Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Las preguntas
La educación sentimental de un periodista
La segunda vida
Eva
Nosotras, diosas y esclavas
Un siglo sobre la Tierra
Colombia: la identidad del dolor
Ya dormirás mientras caminas
El barco del «rumbo suicida»
El barco se hundió porque quiso
La muerte del rey de los caballos
Esclavos del Gran Sol
El Nuevo Nautilus
Las madres del mar
Costa da Morte
En el corazón del temporal
Adiós, heavy metal
Una vida a oscuras
Anarquistas
Sáhara: En la página de la herida
La feria de las vergüenzas
Monseñor y el poeta
Miguel
El elefante Yumbo
A la sombra de los manzanos
Los últimos días
La esperanza del mundo
Los recogedores de basura, etcétera
El partido de los automovilistas
El vendedor de bisutería
La ola
Puerca tierra
Callejón sin salida
Te preguntas, viajero, por qué
Cuba
La playa universal
La vía gastronómica al populismo
El conservador país donde casi no existen los conservadores
El tren de don Manuel
Hola, terremoto
El fantástico Club de Portugal
Dios sentado en un sillín negro
¡En pie, ilustrísimos bebedores!
Yace donde quiso yacer
Jim vuelve a casa
Divinos colegas
El camino de luciérnagas
La mujer rebelde
La madre república
El tercer hombre
El señor vuelve
Un gaiteiro en Manhattan
Poesía última de amor y enfermedad
Briznas & Hierbas de ciego
Un «rondeau» por vosotras
POPema
La solución gastronómica
El corte de mangas del orangután
Demolition writer
El desgenerado
Demasiado fin para nosotros
El perfecto moderno
Tu estatua
La otra jet
El lado salvaje
Tamagotchi
Un periodista
La madre
Año del delfín
El abrazo
Más Lorca
La resistencia erótica del libro
Sobre el autor
Créditos
A Luis Pita,
que me enseñó el oficio en la redacción
y en el bar del puerto.
—Warum? —le pregunté en mi pobre alemán.
—Hier ist kein warum («aquí no hay ningún porqué») —me ha contestado, echándome dentro de un empujón.
PRIMO LEVI
Si esto es un hombre
Las preguntas
I
Gracias a los organizadores por haberme invitado
a este simposio sobre la crisis de las vanguardias.
Señoras y señores:
Decía Allan Poe que la ametralladora…
En esa fase del armamento,
se podía ser simbolista, futurista, dadaísta, surrealista,
constructivista e incluso optimista,
aunque ya Vladimir Maiakovski devolvió el uniforme
al cabo furriel,
eso sí, sin la gorra con la estrella roja de la esperanza
que le sirvió de blanco
en la garita del adiós.
El imaginario de los estorninos cambió con Gernika.
Hasta entonces volaban en bandada instintiva,
dibujando con gracia un sueño protector
de poderosa ave
que espantase lo real.
Poco después comenzó la producción industrial
de la muerte.
Günther Anders recuerda el aspecto inofensivo
de los recipientes de Zyklon B en Auschwitz.
También recuerda que había hecho el ridículo en Francia,
con gente culta,
cuando auguró que aquel payaso, Hitler,
iba a traer un horror nunca visto.
Con la obligación moral de odiar,
Anders se había convertido,
son sus propias palabras,
en un hombre sombrío,
un bicho raro,
pero pudo escribir un libro de denuncia.
En Nueva Inglaterra,
en algún lugar de Mount Washington,
Günther Anders
se sentó al pie de un nogal
con un cuaderno en la mano.
No descubrió la ley de la gravedad
pero sí una pregunta
que ahora les traslado:
¿Por qué?
II
Los hombres que ascendieron al Everest
reaccionaron de diversa manera,
pero casi todos dieron gracias a Dios,
clavaron en la cumbre la bandera de su país
y se fotografiaron con la sonrisa algo congelada.
Si hubiera allí la puerta de un retrete
tendríamos mensajes más espontáneos,
del tipo Aquí llueve, aquí nieva
y el que puede se la menea.
O también: Desde lo más alto,
Dios,
no se ve nada.
y III
Esa mala película, Independence day, movía a risa
porque los invasores eran monstruos,
una especie de encabronada de pulpos de Walt Disney
picados de viruela.
El miedo, el miedo de verdad,
surge cuando los extraterrestres son hombres
inteligentes
que se descubren porque no tienen lágrimas
y no aprecian los sabores amargos
como el vino.
Dentro de cinco mil millones de años,
el Sol será una de esas estrellas marchitas
que llaman gigantes rojas,
vomitará un demonio
y la Tierra, dicen, estallará como una bola de Navidad.
En algún lugar,
un invasor con lágrimas
tomará vino algo ácido
y preguntará quién es al culo de su vaso.
MANUEL RIVAS
La educación sentimental de un periodista
La luz es muy tenue, pero estoy viendo a mi madre. En la cocina no hay lámpara. Una bombilla cuelga pelada, como un fruto paso y fosforescente. Vuelvo de buscar las zapatillas de mi padre debajo de la cama matrimonial. Una noche de invierno. El viento del norte aúlla en el tejado de uralita. El agua de la lluvia gorgotea en las junturas, como el mar en los trancaniles de un barco. Mi padre es albañil. Ha llegado empapado de la intemperie del trabajo. En el suelo, los zapatones parecen dos extraños seres exhaustos, escurriendo el lodo de una vida perra.
Mi madre me mira con un destello húmedo y, de repente, me dice: «Cuando seas mayor, busca un trabajo donde no te mojes».
Pensé que el de escritor podía ser uno de esos trabajos. Por supuesto, me equivoqué. El destino de mi linaje es mojarse.
Digo escritor y no periodista a sabiendas. Para mí siempre fueron el mismo oficio. El periodista es un escritor. Trabaja con palabras. Busca comunicar una historia y lo hace con una voluntad de estilo. La realidad y parte de mis colegas se empeñan en desmentirme. Pero sigo creyendo lo mismo.
De mi primera experiencia «periodística» salí ya muy mojado. Fue en el instituto de Monelos, en un barrio de Coruña. Ese centro inauguró la enseñanza mixta en Galicia. De los colegios privados venían a vernos salir juntos a chicos y chicas. Era también un instituto especialmente rebelde. Conseguimos autorización para una revista a ciclostil. Cuando el primer número cayó en manos de la dirección, la prohibieron de inmediato. Para protegernos, insinuó el director: «Hay verdades que no se pueden decir». Fue una lección inolvidable. De ahí en adelante supimos que había que optar entre el rey poder y la reina libertad. Decidimos hacernos clandestinos.
En ese tiempo, vi llorar a mi hermana María delante de un periódico, La Voz de Galicia. Traía la noticia del golpe militar de Pinochet que derrocó a Salvador Allende. Recuerdo que las páginas de Internacional de este periódico, dirigido entonces por Francisco Pillado, eran muy buenas. Un espacio de libertad. Mi hermana es muy importante en esta historia. Ella, que ya no está aquí, era en realidad la escritora. De chiquilla, las viejas del barrio la subían a una mesa para que les leyera el periódico, especialmente las páginas de sucesos y las esquelas. La premiaban con frutas y unos tofes muy ricos que llamaban La Vaca Vieja. Yo le tenía envidia. Por eso traté de aprender a leer cuanto antes.
Mi primer trabajo propiamente dicho fue en El Ideal Gallego, que en aquel tiempo empezaba a ser también una isla de libertad. Todavía estaba en el instituto y mis posibilidades de estudiar Periodismo eran muy remotas. Solo había facultades en Madrid y Barcelona. Antonio López Mariño, un joven periodista de espíritu anarquista, que firmaba con las iniciales P. Q. F. (Para Qué Firmar), me animó a presentarme en la redacción. Y lo hice con la única credencial de mi libro de notas escolares y unos poemas escritos en gallego. Tenía entonces quince años. Por supuesto, no me recibió el director y aquellos amuletos quedaron en la mesa de una secretaria tan amable como sorprendida. Pero el de verdad sorprendido fui yo cuando al día siguiente me hicieron pasar a un despacho de sillones de cuero, donde colgaba la foto del Papa. Bueno, por lo menos no estaba Franco. El Ideal Gallego pertenecía a la rancia Editorial Católica, pero en aquella época, dirigido por Rafael González, era un medio vanguardista. El público reaccionario lo desayunaba como una sopa de ortigas. González, de origen sevillano, era un demócrata. Y un hombre de afectos espontáneos. Fue mi caso. Aceptó que me acercase por la redacción como meritorio. Ya no salí de allí. Aquella fue mi verdadera universidad. Gente como Antonio, mi querido Toño, P. Q. F., la nacionalista Margarita Ledo, Gabriel Plaza, y dos maestros del periodismo y del compromiso vital, José Antonio Gaciño y Luis Pita. Fue Pita quien, en una investigación seriada que se leyó como un thriller, consiguió algo impensable en aquel tiempo. El cese del jefe superior de Policía. En la zona portuaria, un perro pastor alemán había mordido seriamente a una transeúnte. El propietario del animal lo llamó por su nombre y huyó sin atender a la herida. El dueño resultó ser el jefe de Policía. En aquellas circunstancias, lo que hizo Luis Pita tenía más valor que el Watergate. En 1975, antes de la muerte de Franco, fui testigo desde la ventana del periódico de una manifestación de ultraderechistas que pedían la cabeza de Pita y Gaciño. Por cierto, Gaciño sería detenido. El gobernador lo acusó de ser ¡el secretario general del Partido Comunista de Galicia!
En la redacción estaba también un veterano, Javier Guimaraens, un periodista de visera y manguitos, que me enseñó a titular con menos de diez palabras. Y luego todo aquel mundo fascinante de los talleres, con su olor al plomo de las linotipias. Estoy viendo, como una estampa de mina de palabras, a los linotipistas con sus botellas de leche al lado de la máquina.
Tengo delante una cuartilla con un texto apenas legible. Es una «crónica» del corresponsal de Boiro, Enmuce. Este hombre enviaba el mismo texto para todos los periódicos gallegos. Utilizaba papel de calco. Si tenías la suerte de que a tus manos llegase una de las primeras hojas, no había mayor problema. Pero cuando llegaba una de las últimas, aquello se convertía en un calvario. Guimaraens pone en mis manos la cuartilla. Transcribe esto, me dice. Solo consigo descifrar tres o cuatro palabras: «Labrador… patata gigante». Sin decir nada, reconstruyo, invento, la crónica. Cuento el hallazgo en Boiro por un labrador de una patata gigante de cinco kilos con forma de nave extraterrestre. Enmuce fue felicitado. En silencio, la crónica resplandeciendo a tres columnas, lo vivo como un triunfo.
Otra escena. En la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid. Presento un ejercicio. El profesor me regaña: «Esto no es periodismo, ¡esto es literatura!». Otra lección invertida. Yo ya sabía que tenía razón. Que nunca, nunca, le haría caso.
Hay un gran equívoco. Un problema de ignorancia. Periodistas que confunden la literatura con el retoricismo, escritores, literatos, que confunden el periodismo con la banalidad y que, como Kierkegaard, se apuntarían los primeros a un pelotón de fusilamiento para quitar de en medio a los chicos de la prensa.
Lo que nunca olvidaremos de los periódicos, o de la radio y la televisión, es lo que tienen de literatura. Un empresario de la comunicación decía cínicamente que un periódico es un anuncio rodeado de noticias. Pero un pie de foto, como los que escribía Álvaro Cunqueiro en el Faro de Vigo, puede llegar a justificar una tirada. Al fin y al cabo, uno de los placeres de la civilización contemporánea es el que anticipaba el señor Bloom en el Ulises de Joyce. La huida al retrete con el periódico bajo el brazo.
Al escritor que es periodista se le supone una tumultuosa querella interna, como si trabajara con partes distintas del cerebro para escribir un reportaje o un cuento. Se supone también con frecuencia que la disposición mental es distinta cuando uno afronta una novela, una obra de arte, o un relato periodístico, que vendría a ser una artesanía menor. Me han preguntado muchas veces cómo llevo esa esquizofrenia. No tengo conciencia de esa fractura y por lo tanto me merezco el desprecio de algunos críticos y escritores puros que me sitúan en el purgatorio de la literatura. Vivo cualquier suceso con la perplejidad de un extraterrestre. Creo que el hecho más irrelevante puede esconder una piedra de toque, el comienzo de un asunto interesante. Prefiero seguir a un campesino en burro que a la comitiva motorizada de Manuel Fraga, pero si es Fraga quien va en burro procuraré estar a la altura de las circunstancias.
¿Y qué hay de la diferencia entre ficción y realidad? Esto no es un tratado, así que no me voy a poner pelma. El periodismo tiene unas exigencias a las que no está sometida la literatura. Los protagonistas de una noticia deben figurar en el registro civil. En un relato literario, no. Pero ¿son por ello menos reales Don Quijote o Emma Bovary? El hombre ha llegado a la Luna, pero un escritor llegó antes sin moverse de su buhardilla en París. Exigencias de comprobación aparte, la historia del periodismo está llena de mentiras que a veces duran cuarenta años.
Cuando tienen valor, el periodismo y la literatura sirven para el descubrimiento de la otra verdad, del lado oculto, a partir del hilo de un suceso. Para el escritor periodista o el periodista escritor la imaginación y la voluntad de estilo son las alas que dan vuelo a ese valor. Sea un titular que es un poema, un reportaje que es un cuento, o una columna que es un fulgurante ensayo filosófico. Ese es el futuro. Paradójicamente, muchos «profesores» siguen cortando alas, matando el escritor que debe anidar en cada periodista. La literatura, la metáfora, la mirada personal, es hermana de la precisión, como la verdad histórica es hermana de una cámara como la de Walker Evans o Sebastião Salgado. Por eso es inolvidable la literatura periodística de gentes tan dispares como John Reed, Günter Wallraff, Hunter S. Thompson, Corpus Barga, Manu Leguineche o Alfonso Armada.
Creo, como García Márquez, que este es el oficio más hermoso del mundo. También, con el maestro Luis Pita, sabio y escéptico en su exilio, que el periodismo es un asco, donde abundan mercenarios que no creen en su oficio ni en el valor de la palabra. Los dos tienen razón. Que la diosa libertad me proteja para no traicionarlos.
Los trabajos que figuran en esta antología fueron publicados en su día en el diario El País, la mayoría de ellos en los cuatro últimos años, en las páginas dominicales y en forma de reportajes. Hay tres crónicas de Cultura, las dedicadas a Joyce y a Valle-Inclán, que ahora recupero más que nada por devoción a un íntimo santoral. Otros reportajes, los titulados «A la sombra de los manzanos», «El elefante Yumbo» y «Miguel», fueron escritos en 1983, en mi época de corresponsal en Galicia para el mismo diario, así como el más largo «Costa da Morte», de 1986, que tienen para mí un valor añadido, sentimental, difícil de explicar. El reportaje sobre Miguel Indurain, «Dios sentado en un sillín negro», fue publicado en 1996, en vísperas del que sería su último Tour. No resultó profético, pero es que Dios es así de imprevisible. Los artículos largos aparecieron en las páginas de Opinión y los más breves en Tentaciones y en la columna de la última página.
De las preguntas clásicas a las que debe dar respuesta un trabajo periodístico, hay una, por qué, que se mantiene como una obsesión desde los tiempos de la educación sentimental. Quizá es esa perplejidad ante el mundo y la búsqueda de los porqués el verdadero nexo entre literatura y periodismo.
MANUEL RIVAS, 1997
La segunda vida
Hoy es un día de primavera de 2015. Como casi todas las mañanas, he ido caminando hasta el faro de Hércules. Los minutos que dedico al mar él me los devuelve con una transfusión narcótica del Génesis. Un ion positivo y un suplemento de la vista para afrontar lo que el poeta y navegante Manuel Antonio llamaba «enfermos horizontes». En el camino, todos los quioscos de prensa —en hierro forjado, a imitación del esplendor modernista— han amanecido clausurados con un letrero lapidario: Cierre por liquidación.
El periodismo, y en especial el que llamamos «prensa», semeja padecer una de esas enfermedades del horizonte. No solo por lo que toca de crisis económica, ni por el zarandeo del vértigo tecnológico. La que vive el periodismo es una crisis existencial. Una sensación de pérdida de sentido.
Stéphane Mallarmé, en sus Chansons bas, incluye una letra dedicada al vendedor de periódicos (Le crieur d’imprimés):
Toujours, n’importe le titre…
Siempre, no importa el titular,
sin siquiera acatarrarse en el
deshielo, ese alegre borrachín
vocea el primer ejemplar.
Ese alegre voceador ha desaparecido, metáfora del lento hundimiento del periódico impreso bajo la capa de hielo.
Pero lo que es necesario no puede morir. En todo caso, como ocurría con el vagabundo (la humanidad libre) de las películas de Chaplin, se caerá de culo para levantarse como una nueva existencia.
El periodismo, tal como lo entiendo, es un modo de activismo. Sé que esta afirmación escandalizará al conformismo gremial. El activismo del que hablo es todo lo contrario del partidismo o el sectarismo. Es un periodismo que lucha contra la indiferencia y la banalidad. Un activismo consistente en custodiar el sentido de las palabras. En intentar decir «lo que no se puede decir». En mirar «lo que no se puede ver». Mover el silencio. Ante las injusticias provocadas, que pretenden presentarse como un shock inevitable, indagar sobre la causalidad de los hechos. Es el lenguaje, como pedía Albert Camus, que no quiere dominar. Es el lenguaje del porqué.
Para El periodismo es un cuento, esta edición es también una segunda vida. Los textos que vieron la luz en una primera edición, en 1998, tal vez puedan proyectar en la realidad de hoy el aliento de lo que permanece bajo la superficie. A esta segunda edición se han incorporado otros nuevos: «Nosotras, diosas y esclavas» (de Vicente Ferrer: rumbo a las estrellas, con dificultades); «Un siglo sobre la Tierra»; «Colombia: la identidad del dolor»; «Ya dormirás mientras caminas» (versión de «Picoteando en el hueco», del libro colectivo Haití, una apuesta por la esperanza); «El barco del “rumbo suicida”»; «El barco se hundió porque quiso»; «La resistencia erótica del libro»; y «Briznas» («La madre», «Año del delfín», «El abrazo» y «Más Lorca»).
He citado a Mallarmé y su cancioncilla del voceador de periódicos. En Happiness, de Raymond Carver, se habla de dos muchachos repartidores de prensa que son portadores, para el poeta que los observa desde una ventana con una taza de café en la mano, de una extraña noticia: la felicidad.
They are so happy…
Son tan felices
que no se dicen nada, estos chicos.
Creo que si pudieran, se cogerían
del brazo.
Con esa felicidad entré un día en el periodismo. Y así camina este libro, como un compañero que va del brazo.
MANUEL RIVAS, 2015
Eva
Al principio, Eva rehuía el espejo. Miraba a la otra, a su imagen, como a una extraña y se alejaba con inquietud. Pero, poco a poco, fue reconociéndola. Un día fijó sus ojos azulísimos en los ojos azulísimos de la otra. Eva se escondió y la otra también se escondió.