Cabeza de serpiente

Patrick Radden Keefe

Fragmento

cap-3

DRAMATIS PERSONAE

Dada la envergadura geográfica e histórica de esta narración, aparecen por necesidad numerosos personajes. Puesto que Cabeza de serpiente es un relato de gente trasladada de un país a otro, a muchos de los individuos descritos se les conoce por más de un nombre. A fin de minimizar la confusión para los lectores que quizá no estén acostumbrados a los nombres chinos, en muchos casos he utilizado por defecto los nombres en inglés adoptados por algunos personajes chinos. Así pues, Chung Sing Chau, que al llegar a Estados Unidos tomó el nombre de Sean Chen, será Sean Chen para el fin de esta narración. Debido a que algunos personajes del libro están involucrados en el crimen organizado, y puesto que los mafiosos chinos tienen en común con sus homólogos de la mafia italiana una maravillosa facilidad para los apodos, he optado por referirme a algunos de ellos sobre todo por sus alias —como el señor Charlie o el Gordo—, sencillamente porque al lector le resultará más fácil recordar el apodo.

Por regla general, al escribir los nombres chinos el apellido familiar precede al nombre de pila, conque si el nombre completo de la Hermana Ping es Cheng Chui Ping, Cheng es el apellido. He seguido la costumbre china, con muy pocas excepciones, como Kin Sin Lee y Pin Lin, en las que, por consenso, fiscales, abogados de inmigración, pasajeros del Golden Venture y amigos y colegas del individuo en cuestión optaron por invertir el orden, poniendo primero el nombre propio y después el apellido; hacer otra cosa sería pecar de puntilloso. En la siguiente lista, el nombre en versalitas es el que se usa en el texto, los apodos aparecen entrecomillados y entre paréntesis están los alias, los nombres de nacimiento (si la persona ha adoptado un nombre o apodo en inglés) y las traslaciones del chino tradicional (en los pocos casos en que por lo demás me desvío de ellas).

«AH KAY» (Guo Liang Qi), líder de la banda de la Fuk Ching.

«AH WONG» (Guo Liang Wong), hermano menor de Ah Kay que asumió el control de las operaciones de contrabando.

GLORIA CANALES, destacada contrabandista de seres humanos, con base en Costa Rica.

ANN CARR, abogada de inmigración británica que representó a Sean Chen en York, Pensilvania.

YING CHAN, periodista del Daily News especializada en el negocio de los cabezas de serpiente.

«SEÑOR CHARLIE» («Char Lee», «Ma Lee», Lee Peng Fei), contrabandista marítimo con base en Bangkok.

SEAN CHEN (Chung Sing Chau), adolescente fujianés a bordo del Golden Venture.

CHENG CHAI LEUNG, padre de la Hermana Ping, uno de los primeros cabezas de serpiente fujianeses.

CHENG CHUI PING («Hermana Ping»), cabeza de serpiente y banquera clandestina con base en Nueva York.

CHENG MEI YEUNG, hermano de la Hermana Ping, contrabandista con base en Guatemala, California y Bangkok.

MONICA CHENG (Cheng Hui Mui), hija y primogénita de la Hermana Ping y Cheung Yick Tak.

SUSAN CHENG (Cheng Tsui Wah), hermana de la Hermana Ping, suministraba documentos de viaje a los migrantes trasladados de contrabando.

CHEUNG YICK TAK («Billy»), marido de la Hermana Ping.

BEVERLY CHURCH, enfermera y pasante en York, Pensilvania, que se implicó con los detenidos del Golden Venture.

PATRICK DEVINE, investigador del SIN con base en Búfalo.

JAMES DULLAN, conductor en la ruta de contrabando a través del Niágara.

KENNY FENG, cabeza de serpiente taiwanés y socio de la Hermana Ping, con base en Guatemala.

«EL GORDO» («Cuatro Estrellas», Dickson Yao), contrabandista de droga e informante de la DEA y el SIN, con base en Hong Kong.

FOOCHOW PAUL (Kin Fei Wong), cabecilla original de la banda de la Fuk Ching.

ED GARDE, investigador de la Oficina del Sheriff del condado de Niágara.

RICHARD KEPHART, conductor en la ruta de contrabando a través del Niágara.

RAY KERR, jefe de la brigada C-6 del FBI, fue contacto de Dan Xin Lin.

KIN SIN LEE (Lee Kin Sin), ayudante del señor Charlie, ejecutor en jefe de los cabezas de serpiente a bordo del Golden Venture.

DOUGIE LEE, inspector de la Brigada Jade de la policía de Nueva York.

PETER LEE, agente especial del FBI, fue contacto de la Hermana Ping.

DAN XIN LIN (Lin Dan Xin), miembro de la banda de la Fuk Ching, que abandonó para poner en marcha su propia operación de contrabando.

LI XING HUA («Estúpido»), miembro de la banda de la Fuk Ching, guardaespaldas de Ah Kay.

SAM LWIN, primer oficial birmano del Golden Venture que posteriormente se hizo con el mando del barco.

JOAN MARUSKIN, pastora metodista de York, Pensilvania, que se implicó con los detenidos del Golden Venture.

BILLY MCMURRY, agente especial del FBI, responsable de la investigación de la Hermana Ping a partir de 1997.

DORIS MEISSNER, directora del SIN, nombrada por el presidente Clinton después del incidente del Golden Venture.

DON MONICA, agente del SIN, con base en Nairobi.

KONRAD MOTYKA, agente especial del FBI que trabajó tanto en el caso de la Fuk Ching como en el de la Hermana Ping.

JOE OCCHIPINTI, jefe de la Unidad Anticontrabando del SIN e investigador jefe en la Operación Hester.

BENNY ONG (el «Tío Siete», Ong Kai Sui), consejero vitalicio de la tong Hip Sing en Chinatown.

«PAUL» (Min Hoang), contrabandista vietnamita con base en Canadá, pilotaba barcas a través del río Niágara.

«PETER» (Cheng Wai Wei), cuñado de la Hermana Ping, esposo de Susan, a cargo de la ruta de contrabando del Niágara.

PIN LIN (Lin Pin), pasajero del Golden Venture representado por Craig Trebilcock.

PAO PONG, agente de la Policía Turística de Pattaya, que interrumpió la carga del Golden Venture en Tailandia.

GROVER JOSEPH REES III, fiscal general del SIN.

LUKE RETTLER, fiscal de la fiscalía del distrito de Manhattan, especializado en bandas asiáticas.

MARK RIORDAN, agente del SIN, con base en Bangkok.

ERIC SCHWARTZ, empleado del Consejo de Seguridad Nacional, coordinó la respuesta de Washington al incidente del Golden Venture.

GERALD SHARGEL, destacado abogado defensor criminalista que representó a Ah Kay.

STERLING SHOWERS, obrero industrial jubilado de York, Pensilvania, que trabó amistad con detenidos del Golden Venture.

BILL SLATTERY, director de distrito del SIN en la ciudad de Nueva York.

SONG YOU LIN, asesino de la banda de la Fuk Ching.

JERRY STUCHINER, agente del SIN al mando en Hong Kong y luego en Honduras.

ALAN TAM («Ha Gwei»), miembro de la Fuk Ching medio afroamericano, conductor y apañador de la banda.

AMIR TOBING, capitán indonesio del Golden Venture.

CRAIG TREBILCOCK, joven abogado litigante de York, Pensilvania, que dirigió la ayuda judicial pro bono a los detenidos del Golden Venture.

WANG KONG FU, estrecho socio contrabandista de la Hermana Ping; le presentó esta última a Ah Kay.

HERBIE WEIZENBLUT, socio de Jerry Stuchiner, enchufado como cónsul hondureño en Hong Kong.

WENG YU HUI, fujianés trasladado de contrabando por la Hermana Ping que luego pasó a ser un cabeza de serpiente clave en el Golden Venture.

YANG YOU YI, pasajero fujianés del Golden Venture y destacado artista papirofléxico en la cárcel de York, Pensilvania.

Ilustración de un mapa

LIBRO PRIMERO

1

LOS PEREGRINOS

El barco tocó por fin tierra a cien metros escasos de la península de Rockaway, un estrecho y escuálido brazo de arena que forma una suerte de barrera entre las zonas más al sur de Brooklyn y Queens y las bravas aguas del Atlántico. Ya en la época de la guerra de 1812, los pobladores de Nueva York erigieron almenas y emplazaron cañones a lo largo de las playas para defenderlas de una invasión extranjera. Antes incluso de que llegasen los colonos blancos, los indios canarsie de la región habían considerado los dieciocho kilómetros de dunas y hierba como una franja exclusiva de su propiedad. «Rockaway» deriva de la palabra canarsie reckouwacky, que significa «el lugar de nuestro pueblo».

Una sola carretera recorre el centro de la península y cruza el puente Marine Parkway, que la une con el continente, atravesando los tranquilos chalets adaptados para el invierno de la Cooperativa Breezy Point, hasta desembocar en el extremo occidental de Rockaway, donde los domingueros se dedican a pescar con caña y sedal. Mirando hacia el sur, al otro lado de la playa que da al Atlántico, nadie diría que se encuentra en la periferia de una de las ciudades más grandes del mundo. Pero al volver la cabeza hacia el lado de la península que baña la bahía, ahí está Coney Island a lo lejos, con la vieja y cutre Cyclone, la montaña rusa, cuyo estridente perfil se erige sobre el paseo marítimo entablado.

A las dos menos cuarto de una madrugada de domingo sin luna, el 6 de junio de 1993, solo circulaba por esa carretera central un coche patrulla de la policía, cuyos faros iluminaban el asfalto oscuro. Un largo tramo de la península forma parte de un parque nacional, y en el interior del coche un agente de la Policía de Parques Nacionales de veintiocho años llamado David Somma hacía el turno de noche con su compañero, Steve Divivier. A los treinta años, Divivier llevaba cuatro en el cuerpo, pero era la primera vez que patrullaba toda la noche.

No era una ronda especialmente movida. Breezy Point, al oeste del puente, era un barrio muy unido. Lo habitaban sobre todo familias norteamericanas de ascendencia irlandesa que llevaban generaciones en la zona, polis y bomberos de clase trabajadora cuyos padres y abuelos habían comprado modestas casas de veraneo a lo largo de la playa en las décadas de los cincuenta y los sesenta y que en algún momento pavimentaron las parcelas de arena y acondicionaron para el invierno los chalets de fin de semana. Con un 98,5 por ciento de población blanca, Breezy Point se distinguía por ser el barrio con menos diversidad étnica de toda la ciudad de Nueva York. De vez en cuando aparecía una patrulla nocturna en la playa para supervisar una hoguera o poner fin a una fiesta cervecera, pero los delitos graves en esa zona eran insólitos. La policía de Breezy Point era un cuerpo auxiliar formado por voluntarios. Los agentes usaban tan poco las esposas que habían tomado la costumbre de lubricarlas para que no se oxidasen.

Somma iba al volante y lo vio primero. Tras un chaparrón caído de madrugada, el océano se había cubierto de niebla. Pero a su derecha, más allá de la playa, hendía la oscuridad un puntito de tenue iluminación verde: la luz de un mástil.

Los agentes se detuvieron, se apearon y subieron a lo alto de las dunas que separaban la carretera de la playa. Vieron a lo lejos la silueta espectral de un barco, un buque volandero de unos cuarenta y cinco metros de eslora que estaba muy levemente escorado. Somma regresó al coche patrulla y avisó por radio a la centralita de que un barco de gran tamaño estaba peligrosamente cerca de la orilla. Divivier y él ascendieron a la duna para echar otro vistazo.

Entonces oyeron los primeros gritos procedentes del agua.

Medio sofocados por el viento, los chillidos les llegaban de la playa. A Somma le parecieron desesperados, de los que lanza la gente que se sabe a punto de morir. Llevaba una linterna, que enfocó hacia el barco. El mar estaba picado, las olas eran feroces y volátiles. A poco más de veinte metros, entre las crestas espumosas, Somma vio cuatro cabezas que oscilaban arriba y abajo en el agua. Los agentes dieron media vuelta y regresaron al coche a la carrera.

«¡Hay algunas personas en el agua!», gritó Somma por la radio. Divivier había cogido un salvavidas y corría ya hacia la playa. Los agentes se lanzaron al agua. Estaba fría —doce grados— y un violento oleaje con grandes golpes de marejada rompía en torno y amenazaba con engullir a la gente a lo lejos. Guiados por los aullidos, Divivier y Somma se internaron en el mar hasta la cintura. Cuando Divivier acortaba distancias con las cuatro personas, les lanzó el salvavidas, pero el viento y la corriente lo arrastraron. Lo recogió tirando de la cuerda, se adentró más en el mar y lo lanzó otra vez. De nuevo quedó fuera del alcance de las personas que se debatían entre las olas.

Al darse cuenta de que no podían rescatarlos haciendo pie, Divivier y Somma se zambulleron y empezaron a nadar pese a las olas enormes que los zarandeaban y rompían sobre sus cabezas. Los que se estaban ahogando se retorcían en el frío océano. Al rato, Divivier y Somma los alcanzaron y, a voz en grito para hacerse oír entre la marejada que no dejaba de percutir, les indicaron que se aferraran al salvavidas. Entonces los agentes dieron media vuelta y remolcaron a los anónimos náufragos de regreso a la orilla, donde los cuatro se derrumbaron, jadeantes, sobre la arena. Eran hombres asiáticos, según vieron los agentes, diminutos y de una delgadez cadavérica. Cuando Somma se dirigió a ellos, no parecieron entenderle. Se limitaron a levantar la vista, con terror en los ojos, y señalar en dirección al buque.

Los agentes oyeron más gritos procedentes del océano.

Somma había efectuado la primera llamada por radio al Servicio de Policía de Parques a la 1.46. Había un puesto de la Guardia Costera justo al otro lado de la península frente a la playa, en el acceso por Rockaway al puente Marine Parkway. Charlie Wells, un aprendiz de marinero de diecinueve años alto y rubicundo, estaba de turno a cargo de la radio desde medianoche hasta las cuatro de la madrugada. Wells, hijo de un capitán de los Servicios Médicos de Emergencia, se había criado en Whitestone, Queens. Vivía en el cuartel; llevaba menos de un año en la Guardia Costera.

«Se ha hundido un pesquero frente a Reis Park —dijo una voz desde la centralita crepitando por la radio—. ¡Hay cuarenta personas en el agua!».

Wells salió corriendo del cuartel, arrancó la camioneta y recorrió unos cientos de metros hacia el sur por la carretera de acceso en dirección a la playa que daba al océano. Aparcó en un claro y se precipitó hacia la playa, donde se llevó un sobresalto al ver el barco a lo lejos. «Guau», dijo en voz baja.

En la playa ante él, parecía como si un montón de chiflados estuvieran jugando al pañuelo. Una docena o así de figuras oscuras y enjutas, algunas vestidas con ropa andrajosa, otras solo en paños menores, corrían en todas direcciones perseguidas por una serie de policías robustos. Tres agentes de la Policía de Parques fuera de servicio se habían unido a Somma y Divivier y corrían tras los asiáticos que habían nadado hasta la orilla.

«¡Ayuda!», gritó uno de los agentes al divisar a Wells.

Wells salió corriendo detrás de un hombre, al que alcanzó fácilmente e hizo un placaje de rugby. Era mucho más pequeño que Wells, escuálido, y estaba empapado. Wells redujo al individuo y, al levantar la mirada, vio que de entre las olas salían más personas. Era una escena casi primitiva, el fragmento de una película de zombis: hordas de hombres y mujeres, enjutos y demacrados, que salían del mar. Unos se desplomaban, agotados, sobre la arena. Otros echaban a correr de inmediato hacia las dunas intentando esquivar a los polis. Y otros braceaban, oscilaban arriba y abajo y gritaban entre las olas rompientes. Wells apenas atinaba a discernir el contorno del barco en la oscuridad. Había movimiento en cubierta, cierto alboroto. Algunas personas saltaban por la borda.

«¡Tiene que venir un barco de la Guardia Costera! —le gritó a Wells un agente—. ¡Y un helicóptero!».

Wells regresó a toda prisa a la camioneta y llamó por radio al puesto. «Hace falta más ayuda —dijo—. Hay un buque cisterna de sesenta metros de eslora embarrancado frente a la playa y esos tipos están saltando directamente al agua».

La marea estaba subiendo y una fuerte corriente del oeste dificultaba a lo largo de la línea costera que las personas saliesen del agua. Los agentes se aventuraban a zambullirse una y otra vez. Recogían a gente de los bajíos y la arrastraban hasta la orilla. Los supervivientes estaban aterrados, les castañeaban los dientes y tenían la mirada enloquecida y el vientre muy hinchado por haber tragado agua salada. Parecían medio muertos. Eran todos asiáticos, y casi todos hombres, aunque había alguna que otra mujer y unos pocos niños. Se aferraban a los agentes con todas sus fuerzas y les clavaban tanto los dedos que los días posteriores los rescatadores tendrían marcas descoloridas en la piel de los hombros y la espalda.

La noche seguía siendo tan oscura que era difícil localizar a la gente en el agua. Los agentes recurrían a linternas cuyos estrechos haces peinaban las olas en busca de brazos en alto o del blanco de unos ojos. Pero las linternas empezaron a fallar por efecto del agua salada, y, cuando acabaron por apagarse, los rescatadores se vieron obligados a vadear las aguas en la oscuridad y prestar atención a los gritos. «Nos metíamos en el agua guiados únicamente por el sonido de una voz humana —escribió un agente en el informe sobre los incidentes—. Cuando teníamos suerte, utilizábamos las linternas para localizar a la persona […]. Cuando no, las voces simplemente dejaban de oírse». Los encargados de las labores de rescate llevaron a la orilla a docenas de personas. Cada vez que creían que ya no quedaba nadie en el agua, resonaba otro coro de gritos, y volvían a meterse en el mar.

A los que estaban demasiado cansados para caminar o moverse los cargaban a hombros y los dejaban en terreno más elevado. Una vez allí se derrumbaban vomitando agua salada, con el cuerpo tembloroso y la cara ligeramente amoratada por la exposición al agua. Los agentes probaban a masajearles las piernas para mejorar la circulación. Algunos estaban histéricos, no dejaban de sollozar y señalar el barco. Otros parecían delirar y se revolcaban echándose encima puñados de arena, no estaba claro si para hacer entrar en calor su cuerpo helado u ocultarse de los policías. Otros se mostraban más serenos; eran buenos nadadores o habían sido arrastrados por una corriente propicia. Salían caminando del agua, se quitaban la ropa empapada, sacaban una muda seca de una bolsa de plástico atada al talón y se cambiaban allí mismo, en la playa. Algunos se sentaban entre el número cada vez más nutrido de supervivientes en la arena, a la espera de ver qué suerte les estaba reservada. Otros sencillamente se fueron hacia lo alto de las dunas y desaparecieron en dirección a la oscura quietud de la zona residencial de las afueras que era Breezy Point.

Por todo Nueva York y Nueva Jersey empezaron a sonar teléfonos. Polis y bomberos, miembros de los equipos de rescate y técnicos sanitarios alargaron a oscuras el brazo hacia el busca que zumbaba en la mesita de noche y se levantaron de la cama. Cuando sobreviene un desastre, la mayoría tenemos el cerebro programado para correr en dirección contraria, detenernos y mirar boquiabiertos solo cuando hemos puesto cierta distancia entre nosotros y cualquier riesgo inmediato. Pero existe una casta particular de profesionales que siempre se lanzan hacia el peligro, por mucho que el resto huyamos. A medida que corrió la voz entre los equipos de primera intervención de Nueva York y Nueva Jersey de que había embarrancado en el Atlántico un barco lleno por lo visto de inmigrantes ilegales que no sabían nadar, se puso en marcha un rescate de gran envergadura. Resultaría ser una de las operaciones de rescate más grandes e insólitas de la historia de Nueva York, «como un accidente de aviación en alta mar», señaló uno de los rescatadores.

Un corpulento piloto de la Guardia Costera, Bill Mundy, recibió la llamada cuando estaba concluyendo un vuelo de mantenimiento en su helicóptero y acababa de aterrizar junto al hangar de la Guardia Costera en el aeródromo Floyd Bennett en Brooklyn, al otro lado del puente de Rockaway. Las palas de los rotores seguían girando todavía, cuando Mundy llamó a su copiloto y a dos buceadores de rescate, que volvieron a montarse en el aparato, que despegó y ascendió quince metros. La niebla se estaba despejando, y al otro lado del puente, más allá de la franja oscura de tejados y árboles de Rockaway, alcanzaron a ver el barco, a escasas millas náuticas a vuelo de pájaro, que descollaba en un mar color pizarra. El helicóptero surcó el cielo a toda velocidad, y a sus pies vieron la fogosa mezcla de luces estroboscópicas de los vehículos de emergencias: ambulancias, coches patrulla, un convoy de camiones de bomberos que cruzaban el puente a toda velocidad hacia la playa.

El aparato llegó al lugar en cuestión de minutos, y Mundy vio gente en la playa y también en el océano. El foco del helicóptero recorrió el sitio, un remanso de luz blanca que se deslizó por el agua negra y se derramó sobre las figuras oscuras a bordo de la embarcación. El barco se llamaba Golden Venture; el nombre adornaba en letras mayúsculas la proa carcomida de sal. La pintura verde se veía oxidada a la altura de la línea de flotación. Habían descolgado dos escaleras de cuerda por el lateral, por las que descendía gente que se lanzaba al agua.

Mundy no se lo podía creer. Había rescatado a muchas personas del mar, y lo que siempre temían más era su faceta desconocida, la voraz e ilimitada oscuridad del océano que todo lo abarcaba. Pero esas de ahí, en plena noche, en un lugar ajeno a ellas, a unos ocho metros del agua, se estaban precipitando por la borda del barco una tras otra. «Esto figurará en los primeros puestos de la lista de “Voy a morir”», pensó Mundy. Formaban filas en las cubiertas, salían de las entrañas del barco por las escotillas. Se movían como la gente en estado de shock; los cuerpos erráticos, convulsos, iban de aquí para allá y se tiraban de bomba por la borda.

Mundy descendió con el helicóptero hacia el buque y dirigió el radiante foco de aquí para allá. Las personas a bordo levantaban la mirada, asustadas, y corrían arriba y abajo. «¡¡¡No salten!!! —les advirtió el copiloto de Mundy por megafonía—. ¡¡¡Permanezcan a bordo!!!». Pero el zumbido del rotor ahogó sus gritos. Y aunque lo hubieran oído, comprendió Mundy, no eran estadounidenses; a saber qué idioma hablaban. El aparato descendió más aún y Mundy y sus compañeros probaron a hacer señas con las manos, mostrando las palmas en ademán de contención, con la esperanza de que los que estaban a bordo los vieran. Pero la estela turbulenta del helicóptero podía derribar a un hombre, y, cuando se acercaron más, la gente entró en pánico y se dispersó hacia la otra punta de la cubierta.

Desde allí arriba, Mundy atinó a ver lo ocurrido. A doscientos metros escasos de la orilla se había formado una suerte de bajío, un banco de arena, bajo el agua. La proa se había estrellado contra él, de tal modo que los primeros cinco metros del barco habían encallado por completo. Las aguas en torno debían de parecer poco profundas —habían chocado contra la arena, después de todo—, pero por el lado de la orilla el fondo se alejaba y volvían a ser profundas. Y el oleaje era feroz. Mientras describía círculos en torno al Golden Venture, se dio cuenta de que la hélice de la embarcación seguía batiendo el agua furiosamente a popa. En el mar había gente que se estaba viendo arrastrada hacia las afiladas palas. ¿Por qué la tripulación no había parado el motor? «Tiene que haber un piloto a bordo», razonó Mundy. Sintonizó el canal 16 de la radio, la frecuencia internacional para las señales de socorro, y se dirigió al barco. «¡Paren máquinas! —ordenó Mundy—. ¡Apaguen el motor!».

Poco después, tres embarcaciones de la Guardia Costera rodearon la península e intentaron acercarse al Golden Venture. Pero el oleaje era tan fuerte que no lo lograron por miedo a que un súbito golpe de marejada los lanzara contra el barco. Al final, la embarcación más pequeña, una lancha Boston Whaler de siete metros de eslora, se las ingenió para iniciar una maniobra de aproximación y situarse junto al Golden Venture. Iba a bordo el compañero de cuarto de Charlie Wells en el cuartel, un marinero subalterno llamado Gilbert Burke. Junto con dos colegas, Burke se dispuso a intentar convencer a los pasajeros de que saltaran a la lancha en vez de al agua. Sin embargo, justo cuando se aproximaban al Golden Venture, una enorme ola se abalanzó sobre la proa de la embarcación, que salió despedida e hizo caer al mar a los tres miembros de la tripulación, para luego zozobrar encima de ellos.

«La veintidós acaba de volcar», anunció una voz por la radio de Wells.

Wells escudriñó el agua en torno al Golden Venture. Atinó a ver la embarcación más pequeña. «La estoy viendo —dijo—. No ha volcado».

Entonces se dio cuenta: estaba del revés. Wells cogió la radio. «Móvil Uno del Puesto de la Guardia Costera de Rockaway, nuestra lancha Boston Whaler acaba de volcar entre el oleaje. ¿Avistan a nuestros chicos?».

Ahora se había sumado otro helicóptero de la Guardia Costera al de Mundy, junto con varios más de la policía. Estaban unos encima de otros, dando vueltas como buitres alrededor del barco varado. Mundy cayó en la cuenta de que podían estar interfiriendo en la trayectoria de vuelo de los grandes aviones comerciales que se aproximaban al aeropuerto Kennedy, y transmitió su código militar a la Administración Federal de Aviación para pedir a los controladores de tráfico aéreo que redirigieran cualquier vuelo entrante de manera que esquivase la operación de rescate. Sus nadadores, provistos de auriculares, escudriñaban el agua más abajo, y no alcanzaban a ver al compañero de cuarto de Wells, Gilbert Burke, ni a ninguno de los otros de la lancha volcada.

«Los estamos buscando —dijo Wells por radio—. Los estamos buscando».

Los nadadores de rescate descendieron a las aguas embravecidas para rescatar a la tripulación, y al final anunciaron por radio: «Tenemos a uno de vuestros chicos».

Pero no era Burke, sino uno de sus compañeros. Al zozobrar la lancha, el motor fuera borda había impactado contra el agua y le había abierto la cabeza al tripulante. El nadador de rescate cargó al hombre ensangrentado en una cesta de acero e indicó a la tripulación que lo subiera.

Mientras Wells seguía en la playa, una figura emergió de entre las olas y se le acercó, empapada y temblorosa. Era el tercer hombre de la lancha. «Nos hemos separado», dijo. Seguía sin haber señal de Burke.

Después de que el equipo de Mundy dejara en la playa al guardia costero herido, recogieron a dos pasajeros del Golden Venture que habían llegado a la orilla y sufrido un paro cardiaco. Era la primera vez que Mundy veía de cerca a alguno de los pasajeros. Iban solo con la ropa interior, y le parecieron «como salidos de un campo de concentración». Eran todo ángulos, huesos y costillas, sin una sola pizca de grasa corporal entre ambos. Nada aislaba sus órganos internos, y Mundy se dio cuenta de que al sumergirse en el agua fría se les debían de haber constreñido los vasos sanguíneos, provocándoles un infarto. Mientras intentaba reanimarlos, notaba la ternilla de sus cuerpos, el cartílago, las frágiles costillas que amenazaban con fracturarse bajo sus fuertes manos. El helicóptero llegó al aeródromo de Floyd Bennett, donde los Servicios Médicos de Emergencia habían establecido un puesto de triaje. Pero ya era tarde. Los dos hombres habían llegado muertos.

Allí, sentado junto a los cuerpos sin vida de aquellos desconocidos, Mundy se maravilló del tesón que debía de haber requerido morir en tierra y no en el mar. Los hombres salieron por su propio pie del agua, se desplomaron y murieron.

Cuando Gilbert Burke salió despedido de la lancha Boston Whaler, se vio atrapado por la resaca y arrastrado hacia el oeste, lejos del Golden Venture y los vehículos de rescate, hasta la punta misma de la península de Rockaway. Justo antes de dejarla atrás del todo, consiguió alcanzar un rompeolas, desde donde regresó a nado a la orilla. De no ser así, habría sido arrastrado océano adentro.

Burke volvió por la playa hacia el este. Para cuando llegó, la península era un tumulto de vehículos de rescate. Una docena de embarcaciones rodeaban el buque, cuatro helicópteros de rescate se arremolinaban encima y habían empezado a llegar también helicópteros de canales de televisión. Cincuenta y dos ambulancias circulaban de aquí para allá por las carreteras de la península trasladando supervivientes desde Breezy Point hasta Floyd Bennett y los hospitales de la ciudad.

A la mayoría de los náufragos los habían reunido en la playa. Estaban sentados en corrillos, con aire aturdido, abrazándose las rodillas y temblando. Llevaban ropa barata y ordinaria: vaqueros lavados con ácido y voluminosas zapatillas Reebok de imitación, prendas de vagabundo que les quedaban mal y estaban deshilachadas. Los miembros de los equipos de rescate descargaron brazadas de mantas grises y azules, con las que los supervivientes se abrigaron mientras contemplaban el océano del que habían escapado. David Somma, el agente de la Policía de Parques que había sido el primero en otear el barco, caminaba entre ellos por la playa asimilando la escena cuando uno de los hombres le sostuvo la mirada. Somma se le acercó y vio que tenía algo en las manos. Le enseñó dos billetes de cien dólares y un mapa del metro de Nueva York.

El sol despuntaba proyectando una extraña tonalidad violeta sobre la playa. En la orilla se había establecido un centro de mando improvisado desde el que se veía el barco. Los jefazos del cuerpo de bomberos, la policía y la oficina del alcalde estaban sentados a una mesa plegable vociferando órdenes por radio. Pese a la hora tan intempestiva, Ray Kelly, el jefe de policía menudo y taimado, llegó con camisa blanca almidonada y corbata debajo del anorak azul de la policía de Nueva York. Lo que vio le dejó pasmado: el barco, la gente, la actividad reinante en la playa. El alcalde, David Dinkins, también apareció y se sumó a Kelly en el reconocimiento del lugar. Habían llegado medios locales y nacionales, y los corresponsales grababan sus crónicas ante la cámara con el imponente buque encuadrado a la altura de sus hombros al fondo. «Por lo visto, se trata de gente que intenta desesperadamente llegar a Estados Unidos —declaró Dinkins a las cámaras—. Espero que quienes ya están aquí se den cuenta de lo importante que es la libertad de la que disfrutan». «Uno no puede por menos de compadecerlos —añadió Kelly—. No sabemos qué circunstancias los han empujado hasta aquí».

Los que iban en el barco eran chinos. Eso ya lo habían deducido los agentes. Pero la embarcación parecía un pesquero o un carguero de corto recorrido; era imposible que hubiera llegado desde China, y mucho menos cargado con tanta gente. Agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización, o SIN, ya se habían personado e intentaban separar a los pasajeros de la tripulación. Pero la comunicación era todo un reto. Muchos pasajeros procedían de la provincia china de Fujian, según se vio. Al parecer apenas hablaban mandarín o cantonés, sino un dialecto propio. Algunos de los que estaban en la playa no parecían chinos en absoluto; tenían una tez más oscura y la cara más ancha: eran birmanos e indonesios. En cuanto las autoridades llegaron a la conclusión de que se trataba de los miembros de la tripulación, los apartaron de los demás y acordonaron al grupo con cinta policial amarilla.

Las autoridades empezaron a reubicar por grupos a los pasajeros en un edificio del aeródromo Floyd Bennett. Allí enviaron al sargento Dougie Lee cuando se personó en el lugar. Dougie trabajaba en la brigada de casos importantes, el Departamento de Inspectores de la Policía de Nueva York. Era norteamericano de ascendencia cantonesa, alto y desgarbado, con cara de niño, dentadura prominente y un marcado acento neoyorquino. Dormía en su apartamento de Queens cuando el jefe de la brigada llamó y dijo: «Tienes que ir a Rockaway».

Dougie, de treinta y ocho años, había vivido en Hong Kong hasta los doce, cuando su familia se mudó a Nueva York. Hablaba cantonés y algo de mandarín, y aunque no dominaba el dialecto fujianés lo entendía un poco. Como miembro de la Unidad de Bandas Orientales de la policía de Nueva York —la Brigada Jade, como era conocida—, recientemente había tenido bastante contacto con inmigrantes de Fujian. Los polis los llamaban «los fooks». Habían empezado a aparecer en la ciudad en tropel; todas las semanas había recién llegados en los talleres ilegales y las agencias de colocación de Chinatown.

Dougie entró en una sala grande e intensamente iluminada llena de chinos. Había algunas mujeres, pero sobre todo hombres, entre jóvenes y de mediana edad, todavía envueltos en mantas, todos con etiquetas médicas de triaje al cuello. Los demás agentes de guardia no querían acercarse mucho a los hombres. «Les huele el aliento», le dijeron a Dougie. Esos individuos habían estado en la bodega de un barco durante un tiempo indeterminado, llevaban la ropa sucia y los dientes sin lavar; el aliento les olía a desnutrición y podredumbre. Bajo los fluorescentes, estaban sentados a largas mesas en una especie de sala de recreo. Unos estaban solos, desaliñados y exhaustos. Otros parecían animados, agradecidos de encontrarse allí, sin ninguna posesión en tierra extranjera, sin una moneda siquiera para efectuar una llamada. Bebían café en vasos de plástico y comían galletas y patatas fritas de bolsa, devorando todo lo que les ponían delante. Estaban desesperados por fumar, mendigaban pitillos a los policías y coreaban «¡Marlboro! ¡Marlboro! ¡Marlboro!». Los rescatadores, temerosos de la tuberculosis y de ese aliento, les habían dado a todos mascarillas antibacterianas azules.

Dougie Lee se sentó con ellos. Al principio no querían hablar y lo miraban con recelo, nerviosos. Pero, un rato después, empezaron a confiarse y a acercársele. Algunos hablaban un poco de mandarín o cantonés. Enseguida comenzaron a hacer cola para contarle sus historias. Dougie escuchaba y traducía como mejor podía sus palabras a los enfermeros que se movían por la sala. Todos los supervivientes parecían ser de la provincia de Fujian. Unos pocos habían viajado con amigos o primos, pero la mayoría iban solos. Habían llegado en busca de trabajo, según decían. Dougie tenía que anotar los nombres de la gente y averiguar si habían sufrido algún daño, pero era una avalancha de información acerca de hermanos, hermanas, padres, esposas, la gente que habían dejado atrás. Tenían a quienes estaban a cargo del barco, dijeron. A bordo solo comían una vez al día.

Uno contó que había hecho una rayita en la pared de la bodega por cada día que pasaban en el mar.

—¿Cuánto tiempo ha sido? —preguntó Dougie.

—Meses —respondió el hombre.

Muchos supervivientes anunciaron allí mismo, en la zona de detención del aeródromo de Floyd Bennett, que buscaban asilo político en Estados Unidos. A los agentes que los interrogaban les sonaba un tanto robótico, casi ensayado, como si los hubieran preparado para que lo recitaran a su llegada. Los pasajeros expresaban su sorpresa por la amabilidad de Dougie y sus colegas. «Policía americana mucho más buena que policía en China», decían.

Mientras prestaba oídos a los pasajeros, Dougie se percató de que esperaba que consiguieran alcanzar un estatus legal en Estados Unidos. Él había tenido suerte. Su abuelo llegó de manera ilegal, desertó del barco y entró a trabajar en una lavandería china a la antigua usanza, en Nueva York, donde se lavaba todo a mano. Con el paso del tiempo, obtuvo la ciudadanía; Dougie no sabía cómo, e incluso eso —no saberlo— era una especie de lujo. Tras ahorrar dinero, envió a buscar a la familia, y así fue como Dougie acabó en Estados Unidos.

Sentado con los hombres del barco, Dougie se maravilló de cuánto valoraban los chinos el país; cómo pedían prestado dinero, dejaban a sus seres queridos y arriesgaban la vida para llegar allí. Había trabajado en Chinatown el tiempo suficiente para saber que la nación que los chinos llamaban el «Hermoso País» no era siempre tan maravillosa como la pintaban. Había investigado secuestros y tramas de extorsión, efectuado redadas en talleres clandestinos y salones de masaje, bajado a sótanos donde multitud de personas se hacinaban en unas pocas docenas de metros cuadrados, donde la gente dormía por turnos. Dougie miró a los hombres a los que estaba interrogando, comprendió el sacrificio que habían hecho y llegó a una cruda conclusión: él no habría sido capaz de nada igual.

Hacia las ocho de la mañana, el Golden Venture había desencallado del banco de arena gracias a la marea alta y se había desplazado hasta la orilla. Al grupo de agentes que subió a bordo inmediatamente los azotó el hedor a heces humanas. La cubierta estaba sembrada por doquier de excrementos. El Golden Venture era un barco pequeño. Costaba imaginar que hubiera estado atestado hasta hacía poco de cientos de personas. Los agentes descendieron por una escalera estrecha a la bodega, un espacio oscuro más o menos del tamaño de un garaje de tres plazas. En la penumbra encontraron más hediondez —una peste acre a meados y efluvios— y miseria. «Zapatillas, monederos, dinero, el mando a distancia de un reproductor de vídeo, jerséis, pantalones, absolutamente todo lo que puedas imaginar —recordó un agente de la Guardia Costera—. Era un olor asfixiante […] Los alojamientos se estaban usando como retretes».

Con la ayuda de intérpretes, las autoridades habían identificado de entre los supervivientes reunidos a un hombre de cuarenta y tantos, hosco, grueso y de piel oscura. Según el pasaporte indonesio que llevaba, se llamaba Amir Humanthal Lumban Tobing y, según los pasajeros atemorizados, era el capitán del Golden Venture. Llevaron a Tobing a un despacho de la comisaría de la Policía de Parques para que lo interrogasen miembros de este cuerpo y también del Servicio de Inmigración y Naturalización. Le dieron comida caliente y le leyeron sus derechos. Chapurreaba algo de inglés, como la mayoría de los capitanes. Uno de los agentes de la Policía de Parques dibujó un rudimentario mapamundi para que el capitán indicase la ruta que el barco había seguido.

Tobing dijo que había subido a bordo del Golden Venture hacía seis meses, en enero de 1993, en Singapur. De Singapur zarpó rumbo a Bangkok, donde recogió a noventa pasajeros chinos y a un matón a su cargo llamado Kin Sin Lee. Desde Bangkok el barco regresó a Singapur, donde pasaron doce días arreglando el generador. Mientras Tobing hablaba, en un televisor del despacho se veían las noticias, trufadas de imágenes del barco y los pasajeros en la playa. De pronto Tobing se incorporó en la silla y señaló en la pantalla uno de los rostros entre el gentío. «Ese es Kin Sin Lee», dijo, y les explicó a los agentes que se trataba del «dueño del barco».

Tras zarpar de Singapur, habían navegado por el estrecho de Malaca y el océano Índico hasta Kenia, continuó Tobing. En Mombasa recogió a doscientos pasajeros más. El capitán Tobing señaló con un dedo la ruta desde Kenia: hacia el sur por la costa oriental de África, luego hasta el cabo de Buena Esperanza y después hacia el norte por el Atlántico, pasando por delante de Brasil y América Central hasta la costa Este de Estados Unidos. La ruta era un tanto peculiar. Habría sido muchísimo más fácil cruzar el Pacífico en línea recta desde China hasta California. El Golden Venture había dado la vuelta al planeta en sentido contrario: un trayecto de unas diecisiete mil millas marinas. En total, el viaje había durado ciento veinte días, el doble que la histórica travesía del Mayflower, que llevara a los peregrinos a Plymouth en 1620.

Mientras unos agentes seguían interrogando a Tobing, otros estaban movilizando a los pasajeros. Se había asignado a un convoy de autobuses blanquiazules de la Mass Transit Authority el transporte de los chinos a un centro de detención del Servicio de Inmigración, ubicado en un edificio federal en el número 201 de Varick Street, en el centro de Manhattan. Nadie sabía con precisión cuándo había ocurrido, pero se había producido un sutil cambio categórico: los pasajeros habían sido reclasificados. Ya no eran náufragos refugiados, no eran las «masas hacinadas», los desdichados desechos de la orilla atestada, los indigentes azotados por la tormenta que ensalzara Emma Lazarus en el poema de 1883 inscrito en bronce en la estatua de la Libertad, a unos pocos kilómetros de allí. Eran invasores. En los días y las semanas siguientes, numerosas personas que estaban en la playa esa mañana describirían la llegada de hordas de chinos como algo parecido al desembarco de Normandía: una toma al asalto de las playas, un ataque marítimo contra Estados Unidos. Una vez superado el reto logístico inmediato de salvar a numerosas personas de morir ahogadas, se hizo patente la abrumadora gravedad de la situación: unos trescientos extranjeros indocumentados acababan de plantarse en la capital mediática de Estados Unidos. Era la llegada más numerosa de inmigrantes en la historia moderna del país, y todo se estaba desarrollando en tiempo real en la televisión nacional. No obstante, antes de que los chinos subieran a los autobuses, alguien decidió que había que esposarlos, y todas las cadenas de noticias importantes tomaron imágenes de los hombres metidos por la fuerza en los vehículos, pertrechados con mascarillas quirúrgicas y etiquetas de triaje y amarrados con bridas de plástico por parejas. Ante la vigilancia de docenas de agentes de policía, un autobús tras otro se fue llenando y luego se pusieron en marcha con un lento resuello.

Lo único que quedó en la playa fueron las pertenencias dispersas que la marea arrojara hasta allí, posesiones abandonadas y burdos souvenirs, los detritos del naufragio y el rescate: maletas de cartón desechadas que flotaban en los bajíos; bolsas de plástico rotas en las que los que saltaban al agua habían guardado una muda de ropa seca; bidones vacíos de aceite de cocina taiwanés que algunos habían utilizado como flotadores; unas cuantas botellas sueltas de refresco de naranja de Kenia. Todos esos desperdicios fueron llegando a la playa a lo largo de la mañana junto con andrajos de papel azul empapado: artículos de papelería para mandar cartas a casa por correo aéreo.

Los únicos chinos que quedaban en la playa eran los muertos. Durante un tiempo no estuvo claro cuántos eran. El recuento inicial ascendía a ocho, pero luego se redujo al determinar que algunos cadáveres se habían contado dos veces. Junto con las dos víctimas de paro cardiaco a quienes había atendido Mundy, esa mañana llegaron a la orilla los cadáveres de tres ahogados, y otro más tarde ese mismo día. En las semanas siguientes, recolectores de almejas y pescadores se toparían con cuatro cadáveres más; el total de fallecidos ascendería a diez.

Poco se sabía de los muertos. Estaban indocumentados, en el sentido más literal: no tenían documentación ni ofrecían la menor pista. Alguno que otro llevaba números de teléfono de Nueva York escritos con rotulador permanente en el elástico de la ropa interior, lo que permitió a las autoridades localizar a parientes suyos en la ciudad. Cuatro cadáveres fueron identificados y repatriados a China para ser enterrados allí, pero los demás se quedaron en cámaras de refrigeración en Manhattan a la espera de que alguien los reclamara. Poco después, dos vecinos de Chinatown que creían que un pariente podía encontrarse entre los muertos acudieron a la oficina del forense, pero acabaron siendo abordados por agentes de inmigración, esposados e interrogados acerca de su estatus como inmigrantes. Al correr la noticia por el barrio, nadie más se arriesgó a ir a identificar los cadáveres. Diez meses después, seis de los fallecidos seguían allí, sin ser reclamados ni enterrados. Vecinos de la zona reunieron seis mil dólares para costear su incineración en un cementerio de Nueva Jersey.

De los supervivientes, alrededor de treinta fueron trasladados a hospitales de Brooklyn y Queens y recibieron tratamiento por hipotermia, exposición a la intemperie, agotamiento y heridas diversas. El resto acabó en el centro de detención del SIN en el número 201 de Varick Street. Las instalaciones solo disponían de 225 camas, insuficientes para acomodar a los pasajeros del Golden Venture. Las autoridades de inmigración estaban desbordadas, mal equipadas para afrontar semejante número de recién llegados.

Solo hacía seis meses que Bill Clinton era presidente. Todavía no había nombrado un nuevo director del SIN. Mientras los agentes del Servicio luchaban por albergar y procesar a los pasajeros, tenían que vérselas también con la prensa. La llegada del barco a Nueva York fue un acontecimiento sensacional. Ya solo The New York Times destinó dos docenas de periodistas a la noticia. El hombre que cubrió el vacío de liderazgo en el Servicio de Inmigración y Naturalización, y dio la cara ante las cámaras y los micrófonos para encargarse de la situación, fue el director de distrito de la organización en Nueva York, Bill Slattery. Se crio en Newark, Nueva Jersey, y prestó servicio en los Marines y en la Patrulla de Fronteras de Texas antes de que lo destinaran a la sección neoyorquina del SIN, donde ascendió con rapidez. Era sumamente ambicioso, y también duro; duro con los inmigrantes ilegales y con sus propios subordinados. «Es carnívoro, no herbívoro», comentó un colega suyo.

«Este es el vigésimo cuarto barco que se encuentra el gobierno de Estados Unidos desde agosto de 1991 —declaró Slattery a los periodistas—. Casi todos los extranjeros son ciudadanos chinos procedentes de la provincia de Fukien» («Fujian» se pronuncia a veces «Fukien», y a los fujianeses también se les conoce en inglés como fukienese). Solo en los nueve meses anteriores, habían sido detenidos dos mil chinos ilegales cuando intentaban entrar en el país, según dijo. Dos semanas antes un carguero se había colado por debajo del puente Golden Gate y había depositado a doscientos cuarenta fujianeses en un muelle de San Francisco. Al día siguiente descubrieron a cincuenta y siete más encerrados en un almacén de Nueva Jersey.

La tarifa para llegar a Estados Unidos ascendía a treinta y cinco mil dólares, con un pequeño anticipo antes de iniciar el viaje; el resto se abonaba si los inmigrantes sobrevivían a la travesía. En sentido estricto, era «contrabando de seres humanos» en vez de «tráfico de seres humanos». Aunque los términos suelen usarse indistintamente, describen dos delitos diferentes. El tráfico de seres humanos suele implicar alguna clase de engaño o explotación en que se da a la persona una idea equivocada acerca de adónde va o qué hará una vez que llegue allí, y a menudo se ve obligada a ejercer como trabajadora sexual o mano de obra forzada. El contrabando de seres humanos es una empresa arriesgada y con frecuencia sumamente peligrosa, pero por lo general los inmigrantes se prestan a ella por voluntad propia; nadie les dice que serán modelos o camareras cuando lleguen, y los casos de contrabandistas que obliguen a inmigrantes a dedicarse a la prostitución, aunque no inauditos, son sumamente raros. Aun así, el contrabando de seres humanos es un negocio turbio y se basa en la explotación. Slattery explicó que chinos pobres contraían deudas inmensas para hacer el viaje y luego se pasaban años como criados, obligados a trabajar durante un periodo determinado para entregar sus ingresos a los abusivos empresarios del hampa que les financiaron el pasaje.

—En la práctica, eso es esclavitud aquí, en Estados Unidos —apuntó un periodista.

—Así es —convino Slattery.

A varios kilómetros de allí, en una tiendecita en el número 47 de East Broadway, en el Chinatown de Nueva York, una mujer seguía las noticias que daban en la televisión. Era baja y regordeta, de cara ancha, ojillos separados y expresión abatida. Casi no hablaba inglés; llevaba el pelo cortado a la altura de los hombros y prefería por el atuendo barato y práctico de sus conciudadanos de la provincia de Fujian. Trabajaba muchas horas en el bazar vendiendo ropa y artículos sencillos, y en un restaurante escaleras abajo que servía especialidades fujianesas, como tortilla de ostras y sopa de bolas de pescado, a los aldeanos chinos recién llegados que se habían instalado en el barrio. Cuando aparecía una furgoneta con existencias, los vecinos la veían acarrear los artículos al interior del comercio. Bien podría haber pasado por una aldeana indigente.

En realidad, sin embargo, era una mujer muy rica, propietaria del bazar y el restaurante y también del edificio de ladrillo de cinco plantas que los albergaba. Se llamaba Cheng Chui Ping, pero todo el mundo en el barrio la llamaba Ping Jie: Hermana Mayor Ping, o sencillamente Hermana Ping, un título honorífico informal, un gesto de respeto. Con cuarenta y cuatro años, no era solo tendera y dueña de un restaurante, sino asimismo una especie de consejera del pueblo en el claustrofóbicamente íntimo rincón de Chinatown donde residía. Era una suerte de banquera, y también algo más. Era lo que los chinos denominan shetou, o «cabeza de serpiente», una especie de agente de Inmigración que cobra grandes sumas por sacar de contrabando personas de China y llevarlas a otros países. Había sido pionera de la ruta entre China y Chinatown a principios de la década de los ochenta, y desde su modesta tienda en East Broadway se había ganado la reputación de ser una de los cabezas de serpiente más fiables —y de mayor éxito— del mundo. En las comunidades chinas desde Europa hasta Sudamérica, pasando por Estados Unidos, la Hermana Ping era un nombre de marca bien bruñido, un nombre que connotaba el traslado ilícito y seguro del punto A al punto B; el Cadillac del contrabando global de seres humanos.

Pero, mientras veía las noticias esa mañana, rezongaba y se lamentaba de que en los últimos tiempos estaba pasando una mala racha. Había contribuido a organizar la financiación de la travesía del Golden Venture y recibido personalmente pagos de dos de los pasajeros a bordo. La Hermana Ping no lo sabía aún, pero uno de esos pasajeros estaba entre los muertos.

2

SALIR DE FUJIAN

Nadie sabe con precisión cuántos miembros de la etnia china viven fuera de China, pero los cálculos oscilan entre cuarenta y cincuenta millones o más. Después de los descendientes de esclavos africanos, los chinos en el extranjero, como se les llama a menudo, representan la mayor diáspora del planeta. Sin duda Norteamérica vio a algún que otro comerciante chino antes de mediados del siglo XIX, pero la historia de los chinos en Estados Unidos no comenzó de verdad hasta un día de enero de 1848, cuando un capataz del rancho de John Sutter, en el horcajo sur del río de los Americanos, en el norte de California, sacó del agua varios trozos de metal reluciente, un metal que «se podía moldear a martillazos, pero no romper». Fue el oro lo que llevó a los chinos a Estados Unidos por primera vez, y fueron las visiones de un paraíso donde el trabajo extenuante se recompensaba espléndidamente lo que empujó a los primeros buscadores de fortuna chinos del siglo XIX que llegaron al país a llamarlo Jinshan, o la Montaña de Oro. El coloquialismo de algún modo logró sobrevivir a las privaciones que la experiencia le tenía reservada al pionero, a la desaparición del oro en sí con el paso del tiempo y a la fortuna dispar de los norteamericanos de ascendencia china a lo largo de las décadas siguientes. El nombre se quedó sin más. Tanto es así, de hecho, que se sigue usando a día de hoy.

China pasaba por un periodo turbulento durante mediados del siglo XIX, desmoralizada por las guerras del Opio con Gran Bretaña. Los primeros chinos que llegaron a California enviaron noticias desde la otra orilla del Pacífico acerca de una nación de tierras sin reclamar, madera en abundancia y oro que se recogía del suelo. En aquella época, Estados Unidos era un país poco poblado; solo vivían en él veintitrés millones de personas, en comparación con los cuatrocientos treinta millones de China. Jóvenes chinos empezaron a abandonar sus pueblos y a marcharse en tropel a Norteamérica. En 1848 llegaron dos mil, y cuatro años más tarde entraron veinte mil solo a través del puerto de San Francisco. Pero, pese al elevadísimo número y la inmensidad de la nación en la que habían nacido, los chinos que fueron a la Montaña de Oro en el siglo XIX provenían de un rincón considerablemente pequeño de China: un puñado de condados en la ribera oeste del delta del río de las Perlas, en torno a la ciudad sureña de Cantón (también conocida como Guangzhou). De hecho, hasta la década de 1960, la mayoría de los chinos de Estados Unidos podían rastrear sus orígenes hasta una zona más o menos la mitad de grande que el estado de Delaware.

Hacia 1867, cerca del 70 por ciento de todos los mineros al oeste de las Rocosas eran chinos. Cuando los magnates ferroviarios decidieron unir el fragmentado país por medio de una sola red de ferrocarril transcontinental, construyendo la Línea Ferroviaria Central Pacific para conectar la Union Pacific con las líneas del este ya existentes, fueron obreros chinos los que dinamitaron los túneles y tendieron los raíles. Charlie Crocker, el contratista jefe de Central Pacific, creía con firmeza en la mano de obra china y envió reclutadores a Cantón, pues estaba convencido de que una gente que se las había ingeniado para construir la Gran Muralla bien podía construir una vía férrea. Era un trabajo ingrato. Los chinos cobraban una miseria, menos incluso que sus homólogos irlandeses, y muchos morían a causa de explosiones accidentales, enfermedades, abusos a manos de sus jefes o ataques de nativos americanos, que debían de haber visto el ferrocarril como lo que era: una incursión en su tierra natal que, una vez consolidada, ya no tendría vuelta atrás. Más de una de las grandes fortunas de la Edad Dorada se amasó a hombros de la mano de obra china. Pero la empresa le pasó a esta una factura devastadora. Más de un millar de obreros chinos murieron durante la construcción del ferrocarril. Se enviaron de regreso a China más de nueve mil kilos de huesos.

Si nos vienen a la cabeza analogías con el trabajo esclavo, no les pasaron precisamente inadvertidas a los estadounidenses de la época. Cuando terminó la guerra de Secesión, algunos periódicos sureños empezaron a editorializar de manera explícita que una manera de compensar la emancipación de los esclavos negros era dejar el trabajo agrícola en manos de culis importados de China. «La emancipación ha echado a perder al negro —señaló el Vicksburg Times—. Así pues, hemos de dejar que vengan los culis». La demanda de trabajadores chinos era tan grande que dio lugar a un dispositivo sumamente eficiente para su importación. Surgieron en San Francisco «agencias de viajes» chinas, algunas afiliadas con tríadas, las sociedades secretas que dominaban el crimen organizado en China, y entraron en el negocio de garantizar el transporte a Norteamérica de trabajadores migrantes. Buscadores de oro sin blanca podían reservar pasaje en barcos estadounidenses rumbo a California sin adelantar dinero en efectivo. En vez de una tarifa, sencillamente se comprometían a ceder parte de sus ingresos una vez que llegaran. El medio de transporte eran los denominados «clíperes de culis», que tenían un parecido más que leve con los barcos negreros y que confinaban a sus pasajeros chinos en la bodega, a veces encadenados o en jaulas de bambú. Al llegar, los trabajadores saldaban sus deudas con las agencias de viaje, y, cuando los deudores no pagaban, a veces los agentes chinos se las ingeniaban para tomar como rehén a su familia, a modo de garantía humana.

Una triste ironía de los primeros tiempos de la experiencia china en Estados Unidos fueron las consecuencias involuntarias de la línea ferroviaria transamericana que los obreros cantoneses contribuyeron a construir. La euforia de la fiebre del oro empezó a disiparse casi tan rápido como había comenzado, cuando el oro de la superficie que se podía recoger fácilmente ya había sido recogido y lo que quedaba resultó ser difícil de extraer. Acusados de «mineros extranjeros» y luego expulsados por completo del negocio de la minería, y despedidos del ferrocarril una vez que la ceremonia del Clavo de Oro unió la línea Central Pacific con la Union Pacific en Promontory Summit, Utah, en 1863, los chinos empezaron a dedicarse a trabajos serviles en asentamientos por todo el Oeste. Pero las mismas líneas férreas que los chinos habían construido permitían a los colonos blancos atravesar el continente en solo ocho días. Cuando empezó la depresión posterior a la guerra de Secesión, los ciudadanos del Este empezaron a cruzar el país cada vez en mayor número para ir a la costa Oeste en busca de trabajo. Los chinos, a menudo dispuestos a aceptar cualquier empleo y trabajar por un salario mísero, poco integrados en su mayoría en la sociedad de la frontera y presentes en cifras cada vez más abrumadoras, se convirtieron en un chivo expiatorio casi demasiado fácil para los líderes sindicalistas, los políticos y los furibundos parados blancos de clase obrera de la costa Oeste. No mucho después, el resentimiento se transformó en violencia. «En San Francisco, unos muchachos han apedreado hasta la muerte a un chino inofensivo —escribió Mark Twain en 1872—. Aunque una gran multitud fue testigo del vergonzoso comportamiento, no intervino nadie». Empezaron a producirse sangrientas purgas contra los chinos en asentamientos por todo el Oeste.

El 6 de mayo de 1882, el odio a los chinos se tipificó en la Ley de Exclusión de Chinos. La ley, que limitaba de manera estricta la inmigración de China y excluía de la ciudadanía a los chinos que ya vivían en el país, supuso un hito legislativo; fue la primera restricción de la inmigración en Estados Unidos. Al llegar a finales de un siglo de crecimiento e industrialización extraordinarios, y a rebufo de una guerra que había puesto en tela de juicio, pero a la postre fortalecido, la noción de un país coherente, unitario y soberano, la ley creó, en un sentido muy real, el concepto de «inmigración ilegal». En 1887 un trabajador chino que había vivido en San Francisco los doce años anteriores zarpó hacia China para visitar a sus padres. A su llegada el año siguiente, se le denegó el retorno en el puerto de San Francisco. Impugnó la exclusión, y la controversia llegó hasta el Tribunal Supremo. En el famoso «caso de exclusión china», el tribunal describió a los chinos como «extranjeros en estas tierras, que residen aparte y se adhieren a las costumbres y los usos de su propio país». La sentencia estableció el poder plenario del Congreso sobre la inmigración y confirmó su derecho a aprobar legislación que excluya a quienes no son ciudadanos. En 1891, Estados Unidos nombró al primer superintendente de inmigración para que supervisara la llegada de inmigrantes. Al año siguiente se estableció la isla de Ellis.

Este súbito revés —del reclutamiento de trabajadores en la década de 1850 a su exclusión forzosa tres decenios después— no fue la única vez en Estados Unidos en que los chinos fueron víctimas de circunstancias de mayor magnitud y quedaron a merced de los caprichosos altibajos de las necesidades económicas del país. Los chinos que se quedaron se vieron obligados, por su propia supervivencia, a retirarse de la competencia económica directa y ceñirse a dos actividades, la restauración y la lavandería, donde no se les veía en tanta medida como una amenaza económica. Hacia 1920, por lo menos la mitad de los chinos residentes en el país tenían una de estas dos profesiones. La exclusión duró seis décadas, atajó la inmigración legal y estancó en buena medida el aumento de la población china en Estados Unidos. Pero, cuando Japón atacó Pearl Harbor, Franklin Delano Roosevelt buscó el apoyo chino contra el enemigo común, y la prohibición de la inmigración china adquirió de pronto un tinte extraño. Roosevelt escribió al Congreso y pidió a los legisladores que se esforzaran por «corregir un error histórico». La Ley de Exclusión quedó abrogada en diciembre de 1943.

No obstante, la guerra apenas había acabado cuando los comunistas llegaron al poder en China y cerraron sus fronteras, así que las consecuencias de facto de la exclusión perduraron hasta mucho después de que la ley en sí hubiera quedado abrogada. En la década de los cincuenta, Pekín instauró un sistema de registro de núcleos familiares que vinculaba los diversos derechos del estado del bienestar a residencias familiares registradas de forma individu

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