Vida extra

Gina Tost
Oriol Boira

Fragmento

cap-1

 

GINA

Recuerdo la prueba médica de mi examen de conducción. A los veintidós años me colocaron delante de dos pantallas y me pusieron un joystick en cada mano: uno controlaba la pantalla de la derecha y el otro, la de la izquierda. En ambas había un dibujo de una carretera y un punto grande en medio que representaba un coche. Yo debía dirigir los coches y evitar que se salieran de la carretera; en caso contrario, la máquina emitía un pitido.

Así me encontraba yo: delante de una máquina de los ochenta, con unos gráficos terribles y un señor que tenía que evaluar, a partir de aquella prueba, si estaba capacitada para conducir.

La verdad es que la máquina no pitó ni una sola vez, y el médico incluso se planteó si había completado la prueba. Le dije que era aficionada a los videojuegos y que me había resultado fácil. Él afirmó que un cien por cien de aciertos era algo extraño.

No soy especialmente hábil, supongo que ese día estaba inspirada. Por supuesto, no juego para superar la prueba médica del examen de conducir, pero es un ejemplo de las muchas anécdotas que los videojuegos me han proporcionado a lo largo de la vida.

Todo empezó cuando mis padres me regalaron un Spectrum. Sabían que los videojuegos empezaban a estar de moda, habían leído que ayudarían a las futuras generaciones y pensaban que era una buena idea comprar un ordenador. No eran conscientes de hasta qué punto iban a ayudarme con mi futuro, y creo que siguen sin saberlo. Explicar a qué me dedico es complicado.

Cuando era pequeña, en el patio del colegio, hacer entender a mis amigas que los videojuegos no eran sólo para los niños, que para las niñas también era divertido mover un erizo azul y coger anillos dorados a gran velocidad, ya era complicado. En los noventa, los videojuegos se consideraban una afición para los niños, pero a mí no me importaba repetir cien veces que yo era una niña y me lo pasaba igual de bien que ellos.

Cuando tenía doce años, empecé a jugar con más gente (además de con mi hermano pequeño, al que siempre le tocaba ser el Player 2). En el centro cívico del barrio había ordenadores, consolas, juegos de rol y de mesa, y allí pasaba tardes enteras descubriendo el Super Mario, el Counter Strike o las aventuras gráficas clásicas, a las que siempre es un placer volver a jugar.

Los videojuegos me han dado momentos inolvidables, de la misma manera que el cine o la literatura. Me acuerdo emocionada de cómo rescaté a Clementine de los zombis en The Walking Dead o de cómo llegué muerta de frío a la cima de la montaña de Journey.

También han sido la excusa perfecta para conocer a gente increíble que se ha incorporado a mi vida. No me refiero a los que trabajan en la industria de los videojuegos, sino a una serie de personas con las que comparto aficiones. Esfera, Zosete, Toliol y Acheru son algunos de los amigos con los que he pasado más horas planificando ataques a bases enemigas y a los que me resulta mucho más natural llamarlos por su pseudónimo que por su nombre real. Son gente respetada: libreros, empresarios, educadores, periodistas..., pero cuando cogen el mando se transforman, igual que yo: vamos a salvar el mundo.

Jugando con ellos he ido descubriendo cómo soy, qué me mueve y qué me motiva a seguir cuando se me plantea un problema y cuando hay un objetivo claro. Soy una videojugadora muy competitiva y no me gusta nada perder. No soporto esperar; prefiero pasar al ataque inmediatamente.

¿Quién podría haber imaginado que jugar sería mucho más que eso? Jugar ha marcado el rumbo de mi vida y me ha dotado de una sensibilidad especial para relacionarme con mi entorno.

He tenido la suerte de trabajar en diferentes medios de comunicación hablando de tecnología y videojuegos, pero sobre todo el programa Generació digital de Catalunya Ràdio y Canal 33 me ha dado el valor para salir adelante en este camino a través de todas las experiencias que me han permitido vivir y la gente a la que he podido entrevistar.

No me gusta ser «la chica que juega». Estoy convencida de que somos muchas, pero por vergüenza (o lo que sea) son también muchas las que no lo dejan ver al resto de la sociedad.

ORIOL

En una de las líneas de investigación que sigo, en cierto momento me salió de dentro publicar un tuit en el que decía: «Llegué a los videojuegos como programador y cada vez leo más neurociencia. Al final sólo me interesarán los comportamientos y las emociones». Y es así. Reconozco que en la universidad quise especializarme en videojuegos porque era la vertiente que permitía, por un lado, llevar la tecnología al límite y, por otro, acercarla a las personas y conquistarlas por su lado placentero.

Hoy no diría que soy diseñador de videojuegos si no hubiese trabajado en más de cien propuestas; a algunas de ellas no hace falta que juegues, pero otras han dado lugar a cientos de miles de partidas y comentarios del público que sólo pueden escribirse con el corazón. Como los músicos que vuelcan en su primer disco las ideas y las melodías que llevan dentro, muchos game designers hemos creado un juego detrás de otro, e incluso algunos han funcionado bien, sin preguntarnos el porqué de cada aspecto intangible que conforma el resultado, qué es lo que percibe el jugador.

Por eso después de muchos años y muchos videojuegos me interesé seriamente por los porqués de cada situación a las que las personas deciden entregar su tiempo y energía porque les divierte. Investigué qué les llama la atención, qué los seduce y qué mantiene activo ese estado mental tan poderoso que es la diversión.

En una Game Developers Conference, uno de los primeros congresos de creadores de videojuegos, la diseñadora Lauren Scott dijo: «Los creadores de videojuegos son los artistas renacentistas de nuestro tiempo. Son eruditos contemporáneos capaces de combinar elementos del arte, la ciencia, el diseño y la sensibilidad social para crear experiencias bellas». Y es verdad, para hacer videojuegos hay que tener conocimientos de muchas disciplinas, por eso los estudios son multidisciplinares. Pero también es cierto que, sin saber mucho, una sola persona puede hacer juegos que gusten, como ha pasado con varios fenómenos de móviles y tabletas, o sucede con algunas canciones pop.

Hoy los videojuegos se estudian en las universidades, aparecen en las portadas de los periódicos por los beneficios que aportan y el dinero que mueven, y las personas que menos se imaginaban jugando a ellos los tienen instalados en sus móviles. Por fortuna, ya no se relacionan automáticamente con una diversión para niños ni con la violencia, pero queda una gran tarea pendiente: utilizar sus beneficios en otras actividades y proyectos de nuestra vida. Para ello, debemos ser capaces de crear nuevos juegos y reinventar experiencias con objetivos no puramente lúdicos, saber ver elementos seductores y motivadores y adaptarlos a nuestras tareas, nuestros proyectos y nuestras aficiones.

Además de crear e investigar, me mueve la necesidad de divulgar. Después de unos cuantos años de profesor en la universidad, tuve la oportunidad de explicar en la radio los conceptos que había aprendido en este ámbito. Allí conocí a Gina, enseguida nos dimos cuenta de que nuestro discurso se complementa y..., ¡champán!, decidimos volcarlo en este libro. El proceso nos h

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