Prólogo de Kiko Narváez
Flechas directas al corazón
Mi carrera en el Atleti fue un Dragon Khan. Viví una auténtica montaña rusa de emociones defendiendo la rojiblanca. Mías fueron algunas de las victorias más increíbles y también de las derrotas más crueles. Viví la gloria del doblete y padecí el fracaso del descenso. Llegué a ser una referencia para generaciones de atléticos y sufrí un calvario con las lesiones. Tuve el honor de ser un ídolo de la grada, me jugué la salud por la camiseta y, después de muchos años, comprendí que ser del Atleti no es ser mejor que otros, pero sí diferente a todos. Siempre he pensado que mi vida fue, es y será algo parecido a un diario íntimo del Atleti, un club prisionero de sus sentimientos. De un Atleti hecho a sí mismo, a lo largo de 120 años de pasión inexplicable, con una particular manera de soñar, de sentir, de aprender, de palmar y vencer.
Si tienes el privilegio de vestir esa camiseta, sabes que formas parte de un selecto club, uno realmente especial. Uno que te hace sentir una manera especial de subir y bajar de las nubes. Ser del Atleti es disfrutar de la victoria más increíble y también conocer la derrota más cruel. Tuve la fortuna de frotar la lámpara que iluminó al fútbol español cuando no éramos tan buenos, en aquellos inolvidables Juegos de Barcelona; el público me premió siendo la bandera del Atleti en los días de vino y rosas, me hizo feliz que pensaran que era un Bart Simpson travieso y colchonero; me entendí con Vieri cada vez que le silbaba y disfruté como un niño de seis años cuando puse patas arriba el Calderón. También fui el tipo que jugó con el ligamento parcialmente roto durante tres años, el ídolo que sufrió visitando el hospital de tetrapléjicos de Toledo en soledad, el hombre que decidió jugar gratis en segunda división por las deudas que tenía el club por años anteriores y también la persona que sufrió cuando mis tobillos dijeron «basta» y soporté una ola de ingratitud.
Llegué siendo un niño y me fui siendo un hombre. Aprendí que si el fútbol es el mejor relato de la vida, lo normal es perder y lo excepcional es ganar. Intenté ser humilde en la victoria y orgulloso en la derrota, quise poner mi granito de arena en la inmensa historia de afectos, me salió ser el «arquero» que disparaba flechas directas al pebetero del corazón colchonero. Disfruté y sufrí, soñé y logré, gané y perdí, pero durante todos estos años lo hice sabiendo que pertenecía a un club realmente especial. Traté de honrar la camiseta para dignificar la historia centenaria del Atlético de Madrid. No nací atlético, pero la vida me hizo un regalo maravilloso: el privilegio de haber protagonizado algunos de los episodios de un sentimiento único. De una tradición de padres a hijos, que me sigue impulsando a llevar el escudo por dentro. Grabado en el corazón. Ese sentimiento me acompañará siempre. Forma parte de mi vida.
El olor del césped, los secretos del vestuario, los momentos buenos y malos, el cariño de la gente y, sobre todo, el rugir de la grada cuando este humilde «arquero» sacaba una sonrisa al estadio. Aunque pueda sonar presuntuoso, el hecho de haber defendido ese escudo cuenta para mí como un título que me regaló la vida. Me siento afortunado de haber sido parte de una familia universal, la rojiblanca. Una que sabe que el Atleti juega todos los días. Una que sabe que tenemos la costumbre de subir y bajar de las nubes, como cantaba el maestro Sabina. Una que nos invita a vivir derrochando coraje y corazón.
El libro de Rubén Uría contiene algunas de las historias más anecdóticas y curiosas de la historia del Atleti. Ojalá la gente lo disfrute tanto como yo disfruté en el campo del cariño del patrimonio más grande que tiene este club: su gente. Esa que me dio su cariño, que me hizo sentir un gigante, que alentó en primera y en segunda, que sabe que este club tan especial te mata y te da la vida. En estas páginas, la tribu colchonera va a poder disfrutar de 120 años del Atlético de Madrid condensados en 120 historias de una pasión inexplicable. Flechas para derrochar coraje y corazón.
FRANCISCO NARVÁEZ, KIKO
1
Regalo de don Ramón
En los años ochenta, las relaciones entre Atlético de Madrid y Real Madrid eran casi inexistentes. La tensión entre Jesús Gil y Gil y Ramón Mendoza se podía cortar con un cuchillo. Ambos peleaban por los mejores fichajes, se tiraban los trastos a la cabeza a través de los medios y peleaban por conseguir sus objetivos. El de Mendoza era perpetuar la «dictadura» del Real en la liga. El de Gil, autoproclamarse como azote del madridismo y reclamar una parte del pastel de los ingresos para el Atleti. En 1989, en plena «guerra» de acusaciones entre Gil y Mendoza, un fichaje se interpuso en el camino de ambos clubes. Se trataba de Fernando Hierro, prometedor central del Real Valladolid. Tenía veintiún años, su club necesitaba dinero y tanto madridistas como colchoneros estaban peleando por conseguir su firma. Finalmente, el Atleti fue más rápido y Gil se llevó el gato al agua. Hierro se presentó en el Vicente Calderón, llegó a posar con la camiseta del Atleti con el número seis a la espalda, como recogieron las cámaras del segundo canal de Televisión Española.
Su fichaje estaba hecho al noventa y nueve por ciento…, pero faltaba la firma del jugador. Y aunque el presidente del Valladolid y Jesús Gil ya habían cerrado el pacto, el Real Madrid irrumpió a última hora para cruzarse en el camino de Hierro, con una oferta final. El malagueño lo recuerda como si fuera ayer: «Esa historia se la conté tal y como pasó a los hijos de Jesús Gil, con los que tengo una estupenda relación. Yo estaba en el Valladolid, tenía veintiún años y era muy inexperto. A mí me dijeron que mi traspaso por el Atlético de Madrid lo habían cerrado mi presidente Miguel Ángel Pérez Herranz y Jesús Gil, pero se cruzó el Madrid y era la ilusión de mi vida», recuerda Hierro.
El Madrid apretó, Mendoza se puso firme, y lo que parecía un fichaje ya hecho por parte del Atlético de Madrid acabó con Hierro vestido de blanco y en el Bernabéu. El central siempre se mostró agradecido al presidente del Atleti por haberle permitido dar marcha atrás y acabar fichando por el cuadro madridista: «Aposté fuerte, fui valiente y dije que, si no jugaba en el Madrid, me quedaba en el Valladolid, donde tenía dos años más de contrato. Jesús Gil fue muy comprensivo, siempre se lo agradecí, y por eso cumplí mi sueño durante catorce años». Sin embargo, lógicamente, el Real Madrid tuvo que hacer frente a una indemnización económica al Atlético, que ya tenía apalabrado el fichaje de Hierro con el Valladolid. Ramón Mendoza se hizo con el fichaje del malagueño y le ganó la partida a Gil, pero el de Burgo de Osma reclamó 30 millones de pesetas a modo de compensación. Y cuando los cobró para facilitar que Hierro cumpliese su sueño y acabase jugando en el Bernabéu, Gil decidió darle un giro inesperado al asunto.
Con ese dinero, Gil y Gil ordenó la fabricación de miles de relojes con el escudo del Atlético de Madrid para disfrute de sus socios. En cada uno de ellos se podía leer esta inscripción: «Regalo de don Ramón».
2
La culpa fue del chachachá
Julio de 2015. Atlético de Madrid y Oporto pactan el traspaso del goleador Jackson Arley Martínez. Se trata de un delantero centro potente, poderoso, de gran zancada y una enorme capacidad para el remate. Su nombre de guerra: Jackson «Chachachá» Martínez. El colombiano es una tuneladora humana del gol (67 en 90 partidos) y varios grandes de Europa pretenden su fichaje. El que se lleva el gato al agua es el Atleti. El acuerdo se alcanza por el importe de su cláusula de rescisión, 35 millones de euros, y el club portugués lo comunica en el Código de Valores Mobiliarios de su país, ya que los dragoes cotizan en bolsa. El Atleti está convencido de que Jackson hará un gran papel, como su compatriota Radamel Falcao, pero la historia termina siendo justo al revés.
A Acción Jackson (apodo copyright de mi compañero Hugo Condés) nunca le fue bien en Madrid. Desde el primer día, las cosas no salieron como se esperaba. Primero, sufrió un esguince. Luego, rindió mal. Más tarde, se le detectaron carencias tácticas. También falló goles cantados. Y después, a pesar de que el equipo siempre le esperó, le faltó confianza. Jackson quitó hierro a la situación y prometió que cambiaría: «El apoyo del Calderón es demasiado positivo. Es un compromiso para mí. Voy a pelear hasta el final. Por mi cabeza no pasa, como dicen por ahí, que ya tengo mi salida lista para la próxima temporada. Voy a pelear al máximo. Me quedaré mientras el club quiera». Llevaba cuatro meses en el Atleti, había firmado por cuatro años y ya mencionaba su posible salida del club sin que nadie le hubiera preguntado siquiera por ello. Era un mal síntoma.
Un día después de cerrar el mercado de invierno, el Atlético de Madrid decidía vender a Jackson Martínez a un club de la entonces emergente Superliga de China. El colombiano, bloqueado e inadaptado, siempre contó con el respaldo del club, del vestuario y de Diego Pablo Simeone, que no dejó de defenderlo en público, invirtiendo toneladas de paciencia. Un club chino apareció con el dinero por castigo, entró en escena y la venta se precipitó. La directiva del Atlético vio la luz como san Pablo la vio al caer del caballo, y Jackson, incapaz de revertir su situación como deben hacerlo los grandes delanteros, con goles, dio luz verde. Acción Jackson no era feliz en Madrid, no estaba convencido de su estancia en el Atleti y el club decidió tomar una sabia decisión. Si la oferta era buena, debía salir. Jackson entró en el Atlético, pero el Atlético nunca entró en él. Los chinos pagaron 42 millones de euros y el colombiano acabó en Asia. El caso de Martínez fue un clásico del fútbol moderno: jugador caro que no responde a las expectativas, caldo de cultivo negativo, equipo grande que exige rendimiento, entrenador que protege a un futbolista inadaptado y equipo menor que, con dinero, soluciona un problema. Asunto zanjado. Jackson: ruina deportiva, negocio millonario. Jackson llegó como un Tigre Falcao 2.0 y se fue como un Tren Valencia versión 3.0. Nadie lloró su adiós. Su historia como colchonero fue un desastre, y la culpa, como cantaba el grupo Gabinete Caligari, acabó siendo del chachachá. El balance de Jackson Martínez en el Atleti fue horrible. Quince partidos, dos goles.
Martínez tampoco cosechó precisamente un éxito en China. Apenas llegó a disputar diez partidos completos y anotó tres tantos. Entre diferentes molestias musculares y una lesión crónica de rodilla, acabó cedido al modesto Portimonense luso. Allí tampoco le fue mucho mejor. En cuarenta partidos, solo marcó diez goles. En diciembre de 2020, después de pasar seis meses como agente libre sin equipo, anunció oficialmente que se retiraba del fútbol. Aquel duro invierno, Acción Jackson decidió que debía dar un nuevo impulso a su vida. Así pues, a los treinta y cuatro años, el chocoano sorprendió a propios y extraños reinventándose como… cantante religioso. Feliz con su nueva faceta profesional, pasando de delantero centro a cantante, Jackson lanzó un tema musical que trataba de la importancia de los momentos difíciles y la compañía de Dios en cada uno de ellos: Las dos puertas. ¿Su estilo? «Una mezcla del rap, urban y trap, con el objetivo de expresar mi fe». Luego vino el tema De tal manera, que hacía referencia a un versículo de la Biblia, Juan 3,16. Adiós, fútbol. Hola, música religiosa. «Mi fe siempre la he proclamado y nunca la he escondido, en todos los clubes supieron en lo que yo creía. Hoy soy cantante».
La historia de Jackson Martínez es una de las más sorprendentes del fútbol mundial. En apenas unos años, pasó de ser un insaciable depredador del gol a ser más tierno que Bambi y convertirse luego en cantante religioso. Dicen que los caminos de Dios son inescrutables. En el caso del chocoano, así fue. Entró en el Atleti, pero el Atleti nunca entró en él. La culpa fue del chachachá.
3
Garbanzos
Pedro Tomás Reñones Crego, natural de Santiago de Compostela, siempre fue atlético hasta las cachas. Presumió de serlo y, aún más, de cumplir el gran sueño de su niñez: jugar en el Atlético de Madrid. Comenzó en los juveniles del Compostela y defendió dos años la camiseta blanquiazul en segunda división B. Celta y Deportivo se interesaron por su fichaje, pero fue el Atlético de Madrid quien se llevó el gato al agua. Su padre, atlético de toda la vida, le metió en vena el veneno colchonero, y este nunca salió de su cuerpo. Estuvo dos temporadas en el Madrileño, y Luis Aragonés le subió al primer equipo. Tomás lo había logrado. Lo consiguió como lateral derecho, durante doce temporadas seguidas.
En su primer entrenamiento, hizo la pared con un compañero y, cuando quiso correr hacia el balón, chocó contra un muro que le dejó tumbado y sin respiración. Era Juan Carlos Arteche. Ese día aprendió que, si quería jugar en el Atleti, debía ser duro, rocoso y, por qué no, repartir leña. Tomás fue un gran alumno en cada entrenamiento y, con el paso de los meses, superó a su maestro. El gallego repartía de todo menos caramelos. Y en los entrenamientos, más. Uno de los que sufrió la «Segadora» Reñones fue el «Manito» Hugo Sánchez. Luis Aragonés quería máxima intensidad en el entrenamiento y Tomás se encargó de marcar al mexicano al hombre. Le cosió a patadas; cuando Hugo se hartó de recibir, se encaró con el gallego. Y Luis, que sabía más por viejo que por diablo, frenó en seco a su goleador con su particular sentido del humor: «Oiga, mexicano, que el gallego se está ganando los garbanzos como usted». Otro miembro del club de damnificados por Tomás fue Manolo, que llegó a ser pichichi en el Atleti. Cada vez que había entrenamiento y tocaba partidillo, el delantero se cambiaba de banda para que Reñones no le hiciera probar la especialidad de la casa: su célebre «jarabe de palo».
Tomás, rápido como el rayo y terriblemente duro en el marcaje al hombre, fue, durante todos esos años, uno de los hombres de confianza de Jesús Gil en el vestuario. Así pues, cuando colgó las botas y se despidió por todo lo alto siendo el capitán del doblete, no le pareció mala idea seguir bajo el paraguas de su presidente. Tanto que se arrimó a la vertiente política de Gil, pasando a formar parte de su partido político, el Grupo Independiente Liberal (GIL). El gallego llegó a concejal de Deportes del Ayuntamiento de Marbella y ocupó temporalmente la alcaldía. Sin embargo, acabó condenado en el marco del caso Malaya e ingresó en la prisión de Alhaurín de la Torre, en 2016, para cumplir una condena de cinco años y seis meses, por delitos continuados de cohecho pasivo y fraude, en el tiempo en que fue regidor ocasional del consistorio. En la cárcel, Tomás se dedicó a leer mucho y a organizar competiciones deportivas entre los reclusos (fútbol, baloncesto, tenis) e incluso logró formar su propio equipo. Quedó en libertad bajo fianza cuatro meses después, pero su periplo ante la justicia no había hecho sino comenzar: dos años más tarde ingresó de nuevo en prisión; logró el tercer grado al mes siguiente. Después volvió a ser condenado a otros cuatro años de cárcel y a pagar una multa de trescientos mil euros. El exjugador admitió haber recibido sobres con dinero, aunque lo atribuye a «sus crecientes responsabilidades en el Ayuntamiento», y siempre defendió que «muchos no sabíamos qué pasaba allí». Con el paso del tiempo, Tomás logró ser absuelto de los delitos de prevaricación y malversación.
En 2018, superada su etapa en prisión, Tomás volvió a regatear al destino. Cuando era coordinador del primer equipo, sufrió una hemorragia cerebral y acabó ingresado de urgencia. Tomás, más duro que los clavos de un ataúd, resistió aquella espontánea hemorragia, se sometió a diferentes pruebas y un tiempo después se recuperó para volver a trabajar en el Atleti. Hoy sigue vinculado al equipo de su vida y, de vez en cuando, ejerce de portavoz improvisado del club. Las personas que más marcaron su vida fueron sus padres: «Me enseñaron a no rendirme nunca. Es lo que traté de hacer en mi vida personal y en el fútbol. Con esa premisa me levanto cada día». Tomás, que se ganó durante años los garbanzos en el Atleti, es el jugador que más partidos disputó en el demolido estadio Vicente Calderón. Es un récord que no se podrá batir.
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El palco fue un ring
El Atlético de Madrid jugó uno de los partidos más brillantes de su historia el 21 de febrero de 1996. Ese día, el equipo rojiblanco batió al Valencia en Mestalla por 3-5, en un duelo de Copa del Rey, logrando una remontada épica en un partido vibrante. Aquel era el Atleti de Antić. Formó con Molina; Geli, Solozábal, Santi, Toni; Vizcaíno, Simeone, Caminero, Pantić; Kiko y Penev. Su rival, el Valencia, entrenado por Luis Aragonés, alineó a Zubizarreta; Mendieta, Camarasa, Engonga, Ferreira, Romero; Mazinho, Fernando, Poyatos; Gálvez y Mijatović. Los valencianistas se fueron al descanso ganando por 2-0, pero, tras la pausa, el Atleti fue un vendaval. Los colchoneros, en una segunda mitad espectacular, destrozaron al Valencia con tantos de Pantić (2), Juan Carlos, Biagini y Roberto Fresnedoso, que entraron de refresco en el cuadro madrileño. Mijatović hizo el tercero de la cuenta che para maquillar la goleada, y el público aplaudió el esfuerzo de los dos equipos al término del encuentro. Fue el partido más brillante de la era Antić. Y una de las mejores puestas en escena de toda la historia rojiblanca en la Copa. Sin embargo, lo que pasó más tarde en el palco eclipsó lo acontecido en el césped.
Lubo Penev, delantero búlgaro del Atlético, regresaba a Mestalla después de militar durante seis temporadas en el Valencia. El hijo pródigo volvía a casa, pero con la camiseta del Atleti. Su etapa valencianista fue realmente buena. Llegó en 1989, jugó 184 partidos y anotó 77 goles, y se convirtió en el gran ídolo del valencianismo y referente en el vestuario; llegó a ser uno de los capitanes. Era un gigante imponente, jugaba de espaldas como nadie, tenía un disparo potente y derrochaba personalidad. Su suerte cambió en 1994: le diagnosticaron cáncer. La enfermedad le obligó a perderse el Mundial de 1994, donde Bulgaria alcanzó el cuarto puesto. Tras cinco meses de sesiones de quimioterapia, el tumor remitió y volvió a jugar. Se despidió del Valencia tras la final de Copa ante el Deportivo, aquella que duró dos días tras un diluvio que anegó el Bernabéu.
En su regreso a Mestalla, el búlgaro completó los primeros cuarenta y cinco minutos, pero acabó siendo sustituido al descanso por Antić, que dio entrada a Biagini. Sobre las doce menos cuarto de la noche, acabado el partido con remontada del Atlético, el búlgaro se encaminó a la sala de prensa para atender a los medios de comunicación, pero antes pasó por el palco con la intención de saludar a unos amigos. Entonces Penev se cruzó con Paco Roig, presidente del Valencia, con el que no mantenía una buena relación personal: Lubo estaba convencido de que, durante su enfermedad, Roig había querido rescindir su contrato. Y no se lo perdonaba. Se sintió traicionado y, precisamente por eso, se fue al Atleti. Por tal motivo, cuando ambos se vieron, saltaron chispas y se armó la marimorena. Acabaron a tortazos. Según testigos presenciales, Penev soltó un puñetazo tremendo que impactó en la cara de Roig, al que otros directivos allí presentes tuvieron que proteger ante la ira del jugador búlgaro. Finalmente, gracias a la intervención de la policía, pudieron separarlos. Esa noche, el palco de Mestalla fue un ring improvisado. Penev abandonó la escena a la carrera y se subió al autocar con sus compañeros para ir al hotel de concentración.
Las versiones de los protagonistas fueron contradictorias. Lubo fue lacónico: «Roig no sabe perder». El presidente, por su parte, explicó algo bien distinto: «Ha ido al palco para provocar, le he dicho que debía abandonarlo, no me ha hecho caso y se ha puesto a hablar con unas azafatas. Cuando le he insistido, me ha llamado payaso. Yo no le he insultado». Roig, que salió peor parado del intercambio de golpes y tenía síntomas de derrame en un ojo, amenazó con denunciar a Penev ante la policía, algo que le desaconsejó Miguel Ángel Gil Marín. Cuentan las malas lenguas que cuando Luis Aragonés, mito atlético y entonces entrenador del Valencia, se enteró de lo sucedido, esbozó una sonrisa. Roig cumplió su palabra y presentó la pertinente denuncia por agresión. Bien entrada la madrugada, en la COPE, dejó una frase lapidaria en la radio: «Ha venido a provocar, y en mi casa no me pega nadie».
Aquella trifulca logró que, al día siguiente, casi nadie hablara del gran partido de fútbol que se había vivido en Mestalla ni de la remontada épica del Atleti ante un gigantesco Valencia. Solo se hablaba de la pelea en el palco. Por cierto, aquella temporada fue la primera y última de Lubo Penev con el Atleti. Marcó veintidós goles en cuarenta y cuatro partidos, logró un doblete de liga y Copa, y acabó fichando por el Compostela de José María Caneda. Otro «amigo» de Gil, ese con el que protagonizó otra historia que acabó a guantazos.
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Cohete Rubio
Marzo de 1990. España-Austria en La Rosaleda. El seleccionador del equipo visitante decide hacer cambios en el segundo tiempo. España domina por 2-0 y los austriacos deciden meter más «dinamita» en el terreno de juego. El elegido es Gerhard Rodax. Irrumpe con fuerza, genera varios contragolpes peligrosos y lidera la reacción de Austria, que consigue nivelar el marcador. «¿De dónde sale ese rubio?», se preguntan los aficionados que están siguiendo el partido por Televisión Española. En el último minuto, Rodax, que era suplente de Andreas Ogris —que jugaría en el Espanyol— y Toni Polster —estrella del Sevilla—, agarró la pelota y se marcó una jugada de fuera de serie. Dribló a dos rivales y, cuando le salía al paso un tercero, levantó la cabeza y batió a Andoni Zubizarreta. Austria lograba una inesperada remontada y Rodax firmaba una actuación portentosa. Meses después, aquel delantero potente, con melena de roquero, pendiente y la mano izquierda siempre vendada, fichaba por el Atlético de Madrid. El cuadro rojiblanco abonaba 200 millones de pesetas por el traspaso y el Admira Wacker se quedaba sin «el cohete rubio».
El austriaco llegaba al Calderón como tercer mejor goleador europeo de la temporada —anotó treinta y cinco chicharros—, solo superado en la Bota de Oro por dos bestias como Hristo Stoichkov y Hugo Sánchez. Arrancó con buen pie, marcando un hat-trick en el Trofeo Villa de Madrid, ante el Estrella Roja, cosa que generó cierta ilusión entre los aficionados. Sin embargo, Rodax nunca cumplió con las expectativas que levantó su fichaje. Era trabajador, honesto y buen compañero, pero le costó hacer goles en España. Anotó apenas nueve tantos en veintiséis partidos de liga. Eso sí, uno de sus escasos goles dejó buen recuerdo entre la afición: su potente remate de cabeza sirvió para abrochar una festejada goleada ante el Madrid, en el Bernabéu, en un duelo que acabó 0-3. Alfredo Santaelena puso un centro con música, Rodax remató con el parietal y el balón se coló como una exhalación en la meta que aquel día defendía Pedro Luis Jaro. Esa fue la gran noche de Rodax. La única memorable durante su temporada como rojiblanco.
Tras un solo partido de la temporada 1991-92, Gerhard hizo las maletas y regresó a su país, para jugar en el Rapid de Viena. Falleció de manera trágica y prematura, con apenas cincuenta y siete años, al sur de Viena, en un pequeño pueblo donde había encontrado trabajo como profesor en una escuela de tenis. Meses antes, los médicos le habían diagnosticado una grave enfermedad que le estaba consumiendo por dentro. Su cadáver apareció entre las vías de una estación, en la localidad de Traiskirchen, tras ser arrollado por un tren de alta velocidad, según la prensa austriaca.
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Operación Torres
Fernando José Torres Sanz, leyenda del Atlético de Madrid, siempre tendrá un lugar de honor en el corazón de la afición colchonera. Sin embargo, su carrera pudo haber sido muy distinta en la primavera del año 2001. En aquel entonces estaba a punto de cumplir diecisiete años y era la gran promesa de la cantera. Muchos clubes estaban al tanto de su evolución y seguían su carrera. Entre ellos, el Valencia C. F., que estuvo muy cerca de ser su equipo. Y es que el Niño, durante diez días, fue jugador propiedad del cuadro valencianista. Concretamente, entre el 10 y el 20 de marzo de aquel año. La operación se fraguó entre Jesús Gil, dirigente rojiblanco, y la junta directiva valencianista, comandada por Manuel Llorente y Pedro Cortés. Se trataba de un préstamo encubierto del club che a los colchoneros.
El Atleti no tenía liquidez y el Valencia se ofreció a «rescatar» al equipo madrileño. Ambos clubes sellaban el traspaso del Niño por 464 millones de pesetas (400 kilos en concepto de traspaso más el impuesto del IVA correspondiente). No obstante, el Atlético de Madrid se guardaba una opción de recompra por Torres, que podía ejecutar siempre y cuando devolviera el dinero que le había prestado el Valencia en un plazo de dos semanas. Días después, antes de apurar el plazo, el club colchonero devolvía el dinero del préstamo al Valencia, y Fernando, que incluso llegó a firmar un contrato de cinco temporadas con los ches, depositado en la sede de la liga, terminó echando raíces a orillas del Calderón. De hecho, según varios medios de comunicación, los agentes de Torres habrían incluido una cláusula en aquel contrato por la que el Atlético de Madrid se obligaba a indemnizar con 2.600 millones de pesetas a Fernando si no devolvía el préstamo dentro del plazo acordado.
La operación Torres fue rocambolesca. El Atlético de Madrid recibió un crédito de 450 millones de pesetas del Valencia para resolver problemas de liquidez y avaló la operación con la venta de los derechos federativos de Torres. Y, días después, recuperó el control del jugador con dos pagarés por un total de 450 millones con vencimiento el 25 de junio. Es decir, que el 10 de marzo de 2001 el Valencia firmó el contrato con Torres, y el 20 de marzo el Atlético devolvía el dinero para recuperar al delantero. Miguel Ángel Gil Marín ofreció su versión y quitó hierro al asunto en la prensa: «Esto ha permitido resolver al club un problema inmediato de liquidez. A los quince días de vender al jugador, se le ha recomprado, al recuperar sus derechos federativos con la devolución del importe del préstamo, tal y como se estipulaba en el compromiso». El asunto no acabó ahí, porque aquella operación financiera se llevó a cabo en plena intervención judicial, de tal manera que el fiscal Carlos Castresana, que investigaba por entonces el llamado caso Atlético, pidió al juez que investigara si ese acuerdo privado entre clubes podía ser constitutivo de delito. La sangre no llegó al río, Gil y Gil consiguió liquidez, devolvió el dinero diez días después y logró salvar los muebles recuperando al Niño.
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Un Porsche amarillo
Verano de 1987. Paulo Futre, considerado el mejor jugador de Europa, acaba de ganar la Copa de Europa con el Oporto. Su presidente, el sempiterno Pinto da Costa, espera recaudar una fortuna por su traspaso. El Inter de Milán irrumpe con fuerza, negocia durante semanas y tiene el fichaje encarrilado. Todo está a punto de consumarse, pero falta la firma del jugador. Futre viaja a Milán con Pinto da Costa, resuelto a estampar su firma con el cuadro interista. Justo entonces, aparece una inesperada visita en el vestíbulo del hotel. Se trata de Jesús Gil y Gil, aspirante a la presidencia del Atlético de Madrid. Futre no tiene ni idea de quién es y quiere dormir la siesta para esperar tranquilamente que se concrete su fichaje por el Inter, por lo que rechaza recibir a Gil. Sin embargo, el presidente del Oporto convence a Paulo para escuchar amablemente la oferta del empresario de Burgo de Osma. Futre accede a recibir a Gil, pero dejando bien claro a su presidente cuál será su protocolo de actuación: «Mire, presidente, vamos a hacer una cosa: usted le pide el doble, y yo también, así terminamos rápido». Ese día cambiaría la carrera de Futre.
El encuentro entre las partes fue en el vestíbulo del hotel. A Futre aquello no le terminaba de cuadrar: «Iba con muchísima seguridad, con la camisa abierta, con collares de oro colgando del cuello… Yo le decía al presi: “¿Seguro que es este hombre?”». Gil y Gil, que no era precisamente un dechado de diplomacia, se cruzó con el crack portugués, pero fue incapaz de reconocerle: «Me preguntó dónde estaba Futre, y entonces se dio cuenta de que era yo, porque llevaba unas chanclas con mi nombre». Paulo escuchó, y a cada promesa que salía de la boca de Gil, a Pinto da Costa le parecía mejor la cosa. Hablaron largo y tendido; después de un buen rato, Gil decidió que tenía que salir de esa reunión con un compromiso firme. Al no ser todavía presidente, don Jesús suplicó a Futre que le acompañase a su acto de cierre de campaña como candidato, consciente de que la presencia del luso supondría un golpe de efecto para ganar las elecciones.
Futre aceptó el desafío de Gil y se montó en un jet privado, acompañado por Pinto da Costa. En mitad del vuelo, a Paulo le entraron las dudas: y si Gil no ganaba las elecciones, ¿qué pasaría? Mientras el candidato echaba una siesta, Futre le comentó a Pinto da Costa que igual se habían metido en un buen lío y que era mejor pájaro en mano que ciento volando: «Presi, lo teníamos hecho con el Inter. Como este hombre no gane, ya me dirá usted qué hacemos». El presidente del Oporto tranquilizó a Paulo, que acabó llamando a su padre para darle las buenas nuevas: «Papá, si todo sale bien, no tendrás que trabajar nunca más». Cuando Gil despertó del sueñecito en mitad del vuelo, Futre insistió. Quería dejarlo todo bien atado. Y apretó el acelerador: «Señor Gil, quiero una casa grande». Gil accedió: concedido. «Oiga, quiero que la casa tenga piscina». Concedido. «También quiero un coche. Quiero un deportivo. Quiero un Porsche». Concedido. Futre insistió a Gil. Quería tener el coche nada más aterrizar en Madrid: «Si no tengo el Porsche, me vuelvo a Italia y ficho por el Inter». El portugués no se fiaba. Y si aquella aventura no salía bien, al menos podría quedarse con un Porsche de recuerdo.
Una vez que el jet privado llegó a Madrid, Gil, Pinto da Costa y Futre se fueron directos a un concesionario, para que el portugués tuviera su flamante deportivo. Gil no iba de farol. En el concesionario solo quedaba un Porsche disponible para ser vendido. Uno de color amarillo. Paulo dudó. «El único que había disponible para entrega inmediata era un Porsche… amarillo. Nunca había visto un coche amarillo, todavía menos uno deportivo. No sabía qué decir. Pinto da Costa me dijo que era un coche muy bonito, así que me lo quedé», recuerda Futre. Desde el concesionario llamó a un amigo para que recogiese el coche y se lo llevase hasta su casa, en Portugal. Así fue.
Horas después, Gil daba el golpe de efecto definitivo para asaltar la presidencia. Presentaba a Futre de madrugada, en la discoteca Jácara, entre la sorpresa de la prensa deportiva allí presente y los entusiastas vítores de algunos miembros del Frente Atlético. Gil arrasó en las urnas y fue elegido presidente, el Inter se quedó sin Futre, Pinto da Costa se quedó con una fortuna para su equipo, Gil se quedó con el Atleti y Paulo se quedó con su Porsche. Eso sí, tuvo que hacerle algunas «reformas» con el paso del tiempo. «No podía andar con ese coche por Madrid. Todo el mundo sabía de quién era. Y luego menos, porque llegó Luis Aragonés, que odiaba el color amarillo, así que tuve que pintar el coche de rojo».
8
El caso Effenberg
Diciembre de 2001. El Atlético de Madrid atraviesa su segundo «añito en el infierno», en segunda división. Luis Aragonés tiene el ascenso encarrilado con once puntos de ventaja sobre el segundo, y Paulo Futre diseña la plantilla de la próxima temporada, la del regreso a primera. En ese contexto, estalla una bomba informativa entre la prensa: Stefan Effenberg, jugador del Bayern de Múnich de treinta y tres años, puede ser el fichaje estrella si el Atleti logra el ansiado ascenso. Bernd Schuster y su mujer, Gaby, han intermediado en la operación y han propiciado una primera toma de contacto entre Jesús Gil y Effenberg. El alemán aparece acompañado por su mujer, Martina, y por el Atlético acuden Jesús Gil y su hijo, Miguel Ángel, para averiguar si Effenberg estaría dispuesto a jugar en España.
La mujer de Schuster propone el asunto a la esposa de Effenberg; después de negociar personalmente con Gil, el fichaje parece hecho. Martina lleva la voz cantante, es la representante legal del Tigre y hace buenas migas con el alcalde de Marbella en su visita al rancho de Valdeolivas. El interés es real y el propio Effenberg lo confirma en la prensa: «Es cierto que el sábado Martina y yo estuvimos en Madrid invitados por la familia Gil, y el Atlético me hizo una oferta. Me gustaría, el Atlético es un equipo con mucha tradición y tiene un estadio fantástico. Sé que están en segunda, pero son los primeros, con once puntos de ventaja con respecto al tercer clasificado. Además, no me importaría militar en esa categoría. Voy a meditar mi futuro». Effenberg, que posteriormente se divorció de su esposa tras conocerse que había tenido una aventura con Claudia, la mujer de su compañero en el Bayern Thomas Strunz, le prometió a Gil que el Atleti sería su prioridad número uno.
Al enterarse de la negociación por la prensa y sintiéndose ninguneado, el director deportivo, Paulo Futre, desestimó el fichaje y amenazó con dejar su cargo. El cabreo del portugués y de Luis Aragonés era mayúsculo. Todo había sido una maniobra de los Gil y nadie los había consultado. Pidieron una reunión con el presidente y le comentaron que así no se podía gestionar el futuro del club. A Gil, al que le importaba un bledo reconocer que el Atleti se hacía el harakiri en los despachos, tampoco le importó mandarle un recado a Futre por televisión: «Si a Futre le duele el orgullo, que se vaya. Es su problema. Si se va, uno menos. No me voy a poner a rezar para que Futre no se vaya. No voy a ir a su casa