La inteligencia emocional

Daniel Goleman
Daniel Goleman

Fragmento

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AGRADECIMIENTOS

Escuché por primera vez la expresión "alfabetización emocional" de labios de Eileen Rockefeller Growald, entonces fundadora y presidenta del Instituto para el Progreso de la Salud. Fue esta conversación casual la que despertó mi interés y dio marco a las investigaciones que finalmente se convirtieron en este libro. En el curso de estos años ha sido un placer seguir de cerca a Eileen mientras ella enriquecía este campo.

El apoyo del Fetzer Institute de Kalamazoo, en Michigan, me ha permitido contar con el tiempo para explorar más profundamente el posible significado de "alfabetización emocional", y estoy en deuda con Rob Lehman, presidente del Instituto, por su aliento crucial en los primeros momentos y por la actual colaboración con David Sluyter, director de programa del mismo. Fue Rob Lehman quien, al comienzo de mis investigaciones, me instó a escribir un libro sobre la alfabetización emocional.

Entre mis más profundas deudas está la que tengo con cientos de investigadores que a lo largo de los años han compartido sus descubrimientos conmigo, y cuyos esfuerzos están estudiados y sintetizados aquí. A Pe ter Salovey, de Y ale, le debo el concepto de "inteligencia emocional". También me he beneficiado del hecho de conocer el trabajo en curso de muchos educadores y profesionales del arte de la prevención primaria, que se encuentran a la vanguardia del nuevo movimiento de la alfabetización emocional. Sus esfuerzos prácticos para brindar mejores habilidades sociales y emocionales a los niños, y para recrear las escuelas como entornos más humanos han resultado inspiradores. Entre ellos se encuentran Mark Greenberg y David Hawkins, de la Universidad de Washington; David Schaps y Catherine Lewis, del Centro de Estudios del Desarrollo de Oakland, California; Tim Shriver, del Centro de Estudios Infantiles; Roger Weissber, de la Universidad de Illinois en Chicago; Maurice Elias, de Rutgers; Shelly Kessler, del Instituto Goddard de Enseñanza y Aprendizaje, de Boulder, Colorado; Chevy Martin y Karen Stone McCown del Centro de Aprendizaje Nueva, en Hillsborough, California; y Linda Lantieri, directora del Centro Nacional para la Resolución Creativa de Conflictos, en la ciudad de Nueva York.

Tengo una deuda especial con aquellos que estudiaron y comentaron partes de este manuscrito: Howard Gardner, de la Escuela de Educación para Graduados, de la Universidad de Harvard; Peter Salovey, del Departamento de Psicología de la Universidad de Yale; Paul Ekman, director del Laboratorio de Interacción Humana de la Universidad de California, en San Francisco; Michael Lerner, director de Commonweal en Bolinas, California; Denis Prager, entonces director del Programa de Salud de la Fundación John D. y Catherine T. MacArthur; Mark Gerzon, director de Common Enterprise, en Boulder, Colorado; Mary SchwabStone, MD, del Centro de Estudios Infantiles, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale; David Spiegel, MD, del Departamento de Psiquiatría de la Facultad ge Medicina de la Universidad de Stanford; Mark Greenberg, director del Programa de Pista Rápida, de la Universidad de Washington; Shoshona Zuboff, de la Escuela de Administración de Harvard; Joseph LeDoux, del Centro de Neurología de la Universidad de Nueva York; Richard Davidson, director del Laboratorio de Psicofisiología de la Universidad de Wisconsin; Paul Kaufman, de Mind and Media, en Point Reyes, California; Jessica Brackman, Naomi Wolf y, especialmente, a Fay Goleman.

Entre quienes me ofrecieron sus opiniones valiosas y eruditas se encuentran Page DuBois, un helenista de la Universidad del sur de California; Matthew Kapstein, filósofo de ética y religión de la Universidad de Columbia; y Steven Rockefeller, biógrafo intelectual de John Dewey, del Middlebury College. Joy Nolan reunió relatos de episodios emocionales; Margaret Howe y Annette Spychalla prepararon el apéndice sobre los efectos de los programas de alfabetización emocional. Sam y Susan Harris proporcionaron el equipamiento esencial.

Mis editores de The New York Times en la última década han apoyado maravillosamente mis diversas investigaciones sobre nuevos descubrimientos a propósito de las emociones, que aparecieron por primera vez en las páginas de ese periódico y que informan gran parte de esta obra.

Toni Burbank, mi editor en Bantam Books, ofreció el entusiasmo editorial y la agudeza que incentivó mi determinación y mis ideas.

Y mi esposa, Tara Bennett-Goleman, proporcionó el nido de calidez, amor e inteligencia que alimentó la realización de este proyecto.

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EL DESAFIO DE ARISTOTELES

Cualquiera puede ponerse furioso… eso es fácil. Pero estar furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto, y de la forma correcta… eso no es fácil.

ARISTOTELES, Etica a Nicómaco

Era una tarde de agosto insoportablemente húmeda en la ciudad de Nueva York, el tipo de tarde húmeda que hace que la gente esté de mal humor. Yo regresaba al hotel y al subir al autobús que me llevaba a Madison Avenue me sorprendió oír que el conductor —un negro de mediana edad— me saludaba con un cordial "¡Hola! ¿Cómo le va?", saludo que ofrecía a todo el que subía mientras el autobús se deslizaba entre el denso tránsito del centro de la ciudad. Todos los pasajeros estaban tan sorprendidos como yo y, atrapados en el clima taciturno favorecido por el día, pocos respondieron al saludo.

Pero mientras el autobús avanzaba lentamente calle arriba se produjo una transformación lenta, casi mágica. El conductor ofreció a los pasajeros un ágil monólogo, un animado comentario sobre los escenarios que se sucedían ante nosotros: había una liquidación increíble en esa tienda, una exposición maravillosa en ese museo, ¿alguien había oído hablar de la nueva película que acababan de poner en el cine de la otra manzana? El deleite que sentía ante las variadas posibilidades que brindaba la ciudad resultó contagioso. Cuando los pasajeros bajaban del autobús, lo hacían despojados del caparazón de mal humor con que habían subido; y cuando el conductor gritaba un "¡Hasta pronto, que tenga un buen día!", cada uno respondía con una sonrisa.

El recuerdo de ese encuentro me acompañó durante casi veinte años. En la época en que viajé en ese autobús a Madison Avenue acababa de obtener el doctorado en psicología, pero en aquellos tiempos la psicología prestaba poca atención a la forma en que podía producirse semejante transformación. La ciencia psicológica sabía poco y nada de los mecanismos de la emoción. Sin embargo, al imaginar el virus de buenos sentimientos que seguramente se había propagado por toda la ciudad, empezando por los pasajeros del autobús, comprendí que el conductor era una especie de pacificador urbano, formidable por su capacidad para transformar la hosca irritabilidad que acumulaban sus pasajeros, para suavizar y abrir sus corazones.

En contraste, estos son algunos temas del periódico de esta semana:

• En una escuela local, un niño de nueve años se dedica a arrojar pintura sobre los pupitres, las computadoras y las impresoras, y a destrozar un coche del aparcamiento de la escuela. El motivo: algunos compañeros del tercer curso le llamaron "bebé", y quiso impresionarlos.

• Ocho jovencitos resultan heridos cuando un choque involuntario con un grupo de adolescentes que se arremolina en la entrada de un club de rap de Manhattan da lugar a una serie de encontronazos que terminan cuando uno de los agredidos dispara una pistola automática calibre 38 sobre el grupo. El informe señala que esos disparos ante desaires aparentemente insignificantes, que son percibidos como faltas de respeto, se han vuelto cada vez más comunes en todo el país en los últimos años.

• Según un informe, el 57% de los asesinos de menores de doce años, son sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres dicen que estaban "sencillamente tratando de disciplinar al niño". Las palizas fatales fueron propinadas por "infracciones" como tapar el televisor, llorar o ensuciar los pañales.

• Un joven alemán es procesado por el asesinato de cinco mujeres y niñas turcas en un incendio que provocó mientras aquellas dormían. Forma parte de un grupo neonazi; habla de su imposibilidad de conservar los trabajos, de la bebida, culpa de su mala suerte a los extranjeros. En voz apenas audible, alega: "No puedo dejar de lamentar lo que he hecho, y estoy infinitamente avergonzado".

En los noticieros de todos los días abundan informes de este tipo sobre la desintegración de la cortesía y la seguridad, un ataque violento del impulso ruin que todo lo destruye. Pero las noticias sólo reflejan en una escala más amplia la sensación de que existen cada vez más emociones fuera de control en nuestra propia vida y en la de quienes nos rodean.

Nadie queda apartado de esta errática corriente de arrebato y arrepentimiento; impregna la vida de todos, de una u otra forma.

En la última década hemos visto una constante sucesión de informes de este tipo, que reflejan un aumento de la ineptitud emocional, la desesperación y la imprudencia en nuestras familias, nuestras comunidades y nuestra vida colectiva. Estos años han sido la crónica de una creciente rabia y desesperación, ya sea en la quieta soledad de los niños encerrados con el televisor por la babysitter, o en el dolor de los niños abandonados, descuidados o maltratados, o en la espantosa intimidad de la violencia marital. Una extendida enfermedad emocional se expresa en el aumento de los casos de depresión en el mundo entero, y en los recordatorios de una creciente corriente de agresividad: adolescentes que van a la escuela con armas, accidentes en autopistas que acaban con disparos, ex empleados descontentos que asesinan a sus antiguos compañeros de trabajo. Maltrato emocional, disparos indiscriminados y estrés postraumático son expresiones que han pasado a formar parte del léxico común en la última década mientras la frase en boga ha pasado de la alegre "Que le vaya bien", a la irritabilidad de "Déjeme en paz".

Este libro es una guía para dar un sentido al absurdo. En mi condición de psicólogo y de periodista de The New York Times durante la última década, he estado siguiendo el avance de nuestra comprensión científica del reino de lo irracional. Desde esa posición me he visto sorprendido por dos tendencias opuestas, una que retrata la creciente calamidad de nuestra vida emocional compartida y otra que ofrece algunos remedios útiles.

Por qué emprender ahora esta exploración

La última década, a pesar de las malas noticias que produjo, también fue testigo de un entusiasmo sin precedentes con respecto al estudio científico de las emociones. Más increíbles son las visiones del cerebro en funcionamiento, posibilitadas por métodos innovadores como las nuevas tecnologías de las imágenes cerebrales. Estos métodos han hecho visible por primera vez en la historia de la humanidad lo que siempre ha sido una fuente de absoluto misterio: exactamente cómo opera esta intrincada masa de células mientras pensamos y sentimos, imaginamos y soñamos. Esta corriente de datos neurobiológicos nos permite comprender más claramente que nunca cómo los centros de la emoción del cerebro nos provocan ira o llanto, y cómo partes más primitivas del mismo, que nos mueven a hacer la guerra y también el amor, están canalizadas para bien o para mal. Esta claridad sin precedentes con respecto al funcionamiento de las emociones y sus fallos revela algunos nuevos remedios para nuestras crisis emocionales colectivas.

Para escribir este libro he tenido que esperar a que la cosecha científica fuera lo suficientemente abundante. Estas comprensiones tardan tanto en adquirirse, en gran medida porque el lugar de los sentimientos en la vida mental ha quedado sorprendentemente descuidado por la investigación a lo largo de los años, convirtiéndose las emociones en un enorme continente inexplorado por la psicología científica. Este vacío se ha llenado por una avalancha de libros de autoayuda, consejos bienintencionados basados, en el mejor de los casos, en la opinión clínica pero carentes en su mayoría de base científica. Ahora, por fin, la ciencia es capaz de abordar con autoridad estos interrogantes urgentes y sorprendentes que despierta la psiquis en su aspecto más irracional, con el fin de trazar con cierta precisión el mapa del corazón humano.

Este mapa ofrece un desafío a aquellos que adhieren a una visión estrecha de la inteligencia, argumentando que el cociente intelectual es un factor genético que no puede ser modificado por la experiencia vital, y que nuestro destino en la vida está fijado en gran medida por estas aptitudes. Ese argumento pasa por alto la pregunta más desafiante: ¿Qué podemos cambiar que ayude a nuestros hijos a tener mejor suerte en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando las personas que tienen un elevado cociente intelectual tienen dificultades y las que tienen un cociente intelectual modesto se desempeñan sorprendentemente bien? Yo afirmaría que la diferencia suele estar en las habilidades que aquí llamamos inteligencia emocional, que incluye el autodominio, el celo y la persistencia, y la capacidad de motivarse uno mismo. Y estas habilidades, como veremos más adelante, pueden enseñarse a los niños, dándoles así mejores posibilidades de utilizar el potencial intelectual que la lotería genética les haya brindado.

Más allá de esta posibilidad surge un apremiante imperativo moral. Vivimos una época en la que el tejido de la sociedad parece deshacerse a una velocidad cada vez mayor, en la que el egoísmo, la violencia y la ruindad espiritual parecen corromper la calidad de nuestra vida comunitaria. Aquí, el argumento que sustenta la importancia de la inteligencia emocional gira en tomo a la relación que existe entre sentimiento, carácter e instintos morales. Existen cada vez más pruebas de que las posturas éticas fundamentales en la vida surgen de capacidades emocionales subyacentes. En principio, el impulso es el instrumento de la emoción; la semilla de todo impulso es un sentimiento que estalla por expresarse en la acción. Quienes están a merced del impulso —los que carecen de autodominio— padecen una deficiencia moral: la capacidad de controlar el impulso es la base de la voluntad y el carácter. Por la misma razón, la raíz del altruismo se encuentra en la empatía, la capacidad de interpretar las emociones de los demás; si no se siente la necesidad o la desesperación del otro, no existe preocupación. Y si existen dos posturas morales que nuestra época reclama son precisamente estas: dominio de sí mismo y compasión.

Nuestro viaje

En este libro hago las veces de guía de un viaje a través de esta penetración científica en las emociones, un viaje destinado a brindar una mayor comprensión a algunos de los momentos más desconcertantes de nuestra propia vida y del mundo que nos rodea. El propósito del viaje es comprender qué significa proporcionar inteligencia a la emoción y cómo hacerlo. Esta comprensión misma puede ayudar en cierta medida; proporcionar conocimiento al reino de los sentimientos produce un efecto similar al impacto de un observador en el nivel cuántico de la física, alterando lo que es observado.

Nuestro viaje comienza en la Primera Parte con nuevos descubrimientos sobre la arquitectura emocional del cerebro que ofrecen una explicación de los momentos más desconcertantes de nuestra vida, cuando el sentimiento arrasa con toda racionalidad. Comprender el interjuego de estructuras cerebrales que dominan nuestros momentos de rabia y temor —o de pasión y dicha— revela mucho acerca de cómo incorporamos los hábitos emocionales que pueden minar nuestras mejores intenciones, así como acerca de lo que podemos hacer para someter nuestros más destructivos o contraproducentes impulsos emocionales. Más importante aún es el hecho de que los datos neurológicos sugieren una ventana de oportunidades para modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos.

La siguiente parada importante en nuestro viaje, la Segunda Parte de este libro, consiste en ver cómo intervienen los factores neurológicos en el talento básico para vivir llamado inteligencia emocional: ser capaz, por ejemplo, de refrenar el impulso emocional; interpretar los sentimientos más íntimos del otro; manejar las relaciones de una manera fluida; en palabras de Aristóteles, la rara habilidad de "ponerse furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto, y de la forma correcta". (Los lectores que no estén interesados en los detalles neurológicos tal vez quieran pasar directamente a esa parte.)

Este modelo ampliado de lo que significa ser "inteligente" coloca las emociones en el centro de las aptitudes para vivir. La Tercera Parte examina algunas diferencias clave que encierran estas aptitudes: cómo dichas habilidades pueden preservar nuestras relaciones más preciadas, o la falta de las mismas puede corroerlas; cómo las fuerzas del mercado que están dando nueva forma a nuestra vida laboral están adjudicando un valor sin precedentes a la inteligencia emocional para el éxito en el trabajo; y cómo las emociones negativas suponen para nuestra salud física un riesgo tan grande como el hábito de fumar, aunque el equilibrio emocional puede ayudar a proteger nuestra salud y bienestar.

La herencia genética nos dota de una serie de rasgos emocionales que determinan nuestro temperamento. Pero el circuito cerebral implicado es extraordinariamente maleable; temperamento no es destino. Como muestra la Cuarta Parte, las lecciones emocionales que aprendemos de niños en casa y en la escuela dan forma a los circuitos emocionales haciéndonos más expertos —o ineptos— en la base de la inteligencia emocional. Esto significa que la infancia y la adolescencia son ventanas críticas de oportunidad para fijar los hábitos emocionales esenciales que gobernarán nuestra vida.

La Quinta Parte explora los peligros que acechan a aquellos que, mientras maduran, no logran dominar el reino emocional: cómo las deficiencias en la inteligencia emocional realzan un espectro de riesgos, desde la depresión o una vida de violencia hasta trastornos en la alimentación o abuso de las drogas. Y documenta cómo las escuelas pioneras están enseñando a los niños las habilidades emocionales y sociales que necesitan para mantener su vida encarrilada.

Tal vez el dato más perturbador de este libro surge de un estudio de padres y maestros y muestra una tendencia mundial de la actual generación de niños a tener más conflictos emocionales que la anterior: a ser más solitarios y deprimidos, más airados e indisciplinados, más nerviosos y propensos a preocuparse, más impulsivos y agresivos.

Si existe un remedio, creo que debe estar en la forma en que preparemos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos librada al azar la educación emocional de nuestros hijos, con resultados cada vez más desastrosos. Una solución consiste en tener una nueva visión de lo que las escuelas pueden hacer para educar al alumno como un todo, reuniendo mente y corazón en el aula. Nuestro viaje concluye con visitas a clases innovadoras que tienen como objetivo dar a los niños una base para los elementos de la inteligencia emocional. Imagino un futuro en el que la educación incluirá como rutina el inculcar aptitudes esencialmente humanas como la conciencia de la propia persona, el autodominio y la empatía, y el arte de escuchar, resolver conflictos y cooperar.

En la Etica a Nicómaco, la indagación filosófica de Aristóteles sobre la virtud, el carácter y la buena vida, su desafío consiste en administrar nuestra vida emocional con inteligencia. Nuestras pasiones, bien ejercitadas, son sabias; guían nuestro pensamiento, nuestros valores, nuestra subsistencia. Pero es fácil que lo hagan mal, y a menudo es así. Desde el punto de vista de Aristóteles, el problema no está en la emocionalidad, sino en la conveniencia de la emoción y su expresión. La pregunta es: ¿cómo podemos poner inteligencia en nuestras emociones… y cortesía en nuestras calles y preocupación y cuidado en nuestra vida en común?

Título

Primera Parte

EL CEREBRO EMOCIONAL

Título

1

¿PARA QUE SON LAS EMOCIONES?

Es con el corazón como vemos correctamente; lo esencial es invisible a los ojos.

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY,
El principito

Consideremos los últimos momentos de la vida de Gary y Mary Jane Chauncey, una pareja totalmente consagrada a su hija Andrea, de once años, confinada en una silla de ruedas a causa de la parálisis cerebral. La familia Chauncey viajaba en un tren Amtrak que cayó al río después que una barcaza chocara con un puente del ferrocarril en Luisiana, derribándolo. La pareja pensó ante todo en su hija e hizo todo lo posible por salvarla mientras el agua inundaba el tren; finalmente lograron empujar a Andrea por una ventana, para que el equipo de rescate pudiera sacarla. Entonces, mientras el vagón se hundía en el agua, murieron.1

La historia de Andrea, la de los padres cuyo último acto heroico consiste en asegurar la supervivencia de su hija, encierra un momento de valentía casi mítica. Sin duda, estos episodios de sacrificio paterno por su descendencia se han repetido infinidad de veces en la historia y la prehistoria de la humanidad, e infinidad de veces más en el curso más amplio de la evolución de nuestra especie.2 Visto desde la perspectiva de los biólogos evolucionistas, este sacrificio por parte de los padres está al servicio del "éxito reproductivo", al pasar los propios genes a las generaciones futuras. Pero desde la perspectiva de un padre que toma una decisión desesperada en un momento de crisis, sólo se trata de amor.

Como comprensión del propósito y la fuerza de las emociones, este acto ejemplar de heroísmo paterno demuestra el papel del amor altruista —y de todas las otras emociones que sentimos— en la vida humana.3 Sugiere que nuestros sentimientos más profundos, nuestras pasiones y anhelos, son guías esenciales, y que nuestra especie debe gran parte de su existencia al poder que aquellos tienen sobre los asuntos humanos. Ese poder es extraordinario. Sólo un amor poderoso —la urgencia de salvar a un hijo querido— podría llevar a un padre a pasar por alto el impulso de la supervivencia personal. Considerado desde el punto de vista del intelecto, su sacrificio personal es discutiblemente irracional; desde el punto de vista del corazón, es la única elección posible.

Los sociobiólogos señalan el predominio del corazón sobre la cabeza en momentos cruciales como ese cuando hacen conjeturas acerca de por qué la evolución ha dado a las emociones un papel tan importante en la psiquis humana. Nuestras emociones, dicen, nos guían cuando se trata de enfrentar momentos difíciles y tareas demasiado importantes para dejarlas sólo en manos del intelecto: los peligros, las pérdidas dolorosas, la persistencia hacia una meta a pesar de los fracasos, los vínculos con un compañero, la formación de una familia. Cada emoción ofrece una disposición definida a actuar; cada una nos señala una dirección que ha funcionado bien para ocuparse de los desafíos repetidos de la vida humana.4 Dado que estas situaciones se repiten una y otra vez a lo largo de la historia de la evolución, el valor de supervivencia de nuestro repertorio emocional fue confirmado por el hecho de que quedaron grabados en nuestros nervios como tendencias innatas y automáticas del corazón humano.

Una visión de la naturaleza humana que pasa por alto el poder de las emociones es lamentablemente miope. El nombre mismo de Homo sapiens, la especie pensante, resulta engañoso a la luz de la nueva valoración y visión que ofrece la ciencia con respecto al lugar que ocupan las emociones en nuestra vida. Como todos sabemos por experiencia, cuando se trata de dar forma a nuestras decisiones y a nuestras acciones, los sentimientos cuentan tanto como el pensamiento, y a menudo más. Hemos llegado muy lejos en lo que se refiere a destacar el valor y el significado de lo puramente racional —lo que mide el cociente intelectual en la vida humana. Para bien o para mal, la inteligencia puede no tener la menor importancia cuando dominan las emociones.

Cuando las pasiones aplastan a la razón

Fue una sucesión de errores trágicos. Matilda Crabtree, de catorce años, quiso hacerle una broma a su padre: salió de un armario dando un salto y gritando "¡Buuu!" mientras sus padres entraban en casa a la una de la mañana, después de visitar a unos amigos.

Pero Bobby Crabtree y su esposa pensaron que Matilda se quedaba esa noche en casa de unos amigos. Al oír ruidos mientras entraba en su casa, Crabtree buscó su pistola calibre 357 y entró en el dormitorio de Matilda para investigar. Cuando Matilda salió de un salto del armario, Crabtree le disparó al cuello. Matilda Crabtree murió doce horas más tarde.5

Un legado emocional de la evolución es el temor que nos mueve a proteger a nuestra familia del peligro; ese fue el impulso que empujó a Bobby Crabtree a buscar su arma y registrar la casa para encontrar al intruso que él creía que había entrado. El miedo llevó a Crabtree a disparar antes de darse cuenta de a dónde disparaba, incluso antes de reconocer la voz de su hija. Las reacciones automáticas de este tipo han quedado grabadas en nuestro sistema nervioso, suponen los biólogos evolucionistas, porque durante un período prolongado y crucial de la prehistoria humana marcaron la diferencia entre supervivencia y muerte. Más importante aún, intervenían en la principal tarea de la evolución: ser capaz de dar a luz a una descendencia que presentara estas predisposiciones genéticas… una triste ironía, teniendo en cuenta la tragedia que se produjo en el hogar de los Crabtree.

Pero mientras nuestras emociones han sido guías sabias en la evolución a largo plazo, las nuevas realidades que la civilización presenta han surgido con tanta rapidez que la lenta marcha de la evolución no puede mantener el mismo ritmo. En efecto, las primeras leyes y declaraciones de la ética —el Código de Hammurabi, los Diez Mandamientos de los Hebreos, los Edictos del emperador Ashoka— pueden interpretarse como intentos por dominar, someter y domesticar la vida emocional. Como describió Freud en El malestar en la cultura, la sociedad ha tenido que imponerse sin reglas destinadas a someter las corrientes de exceso emocional que surgen libremente en su interior.

A pesar de estas limitaciones sociales, las pasiones aplastan a la razón una y otra vez. Esta característica de la naturaleza humana surge de la arquitectura básica de la vida mental. En términos de diseño biológico para el circuito neurológico básico de la emoción, aquello con lo que nacemos es lo que funcionó mejor en las 50.000 últimas generaciones humanas, no en las 500 últimas… y sin duda no en las cinco últimas. Las lentas y deliberadas fuerzas de la evolución que han dado forma a nuestras emociones han hecho su trabajo en el curso de un millón de años; los 10.000 últimos años —a pesar de haber sido testigos del rápido crecimiento de la civilización humana y de la explosión de la población humana, que pasó de cinco millones a cinco mil millones— han dejado pocas huellas en las plantillas biológicas de nuestra vida emocional.

Para bien o para mal, nuestra valoración de cada encuentro personal y nuestras respuestas al mismo están moldeadas no sólo por nuestro juicio racional o nuestra historia personal, sino también por nuestro lejano pasado ancestral. Esto nos deja inclinaciones a veces trágicas, como demuestran los tristes acontecimientos del hogar de los Crabtree. En resumen, con demasiada frecuencia nos enfrentamos a dilemas posmodemos con un repertorio emocional adaptado a las urgencias del pleistoceno. Esa dificultad forma el núcleo de mi trabajo.

Impulsos para la acción

Un día de principios de primavera conducía por una autopista, sobre un puerto de montaña de Colorado, cuando una repentina borrasca cubrió de nieve el camino. Miré atentamente hacia adelante y no logré ver nada; el remolino de nieve se había convertido en una enceguecedora mancha blanca. Hundí el pie en el freno y sentí la ansiedad que recorría todo mi cuerpo y oí los latidos de mi corazón.

La ansiedad se convirtió en miedo absoluto: frené a un costado del camino y esperé a que la borrasca pasara. Media hora más tarde la nevisca cesó, la visibilidad se normalizó y yo continué mi camino; pero unos cientos de metros más adelante me vi obligado a detenerme otra vez: un equipo de una ambulancia ayudaba al pasajero de un coche que había chocado con el que lo precedía; la colisión había bloqueado la autopista. Si yo hubiera seguido adelante a pesar de la nieve, probablemente habría chocado con ellos.

La cautela a la que el temor me obligó aquel día tal vez me salvó la vida. Como un conejo paralizado de terror al ver un zorro que pasa —o un protomamífero que se esconde de un dinosaurio que merodea—, quedé dominado por un estado interior que me obligó a parar, prestar atención y tener en cuenta el peligro inminente.

En esencia, todas las emociones son impulsos para actuar, planes instantáneos para enfrentamos a la vida que la evolución nos ha inculcado. La raíz de la palabra emoción es motere, el verbo latino "mover", además del prefijo "e", que implica "alejarse, lo que sugiere que en toda emoción hay implícita una tendencia a actuar. Que las emociones conducen a la acción es muy evidente cuando observamos a niños o animales; sólo es en los adultos "civilizados" en los que tan a menudo encontramos la gran anomalía del reino animal: emociones —impulsos arraigados que nos llevan a actuar— divorciadas de la reacción evidente.6

En nuestro repertorio emocional, cada emoción juega un papel singular, como quedó revelado por sus características sintonías biológicas (véase el Apéndice A para conocer detalles sobre las emociones "básicas"). Con nuevos métodos para explorar el cuerpo y el cerebro, los investigadores están descubriendo más detalles fisiológicos acerca de cómo cada emoción prepara al organismo para una clase distinta de respuesta:7

• Con la ira, la sangre fluye a las manos, y así resulta más fácil tomar un arma o golpear a un enemigo; el ritmo cardíaco se eleva y un aumento de hormonas como la adrenalina genera un ritmo de energía lo suficientemente fuerte para originar una acción vigorosa.

• Con el miedo, la sangre va a los músculos esqueléticos grandes, como los de las piernas, y así resulta más fácil huir, y el rostro queda pálido debido a que la sangre deja de circular por él (creando la sensación de que la sangre "se hiela"). Al mismo tiempo, el cuerpo se congela, aunque sólo sea por un instante, tal vez permitiendo que el tiempo determine si esconderse sería una reacción más adecuada. Los circuitos de los centros emocionales del cerebro desencadenan un torrente de hormonas que pone al organismo en alerta general, haciendo que se prepare para la acción, y la atención se fija en la amenaza cercana, lo mejor para evaluar qué respuesta ofrecer.

• Entre los principales cambios biológicos de la felicidad hay un aumento de la actividad en un centro nervioso que inhibe los sentimientos negativos y favorece un aumento de la energía disponible, y una disminución de aquellos que generan pensamientos inquietantes. Pero no hay un cambio determinado de la fisiología salvo una tranquilidad, que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente del despertar biológico de las emociones desconcertantes. Esta configuración ofrece al organismo un descanso general, además de buena disposición y entusiasmo para cualquier tarea que se presente y para esforzarse por conseguir una gran variedad de objetivos.

• El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual dan lugar a un despertar parasimpático: el opuesto fisiológico de la movilización "lucha o huye" que comparten el miedo y la ira. La pauta parasimpática, también llamada "respuesta de la relajación", es un conjunto de reacciones de todo el organismo, que genera un estado general de calma y satisfacción, facilitando la cooperación.

• El levantar las cejas en expresión de sorpresa permite un mayor alcance visual y también que llegue más luz a la retina. Esto ofrece más información sobre el acontecimiento inesperado, haciendo que resulte más fácil distinguir con precisión lo que está ocurriendo e idear el mejor plan de acción.

• La expresión de disgusto es igual en el mundo entero y envía un mensaje idéntico: algo tiene un sabor o un olor repugnante, o lo es en sentido metafórico. La expresión facial de disgusto —el labio superior torcido a un costado mientras la nariz se frunce ligeramente— sugiere, como señaló Darwin, un intento primordial de bloquear las fosas nasales para evitar un olor nocivo o de escupir un alimento perjudicial.

• Una función importante de la tristeza es ayudar a adaptarse a una pérdida significativa, como la muerte de una persona cercana, o una decepción grande. La tristeza produce una caída de la energía y el entusiasmo por las actividades de la vida, sobre todo por las diversiones y los placeres y, a medida que se profundiza y se acerca a la depresión, hace más lento el metabolismo del organismo. Este aislamiento introspectivo crea la oportunidad de llorar por una pérdida o una esperanza frustrada, de comprender las consecuencias que tendrá en la vida de cada uno y, mientras se recupera la energía, planificar un nuevo comienzo. Esta pérdida de energía puede haber obligado a los primeros humanos entristecidos —y vulnerables— a permanecer cerca de casa, donde estaban más seguros.

Estas tendencias biológicas a actuar están moldeadas además por nuestra experiencia de la vida y nuestra cultura. Por ejemplo, universalmente, la pérdida de un ser querido provoca tristeza y pesar. Pero la forma en que mostramos nuestro pesar —cómo se demuestran las emociones o se contienen para los momentos de intimidad— está moldeada por la cultura, lo mismo que el hecho de decidir qué personas de nuestra vida entran en la categoría de "seres queridos" a los que llorar.

El prolongado período de la evolución en el que estas respuestas emocionales fueron forjadas representó sin duda la realidad más dura que la mayor parte de los humanos soportó como especie después de los albores de la historia conocida. Hubo una época en que pocos niños sobrevivían a la infancia y pocos adultos vivían hasta los treinta años, cuando los depredadores podían atacar en cualquier momento, cuando los caprichos de la sequía y las inundaciones marcaban la diferencia entre inanición y supervivencia. Pero con la llegada de la agricultura e incluso de las sociedades humanas más rudimentarias, las probabilidades de supervivencia empezaron a cambiar dramáticamente. En los diez mil últimos años, cuando estos avances se afianzaron en el mundo entero, las feroces presiones que mantenían a raya a la población humana se aflojaron de manera continua.

Esas mismas presiones habían hecho que nuestras respuestas emocionales fueran tan valiosas para la supervivencia; a medida que disminuían, también lo hacía la calidad de la adaptación de las distintas partes de nuestro repertorio emocional. Mientras en el pasado una ira violenta puede haber supuesto una ventaja crucial para la supervivencia, el hecho de tener acceso a armas automáticas a los trece años la convierte en una reacción a menudo desastrosa.8

Nuestras dos mentes

Una amiga me contaba que su divorcio había sido una separación dolorosa. Su esposo se había enamorado de una mujer más joven de su trabajo y le anunció repentinamente que la dejaba para irse a vivir con la otra mujer. Se sucedieron meses de amargas disputas por la casa, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora, al cabo de unos meses, decía que su independencia le resultaba atractiva y que se sentía feliz de estar sola. "No pienso más en él… realmente no me importa", dijo. Pero mientras lo decía, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Esas lágrimas repentinas podrían haber pasado inadvertidas. Pero darse cuenta de que el lagrimeo de alguien significa que está triste a pesar de que dice lo contrario, es un acto de comprensión tan claro como lo es el desentrañar el sentido de las palabras de una página impresa. Uno es un acto de la mente emocional, el otro de la mente racional. En un sentido muy real, tenemos dos mentes, una que piensa y otra que siente.

Estas dos formas fundamentalmente diferentes de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una, la mente racional, es la forma de comprensión de la que somos típicamente conscientes: más destacada en cuanto a la conciencia, reflexiva, capaz de analizar y meditar. Pero junto a este existe otro sistema de conocimiento, impulsivo y poderoso, aunque a veces ilógico: la mente emocional. (Para una descripción más detallada de las características de la mente emocional, véase el Apéndice B.)

La dicotomía emocional/racional se aproxima a la distinción popular entre "corazón" y "cabeza"; saber que algo está bien "en el corazón de uno" es una clase de convicción diferente —en cierto modo una clase de certidumbre más profunda— que pensar lo mismo de la mente racional. Existe un declive constante en el índice del control racional-a-emocional sobre la mente; cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante se vuelve la mente emocional, y más ineficaz la racional. Esta es una combinación que parece surgir de eones de la ventaja evolutiva de que las emociones y las intuiciones guían nuestra respuesta instantánea en situaciones en las que nuestra vida está en peligro, y en las que detenerse a reflexionar en lo que debemos nacer podría costamos la vida.

Estas dos mentes, la emocional y la racional, operan en ajustada armonía en su mayor parte, entrelazando sus diferentes formas de conocimiento para guiarnos por el mundo. Por lo general existe un equilibrio entre mente emocional y racional, en el que la emoción alimenta e informa las operaciones de la mente racional, y la mente racional depura y a veces veta la energía de entrada de las emociones. Sin embargo, la mente emocional y la mente racional son facultades semiindependientes, y, como veremos, cada una refleja la operación de un circuito distinto pero interconectado del cerebro.

En muchos momentos, o en la mayoría de ellos, estas mentes están exquisitamente coordinadas; los sentimientos son esenciales para el pensamiento, y el pensamiento lo es para el sentimiento. Pero cuando aparecen las pasiones, la balanza se inclina: es la mente emocional la que domina y aplasta la mente racional. Erasmo de Rotterdam, un humanista del siglo dieciséis, escribió en tono satírico acerca de esta tensión perenne entre razón y emoción:9

Júpiter ha concedido mucha más pasión que razón… se podría calcular una relación de 24 a uno. Puso a dos airados tiranos en oposición al poder solitario de la Razón: la ira y la lujuria. Hasta qué punto puede prevalecer la Razón contra estas dos fuerzas combinadas es algo que la vida común del hombre deja bien claro. La Razón hace lo único que puede y se desgañita repitiendo fórmulas de virtud, mientras las otras dos le ordenan que se ahorque y son cada vez más ruidosas y ofensivas, hasta que por fin su Gobernante queda exhausto, renuncia y abandona.

Cómo creció el cerebro

Para captar mejor el poderoso dominio de las emociones sobre la mente pensante —y por qué sentimiento y razón están tan prontos a la guerra— consideremos cómo evolucionó el cerebro. El cerebro humano, con su casi kilo y medio de células y jugos nerviosos, tiene un tamaño aproximadamente tres veces mayor que el de nuestros parientes más cercanos en la escala evolutiva, los primates no humanos. En el curso de millones de años de evolución, el cerebro ha crecido de abajo hacia arriba, y sus centros más elevados se desarrollaron como elaboraciones de partes más inferiores y más antiguas. (El crecimiento del cerebro en el embrión humano reconstruye aproximadamente este curso evolutivo.)

La parte más primitiva del cerebro, compartida con todas las especies que tienen más que un sistema nervioso mínimo, es el tronco cerebral que rodea la parte superior de la médula espinal. Esta raíz cerebral regula las funciones vitales básicas como la respiración y el metabolismo de los otros órganos del cuerpo, además de controlar las reacciones y movimientos estereotipados. No se puede decir que este cerebro primitivo piense o aprenda; más bien es un conjunto de reguladores preprogramados que mantienen el organismo funcionando como debe y reaccionando de una forma que asegura la supervivencia. Este cerebro fue el predominante en la Era de los Reptiles: imaginemos una serpiente que sisea para señalar la amenazá de un ataque.

A partir de la raíz más primitiva, el tronco cerebral, surgieron los centros emocionales. Millones de años más tarde en la historia de la evolución, a partir de estas áreas emocionales evolucionaron el cerebro pensante o "neocorteza", el gran bulbo de tejidos enrollados que formó las capas superiores. El hecho de que el cerebro pensante surgiera del emocional es muy revelador con respecto a la relación que existe entre pensamiento y sentimiento; el cerebro emocional existió mucho tiempo antes que el racional.

La raíz más primitiva de nuestra vida emocional es el sentido del olfato o, más precisamente, en el lóbulo olfativo, las células que toman y analizan los olores. Cada entidad viviente, ya sea nutritiva, venenosa, compañero sexual, depredador o presa, tiene una sintonía molecular definida que puede ser transportada en el viento. En esos tiempos primitivos el olor se convirtió en el sentido supremo para la supervivencia.

A partir del lóbulo olfativo empezaron a evolucionar los antiguos centros de la emoción, haciéndose por fin lo suficientemente grandes para rodear la parte superior del tronco cerebral. En sus etapas rudimentarias, el centro olfativo estaba compuesto por poco más que delgadas capas de neuronas reunidas para analizar el olor. Una capa de células tomaba lo que se olía y lo separaba en las categorías más importantes: comestible o tóxico, sexualmente accesible, enemigo o alimento. Una segunda capa de células enviaba mensajes reflexivos a todo el sistema nervioso indicando al organismo lo que debía hacer: morder, escupir, acercarse, huir, perseguir.10

Con la llegada de los primeros mamíferos aparecieron nuevas capas clave del cerebro emocional. Estas, rodeadas por el tronco cerebral, se parecen aproximadamente a una rosca de pan a la que le falta un mordisco en la base, donde se asienta el tronco. Dado que esta parte del cerebro circunda y bordea el tronco cerebral, se la llamó sistema "límbico", de la palabra latina "limbus", que significa "borde". Este nuevo territorio nervioso añadía emociones adecuadas al repertorio del cerebro.11 Cuando estamos dominados por el anhelo o la furia, trastornados por el amor o retorcidos de temor, es el sistema límbico el que nos domina.

A medida que evolucionaba, el sistema límbico refinó dos herramientas poderosas: aprendizaje y memoria. Estos avances revolucionarios permitían a un animal ser mucho más inteligente en sus elecciones con respecto a la supervivencia, y afinar sus respuestas para adaptarse a las cambiantes demandas más que mostrar reacciones invariables y automáticas. Si un alimento provocaba enfermedad, podía evitarse en la siguiente ocasión. Decisiones tales como saber qué comer y qué desechar aún eran determinadas en gran medida por el olor; las relaciones entre el bulbo olfativo y el sistema límbico asumieron la tarea de hacer distinciones entre los olores y reconocerlos, comparando un olor presente con olores pasados y discriminando así lo bueno de lo malo. Esto se hacía a través del "rinencéfalo", que literalmente significa "cerebro nasal", una parte del tendido límbico, y las bases rudimentarias de la neocorteza, el cerebro pensante.

Hace aproximadamente 100 millones de años, el cerebro de los mamíferos se desarrolló repentinamente. Sobre la parte superior de la delgada corteza de dos capas —las zonas que planifican, comprenden lo que se percibe, coordinan el movimiento— se añadieron varias capas nuevas de células cerebrales que formaron la neocorteza. En contraste con la corteza de dos capas del cerebro primitivo, la neocorteza ofrecía una ventaja intelectual extraordinaria.

La neocorteza del Homo sapiens, mucho más grande que en ninguna otra especie, ha añadido todo lo que es definidamente humano. La neocorteza es el asiento del pensamiento; contiene los centros que comparan y comprenden lo que perciben los sentidos. Añade a un sentimiento lo que pensamos sobre él, y nos permite tener sentimientos con respecto a las ideas, el arte, los símbolos y la imaginación.

En la evolución, la neocorteza permitió una juiciosa afinación que sin duda ha creado enormes ventajas en la capacidad de un organismo para sobrevivir a la adversidad, haciendo más probable que su progenie transmitiera a su vez los genes que contienen ese mismo circuito nervioso. Esta ventaja para la supervivencia se debe al talento de la neocorteza para trazar estrategias, planificar a largo plazo y desarrollar otras artimañas mentales. Más allá de eso, el triunfo del arte, de la civilización y la cultura son frutos de la neocorteza.

Este nuevo añadido al cerebro permitió agregar un matiz a la vida emocional. Tomemos por ejemplo el amor. Las estructuras límbicas generan sentimientos de placer y deseo sexual, las emociones que alimentan la pasión sexual. Pero el agregado de la neocorteza y sus conexiones con el sistema límbico permitieron que surgiera el vínculo madre-hijo, que es la base de la unidad familiar y el compromiso a largo plazo de la crianza que hace posible el desarrollo humano. (Las especies que no poseen neocorteza, como los reptiles, carecen de afecto maternal; cuando sus crías salen del huevo, deben ocultarse para evitar ser devoradas.) En los seres humanos, el lazo protector entre progenitor e hijo permite gran parte de la maduración para seguir el curso de una larga infancia… durante la cual el cerebro continúa desarrollándose.

A medida que avanzamos en la escala filogenética desde el reptil al macaco y al humano, la masa misma de la neocorteza aumenta; con ese aumento se produce un crecimiento geométrico en las interconexiones del circuito cerebral. Cuanto más grande es el número de esas conexiones, más amplia es la gama de respuestas posibles. La neocorteza permite la sutileza y complejidad de la vida emocional, como la capacidad de tener sentimientos con respecto a nuestros sentimientos. Hay más neocorteza-a-sistema límbico en los primates que en otras especies —y mucho más en los humanos— que sugiere por qué somos capaces de desplegar una variedad mucho más amplia de reacciones a nuestras emociones, y más matices. Mientras un conejo o un macaco tienen un conjunto limitado de respuestas típicas al temor, la neocorteza humana, más grande, permite un repertorio mucho más ágil… incluida una llamada a un patrullero de la policía. Cuanto más complejo es el sistema social, más esencial resulta esa flexibilidad… y no existe mundo social más complejo que el nuestro.12

Pero estos centros más elevados no gobiernan toda la vida emocional; en asuntos cruciales del corazón —y más especialmente en emergencias emocionales— se puede decir que se remiten al sistema límbico. Debido a que muchos de los centros más elevados del cerebro crecieron a partir de la zona límbica o ampliaron el alcance de esta, el cerebro emocional juega un papel fundamental en la arquitectura nerviosa. En tanto raíz a partir de la cual creció el cerebro más nuevo, las zonas emocionales están entrelazadas a través de innumerables circuitos que ponen en comunicación todas las partes de la neocorteza. Esto da a los centros emocionales un poder inmenso para influir en el funcionamiento del resto del cerebro… incluidos sus centros de pensamiento.

Título

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ANATOMIA DE UN ASALTO EMOCIONAL

La vida es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten.

HORACE WALPOLE

Era una calurosa tarde de agosto de 1963, el mismo día en que el reverendo Martin Luther King, Jr., pronunció, durante una marcha en Washington por los derechos civiles, el discurso en el que dijo: "Tengo un sueño". Aquel día Richard Robles, un avezado ladrón que acababa de quedar en libertad condicional tras una condena de tres años por más de cien asaltos que había perpetrado para mantener su hábito con la heroína, decidió hacer uno más. Quería apartarse del delito, afirmó Robles más tarde, pero necesitaba desesperadamente dinero para su novia y la hija de tres años de ambos.

El apartamento en el que entró aquel día pertenecía a dos mujeres jóvenes, Janice Wylie, de veintiún años, investigadora de la revista Newsweek, y Emily Hoffert, de veintitrés años, maestra de escuela primaria. Aunque Robles eligió robar en el apartamento del ostentoso Upper East Side de Nueva York porque pensó que no encontraría a nadie, Wylie estaba en casa. Después de amenazarla con un cuchillo, Robles la ató. Mientras salía del apartamento, llegó Hoffert. Para escapar sin problemas, Robles empezó a atarla también a ella.

Como relata Robles años más tarde, mientras estaba atando a Hoffert, Janice Wylie le advirtió que su delito no quedaría impune: ella recordaría su cara y ayudaría a la policía a localizarlo. Robles, que se había prometido que aquel sería su último asalto, sintió pánico al oírla y perdió totalmente el control. En un ataque tomó un sifón y golpeó a las mujeres hasta que quedaron inconscientes y luego, dominado por la ira y el temor, las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de cocina. Veinticinco años más tarde, al reflexionar sobre aquel momento, Robles se lamentaba: "Me volví loco. La cabeza me estalló".

En la actualidad Robles tiene mucho tiempo para arrepentirse de aquellos pocos minutos de rabia desatada. Mientras escribo esto, unas tres décadas más tarde, él todavía se encuentra en prisión por lo que se conoció como el "Asesinato de las jóvenes profesionales".

Estos estallidos emocionales son asaltos nerviosos. En esos momentos, como sugiere la prueba, un centro del cerebro límbico declara una emergencia y recluta al resto del cerebro para su urgente orden del día. El asalto se produce en un instante, desencadenando esta reacción unos decisivos instantes antes de que la neocorteza, el cerebro pensante, haya tenido oportunidad de vislumbrar plenamente lo que está ocurriendo, para no hablar de decidir si es una buena idea. El sello de semejante asalto es que una vez que el momento pasa, los que han quedado así dominados tienen la sensación de no saber qué les ocurrió.

Estos asaltos no son en modo alguno incidentes aislados y horrendos que conducen a crímenes brutales como el Asesinato de las chicas profesionales. En una forma menos catastrófica —aunque no necesariamente menos intensa— nos ocurren con bastante frecuencia. Piense en la última vez que "perdió los nervios" y estalló con alguien —su cónyuge o su hijo, o tal vez el conductor de otro coche— hasta un extremo que más tarde, tras un poco de reflexión y comprensión, le pareció injustificado. Con toda probabilidad eso también fue un asalto, un ataque nervioso que, como veremos, se origina en la amígdala, un centro del cerebro límbico.

No todos los asaltos límbicos son perturbadores. Cuando un chiste le parece a alguien tan gracioso que su risa casi resulta explosiva, esa también es una respuesta límbica. Y se produce también en momentos de intensa dicha: cuando después de varios fracasos trágicos en su intento de hacerse con la Medalla de Oro de las Olimpiadas en la especialidad de patinaje de velocidad (que se había propuesto ganar para su hermana agonizante), Dan Jansen finalmente la ganó en la carrera de los mil metros en los Juegos Olímpicos de Invierno 1994 celebrados en Noruega, su esposa quedó tan abrumada por la excitación y la felicidad que tuvo que ser atendida por los médicos de la guardia de la pista.

El asiento de toda pasión

En los seres humanos, la amígdala (que deriva de la palabra griega que significa "almendra") es un racimo en forma de almendra de estructuras interconectadas que se asientan sobre el tronco cerebral, cerca de la base del anillo límbico. Existen dos amígdalas, una a cada costado del cerebro, apoyadas hacia el costado de la cabeza. La amígdala del ser humano es relativamente grande, comparada con la de cualquiera de nuestros primos más cercanos en la escala evolutiva, los primates.

El hipocampo y la amígdala eran dos partes clave del primitivo "cerebro nasal" que, en la evolución, dio origen a la corteza y luego a la neocorteza. En nuestros días, estas estructuras límbicas se ocupan de la mayor parte del aprendizaje y el recuerdo del cerebro; la amígdala es la especialista en asuntos emocionales. Si la amígdala queda separada del resto del cerebro, el resultado es una notable incapacidad para apreciar el significado emocional de los acontecimientos; a veces se llama a esta condición "ceguera afectiva".

Al carecer de peso emocional, los encuentros pierden su fuerza. Un joven al que se le había extirpado quirúrgicamente la amígdala con el fin de controlar los ataques graves que padecía, perdió todo interés en la gente y prefería quedarse sentado a solas, sin mantener contacto con otras personas. Aunque era perfectamente capaz de mantener una conversación, ya no reconocía a sus amigos íntimos, a sus parientes, ni siquiera a su madre, y permanecía impasible al ver la expresión angustiada de los demás ante su indiferencia. Junto con la amígdala parecía haber perdido toda capacidad de reconocer los sentimientos, así como todo sentimiento por los sentimientos.1 La amígdala actúa como depósito de la memoria emocional, y así tiene importancia por sí misma; la vida sin amígdala es una vida despojada de significados personales.

Además del afecto, hay otros factores relacionados con la amígdala; de ella dependen todas las pasiones. Los animales a los que les ha sido extirpada o cortada la amígdala carecen de miedo y furia, pierden la urgencia por competir o cooperar y ya no tienen noción del lugar que ocupan en el orden social de su especie; la emoción está embotada o ausente. Las lágrimas, una señal emocional singular de los seres humanos, son desencadenadas por la amígdala y por una estructura cercana, la circunvolución cingulada; un abrazo, unas caricias o cualquier otro tipo de consuelo alivia estas mismas regiones cerebrales, interrumpiendo los sollozos. Sin amígdala no hay lágrimas de pesar que deban ser aliviadas.

Joseph LeDoux, un neurólogo del Centro para la Ciencia Neurológica de la Universidad de Nueva York, fue el primero en descubrir el papel clave que juega la amígdala en el cerebro emocional.2 LeDoux forma parte de una nueva generación de neurólogos que se inspiran en tecnologías y métodos innovadores que proporcionan un nivel anteriormente desconocido de precisión para trazar el mapa del cerebro en funcionamiento, y así poder poner al descubierto misterios de la mente que anteriores generaciones de científicos han considerado impenetrables. Sus descubrimientos sobre el circuito del cerebro emocional echan por tierra una antigua noción con respecto al sistema límbico, colocando la amígdala en el centro de la acción y adjudicando papeles muy distintos a otras estructuras límbicas.3

La investigación de LeDoux explica cómo la amígdala puede ejercer el control sobre lo que hacemos incluso mientras el cerebro pensante, la neocorteza, está intentando tomar una decisión. Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interjuego con la neocorteza están en el núcleo de la inteligencia emocional.

La red de transporte

Lo más misterioso para la comprensión del poder que tienen las emociones en la vida mental son esos momentos de apasionamiento de los que luego, una vez calmada la tormenta, nos arrepentimos; la pregunta es por qué nos volvemos irracionales con tanta facilidad. Tomemos, por ejemplo, el caso de una joven que condujo durante dos horas hasta Boston para desayunar y pasar el día con su novio. Durante el desayuno él le dio un regalo que ella llevaba meses esperando: un grabado artístico difícil de encontrar, traído de España. Pero su dicha se esfumó cuando sugirió que después de desayunar fueran a ver una película que hacía tiempo que quería ver, y su novio la dejó atónita al responder que no podía pasar el día con ella porque tenía un entrenamiento de softball. Dolorida y desconcertada, se levantó de la mesa hecha un mar de lágrimas, salió del bar y, movida por un impulso, arrojó el grabado a un cubo de basura. Meses más tarde, al recordar el incidente, no se lamenta de haberse marchado sino de haber perdido el grabado.

Es en momentos como estos —en los que el sentimiento impulsivo supera lo racional— cuando el papel recién descubierto de la amígdala se vuelve fundamental. Las señales provenientes de los sentidos permiten que la amígdala explore cada experiencia en busca de problemas. Esto coloca a la amígdala en un lugar destacado en la vida mental, algo así como el de un centinela psicológico que desafía cada situación, cada percepción, y que tiene en la mente una sola clase de pregunta: "¿Esto es algo que detesto? ¿Algo que me hace daño? ¿Algo a lo que temo?". Si es así, si la respuesta es afirmativa, la amígdala reacciona instantáneamente, como una red de transporte nerviosa, telegrafiando un mensaje de crisis a todas las partes del cerebro.

En la arquitectura del cerebro, la amígdala constituye algo así como una compañía de alarmas, donde los operadores están preparados para hacer llamadas de emergencia al departamento de bomberos, a la policía y a un vecino cada vez que un sistema de seguridad interno indica que hay problemas.

Cuando suena una alarma de temor, por ejemplo, esta envía mensajes urgentes a cada parte importante del cerebro: provoca la secreción de las hormonas que facilitan la reacción de ataque-o-fuga, moviliza los centros del movimiento y activa el sistema cardiovascular, los músculos y los intestinos.4 Otros circuitos desde la amígdala indican la secreción de masas de la hormona norepinefrina para elevar la reactividad de zonas clave del cerebro, incluidas aquellas que hacen que los sentidos estén más despiertos y que ponen el cerebro en estado de alerta. Las señales adicionales que llegan desde la amígdala indican al tronco cerebral que dé al rostro una expresión de temor, que paralice los movimientos inconexos que 1os músculos tenían en preparación, que acelere el ritmo cardíaco y eleve la presión sanguínea, y disminuya la respiración. Otras centran la atención en la fuente del temor y preparan los músculos para reaccionar en consecuencia. Simultáneamente, los sistemas de la memoria cortical se ponen en marcha para recuperar cualquier conocimiento importante para la emergencia del momento, colocándolos en un lugar prioritario con respecto a otras series de pensamientos.

Y estos son sólo parte de una serie de cambios cuidadosamente coordinada que la amígdala dirige mientras recluta distintas áreas del cerebro (para un informe más detallado, véase el Apéndice C). La extensa red de conexiones nerviosas de la amígdala le permite, durante una emergencia emocional, atraer y dirigir gran parte del resto del cerebro, incluida la mente racional.

El centinela emocional

Un amigo me cuenta que estuvo de vacaciones en Inglaterra y, después de tomar el desayuno en una cafetería cercana al canal, decidió bajar los escalones de piedra que desembocan en el mismo; entonces vio a una muchachita que miraba el agua fijamente, con el rostro congelado por el temor. Sin saber por qué, saltó al agua, con la chaqueta y la corbata puestas. Sólo entonces, mientras estaba en el agua, se dio cuenta de que lo que la chica miraba con tanto pánico era un bebé que había caído al agua. Mi amigo logró rescatarlo.

¿Qué fue lo que lo hizo saltar al agua antes de saber por qué lo hacía? Probablemente, fue su amígdala.

En uno de los descubrimientos sobre las emociones más reveladores de la última década, la obra de LeDoux demostró cómo la arquitectura del cerebro concede a la amígdala una posición privilegiada como centinela emocional, capaz de asaltar al cerebro.5 Su investigación ha demostrado que las señales sensoriales del ojo y el oído viajan primero en el cerebro al tálamo y luego —mediante una única sinapsis— a la amígdala; una segunda señal del tálamo se dirige a la neocorteza, el cerebro pensante. Esta bifurcación permite a la amígdala empezar a responder antes que la neocorteza, que elabora la información mediante diversos niveles de circuitos cerebrales antes de percibir plenamente y por fin iniciar su respuesta más perfectamente adaptada.

La investigación de LeDoux es revolucionaria para la comprensión de la vida emocional porque es la primera que encuentra vías nerviosas para los sentimientos que evitan la neocorteza. Entre los sentimientos que toman la ruta directa a través de la amígdala se incluyen los más primitivos y potentes; este circuito hace mucho por explicar el poder de la emoción para superar la racionalidad.

El punto de vista convencional en neurología ha sido que el ojo, el oído y otros órganos sensoriales transmiten señales al tálamo, y de ahí a zonas de la neocorteza de procesamiento sensorial, donde las señales se unen formando objetos a medida que las percibimos. Las señales son clasificadas con el fin de encontrar significados de manera tal que el cerebro reconozca qué es cada objeto y qué significa su presencia. La antigua teoría sostiene que a partir de la neocorteza las señales son enviadas al cerebro límbico, y de allí la respuesta apropiada se difunde por el cerebro y el resto del cuerpo. Así es como funciona la mayor parte del tiempo, pero LeDoux descubrió un conjunto más pequeño de neuronas que conduce directamente desde el tálamo hasta la amígdala, además de aquellos que recorren la vía más larga de neuronas a la corteza. Esta vía más pequeña y más corta —una especie de callejón nervioso— permite a la amígdala recibir algunas entradas directas de los sentidos y comenzar una respuesta antes de que queden plenamente registradas por la neocorteza.

Este descubrimiento echa por tierra la noción de que la amígdala debe depender totalmente de las señales de la neocorteza para formular sus reacciones emocionales. La amígdala puede desencadenar una respuesta emocional a través de esta ruta de emergencia incluso mientras entre la amígdala y la neocorteza se inicia un circuito paralelo reverberante. La amígdala puede hacer que nos pongamos en acción mientras la neocorteza —algo más lenta pero plenamente informada— despliega su plan de reacción más refinado.

Con su investigación sobre el miedo en los animales, LeDoux trastocó el saber predominante con respecto a las vías recorridas por las emociones. En un experimento crucial destruyó la corteza auditiva de las ratas, y luego las expuso a un tono unido a una descarga eléctrica. Las ratas aprendieron rápidamente a temer al tono, aunque el sonido de este no podía quedar registrado en su neocorteza. En lugar de eso, el sonido siguió la ruta directa. desde el oído al tálamo y a la amígdala, salteando todas las avenidas más elevadas. En resumen, las ratas habían aprendido una reacción emocional sin ninguna implicación cortical más elevada: la amígdala percibía, recordaba y orquestaba su temor de forma independiente.

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La señal visual va primero de la retina al tálamo, donde es traducida al lenguaje del cerebro. La mayor parte del mensaje va entonces a la corteza visual, donde es analizada y evaluada en busca de significado y de respuesta apropiada; si esa respuesta .es emocional, una señal va a la amígdala para activar. los centros emocionales. Pero una porción más pequeña de la señal original va directamente desde el tálamo a la amígdala en una transmisión más rápida, permitiendo una respuesta más rápida (aunque menos precisa). Así la amígdala puede desencadenar una respuesta emocional antes de que los centros corticales hayan comprendido perfectamente lo que está ocurriendo.

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