Prólogo
Lo prudente es dar vueltas y más vueltas a las cosas estas de las palabras echando los condimentos con que las cocinamos en el horno del propio magín. Claro que para ello cada maestrillo tiene su librillo y cada cocinero sus recetas. Las que nos trae aquí Luis Magrinyà me parecen muy oportunas para ayudarnos a escribir mejor, simplemente porque él ha sido cocinero antes que fraile: cocinero haciendo diccionarios durante muchos años, que es como lo conocí; porque lo de escribir novelas debe venirle de siempre, aunque yo lo haya visto con este hábito solo cuando colgó los de la cocina.
Vuelve a ponerse ahora de cocinero para ayudarnos a prescindir de algunos tics adquiridos inconscientemente al escribir. Y da buenas razones para hacerlo, que nada tienen que ver con perdonarnos la vida por nuestras equivocaciones o con exhibir ante nosotros la actitud heroica de quien pretende salvar el mundo de la lengua de su irremediable degradación; tampoco se lanza al universo de las esferas de los principios y reglas con que se organizan todos los idiomas del mundo... Vayamos pues confiados a la cocina del autor del libro ––a la cocina de la escritura, entendámonos–– y dejémonos ayudar, incluso quienes no somos ya principiantes, en el empeño de mejorar nuestra manera de expresarnos.
Lo primero que hemos de hacer será alejarnos de la elección automática y espontánea de las palabras, como la que practicamos (sé que me la juego acudiendo a este verbo tan lleno de peligros) llevados por la urgencia, la desidia o la comodidad, que conduce a esa «lengua global y plana, incolora e insípida»,[1] contaminada por una uniformidad que afecta al propio escritor, si no sabe «desprenderse de la baba, de la crisálida, de esa pesadilla mercantil que consiste en reproducir el discurso que se oye en todas partes..., fracturar el vidrio de la realidad y cortarse con él».[2]
Luis Magrinyà ha sabido cortarse ––y hacer que nos cortemos sus lectores–– con los vidrios de esa otra realidad del uso, alejada de la confortable sensación que produce un mundo en orden, en que se nos dan las cosas hechas. No se trata, como he dicho antes (quien lea el libro entenderá por qué no he huido del verbo decir sustituyéndolo, pongo por caso, por señalar), de dar con la armazón lógica de la lengua, sino de prevenirnos del riesgo que existe cada vez que nos aventuramos a elegir dentro de las posibilidades que nos ofrece, pues algo tiene de aventura esto de escribir y aun de hablar. Una aventura en la que podemos perder, tanto por carta de más como por carta de menos.
No basta con ser reflexivos; no es suficiente con poner toda la atención en las cosas y elegir, pues el mero hecho de hacerlo no augura un acierto. Lo demuestran los ejemplos tomados en su mayor parte de buenos escritores, Luis entre ellos. Se trata de ejemplos que se mueven entre esos dos ejes que vertebran una lengua: el que, si no se me asusta el lector, llamaré paradigmático, abierto a cualquier elección, y, dicho con la misma cautela, el sintagmático, que va condicionando nuestra libertad para dar con las combinaciones esperables de palabras, aunque nos permita romper de vez en cuando ––a veces con no poco riesgo–– con ellas. Saber elegir en el primero de los ejes el término oportuno y atreverse a romper con el esperable, en el segundo, es la solera en que se asienta esta guía para escribir bien.
Con ello se va mucho más allá de lo que suele preocuparnos a quienes tenemos el gusto por la escritura. Empezando por desvelar que a menudo lo que suele tomarse como un lenguaje rico es solo fanfarria, mero floripondio, pues el derroche no es en esto, como en casi todo, una virtud. Si se admite la convención razonable y extendida de evitar una prosa pobre, ruidosa y cansina, que se origina por la repetición, se aclara también que con ello se pueden hacer no pocos estropicios. Evitar la repetición de verbos tan frecuentes y de sentido tan general como hacer, tener, dar o decir, sustituyéndolos por sinónimos suyos, no solo no sirve muchas veces para hacer la prosa más expresiva, sino que la convierte, por el contrario, en más imprecisa e incoherente.
Si tuviera que seleccionar algunas páginas de esta obra serían las que se refieren a los verbos parlanchines o, vamos a ponernos serios, a los declarativos. Para tomar una buena distancia y poder entender mejor sus problemas, se llega incluso a abrir una ventana al inglés, cuyas convenciones no son siempre las mismas que las de nuestra lengua. Como no lo son tampoco, por otros motivos, las posibilidades del euskera, tal y como lo muestra Bernardo Atxaga:
Cuando un lector lee, en castellano, una novela con mucho diálogo, es muy probable que no vea los continuos dijo, respondió y replicó del texto. Las palabras están ahí, pero le ocurre con ellas lo que con los árboles de su paseo favorito: que las ha leído tantas veces que ya no repara en ellas.
Escribiendo en euskera, yo no tengo problemas con dijo (esan) o con respondió (erantzun); pero empiezo a tenerlos con replicó (arrapostu) debido a que esta palabra no le es familiar al lector, porque se trata de un árbol que conoce, pero que nunca ha visto en ese paseo. Así las cosas, el escritor vasco sabe que su lector se detendrá en esa palabra, que supondrá una interferencia.
Yo diría que la primera obligación de un lenguaje literario es no molestar. Y ahí es donde, por falta de antecedentes [...] nos duele.[3]
No se asuste el lector, que no pienso suplantar a Luis Magrinyà desvelando ahora el secreto de cómo trata estos y otros problemas. ¡Para eso está el libro! Aunque se puede inducir de qué va todo esto por medio de un texto antológico de Rafael Sánchez Ferlosio referido a practicar, verbo que, sirviendo en apariencia para huir de un comodín, se convierte a su vez en un comodín más incómodo aún:
Realizar, efectuar, practicar son con frecuencia infectos comodines sustitutivos del verbo llano y central hacer. En esta huida de las palabras llanas suele haber, a mi juicio, una motivación ritual, a veces hilarante [...]. Nunca dirán [los prospectos de ciertos productos de farmacia] «Hacer un agujero en el costado de la lata», sino que se esmerarán en inefables formulaciones como ésta: «Practíquese un orificio en la parte lateral del recipiente». Y si la función del rito es proteger el límite, lo que el lenguaje de esos prospectos trata de imbuir al consumidor es como una parada, como una actitud de distancia, respecto de la cual cualquier acceso desenvuelto y familiar sería un allanamiento. Claramente se oye la connotación de circunspecta mediatez de «practicar un orificio», frente a la confianzuda inmediatez de «hacer un agujero». El lenguaje ritual parece aquí sustituir virtualmente todo directo echar mano de la cosa por un indirecto tomarla mediante pinzas cuidadosas y especializadas. «Hacer un agujero» es una villanía brutal y desconsiderada hacia un producto de conspicua calidad, irreverente violación del respeto que pretende merecer. En una palabra «hacer un agujero» no es practicar un rito, «practicar un orificio» sí lo es.[4]
Tiene Ferlosio toda la razón al explicar cómo para evitar el empleo de un verbo de sentido tan general como hacer se logra un falso tono formal en un escrito, a la vez que se entorpece la comprensión. Se trata de los mismos caminos por los que discurre este libro.
Las combinaciones de las palabras son uno de los soportes más seguros del andamiaje que sustenta un estilo. Se entiende así que uno de los mayores elogios que se han hecho recientemente, y con razón, de la manera de escribir de Joan Barril sea que «Tenía el don de saber juntar bien las palabras».[5] Se trata de un proceder que alcanza su punto álgido en el momento en que un escritor pretende dar por primera vez con una nueva combinación, que no carece de consecuencias, tal y como nos explica don Miguel de Unamuno:
Nuestro gran escritor Valle Inclán, potentísimo estilista, gusta repetir que uno de los mayores triunfos de un gran artista de la palabra consiste en ayuntar por primera vez dos palabras que hasta entonces no se habían visto juntas y que ese ayuntamiento resulte natural y luminoso, casar dos vocablos y que el casamiento sea amoroso y fecundo. Y yo creo que para casar así por vez primera dos imágenes, o si se quiere, dos voces, es muchas veces preciso descasarlas antes de otras con las que estaban mal maridadas, que se requiere un divorcio previo para ese nuevo matrimonio. Lo primero es liberar a ciertos epítetos de sustantivos de los que parecen esclavos. Hay asociaciones verbales que han nacido [...] con el lenguaje mismo, y que son asociaciones infantiles; hay metáforas archiseculares o presión de siglos, encarnadas en la etimología misma de los vocablos de que nos servimos. Y hace falta el divorcio de la paradoja para dejar a los vocablos libres para nuevos enlaces metafóricos.[6]
Este es el juego: casar y descasar las palabras, si bien en no pocas ocasiones lo que surja, aunque termine prendiendo, puede sonar finalmente a falso. El peligro está en convertir una elección en una convención narrativa, que por mucho que se repita una y otra vez, no nos libra de nuestra desorientación, al encontrarnos sin saber cómo se construye. Este es un indicio de que unas cuantas palabras que están en el diccionario hemos de mirarlas con cierta prevención, como si tuvieran un defecto de fábrica.
Pero, fuera ya de esos casos de patología sintáctica, el novelista se adentra por el ancho dominio (¿qué le voy a hacer si me pide el cuerpo lo de ancho dominio?) de las convenciones que se enseñorean de la lengua, a través de unos cuantos ejemplos de escritores conocidos. Más que la precisión o la exactitud en la exposición del pensamiento, lo que se consigue muchas veces es la adscripción a un determinado estilo. Y aquí nos acecha la pedantería, expuestos como estamos a acudir a combinaciones del tipo de obscur con horizon, de grottes con profondes, de vaporeuses con fontaines, tratando de recrear el estilo del romanticismo francés, cuando no se tiene el genio de Mallarmé para dar con l’hiver lucide, saison de l’art serein.[7] A menos que lo hagamos a propósito, como hace Juan Carlos Onetti[8] al escribir «luego de atravesar un río de barro y de sueñera...», con un choque de palabras que es un guiño a un poema de Jorge Luis Borges sobre la Fundación mítica de Buenos Aires, cuyo comienzo es: «¿Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?».
Saliéndonos de juegos como estos, el caso es que usamos (y abusamos de) unas cuantas combinaciones que dan grima. Ciertamente «todo clisé o fórmula literaria, aun el corazón desgarrado o el océano eterno, fue alguna vez hallazgo original; y cuando uno comienza a escribir y a pensar en un nuevo idioma podrá uno creer que inventa imágenes y metáforas altamente originales, sin comprender que son fórmulas ya gastadas»,[9] pero, al convertirse en previsibles y estar fatigadas por el uso, pierden su fuerza y se devalúa en ellas la pretendida riqueza de la expresión. De ahí que podamos sentir como detestables «cosas ya desde el epíteto con que nos las encarecen: las de honda raigambre, las de genuino sabor local».[10] ¡Y tantas más! Pues, como dice un buen amigo, la primera vez que se da con una buena combinación es un lujo, la siguiente un homenaje, la que viene después una deuda razonable; a partir de aquí se convierte en algo realmente infumable.
Aunque no todo sea riqueza en el lenguaje pretendidamente rico, este no existiría si no fuera por contraste con el pobre, al que, según Luis Magrinyà, «nos lleva la indolencia, el automatismo, el desconocimiento (perezosamente no remediado) de las posibilidades de la lengua», ejemplificándolo, sobre todo, por medio de los anglicismos ––tantas veces imperceptibles–– que van cambiando poco a poco el entramado léxico de nuestra lengua, arrojando de él usos que no debieran relegarse al olvido. No voy a añadir otros agravios a los que supone la mediocre expresividad de los préstamos banales (que no se reducen a su aparición en el lenguaje burocrático, sino que se apalancan en la propia prosa literaria). Ni me voy a permitir repasar aquí cómo se remacha en los tres capítulos referentes a algunos asuntos gramaticales esta «falsa oposición que a veces se crea entre lengua literaria y lengua normal». Ni desvelaré esas páginas finales del libro en que se muestra, con un enfoque que no suele ser el corriente, el caldo en que se cuecen los eufemismos y los disfemismos. Son muchas más las cosas que me han interesado de esta obra. De un modo particular los ejemplos que el escritor (que ejerce también de traductor, ¡y se nota!) prueba en su propia cocina, sin que encierre sus secretos bajo siete llaves.
Tras la lectura de este libro se puede entender bien la fragilidad de una lengua (y la consiguiente inseguridad de sus usuarios) en la que, para solucionar algunos graves problemas del uso, contamos fundamentalmente con esa especie de guía de teléfonos que son los diccionarios. Siendo estos instrumentos utilísimos, en la misma medida en que lo son los servicios de urgencias de los hospitales, no me parecen los idóneos para ayudar a quienes tratan, más que a aprender a escribir bien, a no escribir mal, convencidos de que une phrase n’est pas un acte inconscient, analogue à la manducation et à la déglution d’un homme pressé qui ne sent pas ce qu’il mange.[11] Si algo queda claro en las páginas que siguen es que un diccionario no es la lengua, sino un imperfecto plano de ella, cuyos datos no siempre son iluminadores.
Estilo rico, estilo pobre de Luis Magrinyà es un complemento imprescindible de las gramáticas y los diccionarios cuya lectura no se debería procrastinar (espero que se entienda la ironía con que me sirvo de este verbo tan absurdo), pues sirve para cumplir el consejo que da un personaje de la película de El buen pastor, tan adecuado también para escribir bien: «saber mirar detrás de las palabras». En los pliegues de estas late una larga y compleja historia que explica las razones de nuestros usos. Con una parte de esta historia más reciente se cuenta en este libro. Estoy seguro de que será de una gran utilidad para todos, empezando por quien lo acaba de prologar con tanto gusto.
JOSÉ ANTONIO PASCUAL
Introducción
Siempre me ha gustado la lengua. En el colegio se me daba bien, como la literatura y los idiomas, y siempre me pareció que estas tres cosas estaban muy relacionadas. (Ya sé que esto es una obviedad, pero precisamente este librito trata de obviedades, y de cómo tantas veces las tomamos por oscurísimos arcanos). Luego estudié Filología Hispánica y me especialicé en Literatura, algo que, si pudiera volver atrás, seguramente ahora no haría (creo que ahora elegiría Lingüística, campo en el que tuve entonces al menos un excelente profesor, Josep A. Grimalt). No fui docente más que una vez, cuatro semanas en un curso de español para extranjeros. En 1989, cuando ya había escrito —que no publicado— un pequeño libro de cuentos, entré a trabajar en la Real Academia Española, en el equipo de redacción de la 22.ª edición del Diccionario de la lengua española. Anticipo que en las páginas que siguen habrá cierta algarabía en torno a esta venerable institución, pero también confieso agradecido que los nueve años que trabajé allí fueron muy importantes para mí y que a ella se debe, por otro lado, la mayor parte de la documentación aquí aportada.
Mi primer jefe, Emilio Lorenzo, con el que estuve más tiempo, era un sordo genial, al que recuerdo con inmenso afecto (murió en 2002) y del que aprendí muchísimas cosas que han dejado su estela en estas páginas. Había sido el primer catedrático de Lenguas Modernas en España, algo que no le había resultado fácil en el mundo de la universidad española de la década de 1950, dominado por el hispanismo y el grecolatinismo más aguerridos. De él aprendí que muchas palabras españolas, pese a su apariencia románica, no vienen directamente del latín o el griego, y que los conductos intermedios son a veces decisivos... tanto que a algunos les ha dado por deformar las etimologías con tal de no admitir que una palabra viene de otro idioma: recuérdese la antológica y ya casi entrañable etimología que daba el Diccionario de la lengua española, en adelante DRAE, de zapeo («Adapt. del ingl. zapping, con infl. del español zape [voz que se usa para ahuyentar a los gatos...]»), ya loablemente reducida por el Diccionario de la lengua española en su actualizada edición digital, en adelante DLE, a «Adapt. del ingl. zapping». También aprendí a ser prudente con los neologismos: de hecho, él, que anotaba cualquier palabra nueva aunque solo fuera a durar dos días, lo era mucho menos que yo. ¡Había que convencerle de que no fuera tan moderno! En cualquier caso, lo que más se me quedó grabado de estos años fue que muchos hechos lingüísticos —la transmisión de una palabra, su vigencia, sus cambios de forma, función y significado— son infinitamente maleables, que están sujetos a imprevisibles fenómenos de desaparición, transformación y reaparición, que la lengua, en fin, como él decía, está en constante «ebullición».
En mis últimos años en la RAE tuve un nuevo jefe, José Antonio Pascual, que centró mi atención además en otras cosas. También este librito le debe mucho a él. Me enseñó a desconfiar, en la justa medida, de los diccionarios: uno está habituado, por toda una tradición lexicográfica, a ver en las entradas en negrita alfabéticamente ordenadas de un diccionario una especie de registro acreditativo, que se consulta para saber si existe una palabra y qué significado(s) tiene, para asegurarse, en fin, de que cuenta con un certificado —si no una autorización— de existencia. Sin embargo, un buen diccionario debería dar fe también de las condiciones de vida de las palabras: estas existen, sí, pero en comunidad, se usan, se construyen, se asocian unas con otras con unas relaciones convencionales de dependencia, a veces muy estrictas aunque en ningún caso violentas. Hay, por ejemplo, una relación especial entre el verbo «tener» y el sustantivo «ganas» en expresiones como «tener ganas», o entre «hacer» y «cosquillas» en «hacer cosquillas», tan especial que nos impide decir «poseer ganas» o «realizar cosquillas»; o entre el adjetivo «adicto» y la preposición «a» en «adicto a las drogas», tan especial también que nos impide decir «adicto hacia las drogas» (bueno, impedir, impedir, a algunos no se lo impide, como se verá en varios de los capítulos que siguen). Técnicamente esto se llama sintaxis léxica, y más específicamente colocaciones, fenómenos que, aunque rara vez con su nombre docto, irán apareciendo en estas notas, pues son a mi juicio decisivos para entender lo que es el estilo y, si cabe, para aspirar a él. Con José Antonio Pascual aprendí lo importante que es el verdadero uso de una palabra y la confusión a la que, tantas veces a su pesar, inducen muchos diccionarios: empecé a ver que la distinción entre lo que es fijo y lo que es variable en una lengua tiene grandes consecuencias estilísticas. Con el tiempo, llegaría a la conclusión de que esta distinción es necesaria a la hora de escribir o expresarse bien.
Después de estos tributos y tecnicismos, quizá sorprenda que declare ahora que las páginas que siguen no son el trabajo de un filólogo. No lo son, pero para eso necesito volver a la biografía. En 1995, cuando ya había conseguido publicar dos libros de cuentos y tres o cuatro traducciones del inglés, empecé a colaborar como editor de una colección de clásicos universales en Alba Editorial. En 1998 dejé la Academia y desde entonces me he dedicado principalmente a editar y —mucho menos— a escribir. Llevo, pues, bastantes años frente a una mesa llena de papeles en los que fluctúa la literatura, los suficientes para hacerme una idea práctica de qué entendemos que es esa cosa para muchos tan intangible y, para muchos más, tan ansiada. Por supuesto es algo difícil, no lo negaré. Pero mi experiencia como editor de cientos de traducciones y como autor de cierto número de páginas —si no otra cosa, algo elaboradas— me ha llevado a desdramatizar una buena cantidad de enigmas. Es posible que haya influido aquí una circunstancia familiar: el español no es mi lengua materna (lo es el catalán), y tal vez por eso no tengo con él una relación sentimental, sino más bien de observador y aprendiz; desde esa distancia, tanto lo que es obvio como lo que es misterioso para los demás lo es menos para uno, o al menos no le nubla demasiado el entendimiento ni le remueve las vísceras.
Tengo una deuda enorme con los traductores literarios, sobre todo con los buenos... pero también con los malos. Los fenómenos de la lengua afloran con particular claridad cuando hay dos idiomas en juego, porque, ante las soluciones propuestas para la inevitable dificultad de escribir en un idioma lo que está escrito en otro, se hace muy visible la diferencia fundamental que existe entre lo lingüístico y lo estilístico, es decir, entre lo que es propio de una lengua y de sus mecanismos convencionales y lo que es propio de un tipo de estilo literario (que también puede ser convencional) o de un autor en concreto. Como tantas veces se toma una cosa por la otra, he acabado por pensar que una buena traducción es precisamente la que es capaz de hacer esa distinción, y lo mismo puede decirse de un buen texto literario escrito directamente en una lengua determinada. Una expresión como gentle rain, por ejemplo, con ese gentle que es todo delicadeza, no puede fascinarnos hasta el punto de querer traducirlo por «lluvia gentil» (algo que he visto en algunas partes); el conocimiento de hasta qué punto es convencional en inglés esta expresión nos servirá para encontrar una solución equivalente, donde la delicadeza siga presente pero se halle igualmente convencionalizada, como, por ejemplo, «lluvia suave». Cuando, en español, decimos de alguien que tiene el pelo «color caoba» no hacemos más que repetir, a pesar de la exquisitez cromática de tal combinación, un uso lingüístico; si dijéramos, en cambio, qué sé yo, que el pelo es de «color marta cibelina», se trataría de una aportación estilística personal. Estos ejemplos son muy evidentes porque pretenden ser didácticos: los apuros empiezan cuando los límites no están tan claros, o cuando creemos que podemos hacer usos estilísticos de meros usos lingüísticos (la «lluvia gentil» o el ya mencionado «poseer ganas» en vez de «tener»).
Los pormenores que se irán revelando en estas páginas proceden en su mayor parte de observaciones hechas con el tiempo, desde mi posición de editor y de autor. Estos dos personajes suelen vigilar la naturaleza literaria de un texto y, si pueden, procuran que no se les desencamine, extralimite o pierda. Así que, al fin y al cabo, los textos que aquí siguen tratan tanto de lengua como de literatura: tratan, sobre todo, de literatura dudosa. Por eso decía antes que no es este realmente el trabajo de un filólogo, sino el de alguien que lleva bastante tiempo alejado de los estudios filológicos, pero a quien, empujado por vocación y oficio a leer, escribir y corregir, le han ido saltando a la vista a lo largo de los años cierto número de prácticas repetidas a la hora de crear (o destruir) estilo. No se me escapa que el conjunto de estas anotaciones y comentarios pertenece al género de «librillo de maestrillo», pero al menos espero que este «maestrillo» deje ver que lo que le inspira no son los principios sino las consecuencias: no, en todo caso, los principios académicos y de las instituciones de la lengua y la literatura, sino los efectos de una labor práctica y continuada, yo diría que artesanal, sobre cosas que le interesan personalmente y hasta le encantan. Yo lo veo como un libro de experiencias.
A veces no es tan obvio que el instrumento de la literatura sea la lengua; uno de los propósitos de este libro es hacer hincapié en tal obviedad. A un artista plástico —incluso a uno conceptual—, a un cineasta, a un bailarín, a un músico solemos exigirle conocimiento y dominio del medio con que trabaja; no veo por qué con la gente que escribe no haya que hacer lo mismo. Parece existir la presuposición de que, a diferencia del lenguaje de otras artes, quien escribe aplica una aptitud innata, compartida por la inmensa comunidad de hablantes: todo el mundo, en efecto, o casi todo el mundo, habla (una de las razones por las que las discusiones sobre asuntos lingüísticos suelen ser tan acaloradas). Pero una gran mayoría también tenemos brazos y piernas y no nos creemos ni traumatólogos ni cirujanos. Un poco de observación clínica es lo que pretendemos y querríamos recomendar aquí. Pensar la lengua, nos gustaría demostrar, es la primera condición del estilo. No es tan difícil al fin y al cabo y en esta operación no todo, ni mucho menos, requiere saberes técnicos.
Todas las palabras que sabemos —desde mesa hasta arracimarse— las hemos aprendido en alguna parte. Cierto es que el lugar donde aprendimos mesa puede ser inocuo a efectos estilísticos; pero no lo es el lugar donde aprendimos arracimarse. Recordar de dónde ha sacado uno las palabras (o los usos lingüísticos en general) es un ejercicio saludable porque puede ayudarnos a evitar connotaciones no deseadas, influencias inconscientes que moldean y determinan nuestra expresión. ¿Realmente queremos, al utilizar arracimarse, que nuestro estilo recuerde al de los textos, los autores donde descubrimos esta forma de decir, que, como la mayoría de ellas, implica una forma de pensar? ¿Qué textos, qué autores, qué estilos eran esos? ¿De veras queremos revivirlos? Lo importante, en todo caso, siempre es que no se acabe diciendo, de una forma u otra, algo distinto —o directamente lo contrario— de lo que se quería decir.
Respecto a esa posición de maestrillo con su librillo de la que he hablado antes, me gustaría decir algo más. Quiero recordar de nuevo el concepto de Emilio Lorenzo de «lengua en ebullición», que tan marcado me dejó, por lo que veo. Esta oportuna imagen alude a los fenómenos lingüísticos como parte de un proceso a veces impredecible y sobre el que —quizá sea esto más importante— debemos cuidarnos mucho de hacer predicciones. Emilio Lorenzo solía poner el ejemplo de la palabra embargo: esta palabra, bastante antigua en español, documentada ya en 1528, significaba primitivamente ‘embarazo, impedimento’ (con embarazo parece compartir rasgos etimológicos) y andando el tiempo empezó a especializarse en la acepción ‘retención de bienes por orden judicial’. En 1602 entra en el inglés sin adaptación gráfica, como españolismo crudo, embargo, con el significado de ‘prohibición de comercio, bloqueo’; y este significado inglés se traslada modernamente (incluso recientemente) al español y, de hecho, no solo entra en el DRAE en 2001 sino que se convierte en la primera acepción de la entrada: hace tiempo que no dejamos de leerlo en las primeras planas de todos los periódicos. Bien, estos viajes de ida y vuelta, estas metamorfosis que se producen en las palabras en cada puerto que recalan, estas vibraciones, ascensos y descensos de las moléculas de agua cuando entran en ebullición, son una buena advertencia contra los pronósticos en materia lingüística. El destino de los fenómenos de la lengua, y seguramente también del estilo, es difícil de profetizar, y por eso es siempre aconsejable considerar con sensato escepticismo todo aquello que se empeña en fijarlos, normativa incluida.
La normativa, ahí quería llegar. Pondré otro ejemplo: en un intento, en mi opinión bastante infame, de adaptar al español la fonética y la grafía de la palabra whisky, el DRAE introdujo en 1992, no creo que con mucha base documental, la forma güisqui. Emilio Lorenzo decía que, si en los bares hubiera que hacer los pedidos por escrito, al que escribiera güisqui le cobrarían el doble por paleto. Sin embargo, en nuestros días, un ensayista moderno y poco sospechoso de paleto, Eloy Fernández Porta, escribe en sus libros cosas como güisquicola o como jebi (por heavy), sin duda por insolencia. Es decir, así como en algunos casos escribir güisqui puede atribuirse a un ciego y solemne acatamiento de la denodada norma académica, y en ciertos autores incluso —por ejemplo Sánchez Dragó, que lo escribe mucho— como reivindicación de las esencias patrias, en otros la intención no tiene nada que ver ni con el patrioterismo ni con el casticismo. Incluso una grafía puede alcanzar rango de estilo, porque está diciendo algo más de una palabra que su simple significado: está adoptando una posición, no cabe duda. Pero lo interesante aquí es ver cómo no solo diacrónicamente, es decir, a lo largo de la historia de una lengua, pueden darse tendencias diversas, complementarias o contradictorias, sino que también sincrónicamente, en un momento dado de la historia de esa lengua, tales tendencias coexisten.
¿En qué lugar deja eso la labor prescriptiva? Uno de los fenómenos más atacados hoy por los prescriptores y amigos de los prescriptores es, por ejemplo, la neutralización que parece darse entre los verbos oír y escuchar. Y, sin embargo, la neutralización existe (unos aplican indistintamente ambos verbos), y convive con su condena (otros insisten en que escuchar debe reservarse para cuando significa ‘oír con atención’). Entrando más claramente en el terreno del estilo, pongo un ejemplo particular: a mí personalmente me suena ya a cansina e impronunciable la metáfora paréntesis en locuciones como paréntesis navideño, paréntesis estival, paréntesis vacacional, etc. Me consta que mi impresión no es compartida por todo el mundo, porque, de otro modo, no se diría tanto; es más: me consta que muchos escribientes ni se han parado a pensarlo. Pero ¿qué pasa si uno da la señal de alarma y dice públicamente que estos paréntesis son una cursilería? Pues que unos dirán que tiene razón, otros que no, y otros ni siquiera la oirán. Nada garantiza que la voz de alarma apague el incendio: puede que nadie le haga caso, puede que los bomberos lleguen tarde o puede incluso que se declaren en huelga. Pero, mientras haya alguien que diga que hay que diferenciar entre oír y escuchar, o que ya está bien de paréntesis, el estilo debería tener en cuenta esta conflictividad... y tomar partido consciente. Y, si no lo hace conscientemente, al menos debería saber que lo hace, de todos modos, inconscientemente. No se sabe al final quién ganará la partida —y esperamos ser jugadores lo suficientemente limpios para aceptar con deportividad el resultado—, pero, mientras haya partida, tenemos derecho a atacar y a contraatacar. La coexistencia en la lengua de tendencias opuestas debe verse, a mi entender, como un hecho característico de la propia lengua.
En su mayor parte, lo que ahora son capítulos fueron antes artículos publicados en elDiario.es y en la edición digital de El País, entre diciembre de 2012 y noviembre de 2014 (en esta reedición se han incorporado, además de algunas revisiones, tres capítulos nuevos). Y, aunque este libro no deja de ser, en efecto, una recopilación, se ha podido introducir en él cierto orden. Su idea principal es qué hacemos con la lengua con tal de expresarnos y escribir bien, con tal de encontrar el «estilo», y de ahí ha resultado una organización en cuatro partes.
La primera de ellas, «Estilo rico», tiene un título irónico. Aquí se tratan buena parte de las aspiraciones, loabilísimas, de los estilistas: riqueza, variedad, belleza, precisión, matización, funcionalidad, intensidad y hasta energía. Pero iremos viendo cómo no siempre estos nobles objetivos se persiguen por los caminos mejor orientados. Tienen, de hecho, su lado oscuro. Hablaremos de cómo el temor a las palabras «vulgares» y la buena voluntad de acceder a un registro elevado nos arrastran muchas veces a cómicas ultracorrecciones. Nos preguntaremos qué es la riqueza léxica y cómo la administramos, si como buenos, callados, cuidadosos gestores o como nuevos ricos, haciendo ostentación. Veremos cómo los sinónimos no son la panacea de la «variedad», como a menudo nos han dicho. Dudaremos de la pretensión del matiz o de la exactitud cuando de hecho no encubre más que incertidumbre, ociosidad o tics heredados de tradiciones noveleras. Expondremos casos flagrantes de obcecación en un vocabulario pretendidamente prestigioso pero que ha perdido realmente su significado o que ya no sabemos cómo se usa (y que, sin embargo, seguimos usando). Observaremos cómo el embellecimiento trillado, la cursilería, las simulaciones de «antigüedad» o «poesía», la redundancia, el énfasis innecesario confluyen, curiosamente, tanto en la prosa de altos vuelos como en la escrita por gente, digamos, poco leída. Nos asombraremos con mezclas de registros absurdas. Trataremos fórmulas descriptivas y narrativas que parecen funcionales pero realmente no lo son, aunque tradicionalmente hayan contribuido a «llenar» (incluso a definir) un texto literario. Admitiremos, a veces, la dificultad de reconocer lo puramente funcional, pero criticaremos la manía de decorarlo. Muchos aspectos del estilo nos llevarán, ciertamente, a indagar en la naturaleza de lo narrativo, lo periodístico y lo literario.
En la segunda parte, «Estilo pobre», vamos a considerar justo lo contrario al ideal de escribir bonito. Todas las aspiraciones que se habrán mencionado en la primera, aun en sus grotescos desvíos, aquí ya ni siquiera asoman, o asoman —ya que el prestigio está igualmente en juego— por otros medios distintamente interiorizados. El tema principal de estos capítulos es la falta de atención, de reflexión. Veremos dónde nos llevan la indolencia, el automatismo, el desconocimiento (perezosamente no remediado) de las posibilidades de la lengua. Hablaremos de polisemia forzada, de palabras comodín, que parecen servir para todo y no son más que usurpadoras de otras palabras más indicadas. Reconoceremos la dificultad de identificar los calcos de otras lenguas, sobre todo si la palabra calcada tiene un origen último griego o latino; pero protestaremos igualmente por las importaciones hechas sin pensar, que a veces parecen casos de abducción mental. Recordaremos la dilución de significado de ciertas palabras y nos maravillaremos de cómo insistimos en seguir usándolas aunque no tengan el menor sentido. Recordaremos también que cada lengua parcela la realidad a su modo, que lo que es genérico en una puede ser específico en otra, y que por tanto deberíamos saber identificar qué se requiere en cada ocasión. Buscaremos un poco de versatilidad, pero volveremos a sospechar de la consigna de «no repetir palabras» y de la obsesión por buscar sustitutos. No nos cansaremos de observar lo bien que queda muchas veces el conjunto vacío, lo no dicho, lo eliminado; creo que llegaremos a decir que el estilo consiste precisamente en la identificación de lo prescindible.
A lo largo de estas dos primeras partes habrán ido apareciendo diversos trastornos sintácticos y algunas «Cuestiones gramaticales» que en la tercera tienen título y espacio propio. Son tres capítulos dedicados, respectivamente, a algunos plurales raros, al indefinido todo y a las preposiciones: en ellos alternan las pretensiones del «estilo rico» con el simplismo del «estilo pobre». Sirven para ilustrar cómo hasta la morfología puede tener ínfulas: cómo un plural puede aspirar a ser más «intenso» o «molón» que un singular o cómo somos capaces de creer que recurrir a una simple preposición nos hará más finos. Las preposiciones, significativamente, darán pie a destacar uno de los más frecuentes despistes de los aspirantes al estilo: la falsa oposición que a veces se crea entre lengua literaria y lengua «normal», y la traumática asimilación de neutralidad con coloquialismo o vulgaridad.
La última parte, «Sexo y violencia», es en realidad un apéndice en el que se reúnen dos artículos sobre las peripecias del lenguaje sexual y penal. En uno se tr