Octavio Paz. Las palabras del árbol

Elena Poniatowska

Fragmento

Título

1

Mil novecientos cincuenta y tres. ¿Te acuerdas, Octavio? Carlos Fuentes dio una cena para ti en su casa de Tíber, en ausencia de sus papás (siempre hacía las cosas en ausencia de sus papás) y asistimos Ramón y Ana María Xirau, Emilio Uranga, Jorge Portilla, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Enrique Creel y no sé quiénes más; no recuerdo a ninguna mujer aparte de Ana María. Yo estaba impresionadísima porque acababa de leer en Libertad bajo palabra, de la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, “Cuerpo a la vista”. Nada igual había estado jamás frente a mis ojos:

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,

bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,

cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro, bo-ca-del-hor-no-don-de-se-ha-cen-las-hos-tias…

Repetía la frase despacito, no la he olvidado, la repetía absolutamente segura de condenarme. ¿Cómo podías haber cometido semejante sacrilegio? Yo, niña de convento de monjas, pecado mortal, marcada de por vida, me preguntaba: “Y ­ahora, ¿qué hago? ¿Corro al confesionario?” No pude comulgar a la mañana siguiente.

Sí, tenías razón, las mujeres alojamos entre las piernas un negro caballo de espuma. “¿Qué hago, Dios mío? Ayúdame.” Los poetas no se dan cuenta de lo que pueden suscitar en las doncellas. Desplazaste al Sagrado Corazón de Jesús de su santísimo sitio y lo enviaste a un lugar terrible.

¿Te imaginas lo que sucedió en mí cuando nos presentó Fuentes? Claro, el libro ya llevaba tiempo entre mis manos; en un año se había vuelto flexible, el contenido de sus páginas no me asustaba tanto, podía leer de corrido sin sentir el impulso de cerrarlo aterrada; sabía que para ti la Palabra —­así, con mayúscula—­ es la “libertad que se inventa y me inventa cada día”. Tu certidumbre me asombraba porque a mí siempre me ha llegado demasiado tarde. Ahora te erguías, enseñando al sonreír un diente como un elotito perdido dentro de tu boca, y yo, temerosa de no estar a la altura de tu chopo de agua, quise quedar bien y me vi como el pobre príncipe idiota Mishkin que cavila durante horas en torno a un jarrón que no debe romper al entrar en la sala de baile y, para su mala ventura, lo rompe a las primeras de cambio. Solté con voz tipluda:

—­¿Sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama “el becerro de oro”?

—­¿Por qué?

—­Porque todos acuden a adorarlo.

Fuentes, elástico, bronceado, sólo tenía ojos para ti y te llevó a otro lado. Adiviné la preocupación en su rostro, igualito al de Jorge Negrete. Tú, impredecible como eres, volviste para ver qué otra espantosa noticia podría salir de mi boca.

Te escribí desde París, siempre de usted. No me tuteaste hasta 1956. La ola de tu risa me cubrió cuando te dije que seguiría hablándote de usted. “Es que no puedo.” “Qué petite fille modèle eres, tienes que poder.” Eras accesible y tierno, todo te causaba risa, era facilísimo darte gusto, reías con los ojos. Todavía ríes con los ojos. Delgado, un trozo sobrante de tu cinturón se balanceaba siempre a la altura de tu cadera. Todo te quedaba flojo, corbata, saco y pantalones flotaban en el aire.

Recuerdo que a tu segundo retorno de París comencé a visitarte, bajo cualquier pretexto, libreta Scribe a la mano, en la Secretaría de Relaciones Exteriores de la avenida Juárez. Retenías en una especie de cubículo los mares territoriales. Los habías acomodado en tu escritorio boca abajo de tal suerte que las olas caían al viejo piso de madera y la arena, los corales, las algas del fondo, los diminutos líquenes, los peces, quedaban entre tus manos. Todo el mundo se quejaba: “¡Qué edificio tan húmedo! ¡Qué muros cubiertos de salitre!”

—­¿Vamos al Kiko’s?

—­Espérate, no quiere obedecerme el Mar de Cortés.

—­Mándale a Moctezuma.

—­Ahora es la costa del Pacífico, es monstruosa, no entiende, se cree indispensable.

—­¿Más que la Atlántica?

—­La Atlántica tiene razón de creerse. Desde ella zarpamos al viejo mundo, ¿no te parece?

(Me cautivó que le pidieras su parecer a las voces más desautorizadas, las más imprevistas. Todos tienen su opinión: cultivas el arte perdido de darle al que no lo espera una súbita importancia.)

Los ríos eran más fáciles de gobernar pero ésos no estaban bajo tu jurisdicción. Eran los mares los incontrolables. Muchos llegaban a tu oficina. Mares y poetas pasaban por la puerta. Recuerdo a un peruano a quien llamabas Lunel. Creí que así le decías por su cara de luna, pero no, Augusto Lunel era su nombre.

—­Ya llegó Lunel, podemos ir al Kiko’s. ¿No te parece?

Lunel estaba siempre muerto de hambre (a los peruanos les va peor que a nosotros) y le disparabas tres tortas: una de pollo con mole, otra de queso de puerco y la tercera de pierna adobada; a veces cambiaba y pedía de milanesa. Se las pasaba con un inmenso café con leche en vaso que sorbía con popotes. Los norteamericanos le llamarían brunch a ese desayuno. Yo te oía con la cara de luna de Lunel y Lunel devoraba. Una vez le sugeriste morder un chile verde y dio de alaridos interrumpiendo así una profunda disertación en torno a Flaubert. Ahí sí ya no me cupo duda y pensé: “Este señor es un fregón”. Vi de nuevo a Lunel en París, años más tarde; ya no tenía cara de luna, sino de eclipse. Andaba en motocicleta y me contó que las francesas lo perseguían:

—­¿A poco, Lunel? —­pregunté con una incredulidad que le pareció ofensiva y arrancó hecho una furia.

En 1956, en la biblioteca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un edificio gris, chaparrito y afrancesado, te encontré sentado frente a una horrible mesa de metal gris, y al mirar la página frente a ti vi que escribías con tinta verde: “Les arbres qui n’avancent que par leur bruit”.

Traducías al poeta libanés Georges Schéhadé y me tendiste el libro:

—­Toma para que te entretengas.

Nunca me gustó que me dijeras “para que te entretengas”. Con ello me relegabas al reino de los niños: “tones para los preguntones”, “ve a que te den una ramita de tenmeacá”, pero incluso esto tenía algo de caminata y de ramazones, de baile al viento y de luz filtrada entre las hojas.

… detener a una joven,

cogerla por la oreja y plantarla entre un castaño y

otro; regarla

como lluvia de verano;

verla ahondar en raíces como manos que enlazan

en la noche

otras manos;

crecer y echar hojas y alzar entre sus ramas una

copa que canta

(…)

rozar su piel de musgo, su piel de savia y luz, más suave que el torso de sal de la estatua en la playa; hablar con ella un lenguaje de árbol distante, callar con ella un silencio de árbol enfrente.

Siempre hiciste caer semillas; no sé si caían de tu copacabeza y se las llevaba el aire, o si sólo abrías la mano y las ibas dejando a tu paso.

—­Anda, vamos caminar.

Deambulábamos bajo los árboles del Paseo de la Reforma e irremediablemente íbamos a dar a la librería Francesa. Huguette Balzola se asomaba desde un tapanco en el cual solía empericarse:

—­¿Quieren café?

Sacabas libros.

—­¿Has leído La Clé des champs?

—­No.

—­¿Y La cavalerie rouge, de Isaak Bábel?

—­No.

—­Te la voy a regalar para que sepas algo de tus antepasados polacos, esos que se aventaban con lanzas en contra de los tanques nazis. ¿Tienes La Fille aux yeux d’or?

—­No.

—­¿Y Le Rêve dans le Pavillon rouge?

—­No.

—­¿Pero qué lees? A ver, enséñame lo que traes ahí.

—­Es mi libreta de apuntes.

—­¿Pero qué apuntas? ¿Las respuestas?

—­Sí.

—­Esta Histoire des Treize, ¿la conoces?

—­No, pero ya no me alcanza.

—­Yo te voy a regalar dos libros, Elena, y los lees para la próxima vez.

El siguiente encuentro fue en tu oficina de Relaciones Exteriores. Te escondía mi temor. ¿Y si no me alcanza? ¿Si no me alcanza el tiempo, si no entra la rama a mi cuarto como al tuyo? ¿Si no me despiertan los fresnos? ¿Si se me quiebra el alma? Cuando me interrogabas sobre los libros y te dabas cuenta de que no los había leído porque andaba entrevistando al jefe de la policía o al gerente del rastro, una ráfaga de irritación pasaba por tus ojos azules, hacías un gesto de desencanto con la mano y yo me entristecía.

Esto lo vi en varias ocasiones antes de los ochenta. Los demás te decepcionan, te sacan de quicio y luego, sin más, haces un gesto de la mano y aceptas sabiendo que todos traemos adentro al verdugo y a la víctima. Ego y amor; finalmente gana el amor.

Éramos muchos los que íbamos a buscarte; para todos nosotros eras una arboleda, un bosque que camina. Nos arrimábamos al buen árbol para que tu buena sombra nos cobijara, como esos borregos que se apelotonan en el vacío de la llanura bajo la redondez del único árbol. Girasoleábamos en torno a la estatua de “El Caballito”, al que se subían los papeleros a ver pasar los desfiles. A ella desembocaban la librería Zaplana, la librería Francesa, Relaciones Exteriores, el suplemento cultural de Novedades, dirigido por Fernando Benítez, Vicente Rojo, Jaime García Terrés, Henrique González Casanova, Gastón García Cantú y, más tarde, por José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis; la galería de arte que regía Víctor Alba, el Kiko’s, el Ambassadeurs, el Waikikí. Dentro de ese perímetro intelectual y fervoroso dábamos vueltas una y otra vez Pepe Alvarado, quien se reponía de la cruda con una leche malteada de fresa; Jorge Portilla, en pleno mito de Sísifo; Juan García Ponce, que habría de darnos la más inteligente lección de vida; Jaime García Terrés y Celia, a punto de casarse; Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, que apenas despuntaban, pura milpita tierna. Carlos se cortaba el pelo como soldado raso y se detenía cada vez que se le atravesaba un templo protestante. A José Emilio Pacheco, alto y pálido cual cirio pascual, Veracruz, al abrirle los sentidos, lo había iniciado en el principio del placer y, más libre que Monsi, sonreía entre líneas.

En un local del Excélsior, Víctor Alba, del POUM fundó una galería de arte vanguardista y publicó un libro-revista, Panoramas, en donde juntó, sin más ni más, a Jaime Torres Bodet con Alfonso León de Garay, Raúl Prieto y Rufino Tamayo, quien se quejaba (para variar) de que lo ninguneaban. Emmanuel Carballo había causado escándalo al declarar que ya era hora de torcerle el cuello al cisne Enrique González Martínez. José Vasconcelos rumiaba sus rencores y se daba golpes de pecho en la Dirección de la Biblioteca Nacional. Max Aub le dictaba al linotipista su libro número trescientos sesenta y siete. Juan Rulfo era gordo y cauteloso. Benítez se vestía en Campdesuñer y usaba paraguas sólo para subrayar su elegancia. Rosario Castellanos hacía teatro guiñol destinado a los chamulas. Salvador Elizondo perseguía a una asesina de la colonia francesa para averiguar los pormenores de su crimen. Juan Soriano se atormentaba. Leonora Carrington guisaba al arzobispo de Canterbury en mole verde. Tomás Segovia, con sus libros bajo el brazo, presagiaba a otro Tomás Segovia idéntico que en 1971 pasearía del brazo de una muchacha rubia mitad durazno, mitad mango por el Paseo de la Reforma. Pita Amor era la reina de la noche y ardía en deseos de quemar la biblioteca del pulcro José Luis Martínez. Guadalupe Dueñas prensaba flores profanas en su devocionario. Machila Armida destejía sus trenzas. José Luis Cuevas andaba en moto. Ramón Xirau fumando esperaba. Estábamos en 1956. Julieta Campos traducía. Abel Quezada soñaba en el mejor de los mundos imposibles. Hero Rodríguez Toro se la vivía en la hemeroteca. Hugo Latorre Cabal, en la tintorería y faltaban dos años para que Carlos Fuentes entrara pisando fuerte con La región más transparente. Alí Chumacero tenía conversaciones interminables con Manuel Calvillo. En El Colegio de México, don Alfonso Reyes amamantaba a los cachorros de la literatura mexicana.

Muchos Juanes entre los intelectuales mexicanos

En tu departamento de la avenida Nuevo León, nos sentábamos en círculo sobre la alfombra color miel Juan Martín, Juan García Ponce, Juan Soriano, Juan Soldado, Juan José Gurrola, Juan José Arreola, Juan de la Cabada, Juan Rulfo (¡cuántos Juanes!), Joaquín Díez-Canedo, Augusto Lunel, y empezaba así el juego de Juan Pirulero: palabras que eran juegos que eran poemas. Decías una palabra: sol, luna, casa, mar, y todos teníamos que emitir la frase que habría de consagrarnos. Cuando dijiste “sexo” y le tocó su turno a Juan Martín, respondió: “Siempre con él a cuestas”.

Nunca se me ha podido borrar la imagen de Juan, pequeño de estatura y delgadísimo, quejándose bajo el peso de esa cruz gigantesca.

En otra ocasión ordenaste: “Saint-Exupéry” y respondí algo así como “Porque antes de escribir, voló”. Me lo festejaste. Ese día, el sol no se opacaba en mi reino.

Max Aub invitaba a comer en su “piso” (así le decía Pegua) de la calle de Euclides; enfrente, José Luis Martínez daba cocteles; Juan Soriano, unas comilonas en su departamento de Melchor Ocampo que empezaban a las dos y terminaban a las dos de la tarde del día siguiente, los Barbachano Ponce también y Pita Amor recibía en su departamento de la calle de Duero. Comidas en casa de los Xirau, Joaquín y Aurora Díez-Canedo tomados de la mano en la embajada de Francia, idas al cine, charadas, poesía en voz alta. Te encantaban las películas de ciencia ficción, pero mal hechas. Vimos una con elefantes de cartón y dinosaurios que ponían a temblar el escenario.

En ese tiempo, por los ojos de azúcar quemada de Elena Garro relampagueaban los tigres listos para dar el zarpazo. Ana María Xirau, con voz aguda, insistía en que el Santo Padre Pío XII levitaba al recorrer las veredas de los jardines de Castel Gandolfo. Yo le decía que no era posible, que lo lastraban irremediablemente sus pantuflas de oro. Jorge Portilla apoyaba a Ana María y Juan García Ponce concluía con su voz malcriada y su pelo en la frente: “¿Para qué quieres que levite si es tan bonito caminar?”

Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos; la única mirada definitiva era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo. Esos fueron los días amigos y creíamos que jamás acabarían, que seguiríamos cantando: esos fueron los tiempos felices, los días como frutos, como soles, en que el olmo daba peras.

Alguna vez, en Relaciones Exteriores, me presentaste a José Gorostiza. Lo querías mucho, fijabas la mirada en él, jamás lo interrumpías, y eso que una de las cosas que más te fascinan es interrumpir.

—­Es un gran poeta.

Vi a un hombre triste, muy pulcro, peinadísimo, traje azul marino. Tímido, buscaba el sol sentado junto a la ventana del edificio porfiriano de la avenida Juárez:

—­Me parece mucho más guapo que su hermano Celestino.

—­Claro, pero no se lo digas. Esos hermanos se quieren mucho.

Escribiste sobre él. Siempre escribes sobre los temas cercanos a tu corazón, los hombres y las mujeres a quienes admiras. Les fuiste leal durante su vida y después de su muerte. De José Gorostiza me dijiste que era un poeta que sólo salía a la superficie después de haber pensado mucho, cuando el poema se encontraba “próximo a estallar”.

—­¿Como Juan Rulfo que va rumiando sus cuentos hasta que no le caben? —­te pregunté.

—­Sí, si quieres, pero Gorostiza es mejor que Rulfo. Es más auténtico y más desesperado.

En el principio fueron los árboles. Desde niño los nombraste y ellos te volvieron azul y verde la mirada. Una rama de árbol entró en tu cuarto por una grieta en el muro y la tomaste y la metiste en tu boca para que creciera en ti, te madurara adentro, echara raíces, te ocupara entero. Claro, hay otras constantes en tu poesía: el sol, el cuerpo de la mujer, la mujer que duerme, la mujer-tierra, la mujer-ciudad, el agua quemada, la luz, la piedra, el instante, el amarillo, la soledad, el grito; pero ninguna me llega tanto como el árbol porque alguna vez escribiste de tu puño y letra en la primera página de mi ejemplar de ¿Águila o sol? un poema inédito:

El fresno somnoliento

En el alba de agua

Te mira, todavía oscuro.

Me tendiste esa hoja verde y la puse en mi mejilla como una manita del árbol. Desde entonces, antes de leer un libro tuyo, lo lleno de hojas de árboles para hermanarlas con las que están adentro y busco que se entiendan los castaños de savia con los escritos, la nervaduras del fresno con las del poema, los pinos y los sauces, la delgadez del eucalipto que como una espada parte en dos la escritura. Y en cualquier página en que abra yo el libro, en la 25 o en la 63, siempre viene un árbol a mi encuentro convirtiendo tus poemas en “calzadas submarinas de luz verde”.

Siempre fuiste un hombre que camina y un hombre otra vez al pie de un árbol. En la India brotaron para ti tamarindos y laureles, araucarias, papayos, mangos, chirimoyos y también el pipal, árbol santo de los budistas que aparece en esculturas, pinturas, poemas y relatos religiosos; el árbol de la iluminación: “A su sombra —­dijiste—­ Gautama percibió la verdad y se convirtió en el Buda, el Iluminado”. Vuelas y te acompañan los árboles, ellos son los que te sostienen en el aire y nos lo dices en “Concorde”:

A Carlos Fuentes

Arriba el agua

abajo el bosque

el viento por los caminos

Quietud del pozo

El cubo es negro El agua firme

El agua baja hasta los árboles

El cielo sube hasta los labios.

En Pasado en claro recapitulas infancia y adolescencia y los árboles son los jalones que custodian ese pasado que ahora nos brindas:

Casa grande

     encallada en un tiempo

azolvado. La plaza, los árboles enormes

donde anidaba el sol, la iglesia enana

—­su torre les llegaba a las rodillas…

La de Mixcoac era una casa de pueblo cuando el barrio no formaba parte de la Ciudad de México. Los habitantes de Mixcoac, de San Ángel, de Coyoacán, solían decir: “Vamos a México” cuando iban al centro. Viviste un tiempo frente al Parque Hundido, con tu madre, en una casa llena de puertas que daban al jardín y rosales solitarios, más bien pelones, que podían verse desde la calle. Era una casa muy expuesta. Las parejas se abrazaban en la verja, se recargaban en su barandal, los paseantes podían asomarse por la ventana. Una tarde, pasados muchos años, fuimos a pie a verla: el mismo tendajón, la misma plaza, la misma gente que espera ociosa. “Nada ha cambiado, nada. Son los mismos montones de tejocotes de mi infancia.”

Más tarde, en Ladera este, habrías de recordar las sobremesas, la biblioteca de Ireneo Paz, los días en que fuiste niño:

Mi abuelo, al tomar el café,

me hablaba de Juárez y de Porfirio,

los zuavos y los plateados.

Y el mantel olía a pólvora.

Mi padre, al tomar la copa,

me hablaba de Zapata y de Villa,

Soto y Gama y los Flores Magón.

Y el mantel olía a pólvora.

Yo me quedo callado:

¿de quién podría hablar?

Visité la casa de Mixcoac en la que viviste hasta zarpar a España y conocí a tu mamá, Josefina Lozano, de ascendencia andaluza, a quien llamaban Pepita. Tenía los ojos azules como tú, pero no el mismo haz de chispas:

…niña de mil años,

madre del mundo, huérfana de mí,

abnegada, feroz, obtusa, providente,

jilguera, perra, hormiga, jabalina,

carta de amor con faltas de lenguaje,

mi madre; pan que yo cortaba

con su propio cuchillo cada día.

Esa tarde, en la calle de Porfirio Díaz 125 hablamos de fresnos y tranvías, porque antes, en Mixcoac, en San Ángel, en Coyoacán, en Tacuba, en Tacubaya, los tranvías eran un acontecimiento, sobre todo los que venían de Xochimilco cargados de viandantes con sus canastas de tomates y de frescas romanitas. Los tranvías rompían lo blanco, hacían temblar los hierros y su ruido nos calaba hasta los huesos. Ahora ya no hay rieles o se han achatado, y los tranvías son unos pobres animales desdentados, su ruido es el menor de los sonidos en medio del estruendo infernal de tantas pisadas gimientes. Hace ya muchos años que Ramón Xirau, Tomás Segovia y tú dejaron de caminar por esta ciudad que ahora nos rechaza.

Los fresnos me enseñaron

bajo la lluvia, la paciencia,

a cantar cara al viento vehemente.

La casa de Mixcoac habrá de ser la que cierre el círculo, punto de partida, punto final:

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,

un antifaz de sombra sobre un rostro solar.

Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.

Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.

Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.

Testigo inerte, la casa del barrio de Mixcoac te ve crecer desde el 31 de marzo de 1914, tu primer día sobre la tierra. Los muros, condenados al abandono y al olvido, se convierten en memoria, en palabra y en poesía:

Mis palabras,

al hablar de la casa, se agrietan.

Cuartos y cuartos habitados

sólo por fantasmas,

sólo por el rencor de los mayores

habitados…

Los “mayores”

Tus primeros recuerdos cantan rondas infantiles en casa de tu abuelo, don Ireneo Paz Flores, “patriarca de la familia”.

Nuestra casa, llena de muebles antiguos, libros y objetos, se desmoronaba poco a poco. A medida que caían los cuartos, nosotros llevábamos los muebles a otro cuarto. Recuerdo que durante mucho tiempo viví en una habitación espaciosa, pero a la que le faltaba parte de un muro. Unos suntuosos biombos me defendían bastante mal del viento y de la lluvia. Una enredadera se metió en mi cuarto… Una premonición de aquella exposición surrealista en la que había una cama sobre un pantano.

Con don Ireneo viviste desde tu nacimiento. Tu padre, Octavio Paz Solórzano, se había incorporado a las tropas del Ejército Libertador del Sur, al lado de Emiliano Zapata, de quien fue secretario.

Cuando tienes sólo cuatro años, en 1918, la Revolución Mexicana obliga a tu padre a exiliarse en Los Ángeles. Tú y tu madre se reúnen con él.

Apenas llegamos, mis padres decidieron que fuera al kindergarden del barrio. Tenía seis años y no hablaba una sola palabra de inglés. Recuerdo vagamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas duras y mi azoro entre la ruidosa curiosidad de mis compañeros y la sonrisa afable de la joven profesora, que procuraba aplacarlos. Era una escuela angloamericana y sólo dos de los alumnos eran de origen mexicano, aunque nacidos en Los Ángeles. Aterrorizado por mi incapacidad de comprender lo que se decía, me refugié en el silencio.

En esa época sitúas el origen de las preguntas sobre ti mismo y tu destino de mexicano que habrían de encontrar respuesta en tu mayor ensayo El laberinto de la soledad. “No escribo para saber lo que soy, sino lo que quiero ser.”

A tu regreso a México, en el colegio francés La Salle, también te rechazan tus compañeros: “El saberme recién llegado de los Estados Unidos y mi facha —­pelo castaño, tez y ojos claros—­, podrían tal vez explicar su actitud”.

Una tradición literaria y combativa provenía de tu línea paterna: tu abuelo, periodista y dueño de una magnífica biblioteca, luchó contra la intervención francesa y fue después partidario de Porfirio Díaz, si bien más tarde se opuso a su dictadura. Tu padre, precursor de la Reforma Agraria, también se desempeñó como periodista y abogado. La tía Amalia Paz, una solterona “un poco loca”, te enseñó francés y el arte del “afrancesamiento”: te acercó a Víctor Hugo, Michelet y Rousseau.

Un mundo de adultos asentados en polos opuestos, en ocasiones contradictorios y conflictivos, rodea tus primeros años y habrás de exclamar en Pasado en claro: “Familias: criaderos de alacranes”.

Tienes 10 años al morir tu abuelo. Una década después también pierde la vida tu padre, el zapatista, en un accidente de ferrocarril. Mixcoac es parte esencial de tus recuerdos hasta el momento en que abandonas la casa familiar, a los 23 años.

Durante tus estudios de preparatoria participas en la huelga por la autonomía universitaria, en 1929, que cierra durante varios meses los colegios y facultades de la ciudad. Si casi todos tus compañeros de lucha son vasconcelistas, nunca formas parte de ese movimiento: “En San Ildefonso no cambié de piel ni de alma: esos años fueron no un cambio, sino el comienzo de algo que todavía no termina, una búsqueda circular y que ha sido un perpetuo recomienzo: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos ‘historia’”.

En 1930 fundas, con tu entrañable amigo José Bosch, la Unión de Estudiantes Pro-Obreros y Campesinos, que abrió escuelas nocturnas para trabajadores. A José Bosch le dedicarás, en 1937, el poema “Elegía a un compañero muerto en el Frente de Aragón”.

Estudias en las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

En 1931 publicas tus primeros poemas en la revista Barandal, fundada y dirigida por ti, junto con Rafael López Malo, Salvador Toscano, José Alvarado, Arnulfo Martínez Lavalle, Enrique Ramírez y Ramírez. Dos años después, en 1933, aparece la revista Cuadernos del Valle de México, del mismo grupo. Sólo se publican dos números. En el mismo año sale a la luz tu primer libro: Luna silvestre, “un texto que ha desaparecido de sus recopilaciones”, observa José Emilio Pacheco. Sin embargo, no es inaccesible: el crítico argentino Julio Caillet-Bois lo incluyó en su vasta Antología de la poesía hispanoamericana.

Eres testigo de la campaña contra los Contemporáneos:

La ortodoxia ideológica y la ortodoxia sexual se alían siempre con la xenofobia: los Contemporáneos fueron acusados de estetas reaccionarios y motejados de maricones (…) mientras vivieron, fueron vistos como sospechosos y sentenciados al exilio interior. Años después yo dejé de ser testigo de la malignidad de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos