos, Adi no quiere utilizar las costuras laterales de la vieja Dassler Schuhfabrik y recurre a tres tiras paralelas, que dan más estabilidad al calzado y al pie. La innovación hace que sus zapatillas sean muy reconocibles y las tres tiras blancas acaben siendo una marca de la fábrica.
Unos años después, en 1954, las zapatillas con las tres tiras están en los pies del equipo nacional alemán en el estadio de Berna, en la final del campeonato del mundo. En este Mundial Italia y Brasil son comparsas. Italia ha perdido la eliminatoria en cuartos y Brasil la ha alcanzado pero no ha pasado de ahí. La armada invencible es la Hungría de Puskás. Lleva más de cuatro años sin perder. Es ella la que ha mandado a casa a Brasil marcando cuatro goles, la que ha humillado en semifinales a los campeones salientes uruguayos, y también la que en la fase de grupos le ha metido ocho a Alemania, con la que ahora se enfrenta en el partido que debe sancionar definitivamente su gloria. Para los alemanes, el haber llegado a la final ya es una meta extraordinaria y lo mejor que pueden hacer es evitar otra derrota humillante. Se aferran a una esperanza. Que llueva. Solo el agua podría neutralizar la habilidad de los húngaros. En la mañana del 4 de julio de 1954, el cielo está despejado. Pero cuando los jugadores acuden al estadio, sobre la ciudad se abate un increíble aguacero. Para los alemanes es música celestial.
Antes del comienzo de la Copa del Mundo, Adi Dassler le ha revelado al seleccionador Sepp Herberger que acaba de inventar los tacos desmontables, que se atornillan y desatornillan según el estado del campo. En los vestuarios, Sepp le dice: «Adi, atorníllalos». Los magiares resbalan, Alemania juega. A seis minutos del final el gol de Rahn acaba con la supremacía del imbatible equipo húngaro. La conquista de la Copa Rimet marca el final de unos años de miseria padecidos por los alemanes en la posguerra. De repente Alemania vuelve a ser alguien y Adi se convierte en el héroe del «Milagro de Berna».
Ese mismo año, también en Berna, «Heinz» Ludwig Fütterer gana en los 100 y los 200 metros con zapatillas Puma de Rudolf en los campeonatos europeos de atletismo. Los dos hermanos entran en la historia. Pero falta poco para que el hijo de Adi, Horst, la cambie para siempre.
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La mano derecha de Bernabéu
España. El comienzo de una nueva vida. Raimundo empieza a saborearla en 1941 cuando los Saporta se mudan a Madrid, lejos de los soldados alemanes. Mientras el Holocausto se está llevando al resto de su familia y a casi toda la comunidad sefardí de Salónica, para Jaime, Simona, Raimundo y Marc es el momento de emprender un camino lleno de esperanza. Pero la ilusión solo dura un momento. Poco después de su llegada un tranvía atropella y mata a Jaime Saporta. Doña Simona enviuda con dos niños en un país que no conoce, recién salido de una guerra civil y gobernado por un dictador que simpatiza con ese nazismo del que han huido para sobrevivir.
A su madre le debe la vida dos veces. Ella se la ha dado y ella se la ha salvado. Doña Simona es culta e inteligente. Sabe que en Madrid debe reinventase con rapidez. De modo que se hace pasar por la viuda francesa de un banquero español. Su perfecto dominio del francés y un apellido que pocos relacionarían con un origen judío hacen el resto. Matricula a Raimundo en un colegio francés y lo anima a hacer deporte. Consciente de no poseer dotes atléticas, el chico se dedica a organizar el equipo de baloncesto y a los dieciséis años es delegado escolar. Esta posición lo pone en contacto continuo con los directivos de la Federación Española de Baloncesto (FEB) y en particular con su presidente, Jesús Querejeta. A los diecinueve años ingresa en la federación, dos años después lo nombran tesorero y al año siguiente vicepresidente. Sus dotes de gestión, un cerebro predispuesto para los números y su facilidad con los idiomas lo convierten en una figura clave. Pero no puede vivir solo del deporte: terminado el instituto, la muerte prematura de su padre le cierra las puertas de la universidad y lo obliga a buscar un trabajo.
Empieza en una tienda de electrodomésticos de la Gran Vía, hasta que consigue un empleo en el Banco Exterior de España, donde se quedará toda la vida. La Federación crece, y en 1952 Santiago Bernabéu, presidente del Real Madrid, se pone en contacto con él para organizar un campeonato de baloncesto. Saporta es joven pero sabe bandearse, y Bernabéu no deja que se le escape.
Raimundo empieza de contable en 1953, al año siguiente ya es tesorero, diez años después es la mano derecha de Bernabéu: vicepresidente del Real Madrid. Su posición preferida, la de un obrero en la sombra. Un trabajador oscuro que sin embargo es el genio organizativo del equipo: le birla Alfredo Di Stéfano (mejor que Pelé, según dirá Gianni Brera) al Barcelona, y lo junta con fenómenos como Raymond Kopa, Ferenc Puskás, José Emilio Santamaría, Francisco Gento y Pachín. Una de las mejores alineaciones de todos los tiempos.
9
La revelación
A toda la familia de sus padres la deportaron a Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial. En 1938 su padre Vilmos, que trabajaba de sastre, huyó a Palestina para salvar la vida. Su madre Sarah, en cambio, lo dejó en Timisoara (Rumanía), en un tren que iba a Holanda. Tres semanas después el pequeño Abraham Klein llegó a Apeldoorn, agotado y hambriento.
Terminada la guerra, regresó a Israel y acabó en un kibutz. Hasta 1948 no se reencontró con su padre, en Haifa. Ya tenía edad de llevar pantalón largo, pero Vilmos estaba enfermo y su madre lo mandó a la sastrería del señor Jonas. El hombre estaba cerrando la tienda.
—Tengo que ir corriendo a arbitrar un partido. Ven conmigo, ya nos ocuparemos luego de los pantalones.
Abraham lo sigue. Durante la partida el sastre se lesiona. El hombre se vuelve hacia él y le ofrece el silbato.
—Es fácil: si hay una falta, pita.
La aptitud es una predisposición. A menudo puede ser innata, a veces no sabemos que la tenemos, otras veces la descubrimos tardíamente. A Klein se le revela esa tarde. Conoce las reglas, su padre había sido jugador del MTK Budapest, uno de los equipos húngaros más importantes, y él mismo juega de delantero. No tiene la habilidad de su padre, pero sabe leer el juego. Al recoger ese silbato encauza su futuro. También Jonas se da cuenta:
—Si perseveras podrás ser un árbitro de verdad.
Abraham tiene diecinueve años. Se muda a Tel Aviv, donde se licencia en Medicina y durante el servicio militar hace sus pinitos en los Juegos Militares. Es aquí donde aprende la importancia de la disciplina, la psicología y la forma física, tres pilares de su formación.
10
La dolce vita
Terminada la Gran Guerra, Giovanni Pastorin, que ya no es un niño, regresa a Verona para trabajar de ferroviario. Cuando Italia ya se ha dotado de un régimen republicano y una constitución, su hijo Elio, con su esposa Leda, dan la espalda al destino de su país para confiar, como el abuelo, en el sueño exótico brasileño. En la nueva tierra, pocos días después de la final del Mundial de 1954, las fuerzas militares conservadoras se rebelan contra Vargas y el estadista se suicida.
Su pesada herencia la recibe un médico. Se llama Kubitschek de Oliveira y es gobernador del estado de Minas Gerais. Elegido presidente de Brasil en 1955, consigue dar un nuevo impulso a la actividad del país. Construye la nueva capital, Brasilia, desarrolla industrias y financia obras públicas. En Brasil se respiran por fin aires de renacimiento.
Río y Roma disfrutan casi a la vez de su dolce vita. En el paseo marítimo de Ipanema y las aceras de Via Veneto se dan cita músicos, intelectuales y artistas. Es como si el mundo se hubiera concentrado allí, no existe más vida que esa. La brasileña se mueve a un ritmo minimalista pero complejo. Se llama bossa nova. Acaban de inventarla João Gilberto y Tom Jobim. Más tarde se les unirá Antonio Pecci Filho, llamado Toquinho, de origen italiano.
A primeros de septiembre de 1955 la Livraria Martins Editora publica O pensamento vivo de Darwin, de Julian Huxley. Cae en manos de Leda Pastorin pocos días antes de dar a luz y empieza a leerlo ávidamente. Cuando su hijo viene al mundo el 18 de septiembre ya sabe qué nombre le va a poner. Se llamará Darwin.
Ese mismo día, en el Maracaná de Río de Janeiro, se disputa el primer partido de un campeonato recién creado, la Copa Bernardo O’Higgins, entre Brasil y Chile. La estrella de la seleção es Júlio Botelho, alias Julinho. El mundo se ha fijado en este brasileño con bigotito a lo Clark Gable y aire tranquilo el año anterior, durante el Mund