La terapia del Slow Shopping

Valérie Halfon

Fragmento

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PREFACIO

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«Vivimos bajo el reino del exceso hasta llegar a la náusea. Todo acaba confundiéndose: el gato, el hijo, el coche, la casa, el último smartphone, las necesidades accesorias y las vitales. Pero la profusión de bienes en sí misma no puede ser fuente de satisfacción».

VIRGINIE MEGGLÉ[1]

Soy asesora presupuestaria, es decir, ayudo a las familias a gestionar sus finanzas personales.

Asesoro a todo tipo de personas. Personas endeudadas que gastan más de lo que ganan, personas que desean aprender a gestionar mejor su dinero, personas que se ganan bien la vida pero que no saben controlar sus gastos. En un momento determinado a todas se les ha encendido la bombilla, a menudo de forma obligada. Por ejemplo, se han visto afectadas por una interdicción bancaria, o los problemas de dinero se han transformado y provocado otros problemas diferentes (de salud, de pareja...). Las he ayudado a cambiar de punto de vista respecto a su forma de considerar el dinero y, también, a la manera de contemplar su vida.

Familia tras familia, persona tras persona, he entendido algo más sobre el dinero, pero esencialmente concierne a nuestra relación con el dinero.

El dinero es un medio y un fin en sí mismo, tal y como la sociedad de consumo querría que lo creyéramos. Reflexionar sobre cómo consumimos significa hacerlo sobre nosotros mismos, nuestros gustos, nuestros deseos, nuestros objetivos... Imagine que empieza a analizar sus gastos. Se daría cuenta de algunas cosas sobre usted. Gasta bastante en comida basura, por ejemplo, y en el ocio de sus hijos. Quizá es lo que desea, pero quizá no. Tal vez, en el fondo, a lo que aspira es a una vida más acorde con sus verdaderos deseos. Le propongo que acceda a ellos usando sus gastos como punto de partida. Porque la forma en la que uno se gasta el dinero ayuda a conocerse mejor y, por lo tanto, a definir mejor sus elecciones y sus prioridades en la vida.

Siempre me ha gustado y he sabido ahorrar. Pronto me quedé huérfana de padre. Un día, a la edad de 15 años, mi madre me confió 200 francos (bastante dinero en aquella época), una lista de productos y me pidió que hiciera la compra de la semana (frutas, verduras, pescado, huevos...). Cuando le devolví el cambio, mi madre lo contó y exclamó: «No lo entiendo. ¡Cuando voy al mercado, yo siempre gasto más! ¿Cómo lo has conseguido?». Le contesté que había pasado por los diferentes puestos y que había comprado una cosa en uno, otra cosa en otro, según el precio. Al ver mis dotes, mi madre decidió que yo haría la compra cada semana. Y así fue.

Estudié Económicas y Gestión en la universidad. No aprendíamos economía doméstica, sino más bien economía social y estatal. Pero me gustaban esos estudios, que mezclaban matemáticas y ciencias sociales.

Años más tarde, después de haber trabajado, opté por quedarme en casa para cuidar de mis hijos. Con un presupuesto limitado, me convertí en la reina del apaño. Cogía mi carro de la compra y me iba al mercado, donde conocía los puestos más baratos. Compraba poca ropa para los niños o para mí misma. Reciclaba mucho, lo que me permitía ahorrar bastante. Evidentemente vivíamos de forma modesta, pero aquello no me molestaba. Formaba parte de una opción: quedarme en casa con mis hijos hasta que cumplieran 3 años. Tuve la suerte de poder hacerlo.

Un día, como voluntaria en una asociación de ayuda a las familias sobreendeudadas, me dije: «Esto es lo que me gustaría hacer». Pensaba que iba a ser simple: enseñarles qué partidas de gasto reducir y cómo. Pero enseguida me di cuenta de que era mucho más complicado que eso.

La primera familia a la que asesoré era una pareja de unos 30 años con muchos hijos. El marido se ganaba bien la vida, pero estaban acribillados por las deudas. La mujer parecía que realmente quería entender qué era lo que no funcionaba, quería cambiar, mientras que el marido me parecía distante y poco preocupado por todo aquel asunto. Contabilizamos sus gastos y sus ingresos (véase la p. 330). Reconocieron que salían a menudo, y también que gastaban mucho en alimentación. Retiraban dinero en metálico y no siempre recordaban qué habían hecho con él. En fin, en realidad no controlaban sus gastos. Preparamos un presupuesto con cifras definidas. Pero cada mes se producía algún incidente que les impedía cuadrarlo. Siempre tenían algún imprevisto (enfermedad, fiesta familiar...). El día que el marido me contó que había tenido que devolver una antigua deuda de 1.000 euros a un amigo, les dije que me iba. Y empecé a reflexionar.

¿Qué había funcionado mal? No pude contestar a esa pregunta enseguida. Pero, al cabo de un mes, conocí a mi segunda «clienta».

Era una mujer divorciada, madre de tres hijos. Una persona tranquila, sensata, que realmente quería cambiar. Su problema no era el sobreendeudamiento, sino más bien una dificultad por «llegar a fin de mes». Se ganaba bastante bien la vida como auxiliar en una escuela de niños discapacitados y no le gustaba no poder consumir tal y como ella quería. No tenía sueños grandiosos, pero se sentía triste, como apartada. Se sentía «miserable» por no poder gastar como los demás. Entonces le expliqué lo que a mí me parecía miserable: la táctica de las grandes empresas que se las ingeniaban para convencer a la población de que, para poder valer algo, tenía que ser capaz de gastar, de consumir. Claro que todos tenemos ganas de darnos un gusto de vez en cuando, es muy legítimo. Pero ¡de ahí a medir el valor de una persona por su poder adquisitivo!

La historia de esta mujer no se detiene ahí.

El año en que le enseñé a gestionar su presupuesto de la forma más eficaz posible, su padre falleció. Al estar sus padres divorciados, ella cobró su parte de la herencia. Ya estábamos a punto de poner fin a nuestras reuniones. Me confió: «Ahora ya sé qué hacer con ese dinero. De no haberla conocido, seguro que lo habría dilapidado. En tonterías...».

Nos despedimos un poco emocionadas. Y dos años más tarde me la encontré en un autobús. Físicamente apenas había cambiado, pero su vida se había transformado. Trabajaba a media jornada, había vuelto a estudiar para ser maestra y parecía muy feliz. La volví a ver otra vez, justamente en su universidad, donde daba una charla ante los estudiantes. Al mirarla, veía «vivir» esa frase que me había dicho: «Ahora ya sé qué hacer con ese dinero».

De este modo, asesorando a las personas en la gestión de su presupuesto, he entendido que si realmente las quiero ayudar, debo ir más allá del aspecto puramente técnico y permitir que respondan a las siguientes preguntas:

• ¿Qué significa tener éxito en la vida?

• ¿Cuándo se sabe que se ha tenido éxito?

• ¿Cuáles son los criterios del éxito?

Nos repiten que necesitamos eso y lo otro para tener éxito en la vida, para ser felices. Que hay que divertirse, comer en un restaurante, ir de vacaciones, comprarse el móvil de última generación, conducir el último modelo de coche... De no ser así, se ha fracasado en la vida, no se es nadie. ¿De verdad? Para quienes enfrentan una opinión con la contraria, quiero precisar que no creo que haya que v

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