PREFACIO
Uno de los momentos más extraños en mi carrera de periodista al servicio de una revista fue cuando recibí una llamada telefónica en mayo de 2014. Acababa de publicar «The Hunt for El Chapo» («A la caza del Chapo»), un artículo en el New Yorker sobre la carrera criminal y la captura definitiva del capo de la droga Joaquín Guzmán Loera, y recibí en la oficina un mensaje de voz de un abogado que decía representar a la familia Guzmán. Aquello resultaba, por decirlo suavemente, alarmante. Con los años, yo había desarrollado una especialidad en lo que los editores llaman el writearound: escribir artículos sobre personajes que se niegan a conceder una entrevista. Algunos periodistas odian los writearounds, pero yo siempre he disfrutado con el reto que plantean. Se requiere de mucha redacción creativa para retratar de manera vívida a alguien sin llegar a hablar jamás con él, pero a menudo esos artículos son más reveladores que los rígidos encuentros en los que acabas cuando el político o el director ejecutivo de turno aceptan que los entrevisten. Cuando escribí sobre el productor de telerrealidad Mark Burnett, él y yo no estábamos en contacto, pero sí sus dos exmujeres, y creo que al final aprendí más acerca de Burnett hablando con ellas de lo que habría aprendido tratando con él en persona.
En el caso del Chapo, cuando comencé mi artículo él estaba encerrado en una prisión mexicana y no concedía entrevistas, por lo que yo había dado por supuesto que no se sentaría conmigo a hablar. Tampoco albergaba la idea de que, cuando se publicase el artículo, él pudiera leerlo. A pesar de que dirigía un narcoconglomerado de miles de millones de dólares, se decía que era prácticamente analfabeto. Incluso si sabía leer, no se me antojaba un suscriptor del New Yorker. No obstante, cuando se publicó el artículo, contenía una serie de revelaciones de las que se hizo eco posteriormente la prensa mexicana. Así pues, debió de llegar de algún modo a su conocimiento.
Esperé algún tiempo para devolverle la llamada al abogado. Me figuraba que probablemente pondría objeciones a este o aquel aspecto del artículo (y me preocupaba que se tratase del pasaje en el que revelaba que el Chapo era un prodigioso consumidor de viagra). Hablé con una de mis fuentes, que hizo algunas indagaciones discretas y logró confirmar que aquel abogado trabajaba en efecto para la familia Guzmán. «Llámale sin más, estoy seguro de que no es nada importante». Acto seguido añadió: «Pero usa tu teléfono del trabajo y jamás, bajo ninguna circunstancia, les des tu dirección de casa».
Armándome de valor, telefoneé al abogado. Hablaba con acento extranjero, con un lenguaje formal y almidonado, y, cuando le dije con la mayor naturalidad posible que era Patrick Keefe, del New Yorker, me anunció con una seriedad casi teatral:
—Hemos leído su artículo.
—Oh —dije preparándome.
—Es —pausa dramática— muy interesante.
—¡Oh, gracias! —espeté. Lo había calificado de «interesante». Podía ser peor.
—El Señor[*]… —comenzó, antes de hacer una nueva pausa significativa— está preparado… —pasaban los segundos y me mantenía al teléfono mientras se me aceleraba el corazón— para escribir sus memorias.
Anticipándome a la llamada telefónica, había ensayado la conversación cual participante en un torneo de debate del instituto: si él dice esto, yo diré esto otro. Me había preparado para cualquier contingencia, para cualquier rumbo que pudiera tomar la discusión. Pero no para ese en concreto.
—Bueno —tartamudeé debatiéndome para hallar algo remotamente coherente que decir—. Me encantaría leer ese libro.
—Pero, señor —interrumpió el abogado—, ¿le gustaría escribirlo?
Confieso que, cuando me propusieron por primera vez la oportunidad de escribir anónimamente las memorias del Chapo, la consideré en serio por unos instantes. Durante sus años huido de la justicia, se había convertido en un personaje casi mítico y, como periodista, la idea de poder llegar a escuchar su historia en sus propias palabras se me antojaba verdaderamente seductora. Pero, antes de colgar el teléfono aquel día, ya había declinado la oferta. Guzmán era responsable, directa e indirectamente, de miles de asesinatos, quizá decenas de miles. No habría manera de escribir con rigor su historia sin explorar con mucho detalle ese lado de las cosas y la vida de sus numerosas víctimas. Pero parecía improbable que fuese esa la clase de libro que «el Señor» estuviera imaginando. Todo aquello recordaba un tanto al primer acto de un drama de suspense en el que el desventurado escritor al servicio de una revista, cegado por su deseo de una exclusiva, no sobrevive necesariamente al tercer acto.
—Incluso en las mejores circunstancias —le señalé al abogado tratando de proceder con el mayor tacto posible—, la relación entre el escritor anónimo y el personaje podría… crisparse.
El abogado fue muy cortés en todo momento. Tras otra breve llamada telefónica una semana después (en la que dijo «Mientras continúa considerando nuestra oferta…» y yo repuse «¡No, ya la he considerado, ya la he considerado!»), nunca volví a tener noticias suyas. Lo que había comenzado como una experiencia genuinamente aterradora acabó siendo una divertida anécdota para contar en las cenas. Pero el encuentro también parecía todo un ejemplo de lo que supone la aventura de escribir para las revistas: la misteriosa intimidad que un reportero puede sentir con un personaje a quien jamás ha conocido, la extrañeza de publicar una historia para que todo el mundo la lea y verla cobrar vida propia.
* * *
Estudiaba secundaria cuando me enamoré de las revistas. Estábamos a finales de los ochenta y las revistas —el objeto en sí, aquellos legajos de papeles grapados— eran omnipresentes y parecía que estarían ahí por siempre jamás. En la biblioteca de nuestro instituto había una «sala de publicaciones periódicas», en una de cuyas paredes lucían los últimos números de Time, Rolling Stone, Spin, U.S. News & World Report. Y, por supuesto, ejemplares del New Yorker.
Por aquel entonces nadie hablaba de «artículos de formato largo»; la expresión se introduciría más tarde con el fin de distinguir los reportajes extensos más típicos de las revistas de los artículos más concisos en la web. No obstante, ya en mis años de estudiante llegué a pensar que, al menos en lo que concernía a la no ficción, un artículo largo de revista podía ser el mejor de los formatos: lo bastante sustancial para sumergirte de lleno en él, pero lo bastante breve para leerlo de un tirón; esa clase de artículo poseía su propia estructura, finamente tallada. La narración hacía gala de una economía que, en contraste con los libros de no ficción que yo leía, se preocupaba por captar la atención del lector, mostrándose a la vez respetuosa con su tiempo.
Así pues, crecí leyendo el New Yorker y alimentando la secreta fantasía de que algún día yo mismo podría escribir para la revista. Durante mucho tiempo aquello fue una mera fantasía; tardé muchos años de comienzos fallidos y extraños rodeos (la facultad de derecho no es el camino que recomendaría a los aspirantes a periodistas) hasta conseguir que la revista publicase mi primer artículo por cuenta propia en 2006.
La paradoja de las revistas consiste en que son perecederas a la par que permanentes. Impresas en papel de escasa calidad, son eminentemente perecederas, como un vaso de papel, destinadas a ser desechadas. Sin embargo, al mismo tiempo, la gente se aferra a ellas. De niño, me encantaba llegar a la casa de algún amigo de la familia y descubrir una estantería de ejemplares de National Geographic, con todos esos impecables lomos amarillos resplandecientes alineados en fila.
Según el relato convencional, internet acabó con las revistas. Y en muchos sentidos así fue. No solo transformó drásticamente las condiciones económicas que habían propiciado el florecimiento de este tipo de publicaciones, sino también toda una cultura alrededor de la palabra impresa: cuando corrías a casa para coger el último número del buzón, o te pasabas una hora en un quiosco hojeando la oferta disponible, o cargabas con un número viejo, que se iba desgastando gradualmente en la mochila. En otro sentido, sin embargo, la web salvó el artículo de revista, rescatándolo de la papelera de reciclaje y confiriéndole una vida permanente. Un extenso reportaje de revista solía ser tan efímero como la flor del cerezo: hoy está aquí y la semana que viene ya ha desaparecido. Ahora está tan solo a un clic, para siempre.
Y esto no hace sino acentuar una paradoja más profunda. Si yo voy a consagrar buena parte de un año a investigar y escribir un artículo, y tú vas a dedicarle el tiempo que se precisa para leerlo, me gustaría intentar contarte la versión completa y definitiva del cuento. Quiero captar la realidad de una historia, en toda su gloria vívida y dinámica, e inmovilizarla, como hace el lepidopterólogo con la mariposa al exhibirla en una vitrina.
Pero huelga decir que la vida no se detiene cuando publicas. La historia continúa moviéndose, desarrollándose, batiendo sus alas. Tus personajes siguen actuando, con frecuencia de maneras desconcertantes. Al fin y a la postre, son personas reales. Vuelven a escaparse de la cárcel, como Chapo Guzmán. O ven convertirse una derrota legal en victoria, como Judy Clarke, la invicta abogada especialista en pena de muerte. O se suicidan de repente, como Anthony Bourdain.
Estas historias se escribieron a lo largo de doce años y reflejan algunas de mis constantes preocupaciones: la delincuencia y la corrupción, los secretos y las mentiras, la membrana permeable que separa los mundos lícitos e ilícitos, los lazos familiares, el poder de la negación. Nunca he tenido un tema estrella (un gran lujo si se escribe para una revista), y en cambio tiendo a seguir historias que me atraen por alguna razón, por la complejidad de los personajes o por la intriga de los acontecimientos. Pero ciertos asuntos son recurrentes, y estos artículos están conectados mediante otras pequeñas coincidencias. El Chapo acaba residiendo en la misma lúgubre prisión de máxima seguridad que Dzhokhar Tsarnaev, el cliente de Judy Clarke. Al traficante de armas conocido como el Príncipe de Marbella se le acusa erróneamente de participación en el atentado del vuelo 103 de Pan Am, un crimen al que Ken Dornstein, cuyo hermano mayor viajaba en el avión, dedica un cuarto de siglo a intentar resolver.
Contar una historia puede ser un proyecto maravillosamente absorbente, tan absorbente que, cuando me atrapa, a veces siento que podría ir felizmente a la deriva, siguiendo la investigación dondequiera que me arrastre. Pero siempre me recuerdo a mí mismo que he de regresar y contar la historia, y con suerte reflejar en la narración algo de lo que hizo que me resultase tan fascinante. Son estas unas historias disparatadas, pero todas ellas verdaderas y escrupulosamente contrastadas por mis brillantes colegas del New Yorker. Confío en que arrojen algo de luz sobre el crimen y el castigo, el carácter escurridizo de la ética situacional, las decisiones que tomamos al movernos por este mundo, y las historias que nos contamos a nosotros mismos y a los demás sobre dichas elecciones.
LAS BOTELLAS DE JEFFERSON
¿Cómo pudo un coleccionista encontrar
tantos vinos selectos? (2007)
La botella de vino más cara jamás vendida en una subasta salió a puja en Christie’s, en Londres, el 5 de diciembre de 1985. La botella estaba hecha de vidrio verde oscuro soplado a mano y la cerraba un lacre de cera negra y espesa con relieve. No tenía ninguna etiqueta, pero sí grabados en el vidrio con una fina caligrafía que reflejaban el año 1787, la palabra «Lafitte» y las letras «Th. J.».
La botella procedía de una colección de vino que, al parecer, había sido descubierta tras el muro de un sótano tapiado en un viejo edificio parisino. Los vinos llevaban los nombres de los mejores viñedos —junto con Lafitte (que hoy se escribe «Lafite») había botellas de Châteaux d’Yquem, Mouton y Margaux— y esas iniciales, «Th. J.». Según el catálogo, las evidencias sugerían que el vino había pertenecido a Thomas Jefferson y que la botella subastada podía «considerarse con razón una de las mayores rarezas del mundo». El nivel del vino era «excepcionalmente alto» para una botella con tanto tiempo —poco más de un centímetro por debajo del corcho— y el color, «extraordinariamente intenso para su edad». El valor del caldo se catalogaba como «incalculable».
Antes de subastar el vino, Michael Broadbent, el director del departamento de vinos de Christie’s, consultó con los expertos en vidrio de la casa de subastas, quienes confirmaron que tanto la botella como el grabado eran de estilo dieciochesco francés. Jefferson había servido como representante diplomático de Estados Unidos en Francia entre 1785 y el estallido de la Revolución, y había cultivado una fascinación por el vino francés. A su regreso a Estados Unidos, continuó pidiendo grandes cantidades de vino de Burdeos para él mismo y para George Washington, y estipuló en una carta de 1790 que sus cargamentos respectivos debían marcarse con sus iniciales. Durante su primer mandato como presidente, Jefferson se gastó en vino siete mil quinientos dólares —aproximadamente ciento veinte mil dólares en moneda de hoy—, y suele considerársele el primer gran experto en vinos de Estados Unidos. También podría haber sido el primer gran plasta estadounidense de los vinos. «Hubo, como de costumbre, una disertación sobre vinos —anotó John Quincy Adams en su diario después de cenar con Jefferson en 1807—. No muy edificante»).
Además de estudiar el material histórico relevante, Broadbent había probado otras dos botellas de la colección. Algunas cosechas decimonónicas todavía tienen un sabor delicioso, siempre y cuando se hayan almacenado adecuadamente. Pero el vino del siglo XVIII es extremadamente raro, y no estaba claro si las botellas con las siglas «Th. J.» seguían en buen estado. Broadbent es un «maestro enólogo», una certificación profesional para escritores expertos en vino y sumilleres que implica una dilatada experiencia con el vino selecto y un juicio refinado. Declaró, acerca de un Yquem de 1784, también con las siglas «Th. J.», que era «perfecto en todos los sentidos: color, buqué y sabor».
A las dos y media de aquella tarde de diciembre, Broadbent abrió la puja en diez mil libras esterlinas. Menos de dos minutos después su martillo cerró la subasta. El postor ganador fue Christopher Forbes, el hijo de Malcolm Forbes y vicepresidente de la revista homónima. El precio final fue de 105.000 libras, unos 157.000 dólares. «Ha sido más divertido que cuando se subastaron los binoculares que Lincoln sostenía cuando le dispararon», declaró Forbes, a lo que añadió: «Y esos también los tenemos».
Tras la subasta, otros coleccionistas fueron en busca de las botellas de Jefferson. El editor de Wine Spectator compró una botella a través de Christie’s. Un misterioso hombre de negocios de Oriente Medio compró otra. Y a finales de 1988 un magnate estadounidense llamado Bill Koch adquirió cuatro botellas. El hijo de Fred Koch, el fundador de Koch Industries, vivía en Dover, Massachusetts, y dirigía su propia compañía energética, sumamente rentable, la Oxbow Corporation. (Sus hermanos Charles y David llegarían a ser famosos por patrocinar a candidatos y causas políticas conservadoras). Bill Koch adquirió un Branne Mouton de 1787 a la Chicago Wine Company en noviembre de 1988. Al mes siguiente compró un Branne Mouton de 1784, un Lafitte de 1784 y un Lafitte de 1787 a Farr Vintners, una empresa británica. En total, Koch se gastó medio millón de dólares en las botellas. Las guardó en su espaciosa bodega climatizada y las estuvo sacando ocasionalmente a lo largo de los quince años siguientes para lucirlas ante sus amigos.
La colección de arte y antigüedades de Koch está valorada en varios cientos de millones de dólares, y en 2005 el Museo de Bellas Artes de Boston organizó una exposición de muchas de sus posesiones. El personal de Koch comenzó a rastrear la procedencia de las cuatro botellas de Jefferson y descubrió que, aparte de la autentificación de Broadbent de las botellas de Forbes, no había nada más en el expediente. Buscando la corroboración histórica, consultaron a la Fundación Thomas Jefferson, que se encuentra en la residencia Monticello, en Charlottesville, Virginia. Al cabo de varios días telefoneó la conservadora de Monticello, Susan Stein. «Creemos que esas botellas jamás pertenecieron a Thomas Jefferson», dijo.
* * *
Koch vive con su tercera esposa, Bridget Rooney, y seis hijos, de este y de los anteriores matrimonios, en una casa de 3.250 metros cuadrados de estilo anglocaribeño en Palm Beach. Cuando le visité allí hace no mucho tiempo, habían excavado el césped delantero para ampliar el sótano de la casa. Koch me explicó que necesitaba más espacio de almacenamiento. «Soy un coleccionista un poco compulsivo», dijo. Pasamos por delante del Desnudo acostado, de Modigliani, obra de 1917, y la Cantante de cabaret, de la etapa azul de Picasso, un Renoir, un Rodin y obras de Degas, Chagall, Cézanne, Monet, Miró, Dalí, Léger y Botero. Las cámaras de vigilancia, con sus esferas negras de vidrio, sobresalían del techo. «Mi padre era una especie de coleccionista —me explicó Koch—. Supongo que lo he heredado de él. Tenía una pequeña colección de arte impresionista. Coleccionaba escopetas. Luego coleccionó ranchos».
Nos sentamos en la «sala de los vaqueros» de Koch, rodeados por las pinturas de Charles Marion Russell, los bronces de hombres a caballo de Frederic Remington, sombreros de vaquero antiguos, cuchillos Bowie y docenas de armas expuestas en vitrinas: el arma de Jesse James, el arma del asesino de Jesse James, la pistola de Toro Sentado, el rifle del general Custer. A sus sesenta y siete años, Koch es alto y delgado, con el cabello blanco alborotado, gafas redondas y una risa aguda juvenil. En el Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde se graduó y se doctoró en Ingeniería Química, contrajo hepatitis y desde entonces no toleraba el alcohol fuerte. Pero podía beber vino. En los restaurantes empezó a pedir los vinos más caros de la carta y, empleando ese método, descubrió algunos que le gustaban. Con el tiempo comenzó a comprar vino en las subastas: vinos de Burdeos premier cru, como Lafite y Latour, y los famosos caldos de Borgoña de Romanée-Conti.
«Cuando me volví loco fue cuando vendí mis acciones de Koch Industries», me contó Koch. Eso fue en 1983; al parecer ganó quinientos cincuenta millones de dólares en la venta. En ese momento decidió crear una colección de vinos de primer orden. Cuando le pregunté por qué, me miró como si no hubiera captado lo evidente. «Porque es el alcohol con mejor sabor del mundo —respondió—. Esa es la razón».
Puede que Koch sea tan compulsivo interponiendo demandas como lo es coleccionando. Libró una batalla legal de veinte años contra sus propios hermanos por el negocio familiar. (El asunto quedó resuelto en 2001). Demandó al estado de Massachusetts por una transacción de acciones indebidamente gravadas y consiguió una reducción de cuarenta y seis millones de dólares. Cuando una antigua novia a la que había instalado en un apartamento del hotel Four Seasons de Boston se negó a marcharse, Koch la llevó al tribunal de la vivienda y la desahució. Habla de «enviar una citación» a alguien como si estuviera lanzando una granada. Apenas se había oído hablar del fraude de los vinos selectos cuando Koch compró sus cuatro botellas de burdeos con las siglas «Th. J.», y la única garantía que exigió fue que procediese de la misma colección que Michael Broadbent había autentificado. Se enfureció al descubrir que Monticello creía que sus botellas eran falsas. «He comprado tanto arte, tantas armas, tantas otras cosas que si alguien intenta engañarme quiero que ese hijo de puta pague por ello —me dijo encendiéndose—. Además —añadió relajándose un poco y esbozando una sonrisa—, es una divertida historia de detectives».
* * *
El extraordinario aumento de los precios de los vinos raros, cuyo ejemplo más notorio es el de las botellas de Jefferson, ha conducido en los últimos años a un auge de falsificaciones en el comercio vinícola. En 2000 las autoridades italianas confiscaron veinte mil botellas de falso Sassicaia, un codiciado tinto toscano. Los falsificadores chinos habían comenzado a vender Lafite falso. Los conocidos como vinos trofeo —las mejores cosechas del siglo de viejo vino de Burdeos—, que resultaban difíciles de encontrar en las subastas en los años setenta y ochenta del pasado siglo, han resurgido en el mercado en grandes cantidades. Serena Sutcliffe, la directora del departamento de vinos internacionales de Sotheby’s, bromea diciendo que en 1995, en el quincuagésimo aniversario de su cosecha, se consumió más Mouton de 1945 del que se había producido jamás. El problema es especialmente grave en Estados Unidos y en Asia, me contó Sutcliffe, donde los entusiastas adinerados crean nutridas colecciones a gran velocidad. «Puedes entrar en bodegas importantes y ver falsificaciones por valor de un millón de dólares entre género auténtico por valor de cinco o seis millones», me aseguró.
Habida cuenta de que gran parte de los negocios con vinos selectos se efectúan en intercambios extraoficiales en el «mercado gris», entre compradores y revendedores sin ninguna relación directa con la bodega, puede resultar difícil averiguar quién pone realmente en circulación una botella de vino en particular. Pero Koch envió emisarios a la Chicago Wine Company y a Farr Vintners y descubrió que las cuatro botellas provenían originalmente de la persona que había suministrado la que se subastó en Christie’s, un extravagante coleccionista alemán de vino llamado Hardy Rodenstock. Rodenstock era un antiguo editor musical que había representado a artistas pop alemanes en los setenta. Tenía residencias en Múnich, Burdeos y Montecarlo, y se rumoreaba que pertenecía a la adinerada familia Rodenstock, que fabricaba gafas de alta gama. Contaba que había empezado siendo un profesor y daba a entender que había ganado una fortuna en la bolsa.
Rodenstock comenzó a interesarse en el vino y desarrolló una pasión por los caldos blancos dulces de Château d’Yquem. Le encantaban en especial los vinos anteriores a la epidemia de filoxera de finales del siglo XIX, cuando una plaga de las vides diezmó los viñedos de Europa y obligó a los viticultores a replantar con variedades de Norteamérica resistentes a la enfermedad. «En los vinos de Yquem anteriores a la filoxera encontramos más sabores, más caramelo, más singularidad, más potencia, más clase», le explicó en cierta ocasión a un entrevistador. Se jactaba ante Wine Spectator de haber degustado más cosechas de Yquem de épocas pasadas que el propietario del château, y este le daba la razón.
A partir de 1980, Rodenstock comenzó a organizar anualmente espléndidas catas de vino de fin de semana a las que asistían críticos de vino, empresas y varios dignatarios y celebridades alemanes. Abría y ofrecía muchos de sus propios vinos viejos y raros, todos ellos servidos en copas «Rodenstock», de encargo y suministradas por su amigo el vidriero Georg Riedel. Impecablemente vestido, con elegantes gafas Rodenstock y camisas de cuello blanco almidonado, bromeaba con sus invitados, exclamando a propósito de una botella especialmente selecta: «Ja, unglaublich! ¡Cien puntos!». Era quisquilloso en lo tocante a la puntualidad —impedía la entrada a quienes llegaban tarde— y, cuando servía los vinos más viejos, prohibía escupir, lo que llevaba a algunos invitados, alarmados por el número de botellas que estaban degustando, a esconder escupideras en el regazo. «La historia no se escupe —les amonestaba Rodenstock—. Se bebe».
Rodenstock no ocultaba que había descubierto las botellas de Jefferson; por el contrario, la venta a Forbes a un precio nunca antes visto le había convertido en una celebridad en el mundo del vino. En la primavera de 1985, explicaría posteriormente, recibió una llamada telefónica acerca de un interesante descubrimiento en París, donde alguien se había topado con unas viejas y polvorientas botellas, cada una de las cuales llevaba grabadas las letras «Th. J.». Rodenstock rehusó revelar quién le había ofrecido las botellas, pero al parecer el vendedor no era consciente de la relevancia de las iniciales. «Fue como una lotería —así describió Rodenstock la experiencia—. Fue simplemente buena suerte». No dijo de cuántas botellas se trataba; según algunos eran «en torno a una docena»; según otros, nada menos que treinta. Tampoco desveló la dirección en París donde se habían descubierto. Las botellas de Jefferson fueron el primero de una serie de hallazgos asombrosos. Rodenstock se hizo célebre como un intrépido cazador de los vinos más raros. Un coleccionista que había sido amigo de Rodenstock en los ochenta y los noventa me contó que en 1989 había organizado una cata «horizontal» de botellas de vinos de 1929 de châteaux muy diferentes. La botella que había sido incapaz de encontrar era un Château Ausone de 1929. Varios días antes de la cata recibió una llamada telefónica de Rodenstock. «Estoy en Escocia —le anunció—. ¡He encontrado una botella de Ausone del 29!». Rodenstock viajó a Venezuela, donde, según los informes periodísticos, encontró un centenar de cajas de vinos de Burdeos; y en Rusia descubrió «el alijo perdido del zar», en alusión a un vino decimonónico. En 1998 celebró en el hotel Königshof de Múnich una cata «vertical» de ciento veinticinco cosechas diferentes de Yquem, incluidas dos botellas de la colección de Jefferson. «Asombrosamente, no sabían demasiado viejos ni oxidados —señalaba el corresponsal de Wine Spectator—. El de 1784 sabía como si fuera varias décadas más joven».
Algunos periodistas especialistas en vino evitaban esos eventos. El crítico Robert Parker acudió solamente a una cata; me confesó que la extravagancia de aquellos encuentros le repelía. Confesaba que la valoración de las selecciones tendría escasa utilidad para sus lectores porque difícilmente podrían encontrar, y mucho menos permitirse, vinos semejantes. Y la prohibición de escupir, combinada con la tendencia de Rodenstock a reservar lo más fascinante para el final de la degustación, podía perjudicar gravemente cualquier evaluación objetiva del vino. «Siempre parecía servir lo más selecto cuando uno ya estaba bien achispado —contaba Parker a propósito de un evento al que había acudido, una cata en Múnich en 1995—. Todos estaban como cubas».
Con todo, Parker quedó sorprendido por algunos de los vinos de Rodenstock. «¡Algo fuera de lo común! —escribió sobre una botella mágnum de gran formato de Pétrus de 1921 que había servido Rodenstock—. Aquel imponente vino, de sabor increíblemente concentrado, podía confundirse con el de 1950 o 1947». En su revista, el Wine Advocate, Parker calificaba la cata de tres días como «el evento enológico más importante de toda mi vida». «¡Aprendí rápidamente —escribió— que cuando Hardy Rodenstock se refería a un vino del 59 o del 47, necesitaba aclarar si estaba hablando del siglo XIX o del XX!».
Michael Broadbent asistía regularmente a los eventos de Rodenstock. En su libro Vintage Wine: Fifty Years of Tasting Three Centuries of Wines, Broadbent reconoce que fue gracias a la «inmensa generosidad» de Rodenstock que fue capaz de degustar muchos de los vinos de sus entradas más raras. Gran parte de su sección sobre los vinos del siglo XVIII consiste en notas de las catas de Rodenstock. Bill Koch jamás fue invitado a ninguna de aquellas degustaciones, pero había oído hablar de Rodenstock y ambos habían coincidido en cierta ocasión, en 2000, cuando Christie’s organizó una cata de Latour en sus oficinas neoyorquinas. Según Koch, Rodenstock llegó tarde y el magnate le abordó. «Hola, soy Bill Koch —se presentó—. He comprado algunos de sus vinos». Rodenstock le estrechó la mano. Parecía incómodo, pensó Koch.
«Así que usted es el famoso coleccionista», dijo Rodenstock antes de alejarse apresuradamente.
* * *
En las disputas legales, Koch había recurrido ocasionalmente a los servicios de un agente del FBI retirado llamado Jim Elroy. Durante su carrera policial, Elroy había trabajado en investigaciones sobre fraudes y, cuando surgieron preguntas acerca de las botellas de Jefferson, le dijo a Koch: «Si desea recuperar su dinero, yo lo conseguiré». Pero aquello no le bastaba a Koch. «Quiero encerrar al responsable —le dijo a Elroy—. Ensille». (El entusiasmo de Koch por la cultura de los vaqueros se le ha contagiado a Elroy. Este describe a su jefe como «el nuevo sheriff de la ciudad». El tono de llamada de su teléfono móvil es el tema silbado de El bueno, el feo y el malo).
Elroy es un sexagenario de rostro bronceado y curtido y sonrisa conspirativa. Le gustan las anécdotas y, cuando quedamos recientemente para almorzar, relató los detalles de su investigación como quien ya hubiera contado la historia con anterioridad, con una forma de relatar estudiada. «Los casos mejoran o empeoran —me dijo—. Este no dejaba de mejorar». Desde el principio, Koch estaba interesado en demandar a Rodenstock, explicó Elroy, pero también deseaba financiar privadamente la preparación de una causa penal que pudiera entregarse en última instancia a las autoridades federales. Elroy se sentía estimulado por las ambiciones de Koch. «Este caso tiene todas las características de una investigación del FBI —me aseguró—, solo que con las mejores personas del mundo disponibles al instante. Y sin nada de burocracia». Estimaba que desde 2005 Koch se había gastado más de un millón de dólares en el caso Rodenstock: el doble de lo que pagó por el vino.
Cuando Elroy y su equipo —un antiguo inspector de Scotland Yard en Inglaterra, un exagente del MI5 con destino en Alemania y varios enólogos de Europa y de Estados Unidos— iniciaron la investigación en 2005, se enteraron por el personal de Monticello de que las dudas relativas a la autenticidad de los vinos de Jefferson se remontaban a la subasta de la botella original. Broadbent había acudido a Monticello en el otoño de 1985 para preguntar por las referencias al vino en algunas de las cartas de Jefferson. Una investigadora llamada Cinder Goodwin, que había pasado quince años estudiando los numerosos papeles de Jefferson, respondió a Broadbent aquel noviembre expresando escepticismo. «De esa época se conservan el libro de contabilidad diaria, casi todas sus cartas, sus declaraciones bancarias y diversos formularios aduaneros franceses internos, y en todo ello no aparece mención alguna de las cosechas de 1787», escribió. Cuando un reportero del New York Times contactó con Goodwin antes de la subasta para preguntar por el asunto, ella comentó que, mientras que las iniciales de las botellas de Rodenstock eran «Th. J.», en su correspondencia Jefferson tendía a usar dos puntos: «Th: J.». Broadbent no mencionó esas dudas en el catálogo, y el artículo del Times no disuadió a los postores. (En un artículo publicado por entonces en el New Yorker le aseguró a un periodista que no había encontrado «ninguna prueba», pero sí abundantes evidencias circunstanciales —«un montón de ellas»—, de que Jefferson había sido el propietario de la botella).
Poco después de la subasta, Cinder Goodwin elaboró un informe de investigación sobre las botellas en el que concluyó que, si bien podían ser auténticamente del siglo XVIII, la conexión específica con Jefferson no quedaba corroborada por los registros históricos. Se esmeró en insistir en que no estaba cuestionando la buena fe de Rodenstock ni de Broadbent, pero se preguntaba: «¿No había acaso ningún Thomas, Theodore o Theophile, ni ningún Jackson, Jones o Julien que también tuviera predilección por el vino de Burdeos selecto y que hubiera residido en París?». Señalaba que los registros históricos documentan habitantes que responden a estas siglas en varias direcciones de París. Si Rodenstock revelara la dirección en la que había descubierto el vino, «podría establecerse una conexión apropiada».
Pronto empezó a llegar a Monticello un aluvión de cartas. Aunque él habla un inglés aceptable, las cartas estaban en alemán; las tradujo un guía turístico de Monticello. El 28 de diciembre de 1985, Rodenstock escribió, en referencia a Goodwin, que «uno debería guardarse cortésmente sus dudosos e infundados comentarios y no darse importancia delante de la prensa». Dan Jordan, el director ejecutivo de Monticello, respondió asegurando que Goodwin era una especialista en Jefferson de gran prestigio y que, a diferencia de Rodenstock o Christie’s, no tenía ningún interés económico en la determinación de la autenticidad.
«¿Se puede estudiar a “Jefferson” en la universidad? —replicó Rodenstock—. Ella no sabe nada de vinos en relación con Jefferson, no sabe cómo son las botellas del periodo 1780-1800, desconoce su sabor». Broadbent también escribió cartas a Monticello para apoyar a Rodenstock en el asunto de las botellas. Un abismo filosófico infranqueable parecía separar a los historiadores de Virginia y a los expertos europeos. Broadbent, al igual que Rodenstock, expresaba su confianza en que la experiencia sensorial de consumir una botella de vino superaba las evidencias históricas. En junio de 1986 anotó que acababa de degustar una botella de Rodenstock: un Branne Mouton, con las siglas «Th. J.», de 1787. El vino era «extraordinariamente bueno —escribió Broadbent—. Si a alguien todavía le asaltaban dudas acerca de la autenticidad de ese vino viejo y extraordinario, estas quedaron completamente disipadas… Es cierto que no existen evidencias escritas de que esas botellas concretas hubieran pertenecido a Jefferson, pero ahora estoy firmemente convencido de que ese era en efecto el vino que Jefferson había encargado».
Los investigadores de Monticello no fueron los únicos en plantear dudas acerca del vino. Antes de que Christie’s vendiera la botella en subasta a Forbes, Rodenstock había ofrecido una botella de Lafitte con las siglas «Th. J.» a un coleccionista alemán llamado Hans-Peter Frericks por unos 10.000 marcos alemanes. Después de que Forbes se gastara cuarenta veces esa suma, Frericks decidió subastar su propia botella y contactó con Broadbent. Pero Rodenstock intervino, diciendo que le había vendido la botella a Frericks a condición de que este no la revendiera. (Frericks niega que existiera semejante condición). Frericks recurrió a Sotheby’s, pero, tras examinar las evidencias, la casa de subastas declinó alegando la incierta procedencia de la botella. Los esfuerzos de Rodenstock por detener la venta, junto con las dudas de Sotheby’s acerca de la botella, hicieron sospechar a Frericks, y en 1991 este envió la botella a un laboratorio de Múnich para que se datase su contenido por radiocarbono.
Toda materia orgánica contiene el isótopo radiactivo carbono 14, que tiene una tasa de desintegración predecible; los científicos pueden analizar de este modo la cantidad del isótopo en una botella de vino con el fin de calcular aproximadamente su edad. El carbono 14 tiene una larga vida media, y la datación es relativamente imprecisa cuando se trata de evaluar objetos de solo unos siglos de antigüedad. No obstante, las pruebas nucleares realizadas en la atmósfera en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo ofrecen una especie de punto de referencia, toda vez que los niveles de carbono 14 aumentaron bruscamente durante ese periodo. En este caso, las cantidades de carbono 14 y de otro isótopo, el tritio, eran mucho más elevadas de las que cabía esperar en un vino de doscientos años, y los científicos concluyeron que la botella contenía una mezcla de vinos, casi la mitad de los cuales databan de 1962 en adelante.
Frericks demandó a Rodenstock y en diciembre de 1992 un tribunal alemán falló a favor de aquel, sosteniendo que Rodenstock «adulteró el vino u ofreció a sabiendas vino adulterado». (Rodenstock apeló y demandó a Frericks por difamación. El asunto se resolvió finalmente fuera de los tribunales). Además del exagente del MI5, el infatigable Elroy empleó a dos investigadores privados en Alemania, que descubrieron que Hardy Rodenstock era un nombre ficticio. Los investigadores visitaron su ciudad natal, Marienwerder, en la actual Polonia. Informaron a Koch de que Rodenstock era en realidad Meinhard Goerke, el hijo de un funcionario del ferrocarril local. Entrevistaron a su madre y visitaron su escuela. Los investigadores contaron a Koch que Rodenstock había estudiado Ingeniería y había aceptado un empleo en la compañía nacional de ferrocarriles de Alemania Occidental; no encontraron ninguna evidencia que respaldara que había sido profesor. También entrevistaron a Tina York, una cantante alemana de pop con la que Rodenstock había tenido una relación sentimental en los setenta y los ochenta. York les contó que durante los diez años de relación con Rodenstock este le había ocultado que tenía dos hijos de un matrimonio anterior. «Siempre hablaba de dos sobrinos», les dijo.
Rodenstock había adoptado su nueva identidad en la época en la que conoció a York, decían los investigadores, y a ella le contó que pertenecía a la famosa familia Rodenstock. Fue mientras estaba con York cuando empezó a interesarse en el vino. Ella no compartía su devoción por esa afición. Recordaba que un día había dejado una fuente de ensalada de patata en la bodega climatizada para conservarla fría. «Rodenstock se puso como loco». Este era conocido por su fino olfato y su capacidad para identificar vinos en catas a ciegas. Elroy se preguntaba si quizá poseía las destrezas de un mezclador, el experto que los viñedos emplean para conseguir una mezcla precisa de uvas. No hay ninguna prueba científica que permita determinar de manera fidedigna las variedades de uva presentes en una botella de vino, y Elroy especulaba con que Rodenstock podría haber elaborado falsificaciones mezclando diversos vinos —e incluso con pequeñas cantidades de oporto, como ha llegado a saberse que hacen los falsificadores— con el fin de crear un cóctel que supiera como el original.
Siguiendo esas sospechas, el equipo de investigadores de Elroy preguntaron a varias personas a las que entrevistaron si tenían algún recuerdo de que Rodenstock dispusiera de un laboratorio donde pudiera preparar las mezclas. Entonces, en octubre de 2006, un alemán llamado Andreas Klein se dirigió al equipo de Koch y contó que Rodenstock había vivido varios años en un apartamento que pertenecía a su familia. Ambos habían discutido, cuando Klein le comunicó su deseo de construir un apartamento encima del que ocupaba Rodenstock, y habían terminado en los tribunales. En 2004, después de que Rodenstock abandonase el apartamento, Klein entró en el sótano de su antiguo inquilino y descubrió una colección de botellas vacías y una pila de etiquetas de vino aparentemente nuevas.
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Existen dos tipos de falsificadores de vinos: los que no alteran el contenido de la botella y los que sí lo hacen. Dado que el precio de una gran cosecha de vino selecto con frecuencia es muy elevado, muchos falsificadores toman una botella de, pongamos por caso, un Pétrus de 1980 y simplemente intercambian la etiqueta por otra de 1982. (La cosecha de 1982 es especialmente codiciada y, por lo tanto, mucho más cara). Con un buen escáner y una impresora de color, las etiquetas son fáciles de replicar; un antiguo empleado de una casa de subastas con quien hablé lo llamaba «autoedición». El corcho de la botella está marcado con el año, pero a veces los falsificadores rascan el último dígito, asumiendo que el comprador no se percatará. Además, habida cuenta de que los corchos tienden a deteriorarse después de décadas en la botella, algunos viñedos ofrecen un servicio de reencorchado, por lo que una botella con un corcho más nuevo podría a priori no despertar sospechas. En cualquier caso, el corcho permanece generalmente oculto bajo la cápsula de sobretaponado hasta que el comprador abre la botella.
La mayor ventaja del falsificador estriba en que muchos compradores esperan años antes de abrir sus botellas, si es que llegan a abrirlas alguna vez. Bill Koch me confesó que posee vino que no tiene ninguna intención de beberse jamás. Colecciona botellas de ciertos viñedos casi como si se tratase de cromos de béisbol, aspirando a completar una colección. «Solo quiero ciento cincuenta años de Lafite en la pared», decía. Se lo pensaría dos veces antes de consumir las cosechas más difíciles de conseguir porque, si lo hiciera, su colección quedaría incompleta, pero también porque los vinos viejos más raros con frecuencia no proceden de las mejores cosechas, sino de las peores. Históricamente, cuando se producían buenas cosechas, los coleccionistas las conservaban en bodegas para ver cómo envejecían, me explicó Koch. Pero cuando los viñedos de renombre producían cosechas mediocres, estas se bebían al poco de embotellarse, con lo que la añada escaseaba. Cuando le pregunté por qué compraba vinos viejos que no tenía intención de beber jamás, Koch se encogió de hombros. «Tampoco voy a disparar nunca el rifle de Custer», me respondió.
La segunda gran ventaja para los falsificadores de vinos radica en que, cuando los coleccionistas abren las botellas fraudulentas, a menudo carecen de la experiencia y el sentido del gusto necesarios para saber que los han estafado. Para empezar, incluso los vinos viejos genuinos varían enormemente de una botella a otra. «Es un organismo vivo —me explicó Serena Sutcliffe, de Sotheby’s—. Se mueve, cambia, evoluciona y, una vez que te haces con vinos de cuarenta, cincuenta o sesenta años, incluso si las botellas se almacenan una al lado de otra en condiciones similares, encontrarás grandes diferencias entre ellas». Los estudios sugieren que la experiencia de oler y catar el vino es extremadamente susceptible de sufrir interferencias de las partes cognitivas del cerebro. Varios años atrás, Frédéric Brochet, un estudiante de doctorado en enología en la Universidad de Burdeos, llevó a cabo una investigación en la que sirvió a cincuenta y siete participantes un vino de Burdeos tinto de gama media de una botella en la que se indicaba que se trataba de un modesto vin de table. Una semana después sirvió el mismo vino a los mismos sujetos, pero esta vez en una botella que indicaba que el vino era un grand cru. Mientras que los catadores encontraron el vino de la primera botella «simple», «desequilibrado» y «de escaso sabor», el vino de la segunda les pareció «complejo», «equilibrado» e «intenso». Brochet arguye que la «expectativa perceptiva» que crea la etiqueta domina con frecuencia la experiencia directa con el vino en cuestión, invalidando nuestra verdadera respuesta sensorial al contenido de la botella.
Así pues, existe un segundo tipo, más audaz, de falsificador, el que sustituye un vino por otro. A menudo trabaja con botellas auténticas que llevan etiquetas auténticas; para ello, se hace con botellas vacías en restaurantes o tiendas de antigüedades y las rellena con otro tipo —o tipos— de vino, y reemplaza el corcho y la cápsula asumiendo que el comprador, preocupado por su estatus, nunca advertirá la diferencia. Y en muchos casos esta suposición es correcta. Sutcliffe cree que la inmensa mayoría de los vinos falsos no levantan sospecha alguna. Rajat Parr, un destacado experto en vinos que supervisa restaurantes en Las Vegas, me contó que hace varios años unos clientes suyos pidieron una botella de Pétrus de 1982, que en los restaurantes puede llegar a costar 6.000 dólares. El grupo terminó la botella y pidió otra. Pero la segunda botella sabía notablemente diferente, por lo que la devolvieron. Los empleados se disculparon y les sirvieron una tercera botella, que los comensales consumieron con placer. Parr examinó detenidamente las tres botellas y acabó descubriendo el problema de la segunda: era la única auténtica.
Si las botellas con las siglas «Th. J.» eran falsificaciones, la pregunta que se hacía Jim Elroy era si las botellas auténticas del siglo XVIII de otra persona habían pasado por botellas de Thomas Jefferson o si el propio vino había sufrido alguna adulteración. El hecho de que Broadbent y otros expertos hubieran catado varias botellas con las siglas de Jefferson y las hubieran declarado auténticas parecía sugerir que el vino de las botellas también era auténtico. Jancis Robinson, otro maestro del vino y columnista experto en la materia del Financial Times, había asistido a la cata de Yquem de 1998 y el contenido de las dos botellas con las siglas «Th. J.» le había parecido «convincentemente viejo», algo mohoso en un principio, pero luego, cuando «comenzó a obrarse el milagro del gran vino viejo», ofreció todo su aroma: el vino de 1784 exhalaba una «fragancia femenina de rosas» y el de 1787, «aromas otoñales de azúcar quemado y sotobosque». Pero Brochet me contó que, en las degustaciones, los expertos son más susceptibles que los bebedores no versados en el tema a las interferencias de sus propias experiencias y presunciones. Y esos avales parecen ser cuestionados por la prueba científica encargada por Hans-Peter Frericks, que reveló que casi la mitad del vino de su Lafitte de 1787 databa de fechas posteriores a 1962.
Después del test de Frericks, Rodenstock había encargado su propia prueba, para otra botella de Lafitte de 1787, al doctor Georges Bonani, un científico de Zúrich. Bonani dató el vino con carbono 14 y determinó que la botella no contenía ningún vino de 1962 o posterior, hecho que contradecía el hallazgo específico del estudio de Frericks. Rodenstock calificaba con frecuencia los resultados de Bonani como «concluyentes». Pero parece difícil considerar verdaderamente concluyente cualquiera de esas pruebas. Para empezar, los diferentes test se realizaron en distintas botellas, y sería temerario extrapolar cualquier dato referente a la autenticidad de una botella a partir de los resultados de otra. Por otra parte, la datación por carbono 14 no permite determinar con fiabilidad la edad de los vinos embotellados durante los siglos XVIII y XIX, y en este sentido un examen del informe del laboratorio de Bonani revela que sus hallazgos reflejaban un considerable margen de error. Si bien el test podría haber descartado la presencia de vino de finales del siglo XX, no proporcionaba ninguna prueba definitiva de que el vino datase de 1787. «El test dice solamente que el vino es de algún momento comprendido entre 1673 y 1945», afirmó Bonani en un correo electrónico reciente.
Escéptico respecto a las pruebas de las dos partes interesadas en el caso, Elroy localizó a un físico francés llamado Philippe Hubert, quien había diseñado un método para determinar la edad de un vino sin abrir la botella. Hubert utiliza rayos gamma de baja frecuencia para detectar la presencia del isótopo radiactivo cesio 137. A diferencia del carbono 14, el cesio 137 no surge de forma natural; es un resultado directo de la lluvia radiactiva. Un vino embotellado antes de la llegada de las pruebas nucleares realizadas en la atmósfera no contiene cesio 137, por lo que el test no arroja ningún resultado para los vinos anteriores. Pero si un vino contiene cesio 137, la corta vida media del isótopo —treinta años— permite a Hubert efectuar una estimación más precisa de su edad. Elroy voló a Francia con las botellas de Jefferson embaladas en dos cajas resistentes a los impactos y a prueba de balas, que llevó como equipaje de mano. (Había conseguido un carnet, una suerte de pasaporte para objetos, con el fin de no tener que pagar aranceles al cruzar las fronteras con vino valorado en medio millón de dólares. Cuando la seguridad del aeropuerto escudriñó las botellas en Heathrow, donde hacía escala, Elroy declaró impasible: «No hay manera de conseguir una buena botella de vino en el avión»).
El laboratorio donde Hubert y Elroy analizaron el vino se halla bajo los Alpes, a algo más de mil quinientos metros de altitud, en la frontera francoitaliana. Las botellas se introdujeron en un detector protegido por veinticinco centímetros de plomo y se sometieron a una semana de pruebas. Elroy estaba convencido a esas alturas de que sus investigadores y él estaban cerca de desenmascarar a Rodenstock. «Con las evidencias que encuentro en Monticello, sumadas a lo que estoy viendo en Alemania, estoy seguro en un 99 por ciento de que este tipo es un fraude», recordaba. Cuando Hubert concluyó los test, sin embargo, no detectó nada de cesio 137 en las botellas. «No sé si es de 1783 o de 1943», informó Hubert a Elroy. Pero el vino era anterior a la era atómica.
«No se imagina lo decepcionante que fue aquello —me confesó Elroy—. Tengo las evidencias históricas, pero para presentar una acusación por la vía penal necesito algo más. Para que sea procesable, he de contar con alguna clase de prueba científica o similar». En el vuelo de vuelta a Estados Unidos, Elroy sacó una de las botellas y la sostuvo en las manos. «Me quedé mirando la cápsula y el propio vidrio —me dijo—. Deslicé la mano por el grabado. Pude sentirlo. Y entonces pensé: esta es la marca de una herramienta. Esto se ha hecho con una herramienta, seguro».
Al aterrizar, Elroy telefoneó al laboratorio del FBI en Quantico, Virginia. Los expertos de balística del laboratorio están especializados en el examen de marcas de herramientas, como cuando descubren la reveladora marca que deja el cañón de una pistola en una bala o la que hace un destornillador al abrir, haciendo palanca, una ventana. El laboratorio facilitó a Elroy los nombres de algunos especialistas recientemente jubilados. Visitó asimismo el Museo del Vidrio de Corning, al norte del estado de Nueva York, donde lo remitieron a un experto g