El cerdito de navidad

J.K. Rowling
J.K. Rowling

Fragmento

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Dito era un cerdito de juguete hecho de suavísima tela de toalla. Tenía la barriga rellena de bolitas de plástico, por eso era tan divertido lanzarlo al aire. Sus patas, blanditas, eran del tamaño perfecto para enjugarse las lágrimas. Cuando su dueño, Jack, era más pequeño, todas las noches se quedaba dormido chupándole una oreja.

Dito se llamaba así porque, cuando Jack empezó a hablar, decía «Dito» en lugar de «cerdito». Cuando era nuevo, era de un rosa salmón y tenía unos ojos de plástico negros y brillantes, pero Jack ya no se acordaba de aquello; para él, Dito siempre había sido gris y descolorido, con una oreja que de tanto chupeteo se le había quedado torcida. Se le cayeron los ojos y durante un tiempo tuvo dos agujeritos en la cara, pero la madre de Jack, que era enfermera, le cosió unos botones para reemplazar las cuentas de plástico que se habían perdido. Esa tarde, cuando Jack volvió de la guardería, encontró a Dito sobre la mesa de la cocina, envuelto en una bufanda de lana, esperando a que él le quitase el vendaje que le tapaba los ojos. Su madre incluso había escrito un informe médico: «Dito Jones. Operación: coser botones. Cirujana: mamá.»

Desde que tenía dos años, Jack nunca se iba a la cama sin su cerdito, lo que a menudo causaba problemas porque, cuando llegaba la hora de acostarse, Dito casi nunca aparecía. A veces, los padres de Jack tardaban mucho en encontrarlo y al final salía de los sitios más insospechados: de dentro de unas zapatillas de deporte o de una maceta.

— Pero ¿por qué lo escondes, Jack? — le preguntaba mamá cada vez que encontraba a Dito acurrucado en un cajón de la cocina o debajo de un cojín del sofá.

La respuesta era un secreto entre Jack y Dito: Jack sabía que a su muñeco le gustaban los rincones acogedores donde podía acurrucarse y dormir.

A Dito le gustaba hacer las mismas cosas que a Jack, por ejemplo, meterse a gatas debajo de los matorrales o en pequeños escondites, y también que lo lanzasen al aire (a Jack le gustaba que lo lanzase su padre y a Dito, que lo lanzase Jack). A Dito no le importaba ensuciarse ni caer por error en un charco siempre que Jack y él estuviesen pasándolo bien juntos.

Un día, cuando Jack tenía tres años, metió a Dito en el cubo del reciclaje. Había oído a su madre decir que aquel cubo era para «reciclar», y la palabra, que no conocía, le hizo pensar en una bicicleta, así que esperó a que ella saliera de la cocina y metió a Dito en el cubo creyendo que, cuando le pusiera la tapa, el muñeco podría darse una vuelta en bici. Su madre se rió mucho cuando él le confesó que no paraba de asomarse al interior del cubo porque intentaba pillar a los objetos que había dentro dando vueltas. Entonces ella le explicó que «reciclar» no tenía nada que ver con montar en bicicleta. Las cosas que metían en aquel cubo se las llevaban para convertirlas en otras cosas, de modo que pudieran tener una vida nueva. Como es lógico, Jack no quería que Dito se marchara ni que lo convirtieran en otra cosa, así que nunca volvió a meterlo en el cubo del reciclaje.

Dito corría muchas aventuras y eso le daba un tufillo muy interesante que a Jack le encantaba. Era una mezcla de olores: el de los sitios que había visitado, el de la cueva tibia y oscura de debajo de las sábanas de Jack y un poquito el de la fragancia de la colonia de mamá porque ella también abrazaba y besaba a Dito cuando iba a darle las buenas noches a su hijo.

De vez en cuando, mamá decidía que Dito apestaba un poco más de la cuenta y que necesitaba un lavado a fondo. La primera vez que metió a Dito en la lavadora, Jack se tumbó en el suelo de la cocina y se puso a chillar de rabia y de angustia. Su madre intentó explicarle que el cerdito se lo estaba pasando en grande girando en el tambor, pero Jack no la perdonó hasta que, esa misma noche, Dito volvió a la cueva de debajo de las sábanas seco, suave y oliendo a detergente para la ropa. Jack pronto se acostumbró a que metieran a Dito en la lavadora, pero siempre esperaba impaciente a que recuperase su tufillo particular.

Lo peor que le había pasado a Dito era que, cuando Jack tenía cuatro años, lo había perdido en la playa. Papá ya había recogido las toallas y mamá estaba ayudándolo a ponerse la camiseta cuando, de pronto, Jack se acordó de que había enterrado a su cerdito en algún sitio, aunque no sabía exactamente dónde. Lo buscaron hasta que empezó a ponerse el sol y la playa se quedó casi completamente vacía. Su padre estaba enfadadísimo y Jack lloraba a lágrima viva, pero su madre le repetía que no debía perder la esperanza y seguía excavando por todas partes con las manos. Entonces, justo cuando su padre estaba diciendo que iban a tener que marcharse sin Dito, Jack hundió un pie descalzo en la arena y sus dedos tocaron algo blandito. Aún llorando, pero de felicidad, desenterró a su muñeco. Su padre dijo que no volverían a llevárselo a la playa, pero a él le pareció muy injusto porque a Dito le encantaba la arena y ésa era precisamente la razón por la que él lo había enterrado.

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Poco antes de que Jack empezase a ir al colegio, llegó una carta en la que se pedía a los padres que los niños llevaran su muñeco de peluche favorito el primer día de clase. Todos los compañeros de Jack, sin excepción, llevaron un osito, pero Jack, por supuesto, llevó a Dito. Fueron saliendo a la pizarra por turnos y explicaron cómo se llamaban sus respectivos muñecos y por qué les gustaban tanto. Cuando le tocó a Jack, les explicó por qué Dito se llamaba así, lo de la operación de los ojos y lo del día en que se quedó enterrado en la playa y estuvo a punto de perderse para siempre. Las historias y las aventuras de Dito hicieron reír a toda la clase y, cuando terminó de hablar, todos aplaudieron. No cabía duda de que Dito era el muñeco más gracioso y más interesante, aunque también fuese uno de los más andrajosos. A la hora del recreo, Jack y un niño que se llamaba Freddie jugaron a pasarse a Dito, y a Jack se le cayó en un charco, así que esa noche hubo que volver a meterlo en la lavadora.

Cuando Jack tenía un mal día en el colegio (cuando sacaba malas notas, o se enfadaba con Freddie, o alguien se burlaba de su cuenco de arcilla porque le había quedado torcido), Dito estaba esperándolo en casa para enjugarle las lágrimas con sus blandas patitas. Cuando le pasaba algo, fuera lo que fuese, Dito estaba a su lado, comprensivo, dispuesto a perdonar y con aquel reconfortante olorcillo a hogar que siempre recuperaba por mucho que mamá lo metiera en la lavadora.

Una noche, cuando hacía poco que había empezado el curso, a Jack lo despertó un ruido. Buscó a Dito a tientas y lo abrazó en la oscuridad.

Alguien estaba gritando, y su voz se parecía mucho a la de su padre. Luego oyó que algo se rompía y a una mujer que gritaba: parecía la voz de su madre, pero la forma de hablar era muy diferente. Jack estaba asustado. Se quedó escuchando un rato más, tapándose la boca y la nariz con Dito, y notó que el cerdito también tenía miedo.

Supuso que sus padres estaban enfrentándose a un ladrón. Sabía qué número tenía que marcar para llamar a la policía, así que se levantó de la cama a oscuras y fue hasta el rellano procurando no hacer ruido. Luego bajó la escalera de puntillas sin soltar a Dito. Su padre seguía gritando y su madre seguía chillando; sin embargo, Jack no conseguía distinguir la voz del ladrón.

Entonces la puerta del salón se abrió de par en par y su padre salió al recibidor dando grandes zancadas. No iba en pijama, sino que llevaba unos vaqueros y un suéter, y no vio a Jack en la escalera. Abrió la puerta de la calle, salió y cerró de un portazo. Jack le oyó encender el motor del coche, que estaba aparcado en el camino de la casa. Y entonces su padre arrancó y se marchó.

Jack entró sin hacer ruido en el salón. Había una lámpara en el suelo y su madre estaba sentada en el sofá, tapándose la cara con las manos y llorando. Al oír los pasos de su hijo, levantó la cabeza sorprendida y empezó a llorar más fuerte que antes. Jack pensó que su madre se lo explicaría todo y lo tranquilizaría, pero cuando corrió a su lado ella sólo lo abrazó muy fuerte, como él abrazaba a Dito cuando se hacía daño o estaba muy triste.

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Después de aquella noche, papá ya no siguió viviendo con ellos.

Sus padres le explicaron a Jack por separado que ya no querían continuar estando casados. Él les contó que en el colegio había otros niños cuyos padres no vivían juntos. Se dio cuenta de que les daba miedo que se llevara un gran disgusto al saber aquella noticia, así que fingió que no le afectaba demasiado.

Sin embargo, algunas noches, después de que mamá le diera un beso y cerrara la puerta, Jack lloraba con la cara apoyada en el cuerpo blando de Dito. Dito lo sabía todo y lo entendía todo sin que él tuviera que contárselo: sabía que estaba tan triste que le dolía el corazón y le enjugaba las lágrimas con sus patitas. A oscuras con Dito, Jack no necesitaba fingir.

Cumplió seis años y, poco después, su padre lo llevó a una hamburguesería, le regaló una gran caja de Lego y le explicó que había encontrado trabajo en el extranjero.

— Pero podremos hablar por teléfono cuando queramos — le dijo—  y podrás venir en avión a visitarme. Será divertido, ¿no?

A Jack, aquello no le parecía ni la mitad de divertido que tener a papá en casa para jugar con él, pero no se lo dijo. Se estaba acostumbrando a no decir las cosas.

Después, su madre le contó que había conseguido un nuevo empleo en un hospital muy grande y que le parecía buena idea que se fueran a vivir más cerca de la casa de los abuelos porque así podrían cuidar de él los días que ella llegase tarde del trabajo. Por suerte, el abuelo les había encontrado una casa preciosa con jardín a sólo dos calles de la suya, y cuando estuviera en casa de los abuelos podría jugar con Toby, ese perro travieso que le parecía tan gracioso.

— Pero ¿tendré que cambiar de colegio? — preguntó Jack pensando en su mejor amigo, Freddie.

— Sí — respondió ella— , pero muy cerca de nuestra nueva casa hay otro colegio y estoy segura de que te encantará.

— Yo creo que no — dudó Jack.

No quería mudarse ni ir a un colegio nuevo. Su madre, por lo visto, no lo entendía: Jack no quería más cambios en su vida. Él quería seguir teniendo los mismos compañeros de clase y seguir viviendo en la misma casa de siempre, donde Dito y él habían corrido tantas aventuras.

Los abuelos lo llamaron por teléfono y le contaron que estaban contentísimos de que mamá y él fuesen a vivir cerca de su casa: ya se imaginaban lo bien que se lo iban a pasar jugando con Toby en el parque. Jack les respondió que él también estaba contento, pero no era verdad. Por lo visto, el único que lo entendía era Dito, que sin duda también echaría de menos todos sus escondrijos favoritos.

Unas semanas después de que su madre le contara lo de la nueva casa, Jack se despidió de su maestra y de su amigo Freddie. Al día siguiente llegaron los empleados de la mudanza y cargaron en un camión todo lo que hacía que su casa pareciera un hogar. Entonces su madre se los llevó a Dito y a él en el coche a más de cien kilómetros de allí.

Jack tuvo que admitir que el viaje fue divertido. Dito iba sentado en su regazo, mamá y él jugaron al veo veo y, a mitad de camino, pararon a comer pizza y helado. Mamá le dejó comprarse dos caramelos de la máquina de golosinas, uno para él y otro para Dito (a pesar de que, como Jack le explicó a su madre en el coche, el de Dito tendría que comérselo él).

Al llegar a la casa nueva se llevó una sorpresa: resultó que le gustaba bastante. Su dormitorio estaba al lado del de su madre y delante de su ventana había un árbol muy alto. A los cinco minutos aparecieron sus abuelos cargados de bolsas de comida para llenar la nevera. Llevaban a Toby, que enseguida quiso quitarle a Dito de las manos.

— ¡No, Toby, ya sabes que Dito es mío! — gritó él.

Se metió a Dito dentro del jersey para protegerlo, pero le dejó la cabeza fuera para que pudiese ver todo lo que pasaba.

Mientras los empleados de la mudanza metían los muebles de la casa vieja en la nueva, y mamá y la abuela guardaban la comida en la cocina, Jack, el abuelo, Toby y Dito fueron a explorar el jardín. Tenía muchísimos escondites interesantes y excelentes sitios altos para Dito, pero Jack no se separó de él ni un instante porque no se fiaba de Toby, que podía intentar arrebatárselo en cualquier mo­mento.

Esa noche en la cama, Jack abrazó a Dito y aspiró su olor familiar y reconfortante. Entonces, en silencio, los dos coincidieron en que el día de la mudanza no había sido tan terrible como habían imaginado. En la ventana del dormitorio todavía no había cortinas y, detrás del cristal, antes de quedarse dormidos, Jack y Dito veían moverse las hojas contra el cielo cada vez más oscuro.

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Llegó el lunes y mamá pilló a Jack intentando esconder a Dito en la mochila del colegio.

— No, Jack — le dijo con cariño— , ¿y si se pierde?

Pensar que Dito pudiera perderse en el colegio nuevo, rodeado de desconocidos, era espeluznante, así que Jack lo dejó en su dormitorio, pero cuando llegó ante la puerta del colegio se sintió muy solo y asustado.

— Estoy segura de que pasarás un día fabuloso — le dijo su madre, y lo abrazó antes de que sonara el timbre y tuvieran que separarse.

Jack no dijo nada. Fruncía el ceño porque tenía que hacer un esfuerzo enorme para disimular lo asustado que estaba.

Todos los niños de su clase nueva se quedaron mirándolo. Parecían más altos que los niños de su antiguo colegio. La maestra le habló con amabilidad y le preguntó cómo se llamaba. Luego pidió al resto de los alumnos que salieran a la pizarra uno por uno para enseñar lo que habían llevado para la clase de ciencias de la naturaleza. Jack no había llevado nada, claro, así que se dedicó a ver cómo los otros niños enseñaban hojas, bellotas y castañas.

Entonces llegó la hora del recreo y Jack buscó un rincón donde nadie lo molestara.

Después del recreo, la maestra les pidió que sacaran el libro de lectura y le dio uno a Jack. Luego les dijo que ese día era especial porque iban a ir unos alumnos mayores a visitar la clase. Cada niño tendría una pareja que lo ayudaría a leer.

Se abrió la puerta y entraron un montón de chicos y chicas del último curso. Todos sonreían y algunos saludaban con la mano a los pequeños a los que ya conocían. Jack estaba más asustado que nunca.

Había una niña alta que destacaba entre los demás. Tenía el pelo largo y negro y lo llevaba recogido en una coleta. No se reía tapándose la boca con la mano como hacían las otras, sino que esperaba tranquilamente mientras la maestra invitaba a sus compañeros de último curso a escoger pareja. Cuando la mirada de aquella niña alta se cruzó con la de Jack, él agachó rápidamente la cabeza.

Los niños mayores empezaron a pasearse entre los pupitres, y los compañeros de clase de Jack se pusieron a susurrar: «¡Holly! ¡Holly! ¡Aquí, Holly!»

La niña que se sentaba a su lado también susurraba: «¡Holly! ¡Holly!»

Cuando vio la cara de intriga de Jack, le explicó:

— ¿Ves a esa niña del pelo largo y negro? Es Holly Macaulay, una gimnasta increíble. Hasta ha salido en la tele.

— Hola — oyó decir Jack por encima de su cabeza.

Miró hacia arriba. Holly Macaulay, la niña que había salido en la tele, estaba mirándolo.

— Eres nuevo, ¿verdad? — le dijo.

Jack intentó contestar que sí, pero de repente no tenía voz. Todos lo miraban fijamente, y aquellos susurros frenéticos, «¡Holly, Holly, Holly, aquí!», cada vez eran más intensos.

Pero Holly Macaulay no les hizo caso. Arrastró una silla y se sentó al lado de Jack.

— Tú vas a ser mi pareja — dijo.

Quizá parezca extraño comparar un cerdito blandito con una niña muy alta de once años que había salido en la tele, pero para Jack no lo era. Gracias a Dito había hecho amistades en su primer día de colegio, y Holly Macaulay hizo lo mismo por él en el colegio nuevo. Al cabo de sólo una hora de tener a Holly como pareja de lectura, ya no era el niño nuevo y callado de la clase, sino el niño a quien había escogido Holly Macaulay y a quien llamó «mi amigo Jack» cuando, más tarde, lo vio sentado a una mesa del comedor rodeado de otros alumnos.

Sus compañeros de clase se quedaron impresionados. Todos querían hablar con él. Cuando Jack se terminó su sándwich, un niño que se llamaba Rory le preguntó si quería jugar al fútbol con él. Rory sabía un montón de chistes divertidísimos. Por la tarde, cuando mamá fue a recoger a Jack al colegio, Rory arrastró a su madre hasta donde estaba la de Jack y las dos quedaron en que Jack iría a jugar a casa de Rory algún otro día de aquella semana.

Dito estaba muy contento de que a Jack le hubiese ido tan bien el primer día en su nuevo colegio. Le encantó oírlo hablar de Rory y de Holly Macaulay. Por supuesto, no hizo falta que Jack dijese nada en voz alta; acurrucado bajo las sábanas, con las hojas del árbol susurrando detrás de la ventana, Dito lo entendió todo sin necesidad de que se lo explicaran. Jack se quedó dormido con el cuerpo relleno de bolitas de Dito apretado contra la mejilla y su agradable olor mezclándose con el de la pintura de su dormitorio nuevo.

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Jack y Holly siguieron formando pareja de lectura todo aquel trimestre. Cuanto más la conocía, mejor entendía Jack por qué todos los niños de la clase querían que Holly fuera su amiga.

Además de ser muy inteligente, de sacar siempre notas excelentes y de tener una voz lo bastante buena para cantar los solos en las reuniones matutinas de profesores y alumnos, Holly Macaulay era de las mejores gimnastas jóvenes del país. Había salido una vez en la tele y dos veces en el periódico, y aspiraba a competir en los Juegos Olímpicos. Jack se enteró de algunas de estas cosas por la propia Holly y de otras a través de sus compañeros.

A pesar de ser famosa, no era nada creída. Le enseñaba a Jack los cardenales que se hacía cuando se caía de la barra de equilibrio (la gimnasia parecía muy difícil). Le contó que no podía dejar de ganar y ganar. Quedar en segundo lugar no era suficiente. Si quería llegar a las Olimpiadas, no podía perder ni una sola competición.

Un día, sin embargo, llegó muy rara a la sesión de lectura. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y cuando dijo «hola» le salió una voz ronca. A Jack le caía muy bien Holly, pero todavía se sentía un poco cohibido con ella.

— ¿Has... has perdido? — le preguntó en voz baja.

Se acordaba de que Holly había tenido un campeonato de gimnasia importante aquel fin de semana.

Ella negó con la cabeza.

— No fui.

— ¿Estabas enferma? — le preguntó él.

Holly volvió a decir que no con la cabeza.

Leyeron otra página del libro de lectura y entonces una gruesa lágrima cayó sobre la hoja.

— Mi mamá ha dejado a mi papá — dijo Holly en voz baja. Y refugiada detrás del libro de lectura de Jack, se lo contó todo.

La madre de Holly le había dicho que metiese sus cosas en una bolsa y luego se la había llevado en coche a un piso mientras su padre todavía estaba trabajando en el hospital. No sabía cuándo volvería a ver a su padre y lo echaba de menos. Normalmente era él quien la llevaba a las competiciones de gimnasia. Su madre le había explicado que ya no lo quería.

— Los dos quieren que viva con ellos — le dijo a Jack en voz baja— . No sé qué hacer.

Cuando terminó la hora de lectura y Holly regresó a su aula, Jack se preguntó por qué le había contado todas aquellas cosas secretas e íntimas. A lo mejor él era el Dito de Holly, pensó. Él no había hablado mucho, pero había entendido todo lo que Holly le había contado.

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Jack se había acostumbrado a que su padre le enviase postales de todas las ciudades que visitaba por motivos de trabajo. Mamá las ponía en la puerta de la nevera para que Jack pudiera verlas siempre que quisiera. Había una con puentes y canales, y otra de una ciudad que se alzaba en lo alto de unas montañas nevadas. Jack hablaba con su padre por teléfono y le mandaba fotos de los dibujos que hacía en el colegio. También le envió una de su diploma de nivel cuatro de natación. A Jack le encantaba nadar. Era uno de los mejores de la clase y celebró la fiesta de su séptimo cumpleaños en la piscina. Asistieron muchos de sus compañeros, incluido su mejor amigo, Rory.

Antes de que terminase el curso y empezaran las vacaciones de verano, Holly Macaulay volvió a salir en televisión. Luego, en la reunión matutina, subió a la tarima para enseñarles a todos su nueva medalla de oro. Todo el colegio aplaudió y ella saludó con la mano a Jack y le guiñó un ojo.

Jack y su madre fueron a Grecia de vacaciones con los abuelos. Dito también fue con ellos. Le encantaba el sol. Su cuerpecito fláccido se quedó de un gris más pálido después de pasar tantas horas al lado de la piscina con Jack, pero éste sabía que no debía volver a enterrarlo en la arena.

Cuando Jack regresó al colegio para empezar el nuevo curso, Holly Macaulay ya iba al colegio de los mayores. Él la echaba de menos, aunque ya tenía muchos amigos.

Una noche, los abuelos fueron a su casa a hacer de canguros porque mamá iba a salir. Eso era bastante raro porque mamá casi nunca salía de noche. Cuando Jack le preguntó adónde iba, le contestó que había quedado para cenar con un amigo. Llevaba un vestido nuevo y estaba muy guapa.

A partir de aquel día, su madre empezó a salir una noche por semana. A él no le importaba: se divertía mucho jugando a juegos de mesa con los abuelos, aunque siempre se aseguraba de poner a Dito en algún sitio alto si Toby se quedaba a pasar la noche.

Entonces, un fin de semana que hacía muy buen tiempo, mamá le dijo a Jack que su amigo Brendan iría a recogerlos con su coche y que los tres pasarían el día fuera.

— ¿Brendan es el amigo con el que sales a cenar? — preguntó Jack, y su madre respondió que sí.

Brendan resultó ser un tipo simpático con una voz muy grave. Los llevó a un parque de aventura donde había muchas actividades. Jack se tiró por el tobogán y trepó por la red de cuerda, pero no se sentía a gusto: era raro no tener a su madre para él solo. Cuando se cansó de jugar, los tres fueron paseando hasta el río y Brendan enseñó a Jack a hacer cabrillas con guijarros. Jack habría preferido mil veces que le hubiese enseñado su padre.

Después, Brendan los acompañó a su casa y se despidió de ellos, y entonces mamá le preguntó a Jack si Brendan le había caído bien. Jack le contestó que lo había encontrado muy simpático.

Después de aquel día salieron los tres juntos muchas veces más, y Jack se dio cuenta de que a su madre le gustaba mucho Brendan. Una vez, al volver de los columpios, los vio sentados en un banco cogidos de la mano, pero su madre se soltó rápidamente al darse cuenta de que los había visto.

Bajo las sábanas, Dito lo entendía todo sin que le contaran nada: sabía que a Jack le resultaba raro que Brendan le cogiera la mano a su madre, a pesar de que poco a poco lo iba conociendo más y cada vez le caía mejor. Entendía que Jack habría preferido que hubiese sido su padre quien le cogiese la mano a su madre. Dito compartía la preocupación de Jack de que, si Brendan dejaba de querer ser amigo de su madre, ella volvería a ponerse triste. Era el único a quien Jack podía confesarle cuánto deseaba que las cosas dejaran de cambiar. Con Dito nunca tenía que fingir.

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Jack sabía que Brendan había estado casado, como su madre, y que tenía una hija. Algunos fines de semana, su madre no quedaba con él porque Brendan estaba ocupado haciendo cosas con su hija.

Un día, mamá anunció que iban a ir los cuatro juntos al cine: ella, Jack, Brendan y su hija Holly.

— ¿Holly? — preguntó Jack.

Y sí, señor, allí estaba: Holly Macaulay. Había crecido aún más y parecía mayor de lo que él recordaba. Y había otro cambio: él se alegró de verla, pero ella no, en absoluto. Fue muy educada con mamá, pero, cuando ésta se interesó por sus campeonatos de gimnasia, se limitó a contestarle «sí» y «no». No dejó que la ayudara con nada y, cuando mamá le preguntó si quería ir al lavabo, le contestó que ya era mayor para ir solita, muchas gracias. A Jack no le hizo ninguna gracia que Holly fuese grosera con su madre: era la primera vez que la veía ser antipática con alguien.

Después, hablándolo con Dito en la cama (en realidad

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