El partido

Piero Trellini

Fragmento

partido-2

1

El hombre de Haifa

Las cinco de la tarde, la hora de los toros. Hay un hombre solo en el centro del campo del estadio barcelonés de Sarrià. Se llama Abraham Klein. Lleva un reloj en cada muñeca, uno tradicional y el otro digital. No puede dejar nada al azar, no puede permitirse la menor equivocación. Justo ahora, justo hoy. Es su día. Hace una semana, la desaparición de su hijo lo había destrozado. Ahora está a punto de dirigir su único partido en el decimosegundo campeonato mundial de fútbol que se está disputando en España: el último encuentro del Grupo C, Italia contra Brasil. Se juega la semifinal. El que pase estará entre los cuatro mejores del mundo.

Es un lunes. Para llegar aquí Klein ha superado toda clase de prejuicios, dificultades y maniobras políticas. Pero es un superviviente y ya nada le da miedo. Tal vez por este motivo ostenta su frente alta engominándose el pelo y peinándolo hacia atrás, como se hacía antaño. Esto quizá no haga justicia a sus cuarenta y ocho años, pero a él le parece bien. Precisión, rigor, lucidez, honradez y valentía son sus valores. Y Klein pertenece a la generación que encomienda a su aspecto la tarea de exhibirlos. Lleva una camiseta de algodón de manga larga, completamente negra salvo el cuello ancho y los puños blancos. A la altura del corazón, un bolsillo que lo llena de orgullo: lleva estampado «Referee FIFA» e intercaladas entre esas dos sencillas palabras, que lo convierten en un árbitro internacional del máximo organismo del fútbol, las dos caras del planeta. En una está Italia, en la otra Brasil. Hace un calor insoportable. Treinta y cuatro grados a la sombra, que en el campo serán cuarenta.

Ha llegado a España directamente de Haifa, donde supervisa las actividades atléticas de las escuelas israelíes para el Instituto de la Salud. Se entrena todos los días. Diez kilómetros de carrera, dos horas de gimnasia, dieta férrea, verificación de la frecuencia cardíaca. En vísperas de la Copa del Mundo celebrada en México, para acostumbrarse a la altitud, escaló las montañas de Galilea; antes de los campeonatos disputados en Argentina eligió el clima de Ciudad del Cabo. Esta vez, temiendo que su fuerza física no alcanzase los niveles de años anteriores, contrató un preparador atlético. Klein perdió nueve kilos en cuatro semanas y adiestró su cuerpo para que soportase una carga de estrés físico durante ciento veinte minutos, de modo que pudiera estar en forma también en las prórrogas si hiciera falta. Un esfuerzo enorme para un hombre cercano a los cincuenta años. Pero él siente que debe hacerlo: un árbitro está solo frente a veintidós hombres. Y tiene que estar siempre en el sitio adecuado. Si toma una decisión equivocada puede echar a perder un partido. Él, en cambio, quiere dominarlo, y por eso estudia continuamente los vídeos. Trata de comprender las tácticas de los equipos, de conocer sus elementos, de distinguir entre ellos a los que tienden a intimidar a sus rivales. O a los árbitros. En el campo evita usar las palabras. Su cometido es gestionar el juego sin dar explicaciones. De todos modos, antes de entrar en el campo, trata de aprender las expresiones básicas del idioma local. Habla perfectamente hebreo, inglés, húngaro y rumano, pero también habla alemán, español, francés e italiano, porque en el colegio le enseñaron latín y todas las lenguas europeas son hijas de la misma madre.

Durante más de una década ha domeñado a los mejores del mundo y cree que el control del juego ya no tiene misterios para él. Pero el Mundial español le acaba de dar una lección que no podrá olvidar. Una lección jalonada por tres llamadas telefónicas que cambian para siempre el curso de su vida.

La primera se remonta a marzo. Se espera la lista de los árbitros que participarán en el Mundial, pero con la clasificación de Kuwait y Argelia las televisiones árabes han amenazado con boicotear la Copa del Mundo si se le permite a un israelí dirigir un partido. La FIFA se reúne. El veredicto se emitirá el lunes 15, y esa mañana Klein siente una insólita zozobra. En 1970 la venganza de Moctezuma no le había dejado seguir en el torneo, dos años después la matanza del equipo olímpico israelí en Múnich le había impedido participar en el Mundial alemán de 1974, al año siguiente la dictadura argentina le negó la final. ¿Qué más podía suceder ahora? El Mundial de España será el de Zico, Platini, Rummenigge, Boniek y Maradona, y no quiere quedarse al margen. Con impaciencia, va de un lado a otro de la casa, juega nerviosamente con el teléfono, lo levanta para ver si hay línea. Hasta que el aparato, por fin, suena. «Eres uno de los 44 —le comunica una voz al otro lado—. ¡Abraham, lo has conseguido! ¡Irás al Mundial!».

La reunión número 59 de la Comisión de Árbitros de la FIFA ha aprobado su candidatura por unanimidad. La solución adoptada, sugerida por Artemio Franchi, ha sido el resultado del consabido compromiso diplomático: los canales de televisión de los países del golfo Pérsico (Catar, Baréin, Omán, Emiratos Árabes, Arabia Saudí y el propio Kuwait) podrán optar por no retrasmitir el partido o hacerlo sin mostrar su nombre en sobreimpresión.

De modo que Klein, dos meses después, hace las maletas y viaja a España. Aún no ha llegado cuando en Londres tres hombres disparan en la cabeza al embajador israelí Shlomo Argov. Es el 3 de junio. Justificándose en el atentado, tres noches después Israel invade el Líbano. Exactamente una semana antes de que comience el Mundial. Ese día suena el teléfono en su habitación de hotel. Es su mujer:

—¡Estamos en guerra, Abraham!

Su hijo Amit está haciendo el servicio militar y Klein se angustia:

—No pueden mandar a un recluta a una zona de combate.

Pero esa misma llamada le informa de que ya lo han mandado al frente. De repente unas emociones desconocidas invaden el cuerpo de Klein. El miedo no le deja respirar. El destino de su hijo está en manos lejanas. Por primera vez en su vida se da cuenta de que no tiene el control de la situación. Lo único que consigue hacer es derrumbarse en la cama y llorar.

Tres días después, cuando se entera de que Amit está combatiendo en el punto más caliente de Damour, a pocos kilómetros de Beirut, pide una reunión con Franchi.

—No puedo —susurra.

El presidente de la UEFA y de la Comisión de Árbitros lo mira a los ojos:

—¿Estás seguro?

—Sí, del todo. No puedo arbitrar un partido en este Mundial. Mi hijo está combatiendo en el Líbano y llevo varios días sin noticias suyas. Ni siquiera sé si está vivo.

Hay un entendimiento especial entre los dos. Lo mismo que Klein, Franchi conoce todos los reglamentos del fútbol y los principales idiomas del planeta. Él también, cuando era joven, había sido director de partido. Ahora, mientras escucha a Klein, es presidente de la UEFA, vicepresidente de la FIFA, miembro del comité organizador de los campeonatos mundiales y, naturalmente, su presidente, el de la comisión de árbitros. Es un titánico defensor de los intereses del fútbol, pero aquí y ahora solo tiene ojos y atenciones para el árbitro israelí. Cuando Klein deja de hablar, Franchi olvida por un momento esa sonrisa franca y convincente con que siempre se había ganado la simpatía de todo el mundo. No quiere tomar una decisión definitiva. Nunca lo ha hecho. Siempre ha procurado tener el mayor margen de maniobra. «Para un dirigente

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos