Nota del autor
NOTA DEL AUTOR
Desde hace medio siglo, la humanidad viene incorporando a su tesoro de conocimientos un nuevo saber: una conciencia que solo podría calificarse de trascendente, una conciencia espiritual. Si está usted leyendo este libro, probablemente se ha percatado ya de lo que ocurre y quizá lo ha percibido incluso en su propio interior.
En este momento de nuestra historia parece que sintonizamos especialmente bien con el proceso mismo de la vida, con aquellos sucesos fortuitos que ocurren exactamente en el momento preciso y que sacan a luz a las personas adecuadas para dar súbitamente a nuestras vidas un nuevo y más inspirado rumbo. Quizá mejor que cualquier otra persona en cualquier otra época pasada, intuimos un significado más pleno en los sucesos misteriosos a que me refiero. Sabemos que la vida en realidad consiste en un despliegue tan personal como mágico y fascinante; un despliegue que ninguna filosofía ni religión han esclarecido todavía del todo.
Y también sabemos algo más: sabemos que una vez hayamos comprendido lo que está ocurriendo, cuando aprendamos cómo poner en marcha este desarrollo y cómo mantenerlo, el mundo de los seres humanos dará un salto cuántico hacia una nueva manera de vivir, hacia un género de vida que a lo largo de toda su historia nuestro mundo se ha esforzado, vagamente hasta hoy, por alcanzar.
El relato que sigue es una ofrenda a estos nuevos saberes. Si a usted le afecta, si en estas páginas cristaliza algo que usted percibe en la vida, entonces comunique a los demás lo que ha visto, pues yo pienso que nuestra nueva conciencia de lo espiritual se expande precisamente por esta vía, es decir, no ya por estímulos publicitarios ni por influencia de la moda, sino individualmente, de persona a persona, a través de una especie de contagio psicológico positivo que se da entre estas.
Lo único que a nosotros nos corresponde hacer es dejar en suspenso nuestras dudas, evitar las distracciones por un tiempo mínimo... y esta realidad podrá ser milagrosamente nuestra.
J. R.
Otoño de 1992
A Sarah Virginia Redfield
Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento,
y los que enseñaron a muchos la justicia,
como las estrellas, por toda la eternidad.
Y tú, Daniel, guarda en secreto estas palabras
y sella el libro hasta el tiempo del Fin.
Muchos andarán errantes acá y allá,
y la iniquidad aumentará.
DANIEL 12,3-4[1]
Una masa crítica
UNA MASA CRÍTICA
Llegué al restaurante y estacioné el coche, luego me recliné en el asiento para reflexionar por unos instantes. Charlene, lo sabía, estaría ya en el local, esperando para hablar conmigo. Pero ¿por qué? En seis años yo no había oído de ella ni una sola palabra. ¿Por qué se habría presentado ahora, justamente cuando por espacio de una semana me había aislado del mundo entero, secuestrándome casi en el bosque?
Me apeé del coche y caminé hacia el restaurante. A mis espaldas, el último destello de la puesta de sol desaparecía por el oeste e inundaba todavía de una luz entre ambarina y dorada la húmeda zona de aparcamiento. Una hora antes, una breve tempestad lo había empapado todo, y ahora la tarde veraniega parecía fresca y renovada y, debido a aquella luz peculiar, casi surreal. Una media luna colgaba en el cielo.
Mientras caminaba, viejas imágenes de Charlene acudían a mi memoria. ¿Sería aún tan bella, tan intensa? ¿Cómo la habría cambiado el tiempo? ¿Y qué debía pensar yo de aquel manuscrito que ella había mencionado, de aquella antigüedad encontrada en América del Sur, sobre la cual no podía esperar a hablarme?
—Haré una escala de dos horas en el aeropuerto —me había dicho por teléfono—. ¿Puedes reunirte conmigo para cenar? Lo que cuenta este manuscrito te va a encantar: es exactamente tu género de misterio favorito.
¿Mi género de misterio favorito? ¿Qué quería decir con eso?
El restaurante estaba atestado. Varias parejas esperaban mesa. Cuando localicé a la dueña, me dijo que Charlene ya tenía sitio y me indicó que la siguiera a una terraza sobre el comedor principal.
Subí por la escalera y observé que un grupo de personas rodeaba una de las mesas. Entre ellas había dos policías. Súbitamente, estos se volvieron y se precipitaron, pasando junto a mí, escaleras abajo. Mientras el resto de la gente se dispersaba pude ver algo más allá a la persona que al parecer había sido el centro de la atención general: una mujer, todavía sentada a la mesa... ¡Charlene!
Me acerqué rápidamente a ella.
—Charlene, ¿qué ocurre? ¿Ha pasado algo malo?
Ella echó la cabeza atrás con burlona exasperación y se puso en pie con un fulgor de su famosa sonrisa. Noté que su cabello era quizá diferente, pero su rostro era exactamente como lo recordaba: rasgos pequeños y delicados, boca ancha, grandes ojos azules.
—No lo creerás —dijo, tirando de mí para darme un abrazo amistoso—. Hace unos minutos he ido al tocador, y mientras estaba fuera alguien me ha robado el portafolios.
—¿Qué había dentro?
—Nada importante, solo unos libros y unas revistas que llevaba para el viaje. De locura. La gente de las otras mesas me ha dicho que, simplemente, alguien vino, cogió el portafolios y se marchó. Han dado la descripción a la policía y los agentes dicen que registrarán la zona.
—Quizá podría ayudarles yo.
—No, no. Olvidémoslo. No tengo mucho tiempo y necesito hablar contigo.
Asentí con un gesto, y Charlene sugirió que nos sentáramos. Un camarero se aproximó; consultamos la carta y pedimos nuestra comanda. A continuación dedicamos diez o quince minutos a charlar de temas generales. Yo traté de no dar demasiada importancia al aislamiento que me había impuesto, pero Charlene no estaba para vaguedades. Se inclinó por encima de la mesa y me dedicó otra vez aquella sonrisa.
—Bueno, ¿qué pasa realmente contigo? —preguntó.
La miré a los ojos, sostuve la intensa mirada que ella fijaba en mí.
—Quieres inmediatamente la historia completa, ¿no?
—Como siempre —dijo ella.
—Bien, la verdad es que en estos momentos me he tomado un poco de tiempo libre y estoy en el lago. He trabajado mucho y necesito reflexionar sobre la posibilidad de cambiar la orientación de mi vida.
—Recuerdo que me habías hablado del lago. Creía que tú y tu hermana tuvisteis que venderlo.
—No llegamos a hacerlo, pero sigue existiendo el problema de los impuestos. Como la finca está tan cerca de la ciudad, los impuestos no paran de aumentar.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué vas a hacer en adelante?
—Aún no lo he decidido. Algo diferente.
Me dirigió una mirada de curiosidad.
—Se diría que estás tan intranquilo como todo el mundo.
—Supongo que sí —dije—. ¿Por qué lo preguntas?
—Está en el Manuscrito.
Guardamos silencio mientras yo le devolvía la mirada.
—Háblame de ese Manuscrito —dije al fin.
Ella se echó atrás en la silla como para aclararse las ideas, y luego volvió a escrutar mis ojos.
—Creo haber mencionado por teléfono que dejé el periódico hace unos años y que me incorporé a una firma de investigadores que estudia las transformaciones culturales y demográficas para las Naciones Unidas. Mi último destino fue en Perú.
»Mientras estaba allí, completando un trabajo en la Universidad de Lima, no cesé de oír rumores sobre un antiguo manuscrito que había sido descubierto... Sin embargo, nadie pudo darme el menor detalle, ni siquiera en los departamentos de arqueología y antropología. Y cuando me puse en contacto con el gobierno sobre este particular, afirmaron que no sabían absolutamente nada.
»Una persona me dijo entonces que, de hecho, el gobierno, por alguna razón, estaba trabajando en la eliminación de aquel documento. Claro que la persona en cuestión tampoco tenía conocimiento directo del asunto.
»Ya me conoces —continuó—, soy muy curiosa. Cuando terminé mi trabajo decidí quedarme un par de días por allí, a ver qué descubría. Al principio, todas las pistas que seguí me condujeron a callejones sin salida, pero luego, en una ocasión en que estaba almorzando en un café de las afueras de Lima, me di cuenta de que un cura me observaba. Al cabo de unos minutos vino hacia mí y declaró que aquel mismo día, pocas horas antes, me había oído indagar sobre el Manuscrito. Rehusó revelarme su nombre, pero accedió, en cambio, a contestar todas mis preguntas.
Charlene dudó un momento, mirándome todavía con intensidad.
—El cura dijo que el Manuscrito data aproximadamente del año 600 antes de Cristo. Predice una transformación masiva de la sociedad humana.
—Que empezará... ¿cuándo? —inquirí yo.
—En las últimas décadas del siglo XX.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿Qué clase de transformación se supone que será? —pregunté.
Ella, por un momento, pareció confusa, pero inmediatamente dijo con energía:
—El cura me contó que es una especie de renacimiento de la conciencia, que se produce muy lentamente. No es de naturaleza religiosa, pero sí espiritual. Estamos descubriendo algo respecto a la vida humana en este planeta, acerca de lo que nuestra existencia significa, y según aquel cura este conocimiento alterará muy espectacularmente la cultura de los hombres.
Charlene hizo una nueva pausa, y a continuación añadió:
—El cura me dijo que el Manuscrito está dividido en segmentos, o capítulos cada uno de los cuales se dedica a una visión particular referente a la vida. El Manuscrito predice que en el período actual los seres humanos comenzaremos a percibir estas revelaciones secuencialmente, una revelación tras otra, mientras nos desplazamos desde la situación actual hasta una cultura completamente espiritual que existirá en todo el planeta.
Yo sacudí la cabeza y enarqué las cejas con cinismo.
—¿De veras crees todo eso?
—Bueno —dijo ella—, pienso que...
—Mira a tu alrededor —la interrumpí. Señalé a la gente sentada en el comedor, por debajo de nosotros—. Ese es el mundo real. ¿Acaso ves que ahí esté cambiando algo?
Precisamente cuando yo decía aquello una voz airada se alzó de una mesa próxima a la pared del fondo, pronunciando unas palabras que no pude entender pero que fueron lo bastante sonoras como para imponer silencio a todo el comedor. En el primer instante pensé que la alteración era debida a otro robo, pero luego comprobé que se trataba solo de una discusión. Una mujer cuya edad rondaría la treintena, en pie, miraba indignada al hombre sentado a la mesa frente a ella.
—¡No! —vociferó la mujer—. ¡El problema es que esta relación no funciona como yo quería! ¿Lo entiendes? ¡No funciona!
Se contuvo, arrojó su servilleta sobre la mesa y se marchó.
Charlene y yo nos miramos, sobresaltados por el hecho de que la explosión de cólera se hubiera producido en el preciso momento en que hablábamos de las personas situadas debajo de nosotros. Finalmente, Charlene señaló con la cabeza la mesa donde el hombre se había quedado solo, y dijo:
—Es el mundo real lo que cambia.
—¿Cómo? —pregunté, todavía desconcertado.
—La transformación comienza con la Primera Revelación, y según el cura esta revelación, inconscientemente al principio, siempre emerge como una profunda sensación de desasosiego.
—¿Desasosiego?
—Sí.
—¿Qué es lo que estamos buscando?
—¡Esa es la clave! Al principio no estamos seguros. Según el Manuscrito, empezamos a vislumbrar un género alternativo de experiencia... momentos de nuestras vidas que de algún modo nos parecen más intensos, más inspiradores. Pero no sabemos qué es esta experiencia ni cómo hacerla durar, y cuando termina nos deja un sentimiento de insatisfacción y de inquietud ante una vida que vuelve a parecernos normal.
—¿Tú crees que detrás de la cólera de la mujer se hallaba esa inquietud?
—Sí. Ella es igual al resto de nosotros. Todos buscamos una mayor realización en nuestras respectivas vidas, y no nos comprometeremos con nada que pueda decepcionarnos y deprimirnos. Esta búsqueda desasosegada es lo que se oculta detrás de la actitud del «yo primero» que ha caracterizado las recientes décadas y que nos afecta a todos, de Wall Street a las pandillas callejeras. —Me miró de hito en hito—. Y en lo que concierne a nuestras relaciones, somos tan exigentes que las hacemos casi imposibles.
Su comentario me devolvió al recuerdo de mis dos últimas experiencias amorosas. Ambas habían comenzado intensamente y ambas habían fracasado antes del año. Cuando de nuevo concentré mi atención en Charlene, ella esperaba armada de paciencia.
—¿Qué les hacemos exactamente a nuestras relaciones sentimentales? —pregunté.
—De esto hablé mucho rato con el cura —contestó—. Según él, cuando las dos partes de una relación son demasiado exigentes, cuando cada una espera de la otra que viva en su mundo, que esté siempre dispuesta a participar en las actividades que la otra parte elija, se desencadena una batalla inevitable entre los egos.
Las palabras de Charlene tenían sentido. Mis dos últimas relaciones habían degenerado, desde luego, en forcejeos por el poder. En ambas situaciones las dos partes nos habíamos encontrado en un conflicto de intereses y prioridades. Nuestros pasos habían sido demasiado rápidos. Nos había faltado tiempo para coordinar nuestras diferentes ideas sobre qué hacer, adónde ir, qué intereses perseguir. Al final, la cuestión de quién sería el líder, quién establecería las directrices del día, se había revelado una dificultad irresoluble.
—Debido a esta batalla por el control —continuó Charlene—, el Manuscrito dice que nos resultará muy difícil estar con la misma persona durante mucho tiempo.
—Esto no parece demasiado espiritual —dije.
—Así exactamente se lo dije yo al cura —respondió—. Me contestó que recordase que, si bien la mayoría de los males recientes de la sociedad pueden atribuirse a aquella inquietud, a aquel afán de búsqueda, el problema es temporal y se resolverá. Estamos al fin adquiriendo conciencia de qué es lo que realmente buscamos, de qué es de verdad esa otra experiencia más satisfactoria. Cuando lo captemos plenamente, habremos llegado a la Primera Revelación.
El camarero nos sirvió la cena, de modo que hicimos una pausa de varios minutos mientras él terminaba de escanciar el vino y Charlene y yo probábamos cada uno el plato elegido por el otro. Cuando se inclinaba a través de la mesa para tomar del mío un poco de salmón, ella frunció la nariz y soltó una risita. Me di cuenta de lo fácil que era estar a su lado.
—Muy bien —dije—. ¿En qué consiste esa experiencia que andamos buscando? ¿Qué es la Primera Revelación?
Charlene titubeó, como si no supiera por dónde empezar.
—Explicarlo es difícil —alegó—. Pero el cura lo expuso de este modo. Dijo que la Primera Revelación ocurre cuando tomamos conciencia de las coincidencias que se dan en nuestras vidas. —Se inclinó más hacia mí—. ¿Has tenido alguna vez una corazonada o una intuición respecto a algo que querías hacer, respecto a un determinado rumbo que deseabas tomar en tu vida? ¿Y te preguntaste cómo te sería posible conseguirlo? Y después, cuando ya te habías medio olvidado de ello y te interesabas por otras cosas, ¿te encontraste de súbito con alguien, o leíste algo, o fuiste a alguna parte que te brindó la mismísima oportunidad que habías imaginado?
»Bien —prosiguió—, siempre de acuerdo con el cura, tales coincidencias se producen cada vez con más frecuencia, y cuando ello ocurre tenemos la sensación de que son cosas situadas más allá de lo que podría considerarse mera casualidad; entendemos que son elementos del destino, como si nuestras vidas hubieran sido guiadas por alguna fuerza inexplicable. La experiencia produce una impresión de misterio y excitación y, como resultado, nos sentimos más vivos.
»El cura me explicó que esta es la experiencia que hemos vislumbrado y que ahora tratamos de manifestar constantemente. Cada día son más las personas convencidas de que este misterioso vaivén es real y de que significa algo, de que algo distinto está ocurriendo bajo la apariencia de la vida cotidiana. Esta percepción, esta conciencia, es la Primera Revelación.
Charlene me miraba expectante, pero yo no dije nada.
—¿No lo ves? —preguntó—. La Primera Revelación es una reconsideración del misterio inherente que rodea nuestras vidas individuales en este planeta. Estamos experimentando estas misteriosas coincidencias, y a pesar de que todavía no las entendemos sabemos que son reales. Volvemos a percibir, como en la infancia, que existe otro lado de la vida que todavía no hemos descubierto, otro proceso que se desarrolla detrás del escenario.
Charlene se inclinaba más y más hacia mí y agitaba las manos mientras hablaba.
—Tú crees realmente en eso, ¿no? —le pregunté.
—Recuerdo una época —me respondió con cierta acritud— en que eras tú quien hablaba de esta clase de experiencias.
Su comentario me tocó un punto sensible. Tenía razón. Hubo un período de mi vida en que yo había experimentado efectivamente aquellas coincidencias y había tratado incluso de comprenderlas psicológicamente. En algún recodo del camino, sin embargo, mi punto de vista había cambiado. Había empezado, por alguna razón, a considerar inmaduras y poco prácticas aquellas percepciones, y acabé por ni siquiera tenerlas.
Sostuve abiertamente la mirada de Charlene, y dije a la defensiva:
—En aquella época probablemente leía filosofía oriental o misticismo cristiano. Eso es lo que recuerdas. De todos modos, sobre lo que tú llamas Primera Revelación se ha escrito en muchas ocasiones, Charlene. ¿Dónde está ahora la diferencia? ¿De qué manera la percepción de unos incidentes misteriosos va a conducir a una transformación cultural?
Charlene bajó por un instante la mirada a la mesa y enseguida volvió a alzarla hacia mi rostro.
—No te confundas —dijo—. Ciertamente, este género de conciencia ha sido experimentado y descrito antes. De hecho, el cura hizo especial hincapié en declarar que la Primera Revelación no era nueva. Dijo que ciertos individuos han observado a lo largo de la historia esas coincidencias inexplicables, y que esa ha sido la percepción que se encuentra en el origen de muchos grandes empeños filosóficos y religiosos. Pero la diferencia actual reside en su número. Según el cura, la transformación se produce hoy debido al número de individuos que, todos al mismo tiempo, alcanzan el mismo estado de conciencia.
—¿Y eso qué significa, exactamente?
—Él me contó que el Manuscrito dice que el número de personas que son conscientes de tales coincidencias empezará a crecer espectacularmente en la sexta década del siglo XX. Precisó que este crecimiento seguirá en alza hasta una fecha próxima al inicio del siglo siguiente, momento en que estos individuos alcanzarán un nivel específico, una densidad demográfica que yo interpreto como lo que los físicos llaman masa crítica.
»El Manuscrito predice —continuó— que una vez alcancemos la masa crítica toda nuestra cultura comenzará a tomarse en serio las experiencias coincidentes. Todos nos preguntaremos simultáneamente qué misterioso proceso se desarrolla en este planeta por debajo de la vida humana. Y será esta pregunta, formulada al mismo tiempo por un número suficiente de personas, la que permitirá que las demás revelaciones lleguen también a las conciencias; porque, según el Manuscrito, cuando un número suficiente de individuos se pregunte seriamente qué está pasando en la vida empezaremos a descubrirlo. Las revelaciones restantes se manifestarán una tras otra.
Charlene hizo una pausa para comer un bocado.
—Y cuando captemos las demás revelaciones... —pregunté—, ¿cambiará la cultura?
—Eso fue lo que me dijo el cura.
La miré unos momentos en silencio, sopesando la idea de la masa crítica; luego sugerí:
—Mira, todo esto parece tremendamente sofisticado, para venir de un manuscrito seiscientos años anterior a Cristo.
—Ya lo sé —admitió—. Yo misma planteé la cuestión. Pero el cura me aseguró que los expertos que primero tradujeron el Manuscrito estaban absolutamente convencidos de su autenticidad. Principalmente porque estaba escrita en arameo, el mismo idioma en que fue escrito buena parte del Antiguo Testamento.
—¿Arameo en América del Sur? ¿Cómo llegó allí seiscientos años antes de Cristo?
—El cura no lo sabía.
—¿Respalda su Iglesia el Manuscrito? —pregunté.
—Pues no. Él me contó que la mayoría del clero pretende con verdadera saña eliminarlo. Por este mismo motivo no quiso decirme su nombre. Aparentemente, hablar de todo ello era muy peligroso para él.
—¿Explicó por qué las autoridades eclesiásticas combaten aquellos textos?
—Sí. Porque los textos amenazan la integridad de su religión.
—¿De qué modo?
—No lo sé exactamente. No fue muy explícito sobre esto, pero me pareció entender que las otras visiones amplían algunas de las ideas tradicionales en la Iglesia de un modo que alarma a las autoridades, para las cuales las cosas ya están bien tal como están.
—Entiendo.
—Lo que sí dijo el cura —prosiguió Charlene— es que él no cree que el Manuscrito vaya a socavar ninguno de los pilares fundamentales de su Iglesia. En todo caso, esclarece con precisión qué significan aquellas verdades espirituales. Él personalmente estaba muy seguro de que los líderes religiosos se percatarían de este hecho si intentaran ver otra vez la vida como un misterio y si procedieran a continuación a través de las restantes revelaciones.
—¿Te dijo cuántas revelaciones había?
—No, aunque mencionó la Segunda Revelación. Me explicó que es una interpretación más correcta de la historia reciente, que sirve para aclarar con mayor amplitud la transformación futura.
—¿Dio detalles de eso?
—No, porque no tuvo tiempo. Dijo que debía marcharse para ocuparse de ciertos asuntos. Convinimos en volver a vernos aquella tarde, en su casa, pero cuando llegué él no estaba allí. Esperé tres horas y no compareció. Finalmente tuve que renunciar para no perder el avión de regreso.
—O sea, ¿no has podido volver a hablar con él?
—Exacto. No le he visto más.
—¿Y no recibiste de los órganos gubernamentales ninguna confirmación respecto al Manuscrito?
—Ninguna.
—¿Cuándo ocurrió todo eso?
—Hace un mes y medio aproximadamente.
Comimos en silencio durante unos minutos. Por último, Charlene alzó la vista y preguntó:
—Bueno, ¿tú qué piensas?
—Todavía no sé qué pensar —respondí. Una parte de mí acogía con escepticismo la idea de que los seres humanos pudieran efectivamente cambiar, pero otra parte se maravillaba ante la posibilidad de que un manuscrito que hablaba en aquellos términos existiese de veras—. ¿Te mostró ese cura algún ejemplar, alguna copia, algo?
—No. Lo único que tengo son mis notas.
De nuevo se hizo el silencio entre nosotros.
—Mira —dijo ella a continuación—, se me ocurrió que aquellas ideas podían interesarte mucho. Provocarte, vamos.
La miré perplejo.
—Supongo que necesito alguna prueba de la autenticidad de lo que dice tu Manuscrito.
La fulgurante sonrisa volvió a iluminar el rostro de Charlene, pero esta no pronunció una palabra.
—¿Qué pasa? —inquirí.
—También eso es exactamente lo que yo dije.
—¿A quién? ¿Al cura?
—Por supuesto.
—¿Y qué dijo él?
—Dijo que la experiencia es la evidencia.
—¿Y eso qué significa?
—Era una manera de darme a entender que nuestra experiencia confirma lo que anuncia el Manuscrito. Cuando reflexionamos sinceramente sobre lo que sentimos en nuestro interior, sobre la manera en que nuestras vidas siguen su curso en este momento de la historia, nos percatamos de que las ideas del Manuscrito tienen significado, suenan a algo auténtico. —Charlene titubeó—. ¿Tienen significado para ti?
Reflexioné unos instantes. ¿Tenían significado? ¿Era todo el mundo tan inquieto como yo? Y si lo era, ¿procedía nuestra inquietud de la simple intuición, de la simple percepción acumulada durante treinta años, de que en la vida hay realmente más de lo que conocemos, más de lo que podemos observar?
—No estoy seguro —dije finalmente—. Supongo que necesito algún tiempo para pensarlo.
Salí al jardín contiguo al restaurante y me paré detrás de un banco de madera, de cara a una fuente. A mi derecha distinguía las luces titilantes del aeropuerto y oía los rugientes motores de un avión a punto de despegar.
—Qué flores tan bonitas —dijo Charlene detrás de mí.
Me volví y vi que se acercaba paseando por el ancho sendero y admirando los macizos de petunias y begonias que bordeaban la zona de descanso. Se detuvo a mi lado y la rodeé con un brazo. Los recuerdos afluían a mi mente. Años atrás, cuando ambos vivíamos en Charlottesville, Virginia, solíamos pasar muchas veladas juntos, hablando y hablando. La mayoría de nuestras conversaciones giraba en torno a las teorías académicas sobre el desarrollo psicológico. A los dos nos fascinaban aquellos debates, aparte de fascinarnos uno a otro. Sin embargo, era chocante lo platónicas que nuestras relaciones habían sido siempre.
—No sé cómo expresarte —siguió diciendo ella— el placer que me causa volver a verte.
—Me sucede lo mismo —repuse—. Verte me trae montones de recuerdos.
—Me pregunto por qué no habremos seguido en contacto.
La observación me hizo retroceder nuevamente en el tiempo. Recordé la última vez que había visto a Charlene. Nos despedíamos en mi coche. En aquella época yo me sentía lleno de ideas nuevas y partía con destino a mi ciudad natal para trabajar con niños que habían sufrido malos tratos de terrible gravedad. Yo creía saber de qué modo aquellas pobres criaturas podrían superar las intensas reacciones, la inhibición obsesiva que les impedía llevar una vida normal. Pero a medida que avanzaba el tiempo, mi planteamiento fracasaba. Tuve que admitir mi ignorancia. La manera en que los seres humanos podrían liberarse de su respectivo pasado todavía era un enigma para mí.
Al repasar los seis años anteriores me sentía ahora seguro de que la experiencia había valido la pena. Pero también sentía el impulso de seguir adelante. ¿En qué dirección? ¿Hacia dónde? ¿Para hacer qué? No había pensado en Charlene más que ocasionalmente desde que ella me ayudó a cristalizar mis ideas sobre el trauma infantil, y allí estaba ahora de nuevo, de regreso a mi vida; y nuestra con